Paul Trout oyó las alarmas y corrió por el pasillo hasta que llegó al laboratorio improvisado. Marchetti estaba manteniendo una rápida conversación con su ingeniero jefe por el intercomunicador. Gamay se encontraba a su lado con expresión preocupada.
—Fuego —dijo.
—Me lo imaginaba —contestó Paul.
Él empezó a percibir el olor a humo y el hedor característico del combustible diésel ardiendo.
—¿La sala de máquinas?
Ella asintió con la cabeza.
—¿Puede volver a conectar los robots? —preguntó Marchetti por el micrófono a su ingeniero jefe.
—No responden.
—¿Y el sistema contra incendios?
—Tampoco responde.
Marchetti tenía mala cara.
—Siga trabajando en ello —dijo, pulsando otra vez el botón del intercomunicador—. Tendremos que combatirlo manualmente. Que Kostis y Cristatos se reúnan conmigo allí. Que los otros estén preparados.
Marchetti miró a Paul y a Gamay.
—¿Alguno de ustedes tiene experiencia apagando incendios?
—Yo —dijo Paul—. Iré con usted.
Esa vez fue Gamay la que puso mala cara.
—Por favor, Paul —dijo.
—No me pasará nada —contestó él—. He recibido formación de sobra. Vete a algún lugar seguro.
—La sala de control —señaló Marchetti—. Mi jefe de ingeniería está allí.
Gamay asintió con la cabeza.
—Tened cuidado.
Paul salió corriendo por la puerta con Marchetti, y bajaron por una escalera a la cubierta principal. Una vez allí, una segunda escalera los llevó al interior del casco, y luego recorrieron un pasillo que conducía a la sala de máquinas. El humo se volvía más denso a medida que se aproximaban al extremo de popa de la isla.
—Este es el parque de bomberos —dijo Marchetti al llegar a una zona de almacenamiento con varias puertas altas.
Estaban a quince metros de la sala de máquinas. El olor a combustible era nauseabundo, y se notaba el calor del fuego y se lo oía crepitar.
Marchetti abrió un panel que tenía escrita la palabra FUEGO. Dentro, en unos ganchos, había unos trajes contra incendios de un vivo color amarillo hechos de Nomex y realzados con rayas reflectoras naranjas. En un estante situado encima de cada traje, reposaban las familiares máscaras y botellas de aire comprimido. Cada equipo de respiración autónomo incluía una máscara resistente al fuego y al calor con un regulador integrado, un sistema de comunicaciones y un dispositivo de visualización. Había linternas y otras herramientas sujetas con correas, junto con unos cilindros de aire comprimido que se fijaban a las espaldas de los hombres.
Marchetti cogió un traje y Paul otro. Mientras se los ponían, llegaron Kostis y Cristatos e hicieron lo mismo.
Después de colocarse la máscara, Paul abrió la válvula reguladora. Hizo un gesto de aprobación con el pulgar. El aire era puro.
Marchetti alargó la mano y encendió un interruptor situado en el lateral de la máscara de Paul. Este oyó interferencias un instante y, acto seguido, la voz de Marchetti sonó por los auriculares.
—¿Me oye?
—Alto y claro —contestó Paul.
—Bien. Los respiradores están equipados con radios.
Paul estaba listo, y los dos miembros de la tripulación estaban terminando de ponerse los equipos. Marchetti se acercó al puntal de la pared y se dispuso a desenrollar la manguera.
Paul se situó detrás de él, y empezaron a avanzar.
Al acercarse a la puerta abierta del mamparo que daba a la sala de máquinas, Paul preguntó cuál era el plan a seguir.
—Mientras el ingeniero jefe trata de volver a conectar los robots, nosotros haremos todo lo posible por combatir el fuego.
—¿Y por qué no cerramos la sala?
—Uno de mis hombres está ahí dentro.
Paul echó un vistazo a la sala de máquinas en llamas. Le costaba imaginar que alguien pudiera sobrevivir a lo que se estaba convirtiendo rápidamente en un incendio en toda regla, pero si existía una posibilidad, tenían que buscarlo.
—¿Hay algún lugar donde se haya podido refugiar?
—Hay una pequeña oficina en la parte de atrás de la sala de máquinas, una sala de control. Si estaba allí cuando se inició el fuego, podría estar vivo.
Ahora había dos mangueras extendidas: la que Paul y Marchetti sostenían y la de Kostis y Cristatos.
—Abrid la llave —dijo Marchetti.
Uno de los miembros de la tripulación abrió la válvula, y las mangueras se hincharon de agua. Marchetti abrió la boquilla, y un chorro salió disparado a alta presión. Incluso con la ayuda de Marchetti, quien sujetaba firmemente la manguera, Paul notó que tenía que luchar contra el retroceso.
La agarró más fuerte y flexionó las rodillas, avanzando mientras él y Marchetti se introducían en la sala de máquinas.
Traspasar el mamparo fue como cruzar el umbral del infierno. El humo negro se arremolinaba alrededor de él, tan oscuro y denso que en ocasiones lo único que veía de Marchetti era la señal luminosa de su respirador. Las ondas de calor lo abrasaban a través del traje ignífugo, y los ojos le picaban del humo que se filtraba por debajo del cierre de la máscara. Aquí y allá, las llamas anaranjadas atravesaban la oscuridad. Corrían arriba y abajo y a su alrededor, y de vez en cuando salían disparadas por encima de los hombres como demonios funestos. Una serie de pequeñas explosiones sacudió la sala desde los lugares más recónditos.
Marchetti expulsaba rociadas de un lado a otro y ajustó la boquilla para ampliar su radio de acción. Sus hombres llevaron la segunda manguera. Atacando con los dos chorros de agua, avivaron el fuego y añadieron ondas de vapor sobrecalentado al caldero.
—¿Puede ver de dónde vienen las llamas? —preguntó Marchetti.
—No —dijo Paul, tratando de ver entre el humo.
—En ese caso, tenemos que avanzar.
Hasta el momento, Paul había considerado a Marchetti alguien débil y bastante torpe, pero admiraba sus agallas a la hora de defender su isla y luchar por la vida de sus hombres.
—¡Por aquí! —gritó el que estaba situado a la cabeza de la otra manguera.
Paul se volvió y vio que arrojaban una ola de agua que sofocó parte del fuego, dejando así el camino libre para que ellos pasaran.
Paul cobró ánimo y avanzó al unísono con Marchetti mientras se adentraban en el corazón del incendio.
Para entonces Paul notaba el calor de la cubierta como si estuviera encima de unas rocas de lava encendidas. Una nueva ola de fuego brotó a la izquierda de ellos, y un estallido derribó a Marchetti al suelo.
Paul lo levantó.
—¡Esto no va bien! —gritó Paul—. Tenemos que volver.
—¡Ya le he dicho que uno de mis hombres está ahí abajo!
Otra pequeña explosión los zarandeó, y se alzó un muro de llamas, pero el agua de las dos mangueras lo hizo retroceder.
La sala de máquinas tenía tres pisos de altura y una longitud cuatro veces superior, y estaba llena de tuberías, mangueras y pasarelas. Las llamas llegaban al techo en algunas partes, y todo se veía oscurecido. Si no estaban perdiendo la batalla, estaban como mínimo en tablas.
—Tenemos que inundar el compartimento —dijo Paul—. Es la única forma.
—Ya lo hemos intentado —repuso Marchetti—. El sistema contra incendios no responde. Debería haberse activado a los ochenta grados, pero no ha sido así. Intentamos hacerlo funcionar desde el puente de mando, pero tampoco funcionó.
—Tiene que haber un mecanismo de anulación —insistió Paul—, un activador manual en alguna parte.
Marchetti miró a su alrededor.
—Hay cuatro —señaló—. El más cercano debería estar en esa dirección. Junto al cañón del generador.
—Tenemos que activarlo.
Marchetti vaciló.
—Las puertas se cerrarán automáticamente en cuanto lo activemos —explicó—. Quien lo haga quedará atrapado dentro.
—¿Cuánto tiempo?
—Hasta que el fuego se apague y la temperatura baje.
—Entonces no perdamos ni un minuto.
Marchetti volvió la vista al maltrecho sendero que llevaba al posible refugio de la oficina. La pasarela estaba retorcida y doblada como si se hubiera producido una explosión en el centro de la misma. Las llamas, el humo y el agua hirviendo que caía de arriba lo dejaban bien claro: era imposible que pudieran abrirse paso por allí.
—Está bien —gritó Marchetti, volviéndose hacia la pared opuesta—. Por aquí.