25

Kurt y Joe habían estado varias horas en cautividad. Sin comida, sin agua, sin luz y sin compañía. No les habían pegado ni los habían interrogado ni amenazado; simplemente los habían dejado a oscuras en una pequeña habitación, encadenados a las mismas tuberías que habían seguido en su excursión al tanque de pruebas.

La voz de Joe brotó de la oscuridad con un tono áspero.

—No se puede decir mucho a favor del alojamiento.

A Kurt también se le estaba secando la garganta. Había hecho todo lo posible por mantener la boca cerrada y respirar solo por la nariz.

—¿No pedimos el servicio de habitaciones hace una hora?

—Creo que sí —dijo Joe—. Me pregunto si el retraso tiene algo que ver con el tiroteo.

—No ha dado la impresión de que se alargara mucho, pero puede que tengan que limpiar todo el desorden o que deban ocuparse de otros. Lo más probable es que no necesiten interrogarnos si esa Zarrina sigue informándoles.

—Hay una cosa que no entiendo —dijo Joe—. ¿Por qué la atacaron en el muelle si estaba de su parte?

Kurt pensó en ello.

—Por muchos motivos. A lo mejor está trabajando tan clandestinamente que ni siquiera los matones lo sabían. O tal vez era una distracción. Una cosa está clara: consiguió que la protegiéramos. Despejó cualquier sospecha. Las mejores estafas no son obra del estafador, sino de la víctima. Nosotros vimos lo que quisimos ver: una chica en apuros. Estábamos a la defensiva porque Kimo y los demás habían muerto. Después de rescatarla, nuestro impulso natural de cerrar filas hizo el resto.

—También contribuyó que tuviera el pasaporte y los correos electrónicos de Leilani. O que supiera que esta había estado pidiendo información sobre su hermano a la NUMA.

—Supongo que se lo sacó todo a la auténtica Leilani —dijo Kurt.

—Debieron de atraparla y sustituirla en cuanto llegó a Malé.

Sin duda Joe estaba en lo cierto, lo que los apremiaba más a huir.

—Tenemos que encontrar una forma de escapar —dijo Kurt—. He recorrido esta tubería con las manos. No encuentro ningún punto débil.

—Aquí tampoco hay nada. He intentado soltarla balanceándola, pero está sujeta con tornillos a la piedra, y no me da ningún juego.

Cuando Joe terminó de hablar, la puerta de la celda se abrió. Las luces del techo se encendieron, y deslumbraron a Kurt y a Joe por un instante.

Jinn entró acompañado del hombre con barba, Sabah, quien siempre parecía estar con él. Varios guardias armados los escoltaban.

—No veo que traigan toallas ni caramelos —dijo Joe.

—¡Silencio! —gritó Sabah.

Jinn levantó la mano en un gesto apaciguador.

—Ha sido un día interesante —comentó Jinn—, más para ustedes que para mí.

Hablaba bien el idioma de Kurt y Joe, con cierto acento, pero estaba claro que había recibido una buena educación, tal vez en Reino Unido.

—Y se va a poner mucho más interesante cuando no aparezcamos en nuestro punto de recogida —dijo Kurt—. Mucha gente le tiene echado el ojo, Jinn. Y si se deshace de nosotros, no hará más que intensificar el escrutinio.

—Entonces ¿se resigna a su destino?

—A menos que haya venido a soltarnos… —dijo Kurt.

—¿No le da miedo morir?

—No figura en nuestra lista de cosas pendientes, pero tampoco nos engañamos. La pregunta es: ¿se engaña usted?

Jinn se quedó perplejo, algo positivo a los ojos de Kurt. Aunque no tenía ni idea de lo que iba a conseguir, cualquier cosa que pudiera desestabilizar a su anfitrión les sería útil en ese punto.

—Yo no engaño, como usted dice —replicó Jinn.

—Ya lo creo que sí —afirmó Kurt—. Usted fabrica juguetes en su sótano y los hace explotar. Está jugando a un jueguecito y no se da cuenta de lo rápido que se acerca a su fin. La NUMA conoce su juego. Eso significa que dentro de poco la CIA, la Interpol y el Mossad también estarán al tanto. Sobre todo cuando no aparezcamos sanos y salvos. Si nos mata, no tendrá adónde huir.

—¿Qué le hace pensar que vamos a huir, señor Austin?

—Si no piensan huir, deberían hacerlo. Les esperan problemas por todas partes. El ataque a nuestro catamarán demuestra que está desesperado. El tiroteo de esta noche y los dos hombres que ha matado demuestran su vulnerabilidad.

Una risa tenue y rumorosa brotó del interior de Jinn.

—Yo diría que su situación es mucho más vulnerable que la mía.

—Y yo le digo que podemos ofrecerle una salida.

Joe miró a Kurt con el rabillo del ojo como diciendo: «¿Ah, sí?».

Kurt estaba agarrándose a un clavo ardiendo, inventándose una historia sobre la marcha. Era la única carta que le quedaba por jugar. Tenía que sembrar la duda en la mente de Jinn y hacerle creer, por absurdo que pareciera, que Kurt y Joe y la NUMA podían ayudarlo a evitar los problemas que lo acechaban.

Jinn se dirigió a la izquierda de Kurt.

—Ni quiero ni necesito lo que intenta ofrecerme —afirmó Jinn—. Simplemente he venido a decirles que van a morir.

—No nos sorprende —contestó Kurt sin pestañear—. Pero déjeme hacerle una pregunta: ¿por qué cree que mi gobierno nos ha mandado a nosotros en lugar de a un escuadrón de drones o de cazas invisibles armados con bombas anti-búnker? Venga ya. Puede que aquí esté a salvo de parte de sus enemigos, pero no del gobierno de Estados Unidos. Y usted lo sabe. Ahora está en la lista de los mayores criminales. Como el reactor y las instalaciones de enriquecimiento de uranio que están construyendo los iraníes. Y no hay ninguna diferencia entre usted y los montones de amenazas que hemos eliminado durante los últimos años. A un hombre como usted ya no le quedan fronteras tras las que esconderse. Pero usted tiene algo de lo que los Bin Laden de este mundo carecen. Posee algo con lo que negociar: tecnología.

Jinn permaneció inmóvil. Saltaba a la vista que estaba pensando en las palabras de Kurt, algo demasiado bueno para ser cierto. Ahora Kurt tenía que presionarlo. Si podía ganar un poco de tiempo y de libertad, tal vez Joe y él tuvieran una oportunidad de salir de esa.

—¿Espera que me crea lo que está diciendo?

—Le seré claro —declaró Kurt—. Yo no le daría ni los buenos días. Es usted un asesino y un matón. Pero trabajo para el Tío Sam y hago lo que me mandan. Nuestras órdenes consistían en venir aquí, infiltrarnos e informar. Y más tarde debíamos establecer contacto con usted a través de terceros si era posible. Quieren lo que usted tiene.

—¿Le parezco tonto? —preguntó Jinn, enfadándose.

—Prefiero no contestar —intervino Joe.

—Su gobierno no hace tratos.

—Se equivoca —dijo Kurt—. Llevamos doscientos años haciendo tratos. ¿Ha oído hablar de Werner von Braun? Era un nazi, un científico alemán que fabricó unos misiles que mataron a miles de personas. Nosotros le dimos amparo después de la guerra porque tenía unos conocimientos que necesitábamos. Viktor Belenko era un piloto ruso que nos trajo un caza MiG-25. Acogemos a jugadores de béisbol, bailarines de ballet, programadores informáticos, cualquiera que tenga algo que ofrecer. Puede que sea injusto para los pobres agricultores y campesinos que quieren ir, pero es bueno para usted. Le ofrece una salida.

—Basta ya.

Jinn se volvió.

—Este país se está desmoronando —añadió Kurt en un tono cada vez más alto—. Ni siquiera su dinero y su poder lo salvarán si estalla la anarquía. Y supongo que tiene otros problemas en el mundo exterior o no habría acabado con sus enemigos y se habría escondido aquí abajo. Le ofrezco una salida. Si nos libera y nos deja informar sobre lo que hemos visto, mi gobierno se pondrá en contacto con usted de forma más profesional.

Jinn ni siquiera consideró la oferta, a pesar del engaño perfectamente representado por Kurt. Se volvió y sonrió.

—Dentro de poco, los hombres de su gobierno, entre otros, me suplicarán que me ponga en contacto con ellos. Y sus huesos tirados por la arena no importarán en lo más mínimo.

Jinn hizo una señal con la mano a sus guardias.

—Dadle a este una lección y luego llevadlos al pozo. Me reuniré allí con vosotros.

Jinn salió, Sabah lo siguió, y los cuatro hombres restantes avanzaron.

Primero les propinaron unos cuantos puñetazos para debilitarlos y luego una serie de golpes con unas porras metálicas extensibles. Les pegaron con fuerza, pero Kurt había recibido peores palizas y consiguió retorcerse e inclinarse de forma que los golpes cayeran oblicuamente.

Joe hizo lo mismo, agachándose y moviéndose como el boxeador que era.

Una porra alcanzó a Kurt por encima del ojo, le abrió la piel y le hizo un corte. Fingió que el golpe lo había dejado aturdido. Se desplomó sujeto por las cadenas, y los hombres que lo rodeaban parecieron perder el entusiasmo. Recibió una patada desganada en la espalda, y los matones se rieron entre ellos.

Uno dijo algo en árabe, y a continuación cogieron a Kurt y lo levantaron. Le quitaron las esposas y lo sacaron a rastras. Con los párpados entrecerrados a propósito, vio que obligaban a Joe a seguirlo.

Estaban fuera de peligro. La pregunta era: ¿adónde los llevarían?

La primera parte de la pregunta tuvo respuesta cuando llegaron a la entrada principal de la cueva. El sol emitía rayos anaranjados a través de ella. Era media tarde, cuando el calor era más intenso. Los arrastraron hasta el exterior y los llevaron a la parte trasera de un todoterreno. Mientras los otros guardias les sujetaban los brazos, un hombre de temible aspecto les ató las manos a un enganche con trozos de cuerda de sesenta centímetros.

—Esto no puede ser bueno —dijo Joe.

—Creo que están a punto de pasarnos por debajo de la quilla al estilo del desierto —contestó Kurt.

El hombre rió, subió al todoterreno y empezó a acelerar el motor repetidamente. Kurt trató de pensar en una forma de escapar. Lo único que se le ocurrió fue subirse encima del todoterreno, pero el exterior del vehículo era liso, y con las manos atadas era imposible agarrarse a él.

El motor volvió a acelerar.

Joe lo miró.

—No se me ocurre nada.

—A mí tampoco.

—Genial.

El todoterreno avanzó dando una sacudida, y Kurt y Joe recibieron un tirón, tropezaron y estuvieron a punto de caerse, pero consiguieron mantenerse en pie corriendo. Para gran sorpresa de Kurt, el conductor no volvió a acelerar. Se limitó a avanzar con el motor a bajas revoluciones, arrastrando a los dos prisioneros a un ritmo de paso rápido.

Los guardias situados detrás de ellos reían mientras Kurt y Joe se esforzaban por mantener el paso.

El todoterreno dejó atrás la entrada de la cueva y enfiló un camino que cruzaba la arena.

—Y ahora ¿qué? —preguntó Joe—. ¿Se te ocurre algo?

Kurt corría a paso rápido, los pies hundiéndose en la arena blanda.

—No —respondió.

—Vamos, Kurt —dijo Joe.

—¿Por qué no piensas tú en algo?

—Tú eres el listo del equipo. Yo soy el guapo.

—No lo serás cuando te arrastren boca abajo por la arena.

Joe no contestó. Habían empezado a subir por una colina baja y les costaba más mantener el ritmo. Los neumáticos traseros del todoterreno les echaban arena a la cara. Llegaron a la cumbre de la colina y bajaron por el otro lado. Kurt se alegró de ver otra sección llana.

El sol del desierto caía a plomo sobre ellos, y la temperatura del aire rozaba los cuarenta grados. Después de correr en medio del calor otros dos o tres minutos, los dos hombres estaban empapados en sudor, y sus cuerpos no podían permitirse perder más agua. A lo lejos, Kurt vio otra formación rocosa. Debía de estar al menos a un kilómetro y medio de distancia, pero parecía encontrarse en su camino.

A Joe se le enganchó el pie en algo, tropezó y estuvo a punto de caer.

—Levántate —gritó Kurt, mirando al frente.

Joe consiguió seguir corriendo. Kurt trató de pensar.

Si llegaban a la zona rocosa, buscaría una piedra para cogerla. Sería arriesgado intentar agarrar algo del suelo, pero Joe y él no podrían seguir corriendo mucho más.

Antes de que ocurriera cualquiera de esas dos cosas, el todoterreno giró hacia el sur y se acercó a un grupo de vehículos aparcados. Se paró, y Kurt y Joe cayeron al suelo.

Mientras permanecía tumbado, tratando de recobrar el aliento, Kurt vio a Jinn y a varios de sus hombres al lado de algo parecido a un viejo pozo abandonado.

Jinn se acercó. Debía de haber visto la mirada de Kurt posada en el pozo.

—¿Tiene sed? —preguntó.

Kurt no dijo nada.

Jinn se inclinó.

—Uno no sabe lo que es tener sed hasta que ha cruzado el desierto buscando desesperadamente un oasis. La garganta se cierra. Parece que los ojos se sequen dentro de la cabeza. El cuerpo no puede sudar porque no le queda más agua que soltar. Esa es la vida de un beduino. Y un beduino no se caería después de dos o tres kilómetros en el desierto.

—Seguro que un beduino iría montado en un camello y no arrastrado por un coche —contestó Kurt con voz ronca.

Jinn se volvió hacia sus hombres.

—A nuestros invitados les gustaría refrescarse —dijo—. Llevadlos al pozo.

Los guardias desataron a Kurt y a Joe, los levantaron y los empujaron hacia el pozo. Cuando llegaron a la abertura, Kurt comprendió que no iban a beber. Un olor a muerte ascendía del fondo.

Se volvió, propinó a uno de los guardias una patada que le partió el tobillo y se abalanzó sobre su arma. Joe entró en acción casi al instante, soltándose el brazo y dejando inconsciente al hombre de su izquierda.

La velocidad del ataque pilló desprevenidos a los guardias. Aquellos hombres llevaban todo el día privados de comida y de bebida. Les habían pegado y los habían arrastrado por el desierto. Momentos antes parecían prácticamente muertos tumbados en la arena.

Cuatro de los hombres de Jinn corrieron a ayudar a sus compañeros, pero los estadounidenses peleaban como leones. Por cada hombre que lanzaba un puñetazo, otro recibía un golpe en la cara, una patada en la rodilla o un codazo en el vientre.

Uno de los guardias trató de placar a Kurt, pero este hizo una finta, le puso la zancadilla y lo lanzó contra otro guardia. Mientras los dos hombres caían a la arena, Kurt se levantó de un salto. Vio una pistola en el suelo y se abalanzó sobre ella. Pero como un jugador de fútbol americano que se lanza a por el balón caído, fue cubierto enseguida por tres hombres de Jinn que también trataron de coger la pistola.

El arma se descargó, y uno de los hombres de Jinn lanzó un grito de dolor cuando la bala le voló los dedos. Pero antes de que Kurt pudiera volver a disparar, recibió un fuerte golpe en la coronilla, y le arrebataron la pistola.

A su lado, Joe también había sido placado.

—¡Recogedlos! —gritó Jinn—. ¡Tiradlos al pozo!

Kurt luchó con todas sus fuerzas, pero los hombres de Jinn lo agarraron por los brazos y las piernas. Lo llevaron hacia el pozo como una multitud de espectadores desplazando a un músico en un concierto de rock.

Joe no corrió mejor suerte. Un guardia lo había inmovilizado con una llave y lo empujaba hacia delante, a punto de lanzarlo por el borde.

Cuando Kurt llegó al pozo, se soltó una pierna y asestó una patada en la cara a un hombre. El individuo cayó hacia atrás, dio con el tobillo contra el bajo muro de adobe y se desplomó yendo de cabeza al pozo. Su grito resonó por un segundo y, acto seguido, se interrumpió bruscamente.

El grupo que sujetaba a Kurt se tambaleó como una mesa con tres patas y a continuación lo arrastró hacia la abertura.

Cuando lo soltaron, Kurt se retorció, vio el muro bajo y los pequeños armazones de hierro con forma de A que sobresalían de él. Estiró los brazos y se agarró.

Un segundo más tarde, Joe fue empujado al pozo. Se aferró a las piernas de Kurt, tal vez instintivamente.

El peso añadido tiró de Kurt hacia abajo hasta que los dos quedaron sujetos precariamente a los abrasadores barrotes.

Una sombra apareció por delante del sol poniente.

Jinn sostenía una porra en la mano. La blandió hacia atrás y la sacudió hacia delante contra los dedos de Kurt. Antes de que le diera, Kurt se soltó.

Joe y él cayeron hacia abajo. Descendieron seis metros, chocaron contra un montón de arena inclinada y se deslizaron otros tres metros hasta el fondo.

El impacto sacudió a Kurt, pero la pendiente de arena y un par de cadáveres en descomposición hicieron las veces de airbag y absorbieron gran parte del impacto. Acabó en una postura incómoda, boca abajo contra el suelo.

Aturdido y casi inconsciente, Kurt se obligó a abrir los ojos. Joe yacía a treinta centímetros a la izquierda, estrellado contra la pared como un muñeco de trapo tirado en un rincón. Tenía los brazos por debajo del cuerpo y una pierna torcida hacia arriba en un extraño ángulo. No se movía.

Kurt oyó un sonido procedente de la superficie y no osó moverse, pero por el rabillo del ojo vio a Jinn inclinado por encima del borde del pozo. Una serie de disparos retumbaron, y tierra y esquirlas de roca salieron volando por el fondo. Algo puntiagudo cortó a Kurt en la pierna, y una bala o un fragmento de roca impactó a escasos centímetros de su cara y lanzó tierra por los aires.

Kurt permaneció sin mover un solo músculo, sin siquiera respirar.

Oyó gritos en árabe y palabras distorsionadas procedentes de muy arriba. Una linterna se encendió y enfocó pozo abajo. El haz se movió alrededor de ellos de forma casi hipnótica. Kurt permaneció inmóvil. Quería que lo vieran como un cadáver más en el fondo del pozo.

Hubo otro diálogo. La luz se apagó, y las caras desaparecieron.

Un minuto más tarde, el sonido de unos motores arrancando resonó por la garganta del pozo. Kurt escuchó cómo los vehículos se alejaban hasta que dejó de oírlos. Joe y él habían sido dados por muertos. De momento todavía no lo estaban, pero si no salían del pozo, sería cuestión de tiempo.