Marchetti había elevado ligeramente la aeronave, la había situado a una altitud de treinta metros por encima del océano Índico y había reducido la velocidad considerablemente. Un diseño tan aerodinámico implicaba renunciar a ciertas características ventajosas, y una de ellas era que el vehículo no tenía suficiente fuerza ascensional para flotar sin que un movimiento hacia delante le ofreciera propulsión.
Cuando el motor se paró y empezaron a ir a la deriva, los pasajeros se pusieron nerviosos.
—Seguimos cayendo —señaló Gamay.
Veinte metros por debajo, el mar estaba oscuro y en calma. Si ella estaba en lo cierto y esa oscuridad guardaba relación con los microbots que pululaban bajo la superficie, no tenía el más mínimo deseo de aterrizar sobre él.
—Un momento —dijo Marchetti.
Movió una palanca, y los compartimentos situados a cada extremo del dirigible se abrieron como si hubiera levantado la puerta del maletero y el capó de un coche al mismo tiempo. A continuación, sonó un siseo de gas a alta presión, y dos globos adicionales salieron de las portillas. Los globos flotaron hacia arriba, se llenaron rápidamente de helio y tensaron sus cuerdas. Cuando se inflaron, el descenso se redujo y luego se detuvo.
—Yo las llamo anclas de aire —explicó Marchetti, orgulloso de sí mismo—. Las desinflaremos cuando estemos otra vez en movimiento. Pero mientras tanto evitarán que acabemos en el agua.
A Gamay la tranquilizó oír eso. A su lado, Leilani y Paul soltaron un suspiro de alivio.
—Supongo que deberíamos abrir el equipo de muestreo —señaló Paul.
La aeronave se estabilizó a doce metros. Soltando pequeñas cantidades de helio, Marchetti la hizo descender a un metro y medio y a continuación la dejó flotando en punto muerto.
—¿Suficientemente cerca? —preguntó.
Paul asintió con la cabeza mientras subía hacia la plataforma de popa con el toma-muestras telescópico.
—Tenga cuidado —le advirtió Leilani, como si no quisiera acercarse lo más mínimo al borde.
—Lo mismo digo —añadió Gamay—. Me ha llevado años adiestrarte. No soportaría tener que volver a empezar con un nuevo marido.
Paul rió entre dientes.
—Seguramente no encontrarías uno tan guapo y apuesto como yo.
Gamay sonrió. No encontraría uno al que quisiera tanto como él, eso seguro.
Cuando Paul llegó al borde, Gamay se acercó por detrás de él. Sabiendo lo que había debajo, quería sujetarlo como a un centinela en lo alto de la cofa de vigía, pero no había forma de hacerlo ni necesidad real.
Estaban en la corriente circular del océano Pacífico, cerca de su centro, un lugar como el ojo de un huracán. En condiciones normales era un sitio tranquilo, sin viento ni olas dignos de mención.
El mar tenía un aspecto oleaginoso y sereno, y el sol brillaba implacablemente detrás de ellos. Se respiraba una calma extraordinaria. Solo se notaban unas ligerísimas brisas, nada por lo que tuvieran que preocuparse mientras iban a la deriva a escasos metros por encima del agua.
Paul alargó el poste, introdujo el frasco en el mar y tomó una muestra. Extrajo el frasco y lo sostuvo sobre el agua, dejando que el líquido sobrante goteara antes de recogerlo dando vueltas al carrete.
Con las manos enfundadas en unos guantes de plástico, Gamay tomó la muestra y limpió el exterior del frasco con un paño de microfibra especialmente cargado que, según Marchetti, atraería y capturaría cualquier microbot.
No vio residuos, pero aquellas cosas eran muy pequeñas. Podían caber cientos en la cabeza de un alfiler.
Echó un vistazo al agua del frasco.
—Parece transparente —dijo.
Lo tapó y lo colocó en una caja de acero inoxidable con cierre de goma, que selló perfectamente. Metió el paño en un recipiente idéntico.
Gamay y Paul contemplaban las aguas como quien mira por encima del borde de un muelle. A escasos centímetros de distancia, el agua lucía un aspecto normal. Pero habían sobrevolado tres kilómetros de océano descolorido desde que los delfines se habían dispersado. No tenía sentido.
—No están en la superficie —observó Gamay, cayendo en la verdad—. Podemos verlos mirando todo recto hacia abajo, pero si nos ladeamos lo más mínimo solo distinguimos agua marina.
Desde la cabina, Marchetti se mostró de acuerdo.
—Están flotando un poco más abajo. Tendrán que tomar una muestra más profunda. Si lo desean, puedo bajar hasta…
—No lo haga —dijo Leilani—. Por favor. ¿Y si caemos al agua o algo va mal?
La joven se encontraba en la parte principal de la cabina, mirando por encima del costado pero protegida por la pared. Parecía bastante pálida.
—Estoy convencido de que puedo alcanzarlos desde aquí —dijo Paul, acomodadizo como siempre.
Se tumbó sobre la cubierta, asomando la cabeza y los hombros por encima del borde. Se estiró, aprovechando al máximo sus largos brazos, y hundió un segundo frasco lo más lejos que pudo.
Marchetti se acercó lentamente. Gamay hizo otro tanto.
Paul extrajo la muestra del agua. También era transparente. La tiró y trató de estirarse todavía más.
Leilani empezó a protestar.
—No sé qué decir —masculló en tono aterrado—. ¿De verdad queremos subir esas cosas a bordo?
Kurt había dicho que era una persona inestable. Gamay entendía ahora por qué. Se había mostrado entusiasmada ante la propuesta de ir con ellos y de repente estaba llena de miedo.
—Alguien tiene que hacerlo —señaló Gamay.
—Podríamos llamar a la marina o al servicio de guardacostas o algo por el estilo.
—Sujétame las piernas —pidió Paul—. Tengo que tomar una muestra más profunda.
Gamay se agachó y colocó las manos en la parte de atrás de las piernas de Paul, presionando con todas sus fuerzas. Oyó que Leilani murmuraba algo y retrocedía como si los robots fueran a saltar del agua cual cocodrilos y a agarrar a Paul.
Este alargó el poste y se estiró todo lo que pudo. Hundió el frasco unos dos metros o dos metros y medio. Cuando lo levantó por encima de la superficie, Gamay notó el esfuerzo en su cuerpo. La muestra estaba oscura.
—Creo que has conseguido unos cuantos.
Cuando Paul empezó a recoger el poste, Leilani se echó a temblar. Retrocedió otro paso.
—Tranquila —dijo Marchetti, tratando de consolarla.
Justo entonces un sonoro estallido sacudió la aeronave. El dirigible se inclinó hacia un lado, y la parte trasera descendió como una carreta entoldada que pierde una rueda.
Paul se deslizó, chocó contra la pared lateral y estuvo a punto de caer por la borda. Gamay se deslizó con él, lo agarró por el cinturón y rodeó con el brazo un puntal que sobresalía de la cubierta.
Leilani se puso a gritar y se cayó, pero se sujetó a la puerta de la cabina mientras Marchetti se aferraba a la consola de mandos.
—¡Agárrate! —gritó Gamay.
—Agárrate tú —contestó Paul—. Yo no tengo nada que sujetar.
Otro estallido, y la aeronave se niveló, pero la parte trasera quedó todavía más abajo, como un volquete vaciando su contenido. Gamay se agarró con todas sus fuerzas. Tenía una gran fortaleza física, pero impedir que Paul, con sus más de dos metros de estatura y sus casi ciento diez kilos de peso, se deslizara de la plataforma y cayera al agua le estaba pasando factura. Notaba que el cinturón de su marido se le clavaba en los dedos.
Detrás de ella, Leilani y Marchetti intentaban ayudar.
—El globo —gritó Leilani, señalando al cielo.
Gamay miró arriba. El ancla de aire trasera se había soltado y volaba a la deriva hacia el cielo como el globo de un niño que se pierde en la feria. Debido a ello, el dirigible estaba descendiendo de cola hacia el agua.
—¡Sáquenos de aquí! —gritó Gamay.
—Ahora mismo —dijo Marchetti, corriendo hacia la cabina.
—Leilani, necesito ayuda.
Mientras Marchetti entraba con dificultad en la cabina, Leilani se agachó al lado de Gamay y agarró la pierna de Paul. Las turbinas de la parte delantera empezaron a girar, y el dirigible comenzó a avanzar lentamente. Al hacerlo, el esfuerzo de sujetar a Paul aumentó.
Gamay sentía que se le iba a escapar el puntal. Vio que Leilani trataba de agarrarse mejor.
El dirigible empezó a ganar velocidad, pero seguía descendiendo; la cola estaba a solo unos treinta centímetros del agua. Paul arqueó el cuerpo haciendo una abdominal inversa para evitar que su cabeza tocara el agua.
A medida que la velocidad aumentaba, el dirigible empezó a nivelarse.
—¡Ahora! —gritó Gamay.
Tiró con todas sus fuerzas y, con la ayuda de Leilani, consiguió deslizar a Paul hacia atrás hasta el lugar donde había estado antes, con la cabeza y los hombros asomados por encima del borde. Se dio cuenta de que todavía sujetaba el poste del toma-muestras.
—¡Suelta eso! —gritó.
—¿Después de todo lo que he pasado? —contestó Paul—. Ni hablar.
Para entonces la velocidad del vehículo se estaba incrementando, y proporcionó suficiente impulso para que Marchetti pudiera equilibrarlo del todo.
Mientras la aeronave se elevaba y luego se nivelaba, Gamay recogió a Paul y lo abrazó con fuerza.
—Paul Trout, si vuelves a hacer algo así, acabarás conmigo —dijo.
—Y conmigo —respondió él—. ¿Qué ha pasado? —preguntó, mirando a Marchetti.
—No tengo ni idea —dijo él—. El ancla se ha soltado. Debe de haber sido un fallo técnico o una avería.
Gamay miró a Paul, dando gracias por tenerlo con ella y no en el agua con esas cosas. Parecía que habían tenido muy mala suerte. ¿O no?
Empezó a pensar en la tripulación de Marchetti. Otero y Matson habían sido sobornados. ¿Qué impedía que otro se dejara comprar? Se guardó el pensamiento para sí, miró la muestra oscura que habían extraído y se recordó que, aparte de Paul, no podía confiar incondicionalmente en nadie más.