Golfo de Adén, costa de Yemen
Treinta y siete horas después de la reunión en la sala de conferencias de Marchetti, Kurt y Joe se encontraban sentados en una embarcación pesquera de madera en plena noche a un kilómetro y medio aproximadamente de la costa de Adén.
Vestidos con trajes isotérmicos y aletas, y con unas pequeñas botellas de aire comprimido a la espalda, esperaban pacientemente una señal.
Kurt aplicó una ligera capa de champú para bebés en la cara interior del cristal de sus gafas antes de enjuagarlas para impedir que se empañaran. Joe comprobó el aire de su botella por última vez y sujetó un cuchillo de submarinismo enfundado a su pierna.
—¿Estás listo? —preguntó Kurt.
—Todo lo listo que puedo estar —respondió Joe—. ¿Ves algo?
—Todavía no.
—¿Y si ese tío se retrasa?
—Llegará —dijo Kurt—. Dirk asegura que lo ha ayudado varias veces.
—¿Te ha dicho cómo se llama?
Kurt negó con la cabeza y sonrió.
—Ha dicho que no nos haría falta.
Joe rió entre dientes.
—Dirk tiene sus secretos, eso está claro.
Era una noche sin luna, con un viento suave procedente del noroeste. Kurt podía oler el desierto en la brisa, pero no veía nada. Estaban anclados frente a una extensión desierta de la costa, cabeceando sobre las olas y esperando para meterse en el agua. Pero no podían partir hasta estar seguros de que alguien había llegado para recogerlos.
Por fin un par de luces brillaron en dirección a ellos. Se encendieron y se apagaron un par de veces. Y volvieron a encenderse unos segundos antes de oscurecerse definitivamente.
—Ese es nuestro hombre —confirmó Kurt, colocándose las gafas de buceo.
Joe hizo lo mismo y se detuvo un instante.
—Una pregunta —dijo—. ¿Y si esos robots están en el agua esperando para zamparnos?
Kurt no había pensado en eso y, francamente, deseó que Joe tampoco lo hubiera hecho.
—Entonces más vale que no tengan hambre —repuso.
A continuación, se impulsó hacia atrás por encima del costado de la embarcación y cayó a la profunda agua negra.
Segundos más tarde, Joe se zambulló detrás de él; el sonido de su inmersión reverberó a través de la oscuridad.
Sin dilación, Kurt se orientó y empezó a avanzar con brazadas fluidas y vigorosas, mientras el impulso de sus aletas lo desplazaba rápidamente a través del agua. La travesía hasta la playa fue silenciosa y transcurrió como en cámara lenta.
A medida que se acercaba a la orilla, oyó el sonido de las olas rompiendo y percibió el impulso de la marea baja que intentaba arrastrarlo hacia el este. Se desvió ligeramente contra ella y, en lugar de agotarse luchando contra la marea, prácticamente se dejó llevar por ella.
Una vez que estuvo más cerca, se centró en el oleaje, tratando de hacerse una idea aproximada del ritmo de las olas. Una gran ola lo empujó hacia arriba y amenazó con tirarlo de cabeza, pero la ola pasó, rompió y lanzó una espuma blanca que se extendió por la arena a quince metros por delante de él.
La resaca lo alcanzó cuando el agua se retiraba, pero Kurt se impulsó a través de ella, tomó la siguiente ola y se deslizó con el cuerpo hasta la playa.
Diez metros más adelante había unos cantos rodados que ofrecían cobijo. Se quitó las aletas, avanzó corriendo y se resguardó entre ellos. Una vez allí, se quitó las gafas de buceo, se bajó la cremallera del traje isotérmico unos centímetros y extrajo un pequeño telescopio con visión nocturna. Escudriñó la playa y la carretera que pasaba encima de ella. No vio movimiento ni señales de vida.
A unos sesenta y cinco metros al oeste, una vieja furgoneta Volkswagen se encontraba aparcada en la carretera. Ese era su medio de transporte.
Volvió la cabeza a tiempo para ver cómo Joe llegaba a la playa. Tras una breve pausa, este se acercó a las rocas corriendo.
Kurt señaló la furgoneta.
—No está mal —exclamó—. Solo se nos ha escapado por una distancia equivalente a un campo de fútbol.
—Es más fácil recorrerla a pie que nadar contra la corriente —respondió Joe.
—Eso mismo he pensado yo —dijo Kurt—. Además, por si han vigilado o seguido a nuestro amigo, es preferible no salir del agua justo delante de nuestro vehículo de huida.
Los dos hombres se quitaron el equipo de submarinismo y se quedaron con ropa de calle. Permanecieron alerta por si había problemas y avanzaron por la playa de forma intermitente hasta que llegaron a la furgoneta.
El vehículo tenía treinta años, era de color marrón tostado y estaba lleno de marcas y arañazos debido a la constante exposición a la arena arrastrada por el viento. Sus neumáticos se veían gastados, y el emblema de la marca de la parte delantera estaba roto y había perdido la mitad de la W.
—A lo mejor es una imitación —dijo Kurt.
—Sí —contestó Joe—, un Voks Vagon.
—No tiene mucha clase —comentó Kurt. Acto seguido, pensando en la Vespa, añadió—: Pero por lo menos tiene cuatro ruedas.
—Vas progresando —señaló Joe.
Kurt rió entre dientes y abrió la puerta. Si bien la furgoneta perdía puntos en estilo, tenía otras cualidades, incluido un amplio espacio para provisiones, un motor refrigerado con aire que resultaría más fiable para cruzar el desierto que un motor refrigerado con agua, y matrículas de Yemen auténticas que Kurt esperaba estuvieran vigentes.
Además estaba vacía. La persona a la que Dirk Pitt había acudido para que les dejara la furgoneta había desaparecido. Una segunda estela de huellas de neumáticos sobre el blando arcén de la carretera parecía indicar que el conductor se había ido en otro vehículo.
Subieron como pudieron a la furgoneta. Kurt se dirigió al asiento del conductor mientras Joe comprobaba las provisiones de la parte trasera.
—Aquí detrás tenemos botas y caftanes —informó Joe—. Comida, agua y material. Ese tipo nos ha equipado bien.
Kurt buscó la llave. Bajó el espejo retrovisor, y cayó en su mano junto con una nota.
Introdujo la llave y desdobló la nota mientras Joe se dirigía a la parte delantera y se sentaba en el asiento del copiloto.
—Dice: «Recorred siete kilómetros al nordeste por la carretera de la costa. Girad al noroeste en la carretera asfaltada que señala la autopista del Este. Está asfaltada a lo largo de cincuenta kilómetros y luego se convierte en un camino de tierra. Seguidla exactamente setenta y dos kilómetros. Esconded la furgoneta y caminad hacia el noroeste siguiendo un rumbo de doscientos noventa a lo largo de ocho kilómetros y trescientos metros. De esa forma atajaréis y encontraréis el recinto que buscáis. Buena suerte».
—¿Alguna firma?
—Anónimo —dijo Kurt. Dobló la nota y la guardó—. No lo decepcionemos, sea quien sea.
Después de echar un rápido vistazo, Kurt giró la llave, y el motor arrancó con el sonido que solo las viejas furgonetas Volkswagen hacían. Las marchas chirriaron cuando Kurt metió la primera y luego soltó el embrague, pero por lo menos estaban en camino.
Esperaba que llegaran al recinto antes de que amaneciera. Disponían de cuatro horas.