Kurt Austin se dirigía al despacho equipado con tecnología punta de Marchetti en lo alto de uno de los dos edificios terminados de Aqua-Terra. En las veinticuatro horas que habían transcurrido desde que Joe y él habían detenido el hidroavión y habían impedido que Matson y Otero escapasen, habían pasado muchas cosas.
En Washington, Dirk Pitt y los jefazos de la NUMA se habían puesto las pilas, recabando información sobre Jinn al-Khalif.
Nigel, el piloto, había terminado de montar el helicóptero y, a petición de Marchetti, había recogido a Paul y a Gamay Trout.
Marchetti se había pasado quince horas depurando el código informático, intentando asegurarse de que Otero no les había dejado más trampas. No encontró ninguna, pero en su isla automatizada se ejecutaban cientos de programas. Insistió en que no podía estar seguro de que alguno estuviera afectado. Ante la insistencia de Kurt, se concentró en los programas más críticos y desactivó por completo los robots de construcción, por si acaso.
Tenían que recibir noticias del cuartel general de la NUMA, y todos estaban, en aquel momento, acudiendo al despacho de Marchetti para aguardar la transmisión y debatir sobre el siguiente paso.
Kurt abrió la puerta y entró. Joe y los Trout ya estaban allí. Marchetti estaba sentado enfrente de ellos. Leilani se hallaba sentada a su lado.
—Menuda cárcel tiene ahí abajo —le dijo Kurt a Marchetti—. Me he alojado en hoteles de cinco estrellas peores.
Marchetti sonrió.
—Cuando Aqua-Terra esté terminada, esperamos recibir a millonarios a bordo. Si tengo que meter a alguno en la cárcel, no quiero amargarle la fiesta.
Kurt rió entre dientes.
—¿Ha conseguido que hablen? —preguntó Leilani.
—No, se han cerrado en banda —dijo Kurt, y miró a Joe antes de volverse de nuevo hacia Marchetti—. Supongo que no tendrá una pitón hambrienta en alguna parte.
Marchetti se quedó horrorizado al oír la petición.
—Pues… no. ¿Por qué?
—Da igual.
Kurt se sentó justo cuando recibieron las imágenes por satélite. Un momento más tarde, el rostro de rasgos duros de Dirk Pitt apareció en la pantalla.
Después de una rápida ronda de presentaciones, Pitt empezó a hablar.
—Hemos recabado información sobre el tal Jinn. La mayor parte de los datos os serán enviados en un archivo codificado, pero en esencia lo que sabemos es lo siguiente:
»Hace treinta años, Jinn al-Khalif era un pastor de camellos beduino de diecinueve años; hace dos décadas hizo una breve y provechosa incursión en el tráfico de armas y poco después usó los fondos que había conseguido para meter el pie en varios negocios legales: transporte en barco y construcción, y obras de infraestructura. Nada astronómico, pero le fue bien.
»Hace cinco años fundó una empresa llamada Oasis. Es un consorcio internacional con una estructura muy extraña, dedicado a la tecnología y financiado por fuentes dudosas. La Interpol ha estado vigilándolo desde el principio. Lo que más les preocupa es la enorme cantidad de dinero y de tecnología que entra en Yemen sin ningún tipo de control.
—No me parece que Yemen sea un imán que atraiga capital extranjero —dijo Kurt.
—En absoluto —respondió Pitt—. Por ese motivo, la Interpol pensó que Oasis podría ser una organización terrorista o una empresa para el blanqueo de dinero, pero Jinn no ha estado metido en política, ni siquiera dentro de un país con tantos conflictos internos como el suyo. Y no han hallado transacciones que hagan pensar en el blanqueo. Parece que el transporte de tecnología y las inversiones en tecnología punta han sido legales.
Pitt pulsó el teclado que tenía delante. Apareció una foto tomada por satélite que mostraba la austera belleza de la región desértica del norte de Yemen. La imagen se volvió más nítida y se enfocó con el zoom como si estuvieran cayendo del espacio. Cuando la resolución mejoró, la fotografía mostró un afloramiento rocoso que sobresalía por encima de la arena y que proyectaba una larga sombra. A Kurt le recordó el monte de Shiprock, en Nuevo México.
Rastros de vehículos y franjas de arena descolorida llevaban hacia el afloramiento y se extendían detrás de él.
—¿Qué estamos mirando? —preguntó Kurt.
—Nuestras agencias de inteligencia han seguido la pista de algunas actividades de Jinn hasta esta región del desierto.
—No parece gran cosa —observó Paul.
—No debe parecerlo —contestó Dirk—. ¿Veis la zona con arena y tierra más oscuras? Se extiende a lo largo de cientos de hectáreas.
—Parece que haya sido arrastrada por el agua —dijo Gamay—. Erosión o inundación repentina.
—El problema es que se encuentra en la parte más seca del desierto —comentó Dirk—, y la pendiente no sigue el mismo patrón que vemos.
—Entonces es un camuflaje —afirmó Kurt—. ¿Qué esconden?
—Nuestros expertos creen que han movido mucha tierra —explicó Pitt—, lo que hace pensar en un recinto subterráneo de enormes dimensiones. Las exploraciones con escáneres de infrarrojos han detectado un excesivo calor procedente de unos respiraderos en la arena. Todo parece indicar que es una fábrica, pero hasta el momento nadie ha podido averiguar lo que traman.
—Me han robado mi diseño y han empezado la fabricación —confirmó Marchetti.
Pitt asintió con la cabeza.
—Eso parece. La pregunta es por qué.
Marchetti reflexionó un instante.
—No estoy seguro —dijo—. Mi intención era que comieran basura, pero, por lo que hemos visto, el diseño ha sido modificado. Evidentemente, eso implicaría un objetivo distinto. En este momento, lo único que sabemos con seguridad es que atacaron el catamarán, pero, a menos que me haya perdido algo, ninguna otra embarcación ha sido atacada ni ha desaparecido. Eso hace pensar que ese no es su principal objetivo.
—Entonces ¿por qué los han usado contra el catamarán? —preguntó Kurt.
Marchetti miró a Leilani un instante y acto seguido habló.
—En circunstancias normales, el barco habría sido limpiado a conciencia. No habría quedado ni una pizca de materia orgánica. Y los robots habrían desaparecido otra vez en el mar.
Kurt lo entendió.
—Ni pruebas ni testigos. El barco habría sido encontrado en perfectas condiciones de funcionamiento como el Mary Celeste Pero no contaban con que la tripulación encendiera fuego para rechazarlos.
—Exacto —asintió Marchetti—. Sin los residuos que ustedes hallaron, nada nos habría indicado lo que había pasado. Aunque otra embarcación hubiera estado observando desde lejos, no habrían visto nada.
Pitt recondujo la conversación al asunto principal.
—De modo que pueden ser un peligro para los barcos —comentó—. Pero si esa no es su función más importante, ¿cuál es entonces? ¿Podrían estar provocando las anomalías térmicas que nuestro equipo descubrió?
—Posiblemente —convino Marchetti—. No sé cómo, pero, hasta cierto punto, su capacidad de destrucción depende de la cantidad de microbots que haya ahí fuera.
—¿Puede explicarse mejor? —preguntó Pitt.
—Piense en ellos como si fueran insectos. Uno solo no supone un grave problema (una avispa, una hormiga, una termita), ni una gran amenaza. Pero si pone bastantes en el mismo sitio, pueden provocar toda clase de problemas. Mi diseño podía reproducirse de forma autónoma y propagarse hasta el infinito. Era la única forma de hacerlos efectivos. No hay motivos para pensar que estos no se comporten igual. Millones de ellos pueden causar problemas a una pequeña embarcación, miles de millones pueden suponer una amenaza para un gran barco o una plataforma petrolífera o incluso algo del tamaño de Aqua-Terra, pero miles de millones, o billones de billones, podrían amenazar el mar entero.
—¿El mar entero? —preguntó Joe.
Marchetti asintió con la cabeza.
—En cierto modo, los microbots son agentes contaminantes plenos, semejantes a las toxinas. Pero al comer, se reproducen y se protegen a sí mismos; hay que pensar en ellos como especies no autóctonas que invaden un nuevo hábitat. Todas acostumbran a seguir la misma trayectoria. Sin enemigos naturales, empiezan siendo una curiosidad, rápidamente se convierten en una molestia y poco después se transforman en una epidemia que pone en peligro el ecosistema. Si no se los controla, los microbots podrían hacer lo mismo.
—Me acuerdo de cuando las palomillas gitanas llegaron a Nueva Inglaterra —dijo Paul—. No eran autóctonas. Procedían de China y no tenían enemigos naturales. El primer año tan solo había unas cuantas orugas peludas. Al año siguiente ya eran numerosas, y al tercer año estaban en todas partes y se contaban por miles de millones: cubrieron todos los árboles, los despojaron de todas las hojas y prácticamente diezmaron los bosques. ¿Está hablando de un efecto parecido?
Marchetti, con semblante serio, asintió con la cabeza.
A continuación, se hizo el silencio mientras el grupo reflexionaba sobre lo que Marchetti había dicho. Kurt se imaginó los microbots propagándose a través del océano Índico y por todo el mundo. Se preguntaba si era una idea racional o si se estaba volviendo paranoico, y por qué alguien querría que eso ocurriera o qué provecho podía sacar de ello.
—Sea lo que sea lo que estén haciendo, creo que podemos dar por sentado que no es algo bueno —afirmó Pitt—. Por lo tanto, tenemos que averiguar de qué se trata y abordar el problema. ¿Alguna propuesta para conseguirlo?
Todos los ojos se posaron otra vez en Marchetti.
—Hay dos formas de hacerlo —dijo este—. O sorprender a los microbots en el acto, para lo cual ofrezco mis servicios y la isla, o ir a la fuente y ver cuáles son sus órdenes.
—Ir a Yemen —aclaró Pitt.
Marchetti asintió con la cabeza.
—Lamento decirlo, y desde luego yo no querría ir, pero si esas cosas están siendo fabricadas en ese recinto subterráneo de Yemen, la mejor opción que tienen para descubrir con qué fin han sido creadas es ir a la fábrica y comprobar sus características.
Pitt, pensativo, hizo un gesto afirmativo, pero no dijo nada. Miró uno a uno a los miembros del equipo.
—Está bien —dijo finalmente—. Nuestro objetivo inicial era averiguar qué le pasó a la tripulación, pero creo que estamos de acuerdo en que hemos descubierto una amenaza mayor; una amenaza por la que probablemente fueron asesinados. Tenemos que abordar la investigación desde los dos enfoques. Paul y Gamay aprovecharán la hospitalidad del señor Marchetti y dirigirán la investigación marítima usando Aqua-Terra como base de operaciones. Kurt, Joe y tú podéis prepararos. A menos que tengáis algún inconveniente, voy a buscar una forma de meteros en Yemen a escondidas.
Kurt miró a Joe, quien asintió con la cabeza.
—Estaremos preparados.
Pitt se despidió. La reunión se dio por terminada, y todos empezaron a salir en fila.
Leilani se acercó a Kurt.
—Quiero ir con vosotros —dijo.
Kurt siguió recogiendo sus cosas.
—Ni hablar.
—¿Por qué? —preguntó ella—. Si ese Jinn es el responsable de todo, quiero estar allí cuando lo atrapéis.
Kurt le lanzó una mirada.
—Nos pusiste en peligro una vez, y no voy a permitir que vuelvas a hacerlo. Ni voy a dejar que corras riesgos. Y tampoco vamos a atrapar a ese hombre. A diferencia de ti, nosotros no somos un escuadrón de la muerte. Queremos averiguar lo que está tramando y por qué, nada más. Lo mejor que puedes hacer es volver a Hawái.
—No tengo ninguna razón por la que volver —dijo la chica.
—Lo siento, pero esta vez eso no te va a servir conmigo —le advirtió Kurt.
Gamay se acercó hasta ellos.
—Si vamos a analizar lo que está pasando con la cadena alimenticia —comentó—, nos vendría bien una bióloga marina. ¿Por qué no te quedas con nosotros?
No parecía que a Leilani le gustara la idea, pero estaba claro que no tenía otra opción. Finalmente asintió con la cabeza.
Kurt salió por la puerta sin decir nada más. Le sabía mal por ella, pero tenía trabajo que hacer.