13

En una oscura sala de control cerca de la cumbre de la estructura terminada más elevada de Aqua-Terra, Martin Otero miraba de una pantalla a otra. Había tres grandes monitores delante de él. Dos se habían quedado sin imagen, y en un tercero apareció algo moviéndose y luego se pixeló. A los pocos segundos también se quedó sin imagen.

—¿Qué ha pasado? —quiso saber Blake Matson.

Otero hizo caso omiso de la pregunta. El abogado de Marchetti se inclinó hacia él.

—¿Qué ha pasado? —repitió—. ¿Lo ha descubierto el viejo o no?

Otero señaló la pantalla sin imagen.

—Dímelo tú. Está claro que los dos vemos lo mismo. Así que ¿cómo voy a saberlo?

Mientras Matson miraba, Otero ejecutó el programa de reinicio con la esperanza de recibir alguna señal de los robots de construcción. Al mismo tiempo, una alarma empezó a lanzar destellos en la visualización esquemática de la isla.

—Agua en el laboratorio de proa —afirmó Otero. De repente, entendió lo que ocurría—. El compartimento se ha inundado. El ventanal de Marchetti debe de haberse roto.

—¿Qué significa exactamente eso?

Otero se giró en su silla sintiéndose mejor, más seguro.

—Significa que estamos de suerte. Pueden darse por muertos. Y ahora parecerá un accidente industrial.

—Con que puedan darse por muertos no basta —explicó Matson—. Tienen que estar muertos de verdad. Necesitamos cadáveres.

—Están a seis metros por debajo de la superficie —insistió Otero—. La presión del agua probablemente los aplastará, y si no es así, se ahogarán intentando luchar contra ella.

—Mira, tú y yo hemos ganado millones dándole el diseño de Marchetti a Jinn y su gente. Pero si no nos aseguramos de que esos entrometidos están muertos, no viviremos para gastarnos esa fortuna. Así que manda más robots allí, busca sus cadáveres ahogados y sácalos como si fueran peces muertos.

Otero volvió a pulsar su teclado. Abrió una lista de robots activos y se desplazó hasta la sección con el rótulo «Hidro». Pulsó el cursor de abajo hasta que encontró dos sumergibles que estaban siendo usados cerca del laboratorio de Marchetti.

—¿Qué son esas cosas? —preguntó Matson.

—Limpiadores de cubierta. Se pasean por la cubierta quitando las algas y los percebes.

—¿Son letales?

—Solo si eres un percebe —repuso Otero—. Pero pueden echar un vistazo por nosotros.

Este pasó los limpiadores de cubierta a control manual y los dirigió a la sección 171A: el laboratorio de Marchetti. La máquina no estaba construida para moverse a gran velocidad, pero solo tenía que recorrer un breve trecho.

—Ahí está la cubierta de observación —señaló Otero cuando el sumergible pasó a lo largo de una ventana rectangular—. El laboratorio de Marchetti debería estar justo delante.

Un momento más tarde, el exterior del laboratorio apareció en primer término.

Los daños saltaban a la vista. Lo que antes había sido un majestuoso portal que solía estar radiante ahora parecía una cueva oscura. La ventana circular estaba hecha añicos. Unos cuantos trozos del grueso cristal acrílico seguían pegados al marco como dientes rotos en una boca gigantesca. No se veía ninguna luz.

—Mételo ahí —ordenó Matson.

Otero tenía intención de hacerlo, pero un movimiento en el lado derecho de la pantalla le llamó la atención. Giró uno de los limpiadores en esa dirección. Su cámara se centró en un grupo de nadadores que se dirigían a la superficie.

—¡Cógelos!

Otero extendió las pinzas de sujeción del limpiador y aceleró hacia el último par de pies descalzos. Era la mujer.

El limpiador de cubierta sujetó firmemente los pies de la mujer. Se inició un forcejeo. La cámara tembló, y salieron burbujas cuando la chica espiró. Otero movió la palanca de mando de su tablero hacia abajo y ordenó al limpiador de cubierta que se sumergiera.

La máquina se inclinó pero no se movió. De repente, una cara coronada de cabello plateado apareció en el marco. La máquina se ladeó. El ruido de un brazo mecánico partiéndose sonó por los auriculares.

La pantalla se despejó. La mujer se soltó revolviéndose, y el rostro del hombre volvió a aparecer. Estaba agarrado al limpiador de cubierta, mirando fijamente a la cámara. Otero sintió que la intensidad de esa mirada atravesaba el agua y llegaba a la sala de control. El hombre señaló con el dedo directamente a la cámara, directamente a Otero, y acto seguido lo movió a través de su garganta imitando el corte de un cuchillo antes de destrozar la cámara e inutilizar el limpiador de cubierta.

El mensaje estaba claro. Los hombres de la NUMA iban a por ellos, y no iba a ser agradable.

Otero pulsó unas teclas y apretó el botón ENTER —una última trampa para cubrirse las espaldas—, y luego se levantó y cogió un pequeño maletín lleno de dinero. Su último pago.

—¿Qué haces? —preguntó Matson.

—Me largo de aquí —dijo Otero—. Puedes quedarte si quieres.

Otero sacó un revólver del cajón de su mesa y salió a toda prisa por la puerta que daba al pasillo. Segundos más tarde oyó a Matson corriendo para alcanzarlo.

En la sección de estribor de Aqua-Terra, Kurt encontró una escalera de mano que ascendía por el lateral del casco. Joe y él subieron apresuradamente y se pusieron a cubierto detrás de un pequeño roble sobre un montón de astillas. Miró a través del campo de trigo mientras Leilani trepaba por la escalera y se desplomaba al lado de ellos con cara de agotamiento.

—Y ahora ¿qué? —preguntó Joe.

—Tenemos que buscar el mejor camino al centro de control —señaló Kurt, pensando que estaría bien contar con información del hombre que había diseñado la isla.

Echó un vistazo por encima del hombro. Escalera abajo, Marchetti subía a paso de tortuga. Un peldaño, una pausa, otro peldaño, otra pausa. Tosía y escupía agua.

—Vamos, Marchetti —dijo Kurt en un susurro áspero—, no tenemos todo el día.

—Me temo que no puedo subir más —se quejó el billonario—. Hasta aquí he llegado. Deberían seguir sin mí.

—Me encantaría —masculló Kurt—, pero lo necesito para apagar las máquinas.

—De acuerdo —asintió Marchetti como si se hubiera olvidado—. Ya voy.

Empezó a subir de nuevo. Mientras tanto, Kurt vio un par de figuras que salían del segundo piso de la pirámide de estribor y bajaban por el hueco de una escalera. Le pareció que una correspondía al arrogante ayudante de Marchetti. La otra no le sonaba.

—¿Qué aspecto tiene Otero? —preguntó.

Marchetti asomó la cabeza por encima de la parte superior de la escalera.

—Es un hombre de estatura media —dijo—, tez oscura, pelo cortado al rape y cabeza muy pequeña y redonda.

Las figuras estaban demasiado lejos para que Kurt estuviera seguro, pero la descripción encajaba con el tipo que había visto. Un momento más tarde, los dos tipos empezaron a acelerar el paso por una de las calles de Aqua-Terra. Las ocasionales miradas atrás bastaron para indicar a Kurt que estaban huyendo.

—¿Hay alguna forma de salir de este barco —preguntó Kurt—, digo… isla?

—En helicóptero —dijo Marchetti—. O por el puerto deportivo, en barco o en hidroavión.

El puerto deportivo. Si Kurt no se equivocaba, ese era su destino.

—Creo que Otero y su amigo abogado se dirigen allí —señaló—. Leilani, ayuda a Marchetti a encontrar un ordenador y procura no matarlo. Por muy pesado que sea, creo que hemos demostrado que no es culpable de ningún delito salvo de atentar contra la moda.

—Lo siento —dijo ella—. Prometo que no lo mataré.

Kurt se volvió hacia Joe.

—¿Listo?

Joe asintió con la cabeza, y un instante más tarde echaron a correr, se internaron en el campo de trigo y se abrieron paso entre los tallos de las espigas, que les llegaban hasta el cuello. Alcanzaron el otro lado y empezaron a atajar por el parque. A mitad de camino, Kurt oyó el ruido de un motor arrancando.

—¿Te parece el sonido de un barco?

—Más bien el de un motor de avión Lycoming refrigerado —dijo Joe—. Se dirigen al hidroavión.

—Entonces será mejor que nos demos prisa.

Mientras Kurt y Joe corrían al otro lado de la isla artificial, Leilani y Marchetti avanzaron a paso rápido y se metieron en un edificio de mantenimiento. Cuando la joven vio cincuenta máquinas conectadas cargándose, le entraron escalofríos, pero ninguna se movió.

Marchetti encontró la terminal de programación y accedió al sistema rápidamente.

—Lamento haberlo asustado —se disculpó Leilani, con la esperanza de haber influido en la opinión de Marchetti.

—Yo también —repuso Marchetti, tecleando furiosamente—. Pero no puedo culparla por estar furiosa.

Ella asintió con la cabeza.

—Ya estoy dentro —dijo Marchetti.

Se mostró eufórico por un instante y de repente se detuvo con la boca abierta como si le sorprendiera lo que veía. Sus ojos se entornaron, centrándose en una parte en concreto de la pantalla.

—Otero —murmuró—, ¿qué has hecho?

De repente, las máquinas que los rodeaban empezaron a encenderse. Los motores chirriaron, y los LED pasaron del color verde al naranja.

—¿Qué está pasando? —preguntó Leilani.

—Ha cambiado el código —dijo Marchetti—. Cuando he accedido al sistema, ha activado una respuesta. Ha puesto a los robots en el modo antiintrusos.

—¿El modo antiintrusos? ¿Qué es exactamente?

—Los robots van a por toda aquella persona de la isla que no lleve una tarjeta de identificación con un chip de autofrecuencia. Es mi forma de defenderme de los piratas.

Leilani se dio cuenta enseguida de que ella no tenía tarjeta, pero cuando las máquinas empezaron a desconectarse de sus enchufes, se preguntó si él tendría una.

—¿Dónde está su tarjeta?

—En el bolsillo de mi bata —dijo—, la que Kurt me mandó quitarme.

Kurt y Joe atravesaron el parque y se internaron en el segundo campo de trigo en el lado opuesto. Sonó el ruido de otro tipo de motor, y muy a su derecha, al final del campo, una pequeña cosechadora arrancó. Se enderezó y empezó a moverse hacia ellos, abriéndose paso entre el trigo con sus cuchillas.

—Un poco pronto para la cosecha —dijo Joe.

—A menos que intenten cosecharnos a nosotros.

Kurt apretó el paso y salió corriendo por el otro lado hacia el estrecho sendero que llevaba al puerto marítimo. Mientras corría a toda velocidad, con Joe a su lado, vio que otras máquinas aparecían de no se sabía dónde y se dirigían hacia él.

—Por lo visto, Marchetti todavía no ha terminado de reprogramar las máquinas —observó Kurt.

—Esperemos que se acuerde de la contraseña.

Su velocidad y su agilidad siguieron beneficiándolos, y después de correr unos treinta metros por el sendero y de saltar por encima de un muro, dejaron atrás a las máquinas. Segundos más tarde, Kurt y Joe bajaban la escalera dando saltos hacia el puerto marítimo. Enfrente de ellos, el hidroavión se deslizaba por delante del rompeolas.

Tenían que darse prisa.

Kurt corrió hacia la embarcación que le pareció más rápida de cuantas encontró: una lancha Donzi de casi siete metros de eslora. Saltó a bordo y se dirigió al tablero de control mientras Joe desataba las amarras. Kurt pulsó el botón de encendido y sonrió cuando el motor interior V8 arrancó rugiendo.

—Vienen robots por el muelle —anunció Joe.

—No hay de qué preocuparse —dijo Kurt, y echó un vistazo al grupo de máquinas que se dirigían apresuradamente hacia ellos.

Abrió la válvula reguladora y giró el timón.

La embarcación salió disparada, describió una curva y aceleró a través del puerto deportivo. En cuanto tomaron el rumbo correcto, Kurt enderezó el barco y apuntó con la proa a la abertura que había en el rompeolas. El hidroavión estaba deslizándose a través de ella.

Kurt esperaba alcanzarlos, y con suerte hacerlos volcar, pero el plan tenía escaso margen de éxito.

Señaló una radio del salpicadero.

—Llama a Nigel —dijo—. Dile que despegue deprisa. No quiero perder a esos tipos.

Joe encendió la radio, buscó la frecuencia correcta y empezó a transmitir.

—¡Nigel! —gritó—. Soy Joe. Cambio.

La voz con acento británico de Nigel sonó de todo menos alegre.

—Hola, Joe. ¿Qué pasa?

—Pon ese pájaro a volar —vociferó Joe—. Estamos persiguiendo a un hidroavión en una lancha, y se nos va a escapar dentro de poco.

—Lo siento mucho —contestó Nigel—. Ojalá pudiera ayudaros, pero he desmontado el motor.

—¿Cómo? —exclamó Kurt, que estaba oyendo la conversación.

—¿Por qué? —preguntó Joe.

—Kurt me dijo que hiciera que pareciese que estaba estropeado de verdad. Levantar el capó, dejar unas cuantas partes en el suelo y poner cara de confundido me pareció la mejor forma.

—No hacía falta que pareciera tan real —masculló Kurt.

—Adiós, plan —dijo Joe.

Lo único que podían hacer ahora era chocar contra el avión con la esperanza de dañarlo o hacerlo volcar sin que les costara la vida.

La lancha Donzi cruzó zumbando la abertura del rompeolas. El hidroavión estaba a unos doscientos metros por delante, girando a favor del viento para alinearse antes de emprender el recorrido de despegue.

Kurt aceleró al máximo y se cruzó por delante del hidroavión. El piloto se apartó instintivamente, pero el avión permaneció derecho.

Kurt dio la vuelta a babor y regresó. El hidroavión estaba ahora acelerando. Kurt se dirigió hacia él a toda velocidad, siguiendo su estela.

—Vamos —dijo Kurt, forzando la lancha al máximo.

Saltando a través de las olas, salió por la izquierda, adelantó al hidroavión y se cruzó otra vez por delante de él.

Joe se agachó y gritó una advertencia. El avión saltó del agua, su hélice metálica pasó con gran estruendo, y los timones de los flotadores cortaron parte de la lancha al pasar por encima de ella antes de volver al mar.

Kurt alzó la vista.

—Me alegro de ver que nadie ha perdido la cabeza.

—Mejor no volvamos a intentarlo —dijo Joe—. No me apetece saber lo que siente un cóctel dentro de una coctelera.

Kurt había esperado que el hidroavión virase, no que saltara por encima de ellos. Pero la tentativa les había sido útil. El avión había caído en una mala posición, y el piloto había reducido la velocidad para estabilizarlo. Cuando empezó a acelerar otra vez, no iba en la dirección correcta.

—Van a favor del viento —dijo Joe—. Les resultará mucho más difícil despegar con el viento de cola que yendo contra la brisa.

—Más difícil pero no imposible —repuso Kurt.

Pilotó la lancha motora con mano experta y se situó de nuevo detrás del hidroavión, siguiendo el canal de la estela y embistiendo contra uno de los flotadores. El avión empezó a dar bandazos y a girar mientras el piloto luchaba por controlar la máquina, pero no tardó en recuperar el rumbo.

—¡Cuidado! —gritó Joe.

Una lluvia de balas abrió una hilera de agujeros en la proa de su embarcación cuando uno de los fugitivos descargó el contenido de una ametralladora en dirección a ellos. Kurt y Joe se vieron obligados a desviarse, y el hidroavión redujo la velocidad y giró para orientarse otra vez en contra del viento.

En la sala de mantenimiento, Leilani observaba el ejército de máquinas, contemplando horrorizada cómo se levantaban y empezaban a avanzar. Tres de aquellas cosas habían bastado para asustarla cuando los habían atacado abajo, pero cincuenta eran una auténtica pesadilla. La ira invadió su mente, junto con la clara impresión de haberse encontrado con algo mucho peor de lo que esperaba.

Kurt alzó la vista.

—¡Haga algo! —le gritó a Marchetti.

—Eso intento —dijo él—. Ese Otero es muy astuto. Si hubiera sabido que era tan listo, le habría pagado más.

Leilani buscó ayuda. No vio más que máquinas y una hilera de taquillas.

—¿Qué hay en las taquillas?

—Uniformes de trabajo.

—¿Con tarjetas de identificación?

—Sí —exclamó Marchetti entusiasmado—. Exacto. ¡Vamos!

Leilani atravesó la sala corriendo, se deslizó bajo el brazo bamboleante de un robot y chocó contra las taquillas como un jugador de béisbol al hacer una carrera y llegar a la base por sorpresa. Se levantó rápidamente, abrió la puerta de una taquilla y sacó de un tirón un uniforme de trabajo. Tenía una tarjeta de identificación, y la agarró con fuerza.

Las máquinas se detuvieron y se apartaron de ella, y a continuación todas se dirigieron hacia Marchetti, quien estaba tecleando en vano.

—¡No puedo descifrar el código! —gritó.

Las máquinas estaban ahora encima de él, y una lo derribó al suelo. Otra acercó al billonario un destornillador eléctrico, cuya cabeza cruciforme giraba furiosamente.

Leilani avanzó corriendo, se abrió paso a empujones entre las máquinas y se abalanzó sobre Marchetti. Lo abrazó fuertemente, confiando en que los robots interpretaran su fuente de calor conjunta como una sola persona y leyeran su tarjeta de identificación al mismo tiempo.

La cabeza del destornillador giraba y chirriaba. La joven aferró a Marchetti y cerró los ojos.

De repente, el sonido cesó. El destornillador se paró y retrocedió. El otro robot soltó a Marchetti, y el pequeño ejército de máquinas empezó a alejarse en busca de otra víctima.

Leilani observó cómo se marchaban sin dejar de sujetar a Marchetti.

Cuando las máquinas salieron en fila del edificio de mantenimiento, ella le lanzó una mirada fría y dura. Quería que Marchetti entendiera una cosa.

—Me debe una —dijo.

Él asintió con la cabeza, y la joven lo soltó. Ninguno de los dos apartaba la vista de la puerta.

A casi un kilómetro de la isla flotante, Kurt y Joe estaban recibiendo fuego directo del hidroavión. La aeronave estaba dando la vuelta, orientándose otra vez a favor del viento y acelerando. Cuando se lanzó hacia delante, Kurt se quedó de nuevo detrás de él.

—Ahora o nunca, Joe.

—Tengo una idea —dijo Joe.

Subió a la proa y agarró el ancla.

—Un amigo mío de Colorado me enseñó a coger con lazo —gritó.

Empezó a dar vueltas al ancla de nueve kilos sujeta con la cuerda.

Kurt adivinó sus intenciones y aceleró al máximo una vez más. Empezaron a reducir la distancia. El hidroavión volvió a disparar, pero Kurt giró la embarcación hacia el lado del piloto y la encajó por debajo del aparato.

Joe soltó el ancla como un lanzador de martillo olímpico justo cuando el hidroavión despegaba del agua. El ancla salió volando hacia delante, rodeó los puntales del flotador, y la cuerda se tensó.

El morro del avión se elevó y sacó la popa de la lancha motora del agua de un tirón. El peso y la tensión eran excesivos. El ala izquierda descendió, cayó al mar, y el hidroavión dio una voltereta lateral y soltó pedazos por todas partes.

La lancha motora recibió un tirón lateral, y la abrazadera del ancla se desprendió, pero Kurt consiguió impedir que la embarcación volcara. Torció a babor, dio marcha atrás y giró para ver cómo había acabado la cosa.

El hidroavión se había parado sin un flotador, con las alas torcidas y dobladas y parte de la cola arrancada. El agua entraba a raudales y parecía que el aparato se hundía por momentos.

—¡Sí! —gritó Joe, lanzando un puñetazo al aire.

—Tenemos que meterte en el mundo del rodeo —dijo Kurt, dando la vuelta de nuevo hacia del hidroavión destruido.

Paró al lado de la aeronave. El avión se estaba hundiendo con rapidez, y sus dos ocupantes intentaban desesperadamente liberarse. Matson salió primero y pronto estaba aferrado a la lancha motora. Otero salió después.

Empezaron a subir, pero cada vez que lo hacían, Kurt aceleraba.

—Por favor —gritó Otero—. No sé nadar bien.

—Entonces tal vez no deberías vivir en una isla flotante —replicó Kurt, abriendo la válvula reguladora para luego volver a cerrarla.

Los dos hombres regresaron a la lancha nadando como perros y se agarraron a la barandilla.

Kurt los hizo caer de nuevo.

—Todo ha sido idea de él —dijo Otero, tratando de mantenerse a flote.

—¿El qué?

—Robar los microbots.

—Cállate —le ordenó Matson.

—¿A quién se los habéis dado? —preguntó Joe.

El dúo de hombres medio ahogados se aferró a la embarcación, y Otero, esa vez, se negó a hablar.

—Señor Austin —dijo Joe—. Creo que tenemos una política contra abordadores y parásitos.

Kurt asintió con la cabeza y sonrió.

—Así es, señor Zavala. Así es.

Aceleró un poco más. Los dos rezagados trataron de sujetarse, pero no tardaron en soltarse. En esa ocasión Kurt siguió alejándose de ellos.

—¡Espere! —gritó Otero, chapoteando furiosamente—. Le diré todo lo que sé.

Kurt se acercó la mano a la oreja.

—Antes de que nos alejemos demasiado —gritó.

—Se llama Jinn —farfulló Otero—. Jinn al-Khalif.

Kurt cerró la válvula reguladora, y la lancha se paró.

—¿Y dónde encontramos a ese Jinn? —gritó.

Otero miró a Matson, quien negaba con la cabeza.

—Vive en Yemen —soltó de pronto Otero—. Es lo único que sé.