—Se lo juro —dijo Marchetti, levantando las manos instintivamente—. No sé cómo llegaron al barco de su hermano.
Kurt se interpuso entre Leilani y el billonario.
—Baja la pistola.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Porque él es nuestro único vínculo con la verdad —afirmó Kurt—. Si lo matas, nunca sabrás qué pasó. Y por triste que parezca, me aseguraré de que acabes en la cárcel por ello.
—Pero él construyó esas máquinas —repuso Leilani—. Lo ha reconocido. No necesitamos nada más.
Kurt la miró a los ojos. Esperaba ver miedo, duda y nerviosismo, pero solo vio frialdad e ira.
—Apártate, Kurt.
—Estás cansada de estar sola —dijo, repitiendo las palabras que ella había pronunciado la noche anterior en el hotel—. Si aprietas el gatillo, estarás más sola de lo que puedes imaginarte.
—Él mató a mi hermano, y si no piensa decirnos por qué, me vengaré —amenazó—. Por favor, apártate.
Kurt no se inmutó.
—Escuche —intervino Marchetti, nervioso—. Yo no tuve nada que ver con la muerte de su hermano, pero tal vez pueda ayudarlos a averiguar quién lo hizo.
—¿Cómo? —preguntó Kurt.
—Localizando a los que conocen el proceso —precisó Marchetti—. Evidentemente, uno no coge un destornillador y un soldador y monta esas cosas. Es una empresa extraordinariamente complicada. Quien haya creado esto se halla, sin duda, relacionado con el diseño inicial.
Mientras Marchetti hablaba, Joe empezó a acercarse a Leilani por detrás, sigiloso como un gato.
—Siga hablando, Marchetti —dijo Kurt.
—Puede que haya nueve o diez personas que conozcan partes importantes del sistema —continuó el billonario tartamudeando—, pero solo un hombre sabe tanto como yo. Se llama Otero… y está aquí mismo, en la isla.
—¡Miente! —gritó Leilani—. Está intentando echar la culpa a otro.
Cuando la joven empezó a vociferar, Joe se abalanzó sobre ella. Le apartó la mano de un golpe, le agarró el brazo y se lo retorció por detrás de la espalda haciéndole una llave.
Un sonoro estallido retumbó, y por un instante Kurt pensó que la pistola se había disparado.
—¿Todo el mundo está bien?
Marchetti asintió con la cabeza, Joe hizo otro tanto, y Leilani parecía disgustada pero estaba ilesa.
—¿Qué ha sido ese ruido? —preguntó Kurt.
Nadie lo sabía, pero cuando oyeron otro seco sonido metálico, Kurt advirtió un movimiento al fondo del oscurecido laboratorio. Lo siguiente que percibió fue un olor acre de descargas eléctricas. Los robots soldadores se habían puesto en movimiento. Estaban de pie, apartando artículos a golpes y descargando arcos de plasma azules de sus brazos.
Kurt se volvió hacia Marchetti.
—A ver si lo adivino —dijo—. Otero es su jefe de programación.
Marchetti asintió con la cabeza.
—Deduzco que ha estado observándonos.
Los robots soldadores empezaron a moverse hacia los humanos. Dos de ellos tenían pequeñas orugas como las de los tanques para desplazarse rodando. Un tercer robot tenía unos pies como garras que estaban rayando el suelo metálico.
Joe soltó a Leilani. Ella se volvió hacia Kurt, disculpándose.
—Lo siento mucho, yo…
—Ahórratelo —repuso Kurt, con la mirada fija en las amenazantes máquinas.
Marchetti echó a correr hacia la puerta del mamparo. Giró el pomo y tiró de él, pero no se movía.
—Cuidado —gritó Joe.
Una de las máquinas había empezado a apuntar a Marchetti. Avanzaba a toda velocidad sobre sus orugas, alargando un apéndice hacia él y arrojando un chorro de llameante plasma blanco con otro brazo.
Marchetti se agachó y se escabulló hacia otro sitio. La máquina lo localizó y empezó a apuntarlo otra vez.
Kurt buscó la pistola y la vio al otro lado de la sala. Antes de que pudiera moverse, una cuarta máquina cobró vida y le cerró el paso.
Retrocedió e interpuso el sofá entre él y la máquina andante. Joe y Leilani también se retiraron.
—¿Cómo funcionan? —gritó Kurt mientras uno de los robots llegaba a la mesa y la partía en dos con una sierra circular.
—O de forma autónoma o por control remoto —dijo Marchetti—. Tienen cámaras a modo de ojos.
Las máquinas se dirigían hacia ellos con paso pesado como animales soñolientos. Cada vez que topaban con algo sólido, sus servomotores giraban y sus pinzas se alargaban. Una silla fue lanzada a un lado, y un sillón fue incendiado con los sopletes.
Kurt se fijó en que sus movimientos eran extraños; parecía que las máquinas no pudieran hacer cosas fuera de lo normal simultáneamente.
—¿Es posible que Otero las esté dirigiendo por control remoto?
Marchetti asintió con la cabeza. Kurt se volvió hacia Joe.
—Es un buen momento para proponer ideas.
—Yo digo que las desenchufemos —contestó Joe—, pero supongo que tienen baterías.
A continuación, cogió una silla y la lanzó al robot más cercano. La silla rebotó en la pesada máquina, esta la balanceó hacia atrás un poco, pero por lo demás no pareció surtir ningún efecto.
Para entonces Kurt se había visto obligado a acercarse a donde estaba Marchetti. Joe y Leilani ocupaban otra posición. Pero las máquinas, u Otero, parecían empeñadas en agruparlos.
Kurt giró a la derecha, pero el chorro de un soldador lo detuvo. Se dirigió al otro lado, confiando en su rapidez.
No obstante, la máquina también giró y soltó otro deslumbrante fogonazo de plasma; Kurt estaba en ese momento a su alcance. Notó que el calor le quemaba la espalda, pero no de forma directa. Cogió lo primero a lo que pudo echar mano y tiró de él hasta que se partió. Entonces dio con otra protuberancia que parecía una cámara y golpeó un lado del robot.
El soplete se encendió otra vez por encima de su hombro, y otro brazo empezó a moverse.
—¿Tienen interruptor de apagado? —gritó.
—No —respondió Marchetti—. No me imaginaba que tuviera que apagarlas manualmente.
—Supongo que ahora sí se lo imagina.
Kurt alargó la mano para coger algo parecido a un trío de cables hidráulicos, pero recibió un golpe en el pecho que lo lanzó despedido. Un tipo de martillo usado para clavar remaches se había extendido y le había dado sobre las costillas.
Cayó de espaldas y vio que la cuchilla de otra máquina descendía hacia él. Se apartó rodando por el suelo y acabó contra una enorme ventana circular, al otro lado de la cual aguardaba el tono turquesa del mar.
Marchetti también estaba allí, y Joe y Leilani habían sido llevados a las inmediaciones del lugar.
—Tengo una idea —dijo Kurt.
Se abalanzó sobre la máquina contra la que había estado luchando, con cuidado de evitar sus apéndices. El soplete lanzó otro destello y estuvo a punto de cegarlo. El martillo hidráulico salió de nuevo, pero Kurt retorció el cuerpo para esquivarlo.
La máquina avanzó pesadamente con Kurt agarrado a ella. Lo empujó hacia atrás y lo golpeó contra la ventana como el capitán de un equipo de fútbol que estampase a un novato contra una taquilla. El soplete lanzó otro destello e hizo una raya en la ventana acrílica. Un segundo golpe dejó otra marca.
Kurt trató de hacer retroceder a la máquina, pero el robot lo empujó contra la ventana. Se sentía como si se le estuvieran fracturando las costillas de la presión.
—Espero… que estas cosas… no sean resistentes al agua —logró decir.
Alargó otra vez la mano para coger los cables hidráulicos. Según lo previsto, el ariete de un martillo se disparó como en la ocasión anterior. Pero como Kurt había apartado el cuerpo, el martillo se estampó contra la gran ventana ovalada.
El inquietante sonido de las grietas propagándose por el cristal acrílico atrajo la atención de todos. Se volvieron justo cuando la ventana, que tenía un diseño convexo con toda la resistencia orientada hacia fuera, cedía desde dentro.
El agua entró a chorro como una fuerte ola e impactó contra todo y contra todos al mismo tiempo. Arrastró a personas, muebles y máquinas a través de la sala y las estampó contra la pared del fondo.
Kurt notó varios impactos demoledores y forcejeó para soltarse del soldador. Cuando se liberó, el agua arremolinada lo inmovilizó contra la pared y lo oprimió como una cruel ola que atrapa a un surfista. Tomó impulso contra el suelo con un pie y salió a la superficie.
El chorro de agua estaba lanzando espuma y escombros. Kurt notó que el torrente lo elevaba a medida que la sala se llenaba de líquido. Conforme se acercaba al techo, el aire atrapado ralentizó el proceso, pero debía de estarse filtrando por alguna parte porque el espacio se estaba reduciendo.
Kurt miró a su alrededor. Vio a Joe, sujetando a Marchetti con una mano y aferrándose a la pared con la otra.
Leilani emergió de repente y agarró una tubería que recorría el techo, que ahora resultaba fácil de alcanzar.
—¿Algún rastro de los robots?
—Yo no les he enseñado a nadar —señaló Marchetti.
—Es la primera cosa que ha hecho bien —le dijo Kurt—. ¿A qué profundidad estamos?
—A seis metros.
—Tenemos que salir nadando.
—Puedo hacerlo —aseguró Marchetti, al tiempo que tosía como si hubiera tragado dos litros de agua.
—¿Leilani?
—Por supuesto —respondió ella.
—Está bien. Quítense los zapatos —dijo Kurt. Acto seguido, volviéndose hacia Marchetti, añadió—: Y deshágase de esa ridícula bata. No solo lo ahogará, sino que me ha estado dando dolor de cabeza desde que he llegado.
Se desataron los zapatos y se los quitaron, Marchetti se despojó de la bata mojada, y nadaron hacia el agujero donde anteriormente estaba la ventana.
Antes de sumergirse para salir buceando, Kurt miró a Marchetti a los ojos.
—¿Dónde puedo encontrar a ese tal Otero?
—En el centro de control, en el edificio principal, cerca del helipuerto.
—¿Puede negarle el acceso para que sus robots no me ataquen con sopletes, pistolas o destornilladores por el camino?
Marchetti se dio unos golpecitos en un lado de la cabeza como si estuviera de acuerdo con la idea.
—Es lo primero que pienso hacer.
—Bien —asintió Kurt.
Miró a Joe; en sus ojos había una gran determinación acompañada del arranque de energía de quien pasa a la ofensiva.
—Espero que hayas descansado —dijo—, porque ahora nos toca a nosotros.