11

—¿Hay servicio restaurante en este avión? —preguntó Joe Zavala.

Kurt rió entre dientes mientras Joe se quejaba. Los dos estaban sentados con Leilani en el compartimento de pasajeros de un Bell JetRanger. La superficie reluciente del océano Índico desfilaba mil quinientos metros por debajo de ellos. Podían distinguir la forma de las olas, pero carecían de sensación de movimiento. Era como mirar un cuadro brillante.

—En serio —añadió Joe—. Me muero de hambre.

El piloto, un británico llamado Nigel, se volvió para mirar a Joe.

—¿Qué crees que es esto, amigo, la puñetera British Airways?

Joe centró su atención en Kurt.

—Me gustaría presentar una reclamación ante el jefe de la expedición.

—No deberías haberte saltado el desayuno —contestó Kurt.

—Nadie me despertó.

—Lo intentamos, créeme —afirmó Kurt—. Deberías haberme dejado ponerte el despertador en el modo silbato de locomotora. O haber traído una de verdad.

Joe se recostó.

—Es terrible. He pasado de la falta de sueño a padecer hambre. Dime ¿qué será lo siguiente? ¿La tortura china de la gota de agua?

Kurt sabía que las quejas de Joe eran una forma de pasar el rato, aunque después de tantos años viajando con él, también sabía que Joe podía comer como una lima y no engordar un gramo. Con un metabolismo como ese, era perfectamente posible que se debilitara y se quedara sin fuerzas después de un día sin comer.

Centró su atención delante de él.

—Regálate la vista con esto —dijo—. Aqua-Terra a las dos.

A ocho kilómetros de distancia, la isla era fácil de ver, como una plataforma petrolífera gigantesca. A medida que se acercaban, se hizo evidente que el diseño de Marchetti era ciertamente brillante.

Con un kilómetro y medio de ancho y casi seis kilómetros de largo, Aqua-Terra era un espectáculo impresionante. En primer lugar, la isla no era redonda —como muchas ciudades flotantes concebidas por arquitectos futuristas—; tenía forma de lágrima y se estrechaba hasta acabar en punta en una dirección mientras que lucía un borde ancho y curvado en el otro extremo.

—Increíble —susurró Leilani.

—La leche, es enorme —exclamó el piloto.

—Solo espero que tengan una cafetería ahí abajo —comentó Joe.

Kurt rió y miró a Leilani.

—¿Se encuentra bien?

Ella tenía una expresión pensativa y resuelta, como si estuviera a punto de entrar en combate. Asintió con la cabeza, pero parecía que estuviera en otra parte. Kurt decidió distraerla hablándole de la isla.

—¿Ve ese anillo que rodea el exterior de la isla? —preguntó.

—Sí —respondió la joven.

—Es un rompeolas hecho con barreras de acero y hormigón. Están colocadas sobre potentes pistones hidráulicos y, según he leído, cuando una ola grande choca contra ellas, retroceden y reciben la peor parte del impacto como unos amortiguadores. Cuando la ola se dispersa, recuperan su posición.

—¿Qué son todas esas cosas que hay en el otro lado? —preguntó Leilani, señalando con el dedo.

Kurt miró en la dirección que ella señalaba. Había una playa artificial junto a una figura semicircular situada en el casco. En esa sección, los rompeolas se solapaban pero no formaban una fila. Varios barcos pequeños y un hidroavión bimotor estaban atracados contra un embarcadero.

—Parece una ensenada —dijo.

—Toda isla debe tener un puerto —añadió Joe—. Tal vez haya restaurantes en el muelle.

—Nadie podría acusarte de no concentrarte en la que realmente importa —dijo Kurt.

El helicóptero giró y empezó a descender. Kurt oyó que Nigel hablaba con un controlador aéreo por radio. Miró de nuevo la isla.

Saltaba a la vista que había grandes secciones en construcción; el acero descubierto y los andamios lo confirmaban. Otras secciones parecían estar llegando a su finalización, y la parte trasera de la isla se veía prácticamente terminada, incluidas un par de estructuras de diez pisos en forma de pirámides, con un helipuerto suspendido de manera espectacular entre ellas como un puente.

—¿Puede alguien así estar implicado en lo que le pasó a mi hermano?

—Las pistas apuntan en esta dirección —comentó Kurt.

—Pero Marchetti lo tiene todo —insistió Leilani—. ¿Por qué iba a hacer algo tan horrible?

—Haremos todo lo posible por averiguarlo.

Ella asintió con la cabeza, y Kurt miró de nuevo por la ventanilla. Cuando el helicóptero empezó a girar, se centró en una elevada hilera de estructuras blancas que se alzaban a cada lado de la isla con forma de lágrima. Eran más anchas al nivel del suelo y se estrechaban con una ligera inclinación hacia la parte superior.

Le recordaron las descomunales colas que sobresalían de los 747 fuera de uso. No tardó en descubrir por qué. Eran planos aerodinámicos, velas mecánicas, diseñados para recibir el viento. Observó cómo variaban ligeramente de ángulo, girándose al mismo tiempo.

En el centro de la isla vio una zona rectangular de color verde, con árboles, hierba y colinas. Le recordó Central Park. Al otro lado, había unas franjas de tierra largas y anchas en las que parecía estar creciendo trigo.

En la parte delantera, unas hileras de paneles solares reflejaban el sol mientras un grupo de grandes molinos de viento giraban grácilmente.

Nigel se volvió hacia Kurt.

—Nos han negado el permiso para aterrizar.

Kurt había contado con ello. Alargó la mano y pulsó un interruptor. Una bombona que había instalado en el fuselaje secundario empezó a desprender humo negro. Dudaba que consiguiera engañar a alguien durante mucho rato, pero no se perdía nada por intentarlo.

—Parece que estamos teniendo una emergencia —dijo—. Diles que no nos queda más remedio que tocar tierra o nos estrellaremos.

Mientras el piloto transmitía el mensaje, Kurt sonrió a Leilani.

—Ahora tendrán que dejarnos aterrizar.

—¿Siempre es usted tan incorregible? —preguntó ella.

—Por lo que he oído —contestó Joe—, Kurt era de los niños que se saltaban las clases, firmaban sus propias autorizaciones y luego tenían a los profesores haciéndoles carantoñas cuando volvían de estar «enfermos».

Leilani sonrió.

—Yo a eso lo llamo tener iniciativa.

El JetRanger se desvió hacia el helipuerto que cruzaba el hueco entre los tejados de los edificios en forma de pirámides dejando una estela de humo tras él.

—Haz que parezca de verdad —dijo Kurt.

El piloto asintió con la cabeza, meneó la palanca de mando e hizo que el helicóptero se sacudiese para simular que estaba teniendo problemas, y luego lo estabilizó a medida que se acercaban y aterrizó sin problemas sobre la gran H amarilla.

Kurt se quitó los auriculares, abrió la portezuela y salió. Estiró las piernas y contempló las vistas a su alrededor. Era como estar en la azotea de un restaurante y disfrutar de la mejor panorámica del local.

Las velas que había visto medían como mínimo treinta metros de altura y tenían una raya de un vivo color azul y el nombre AQUA-TERRA escrito en ellas. Una fragancia flotaba en el aire, pero no encajaba en absoluto en aquel ambiente, por lo que Kurt tardó un momento en reconocerla: hierba recién cortada.

Igual de sorprendente en aquel entorno le pareció otro elemento que avanzaba hacia él. Vestido con unos pantalones naranjas, una camisa gris y una bata morada suelta con decoración de cachemira verde y azul, había un hombre que se parecía mucho a Elwood Marchetti y un poco a un pavo real.

Una poblada barba castaña cubría parte de su rostro, y unas gafas de sol rojas con la montura circular completaban su desconcertante atuendo.

Un tipo delgado con el cabello rubio pajizo iba detrás de él. Llevaba un traje de oficina y parecía disgustado.

—Señor Marchetti, no debería recibir a esta gente —le advirtió—. No tienen ningún derecho a aterrizar aquí.

Kurt lo miró.

—Hemos tenido problemas con el motor.

—Un momento muy oportuno para tenerlos.

Kurt sonrió.

—Ya lo creo. Por suerte para nosotros, su isla estaba justo aquí.

—Es mentira —dijo el hombre—. Es evidente que han venido a espiar o a intentar husmear.

Marchetti sacudió la cabeza y se volvió hacia su ayudante. Posó las manos sobre los brazos de este y lo agarró como un predicador de antaño dispuesto a curar a alguien del público.

—Me da pena —comenzó a decir Marchetti—. Me da muchísima pena pensar que te he vuelto tan paranoico y, sin embargo, no te he dado la sabiduría necesaria para ver con claridad.

»Blake Matson —dijo, dirigiendo de nuevo la atención de su ayudante hacia Kurt—. Este no es el hombre. Este tipo ni siquiera se le parece. El individuo en cuestión viene en botes y en barcos, trae armas, abogados y contables. No lleva botas ni lo acompaña una bella joven.

Marchetti estaba fijándose en Leilani.

—Disculpe —intervino Kurt—. Pero ¿de qué demonios está hablando?

—Del recaudador de impuestos, amigo mío —le explicó Marchetti—. De Hacienda, de los diversos equivalentes europeos y de miembros de un país latinoamericano especialmente molesto que, por lo visto, piensan que les debo algo.

—Hacienda —repitió Kurt—. ¿Por qué le preocupa?

—Porque parece que no entienden que ahora estoy fuera de su mundo y que por lo tanto no formo parte de su flujo de ingresos ni tengo el más mínimo interés en su supuesto servicio.

Marchetti posó la mano sobre el hombro de Kurt y lo condujo hacia delante.

—Estos son mis dominios. Una empresa valorada en mil millones de dólares hasta la fecha. Tierra firme de mi propiedad. Solo que no es firme —dijo, atrancándose con las palabras—, es agua. Terra-Aqua. O Aqua-Terra, en realidad. Usted ya me entiende.

—A duras penas —admitió Kurt inexpresivamente.

—El recaudador de impuestos la considera un barco. Dicen que tengo que pagar impuestos y cuotas de registro y de seguro; cumplir las normas y las inspecciones de la Administración de Seguridad y Salud Ocupacional. Insisten en que esa es la proa, y les explico que esto es una isla y que eso de ahí es el extremo de la isla.

Kurt se quedó mirando a Marchetti.

—Por mí, puede considerarlo el planeta Marte. No trabajo para Hacienda ni para nadie que quiera cobrarle impuestos o cuestionar su soberanía… o su cordura, para el caso. Pero soy un hombre que tiene un problema y motivos de peso para creer que usted es el responsable.

Marchetti se quedó perplejo.

—¿Yo? ¿Problema? Esas dos palabras no acostumbran a ir juntas.

Kurt se lo quedó mirando hasta que Marchetti dejó de moverse.

—¿Qué clase de problema? —preguntó el billonario.

Kurt sacó un frasco tapado del bolsillo de su pechera. Contenía la mezcla derretida de hollín, agua y microbots que Gamay le había dado.

—Máquinas diminutas —dijo—. Diseñadas por usted, concebidas para Dios sabe qué y encontradas en un barco quemado cuyos tres tripulantes han desaparecido.

Marchetti cogió el frasco y se bajó las gafas con cristales rosa.

—¿Máquinas?

—Microbots —precisó Kurt.

—¿En este frasco?

Kurt asintió con la cabeza.

—El diseño es suyo. A menos que alguien haya estado rellenando patentes a su nombre.

—No puede ser.

Marchetti parecía verdaderamente desconcertado. Kurt sabía que tendría que demostrárselo.

—¿Tiene instrumentos a bordo para examinarlo?

Marchetti asintió con la cabeza.

—Entonces vamos a analizarlo objetivamente y a despejar todas las dudas.

Cinco minutos más tarde Kurt, Joe y Leilani habían tomado el ascensor a la cubierta principal, que Marchetti llamaba la cubierta cero porque las de abajo tenían números negativos y las de arriba números positivos. Se dirigieron a una hilera de cochecitos de golf aparcados, subieron a un amplio vehículo de seis asientos y fueron al extremo frontal de la isla. Matson se quedó atrás y Nigel permaneció en el helipuerto, haciendo ver que reparaba el helicóptero.

El trayecto los llevó a través de la isla, que parecía casi desierta.

—¿Cuál es su dotación? —preguntó Kurt.

—Normalmente, cincuenta hombres, pero este mes solo tenemos diez a bordo.

—¿Cincuenta?

Kurt había esperado que dijera mil. Miró a su alrededor. Oía sonidos de construcción procedentes de varios puntos, pero no veía a ni un solo obrero ni oía voces.

—¿Quién está haciendo todo el trabajo?

—Automatización total —dijo Marchetti.

Paró al lado de una sección apartada. Señaló con el dedo.

Kurt vio que saltaban chispas en un lugar donde estaban soldando algo, oyó sonidos de remaches introducidos a martillazos y de destornilladores de gran potencia girando, pero no vio a nadie. Después de varias chispas más, algo se movió: un objeto del tamaño de un aspirador, con tres brazos y un soldador de arco sobre un cuarto apéndice, se dirigió correteando hacia una escalera de mano.

La máquina realizaba los mismos movimientos repentinos y extraños que los robots de una cadena de montaje, bruscos pero minuciosos. Los robots podían ser precisos, pensó Kurt, pero no tenían estilo.

Cuando la máquina terminó de soldar, replegó dos brazos y se fijó a un poste de la escalera. Sujeta a una abrazadera mecanizada, empezó a elevarse. Cuando llegó a la cubierta a varios metros de distancia de Kurt, se soltó y siguió correteando por el camino.

Una máquina más pequeña la siguió.

—Mis trabajadores —dijo Marchetti—. Tengo mil setecientos robots de diferentes tamaños y diseños que llevan a cabo la mayor parte de las tareas.

—Robots camperos —observó Kurt.

—Oh, sí, pueden ir a cualquier parte de la isla —alardeó Marchetti.

A mitad del camino, a los robots se les unieron otros y formaron un pequeño convoy con rumbo a alguna parte.

—Debe de ser la hora del descanso —dijo Joe, riéndose entre dientes.

—Lo cierto es que sí —confirmó Marchetti—. No es como el descanso de una persona, pero están programados para controlar sus propios niveles de energía. Cuando se les empiezan a acabar las baterías, vuelven a los centros de recarga y se conectan. Una vez que están listos, regresan al trabajo. Funcionan prácticamente las veinticuatro horas del día.

—¿Y si tienen un accidente? —preguntó Joe.

—Si se estropean, envían una señal de socorro y otros robots van a por ellos. Se los llevan al taller de reparaciones, donde son arreglados y devueltos a la cadena.

—¿Quién les dice lo que tienen que hacer? —preguntó Kurt.

—Un programa maestro los dirige a todos. Reciben instrucciones por wi-fi. Informan de sus progresos al ordenador central, que contiene todas las especificaciones y diseños de Aqua-Terra. También hace un seguimiento del progreso y realiza ajustes. Otra serie de robots más pequeños comprueban el nivel de calidad.

—Robots supervisores —señaló Kurt, casi sin poder contener la risa.

Marchetti volvió a arrancar el cochecito de golf, y momentos más tarde iban de nuevo caminando, tres pisos por debajo, hacia el laboratorio. Se trataba de un amplio espacio con una combinación de lujosos sofás tapizados de charol de vivos colores, paredes de acero cubiertas de un poco de vaho y ordenadores y pantallas parpadeantes. Había pantallas por todas partes.

Una tenue luz azul bañaba la sala, filtrada por una enorme ventana circular situada en la parte delantera. Al otro lado de la ventana, nadaban peces y rielaba la luz.

—Estamos por debajo del nivel del mar —observó Kurt, contemplando la enorme claraboya que parecía un acuario.

—Seis metros —dijo Marchetti—. La luz me relaja y estimula mi proceso mental.

—Por lo visto no estimula su orden —observó Kurt, viendo que el lugar estaba hecho un desastre.

Había trastos amontonados por todas partes, junto con ropa esparcida por la sala y bandejas de comida. Un par de docenas de libros se hallaban sobre una mesa, algunos abiertos, otros cerrados y otros apilados precariamente como la torre de Pisa. En un rincón del fondo, un trío de robots soldadores se encontraban inactivos.

—Una mesa ordenada denota una mente enfermiza —dijo Marchetti mientras extraía con cuidado una gota de agua del frasco, la colocaba en un portaobjetos y lo llevaba a una gran máquina cuadrada que aspiró la lámina y empezó a zumbar.

—Según eso, usted sería una de las personas más cuerdas del mundo —masculló Kurt, mientras quitaba un montón de papeles de una mesa y se sentaba.

Marchetti no le hizo caso y se volvió hacia la máquina. Segundos más tarde, una representación de la gota de agua apareció en una pantalla plana sobre su mesa.

—Sube los aumentos —ordenó Marchetti, al parecer dirigiéndose a la máquina.

La imagen cambió repetidas veces hasta que apareció una vista por satélite de un archipiélago.

—Otra vez —ordenó de nuevo al ordenador—. Enfoca la sección Ciento cuarenta y dos. Mil cien aumentos.

La máquina emitió un zumbido y apareció una nueva imagen, en esa ocasión de cuatro de las pequeñas criaturas semejantes a arañas apiñadas en torno a algo.

Marchetti se quedó boquiabierto.

—Acérquelo —dijo Kurt.

Marchetti se sentó ante el ordenador con cara de preocupación. Empleando el ratón y el teclado, hizo un zoom de acercamiento. Una de las arañas parecía moverse.

—No puede ser —farfulló.

—¿Le suenan?

—Como niños desaparecidos hace mucho tiempo —dijo Marchetti—. Idénticos a mi diseño, pero…

—Pero ¿qué?

—Pero no pueden ser míos.

—Ya estamos —exclamó Kurt, quien esperaba toda clase de negativas y de palabrería sobre algún fallo en las medidas preventivas—. ¿Por qué no?

—Porque yo no fabriqué ninguno.

Kurt no había contado con eso.

—Se están moviendo —comentó Leilani, señalando la pantalla.

Marchetti se volvió y amplió otra vez la imagen.

—Están comiendo.

—¿Cómo que están comiendo? ¿Comiendo qué?

Marchetti se rascó la cabeza y, acto seguido, volvió a hacer un zoom de acercamiento.

—Pequeñas proteínas orgánicas —dijo.

—¿Por qué iba a comer un robot diminuto una molécula orgánica?

—Porque tiene hambre —contestó Marchetti.

Se apartó de la máquina.

—Perdone la pregunta, pero ¿por qué iba a tener hambre un robot? —quiso saber Kurt.

—Aquí, en mi isla, los robots más grandes pueden conectarse —explicó Marchetti—. Pero si quieres fabricar robots que sean independientes, deben poder recargarse de alguna forma. Estos pequeñines disponen de varias opciones. Las rayas que se ven en el lomo y que parecen microchips son en realidad diminutos paneles solares. Pero como los robots independientes tienen otras necesidades, deben encontrar sustento en el medio que los rodea. Si estos microbots siguen mi diseño, deberían poder absorber nutrientes orgánicos del agua del mar y descomponerlos. También deberían poder procesar metales disueltos, plásticos y otras cosas halladas en el mar, tanto para alimentarse como para reproducirse.

—Esta conversación va de mal en peor —dijo Kurt—. Explíqueme cómo se reproducen. Y no hace falta que me dé una lección sobre los pájaros y las abejas. Es que nunca he oído hablar del tema aplicado a una máquina.

—La procreación de los robots es una necesidad fundamental, si se quiere que hagan algo útil.

Kurt respiró hondo. Por lo menos estaban consiguiendo respuestas, aunque no le gustaran los detalles.

—¿Y para qué utilidad práctica diseñó estas cosas?

—Mi idea original era usarlos como arma contra la contaminación transportada por el mar —comenzó Marchetti.

—Se comen la contaminación —aventuró Kurt.

—No solo se la comen —prosiguió Marchetti—, sino que la convierten en un recurso. Contémplelo de esta forma. Hay tanta contaminación ahí fuera que el mar se está ahogando en sentido literal. El problema es que incluso en lugares como la isla de basura del Pacífico los desechos están demasiado desperdigados para ser limpiados de manera económica. A menos que el instrumento que se encargue de la limpieza se alimente de lo que limpia y convierta la basura en una fuente de energía que permita llevar a cabo la limpieza.

Señaló con la mano la pantalla.

—Para conseguirlo, diseñé un microbot autosostenible, capaz de replicarse a sí mismo, que pudiera vivir en el agua del mar o flotar en el aire hasta encontrar plástico u otro tipo de basura e ingerirlo. En cuanto esas cosas encuentran una fuente de alimento, usan los subproductos derivados y los metales del agua del mar para copiarse a sí mismos. Voilà! La reproducción sin la parte divertida.

A Kurt siempre le había provocado perplejidad esa desidia de la mayor parte de la población en cuanto a poner fin al vertido de desechos en el medio marino. Los océanos producían tres cuartas partes del oxígeno necesario para el ser humano; una tercera parte de su alimento. Aun así, los que contaminaban el mar se comportaban como si eso careciera de importancia alguna. Y hasta que no quedaran peces que pescar, o nadie pudiera respirar, era poco probable que alguien hiciera algo al respecto porque no resultaba económico.

Pese a su extrañeza, la solución de Marchetti poseía cierta elegancia. Ya que no había quien se decidiera a abordar el problema, él había propuesto una forma de resolverlo sin que nadie tuviera que levantar un dedo.

Joe parecía pensar lo mismo.

—Es un plan brillante.

—También insensato —indicó Kurt.

—Le sorprendería la frecuencia con la que coinciden esos atributos respecto a mi propuesta —dijo Marchetti—. Pero la auténtica insensatez es no hacer nada. O tirar miles de millones de toneladas de plástico y basura en un medio que alimenta a la mitad del planeta. ¿Se imagina el clamor estruendoso, las protestas de proporciones épicas que se levantarían si las olas de cereales de color ámbar quedaran atiborradas de mecheros, botellas de plástico, hilo de pescar y trozos de juguetes rotos? Eso es lo que les estamos haciendo a los océanos. Y la situación no hace más que empeorar.

—No se lo discuto —repuso Kurt—. Pero soltar en el mar unas máquinas que pueden replicarse a sí mismas y esperar que todo vaya bien no es precisamente una respuesta racional.

Marchetti volvió a sentarse, aparentemente de acuerdo con él.

—A nadie le pareció una respuesta racional. Por eso, como he dicho, no fabricamos ninguna.

—Entonces ¿cómo llegaron esas cosas al barco de mi hermano? —preguntó Leilani sin rodeos.

Kurt miró a Marchetti, esperando una respuesta, pero este no contestó. Se quedó observando fijamente a Leilani. El miedo se atisbaba en los ojos del científico. Kurt se volvió y comprendió por qué.

Leilani sostenía una automática de cañón corto compacta entre las manos. La boca apuntada directamente al centro del pecho de Marchetti.