10

Jinn al-Khalif caminaba a través del desierto bajo el cielo iluminado por la luna con Sabah a su lado. Las arenas que había conocido desde que era niño relucían como la plata bajo sus pies. Le recordaban la noche en que su familia había sido atacada en el oasis hacía más de cuarenta años. La noche en la que unos depredadores disfrazados de amigos habían salido a escondidas del desierto y habían asesinado a sus hermanos y a su madre. Era una lección sobre el engaño que no había olvidado jamás. Y una lección que parecía estar repitiéndose.

—¿Ninguna noticia de Aziz? —preguntó, refiriéndose al general egipcio que había prometido apoyar su plan.

Sabah se mostraba sereno y adusto en medio del frío aire nocturno.

—Como sospechabas, Aziz no ha cumplido sus promesas. Ya no le interesa apoyarnos.

Vieron una luz parpadeante a lo lejos. En el horizonte, cerca de la costa, una hilera de nubarrones había empezado a formarse. Las lluvias todavía no habían avanzado hacia el interior, pero pronto el desierto empezaría a disfrutar del solaz de unos chubascos inesperados; la prueba definitiva de su genialidad. Y sin embargo, todo amenazaba con desmoronarse en la misma cúspide de la victoria.

—Aziz es un traidor —dijo Jinn, con rostro inexpresivo.

—Es un hombre con intereses particulares —indicó Sabah—. Como todos los hombres, sigue a aquellos que lo benefician. No debes tomártelo como una ofensa personal.

—Los que rompen sus promesas ofenden a mi persona —repuso Jinn—. ¿Qué excusa ha dado?

—La política de Egipto —dijo Sabah—. Allí el ejército lo ha controlado todo durante cincuenta años, incluidos los negocios más lucrativos. Pero la situación sigue siendo convulsa. Los Hermanos Musulmanes están consolidando su poder, y para los militares es peligroso apoyar a alguien laico. Sobre todo a un forastero.

—Pero nuestro programa los ayudará —insistió Jinn—. Dará vida a sus desiertos igual que a los nuestros.

—Sí —convino Sabah—. Pero ellos tienen la presa de Asuán, y el agua del lago Nasser detrás. No necesitan lo que les ofrecemos tanto como los demás. Además, Aziz no es tonto. Sabe la verdad. Tú puedes dar la lluvia o puedes negarla. Pero si se la das a los otros que pagan, caerá también sobre su país.

Jinn consideró aquello. Era inevitable.

—Ese general no sabe quién soy —dijo Jinn—. Le apretaré las tuercas.

—Te lo advierto, Jinn, no cambiará de opinión.

—Entonces me vengaré.

A Sabah pareció no agradarle el comentario.

—Tal vez no sea el momento para ganarnos nuevos enemigos. Al menos hasta que nos hayamos ocupado de los estadounidenses. ¿Sabes que han encontrado evidencias de la plaga en el velero destruido?

—Sí —dijo Jinn, disgustado con la noticia—. Ahora están buscando a Marchetti. Es su principal sospechoso.

—Lo encontrarán fácilmente —aseguró Sabah—. La gente de la NUMA es muy decidida. No dudarán en enfrentarse a él.

—¿En qué nos incumbe eso a nosotros? —preguntó Jinn.

Sus palabras rebosaban arrogancia y seguridad en sí mismo.

Sabah no parecía contento.

—No los subestimes.

Jinn intentó tranquilizarlo.

—Te prometo, mi buen y fiel sirviente, que las sospechas no apuntarán a nosotros. Cuando encuentren a Marchetti, encontrarán también su final y el destino que espera a los infieles como ellos. Y ahora pasemos a asuntos más escabrosos.

Delante de ellos, un grupo de los hombres de Jinn montaba guardia alrededor de dos de los suyos. Estos se hallaban sentados en el suelo, atados espalda contra espalda, justo al lado de un viejo pozo abandonado. Su boca cavernosa aguardaba, oscura y profunda, rodeada únicamente de un muro de barro que se elevaba menos de treinta centímetros, provista de unos triángulos de hierro a cada lado que antaño podrían haber soportado un travesaño del que colgaba un cubo atado a una cuerda.

Los ojos de los hombres miraban a Jinn, llenos de miedo, como debía ser.

—¿Han reconocido su error?

El capitán de la guardia negó con la cabeza.

—Insisten en que hicieron solo lo que se les mandó.

—Nos dijo que atacáramos a la mujer —se defendió uno de los hombres—. Hicimos lo que nos ordenó.

—Debíais atacarla solo como una distracción para atraer al hombre. Él era el objetivo; debíais acabar con él, y no huir como cobardes cuando os persiguió. Pero, por encima de todo, no debíais ser vistos. Ahora circulan por ahí descripciones de vosotros, incluso poseen una fotografía gracias a la cámara de seguridad del muelle. Por eso ya no me servís.

—La isla es tan pequeña que no teníamos dónde escondernos. Nos vimos obligados a escapar.

—Lo reconocéis —dijo Jinn—. Tomasteis el sendero de los cobardes, el camino fácil.

—No —contestó el hombre—. Le juro que no fue así. La trampa no funcionó. Aquel tipo nos venció. No teníamos armas.

—Ni él tampoco.

Jinn se volvió hacia Sabah.

—¿Qué propones?

Sabah miró a los hombres y al pequeño grupo de partidarios de Jinn que se habían reunido alrededor.

—Deberían ser azotados —dijo Sabah—. Cubiertos de miel y sujetos con estacas al suelo. Si sobreviven hasta el mediodía, deberían ser perdonados.

Jinn lo consideró por un instante. Aquello complacería a los demás, pero podía lanzarles un mensaje equivocado. Un mensaje de debilidad.

—No —repuso—. No debemos tener compasión. Nos han fallado por culpa de su falta de coraje. No podemos permitir que esos pensamientos se propaguen entre los demás.

Se acercó a los prisioneros.

—Cuidaré de vuestras familias. Que vivan para ser más nobles que vosotros.

Retrocedió y propinó una fuerte patada al primer hombre. Este cayó de lado y se desplomó por encima del borde del pozo abandonado. Por un instante se quedó allí colgado, suspendido y sujeto por el peso del otro prisionero, al que estaba atado.

—No, Jinn —gritó el segundo hombre—. ¡Por favor! ¡Tenga piedad!

Jinn le dio una patada todavía más fuerte que al primero. Varios dientes salieron volando acompañados de sangre y saliva. El individuo cayó hacia atrás, y los dos hombres se precipitaron al interior del pozo, mientras sus gritos resonaban al caer. Unos segundos más tarde, un terrible crujido puso fin a sus chillidos. Después no se oyeron ni siquiera gritos de dolor.

Jinn se volvió hacia los congregados. Su rostro estaba surcado de arrugas de furia.

—Ellos me han obligado a hacerlo —gritó—. Que os sirva de lección a todos. Cumplid con vuestras tareas. El siguiente que me falle sufrirá una muerte lenta y más dolorosa, os lo aseguro.

Los hombres retrocedieron acobardados, conscientes de su ira y de su poder.

Jinn los miró fijamente y a continuación echó a andar. Sabah permaneció a su lado, siguiendo el ritmo de sus zancadas.

—No creo que fuera…

—¡No me cuestiones, Sabah!

—Solo te aconsejo —insistió con serenidad—. Y mi consejo es que trates a tus hombres con piedad y a tus enemigos con ira.

Jinn caminaba hecho una furia.

—Aquellos que me fallan son mis enemigos. Igual que aquellos que me traicionan y rompen sus promesas como Aziz. Los fondos que nos ha negado nos han dejado en una situación precaria. Nos han obligado a rogar más a los chinos y a los saudíes. Y no voy a permitirlo. Quiero ver a Aziz arrastrándose ante nosotros y suplicando que lo ayudemos.

—¿Y cómo propones conseguirlo?

—La presa de Asuán le da poder —dijo Jinn—. Sin ella, Egipto no podría comer, y Aziz nos necesitaría más que el resto. Búscame una forma de derribarla.

Sabah se detuvo. Si Jinn no se equivocaba, estaba calculando las posibilidades. Arqueó las cejas.

—Puede que haya una forma.

—Encárgate de ello —le ordenó Jinn—. Quiero ver esa presa en ruinas.

Mientras hablaba, el sonido de un trueno retumbó a través del desierto en dirección a ellos. Relampagueó en el cielo a lo lejos. A Jinn le pareció una señal de lo alto.

Sabah también reparó en ello, pero sus ojos solo reflejaban preocupación.

—Morirán muchas personas —le advirtió—. Tal vez cientos de miles. La mayoría de la población de Egipto vive cerca de las orillas del Nilo.

—Es el pago por la traición de Aziz —dijo Jinn—. Sus manos están manchadas de la sangre de esas personas.

Sabah asintió con la cabeza.

—Como desees.