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Paul y Gamay tomaron un autobús del puerto a la Universidad Nacional de Maldivas. El vehículo paró en la estación de Billabong, y los dos estadounidenses se apearon del vehículo con un grupo de estudiantes como si asistieran a clases nocturnas.

—¿Alguna vez has querido volver a la universidad? —preguntó Gamay.

—Solo si tú vienes conmigo y me dejas llevarte los libros —contestó él.

Ella sonrió.

—Puede que me lo plantee.

Se dirigieron al interior. Los cursos de la Universidad Nacional abarcaban de la ley islámica tradicional a la ingeniería, la construcción y la asistencia sanitaria. Su programa de ingeniería naval tenía fama de ser excelente, lo que tal vez se explicaba por el deseo de un país de topografía tan llana de evitar que los mares crecientes lo inundaran.

Un colega de la escuela marítima que conocía la NUMA recibió a Paul y a Gamay. Les presentó a una profesora vestida con un sari morado, la doctora Alyiha Ibrahim, miembro del departamento de ciencias.

—Gracias por recibirnos —dijo Gamay.

Ella tomó la mano de Gamay entre las suyas.

—En el mar, como en el desierto, no se rechaza a los viajeros necesitados —comentó—. Y si lo que han encontrado supone un peligro para Malé, no solo sería egoísta si no les hiciera caso, sino que también sería idiota.

—No sabemos si supone algún peligro —contestó Gamay—, solo que algo ha ido mal, y puede que esto nos ayude a determinar el motivo.

La doctora Ibrahim sonrió; el color malva de su vestido realzaba el tono verde de sus ojos.

—No perdamos tiempo.

Los llevó a un laboratorio. El microscopio de barrido estaba preparado y listo para funcionar. Un panel mostraba todos los sistemas operativos.

—¿Puedo? —preguntó la doctora Ibrahim.

Gamay le dio el frasco, y la mujer extrajo una muestra. La colocó con gran precisión sobre un portaobjetos especial y la introdujo en el compartimento de barrido.

Minutos más tarde, las primeras fotos aparecieron en la pantalla.

La imagen era tan extraña que los dejó a todos estupefactos. Gamay entornó los ojos, Paul se quedó con la boca ligeramente abierta, y la doctora Ibrahim se ajustó las gafas y se acercó.

—¿Qué es eso? —preguntó Paul mirando el monitor.

—Parecen ácaros del polvo —contestó Gamay.

—No estoy segura de lo que son —añadió la doctora Ibrahim—. Voy a intentar subir los aumentos.

El voluminoso microscopio de electrones emitió un chirrido y realizó otro barrido. Cuando la segunda imagen apareció en pantalla, su sorpresa no hizo más que aumentar.

La doctora Ibrahim se volvió hacia Paul y Gamay.

—No sé qué decirles —dijo—. En mi vida he visto algo así.

Mientras Paul y Gamay estaban en la universidad y Joe vigilaba a Leilani, Kurt registró los efectos personales de la tripulación desaparecida. De algún modo le parecía que no estaba bien hacerlo; era como remover los huesos de los muertos. Pero tenía que registrarlo todo en busca de alguna pista.

Después de dedicar una hora a esa tarea ingrata, la dio por terminada. No halló nada que le fuera de ayuda, pero al menos uno de los objetos encontrados podría resultar de gran ayuda a Leilani: una foto de la tripulación en la que su hermano aparecía delante y en el centro, rebosante de alegría, como si tuviera el mundo a sus pies.

Guardó los efectos de la tripulación y salió al pasillo con la foto en la mano. Una puerta más adelante encontró la suite que había reservado para Joe y Leilani. Estaba dividida en dos habitaciones contiguas, pero para llegar a la segunda había que pasar por la primera.

Llamó a la puerta y, al no oír nada, volvió a llamar.

Finalmente, el pomo giró. El rostro de Leilani apareció, enmarcada por la puerta, y Kurt cayó en la cuenta de lo extraordinariamente hermosa que era.

—¿Dónde está su guardaespaldas?

Ella abrió más la puerta. Joe dormía como un tronco en su cama, roncando suavemente, con la ropa y los zapatos puestos.

—Seguridad de primera —dijo ella—. No se le escapa nada.

Kurt hizo un esfuerzo por no reírse. Joe llevaba treinta horas en pie. Aunque su magnetismo animal no tenía botón de apagado, por lo visto el resto de su cuerpo sí.

Entró en la habitación. Leilani cerró con suavidad la puerta y cruzó silenciosamente la alfombra con los pies descalzos, unos pantalones de hacer yoga y una camiseta de manga corta verde.

Él la siguió hasta la habitación contigua, que tenía la persiana bajada y las luces atenuadas.

—Estaba meditando —le explicó ella—. Ahora mismo siento que he perdido todo el equilibrio. Estoy furiosa y al momento tengo ganas de llorar. Tenía razón, estoy inestable.

Qué raro, a él le parecía que estaba muy bien.

—No sé, pero parece que mantiene el tipo.

—Ahora tengo algo en lo que concentrarme —repuso ella—: averiguar lo que pasó. Y tengo que darle las gracias a usted, aunque haya aceptado de mala gana. ¿Alguna pista?

—Todavía no —dijo Kurt—. De momento solo hemos encontrado datos inconsistentes.

—¿Qué clase de datos inconsistentes?

—Kimo y los demás estaban buscando anomalías térmicas —explicó—. Las encontraron, pero no las que esperaban. Las temperaturas del mar están aumentando en todo el mundo, pero ellos descubrieron temperaturas bajas en una zona tropical. Es el primer dato extraño.

—¿Qué más?

—Por raro que parezca, las temperaturas oceánicas bajas normalmente son algo positivo. Las temperaturas más frías tienen como resultado un contenido de oxígeno más elevado en el agua y una vida más rica. Por eso los mares cálidos y poco profundos como el Caribe están relativamente desiertos, mientras que en las zonas oscuras y frías del Atlántico Norte se reúnen las flotas pesqueras.

Leilani asintió con la cabeza, y Kurt se dio cuenta de que estaba repasando datos y conclusiones elementales a las que ella podría haber llegado sola, pero sabían tan poco que prefería no descartar nada.

La joven parecía desconcertada.

—Pero Kimo me dijo que estaban encontrando niveles más bajos de oxígeno disuelto, menos camarones antárticos, menos plancton y menos peces en el agua a pesar de las bajas temperaturas.

—Exacto —convino Kurt—. Lo contrario de lo esperado en un caso así. A menos que algo estuviera absorbiendo el calor y consumiendo también el oxígeno.

—¿Qué podría hacer algo así? —preguntó ella—. ¿Los residuos tóxicos? ¿Algún tipo de compuesto anaeróbico?

Desde la última vez que había comprobado las cifras, Kurt había estado devanándose los sesos en busca de una posible causa: actividad volcánica, mareas rojas, florecimiento de algas… Existían múltiples factores que podían causar zonas yermas y aguas desoxigenadas, pero ninguna explicaba el descenso de las temperaturas. El flujo del agua fría de las profundidades podría explicarlo, pero normalmente llevaba abundantes nutrientes y niveles más elevados de oxígeno a la superficie, lo que provocaba una explosión de vida marina en las inmediaciones.

Era un problema; tal vez un problema cuyo descubrimiento había conducido a Kimo y a los demás a la tumba. Pero a Kurt y a su equipo no les proporcionaba ninguna información relevante.

—No sé —dijo—. Hemos revisado todo lo que ellos enviaron, incluidos los correos electrónicos de Kimo dirigidos a usted, para ver si estábamos pasando algo por alto. De momento no hemos obtenido ningún resultado.

Un asomo de preocupación apareció en el rostro de ella.

—¿Ha inspeccionado los correos electrónicos que me mandó?

—Nos hemos visto obligados —se excusó Kurt—. Por si le había enviado, y usted no se hubiera dado cuenta, algún dato crucial.

—¿Ha encontrado algo?

—No —respondió él—. Lo cierto es que tampoco esperaba encontrar nada. Pero no podemos dejar piedra por remover.

Ella suspiró y dejó caer los hombros.

—A lo mejor esto nos viene grande. Tal vez deberíamos dejárselo a una organización internacional para que lo investigara.

—¿Qué ha pasado con la determinación que mostraba hace unas horas?

—Estaba enfadada. Tenía un subidón de adrenalina. Ahora intento ser más racional. Quizá la ONU o las Fuerzas de Defensa Nacional de Maldivas pueden ocuparse de la investigación. A lo mejor deberíamos volver a casa. Ahora que los he conocido a sus amigos y a usted, no soporto la idea de que alguien más resulte herido.

—Eso no va a pasar —le aseguró Kurt—. No dejaremos este asunto en manos de una agencia que no tenga ningún interés real por lo sucedido.

Leilani asintió con la cabeza en el mismo instante en el que sonó el móvil de Kurt.

Lo sacó del bolsillo y pulsó un botón para contestar.

Era Gamay.

—¿Algún avance? —preguntó.

—En cierto modo —respondió ella.

—¿Qué habéis descubierto?

—Te he mandado una foto. Una imagen del microscopio. Ábrela.

Kurt consultó los mensajes de su móvil y abrió la foto de Gamay. Era en blanco y negro pero perfectamente clara, una figura con aspecto de insecto y al mismo tiempo extrañamente mecánica. Los bordes del sujeto eran puntiagudos, y los ángulos, perfectos.

Kurt entornó los ojos mientras examinaba la foto. Parecía una araña con seis largos brazos extendidos hacia delante y dos patas en la parte trasera que se desplegaban y acababan en unas paletas planas como la cola de una ballena. Cada par de brazos estaba rematado con distintos tipos de garras, mientras que la cresta que recorría el centro del lomo de aquella criatura tenía diversas protuberancias que parecían no tanto espinas o púas como los cables estampados de un microchip.

De hecho, aquella cosa parecía realmente una máquina.

—¿Qué es?

—Un robot micrónico —dijo Gamay.

—¿Un qué?

—Lo que estás viendo es del tamaño de un ácaro del polvo —explicó ella—. Pero no es orgánico; es una máquina. Un micromáquina. Y la muestra que tomé hace pensar que esas mismas máquinas se quemaron en los residuos del fuego en grandes cantidades.

Kurt miró la foto, pensando en lo que Gamay acababa de decir. Inclinó el teléfono para que Leilani pudiera verla.

—Veinticuatro mirlos horneados en una tarta —masculló.

—Más bien veinticuatro millones —dijo Gamay.

Kurt pensó en su conversación previa y en la teoría según la cual la tripulación había prendido fuego al barco para librarse de algo más peligroso.

—Así que esas cosas subieron al barco, y la tripulación intentó quemarlas —dijo, reflexionando en voz alta—. Pero ¿cómo subieron a bordo?

—Ni idea —contestó Gamay.

—¿Para qué sirven? —preguntó—. ¿Qué hacen?

—Ni idea, tampoco —repitió ella.

—Pues si son máquinas, alguien tuvo que crearlas.

—Eso mismo hemos pensado nosotros —dijo Gamay—. Y creemos que sabemos quién puede ser.

El teléfono de Kurt volvió a pitar, y apareció otra foto. Esa vez se trataba de una página de un artículo de revista. En una esquina podía verse la imagen de un hombre de negocios saliendo de un ostentoso Rolls-Royce naranja. Tenía el cabello de color caoba recogido en una larga coleta y una barba poblada que le cubría la mayor parte de la cara. Su traje parecía un Armani azul marino u otro modelo cruzado de corte italiano.

—¿Quién es? —preguntó Kurt.

—Elwood Marchetti —contestó Gamay—. Billonario y genio de la electrónica. Hace años diseñó un procedimiento para imprimir circuitos en los microchips que actualmente utiliza todo el mundo. Además, es un gran defensor de la nanotecnología. Una vez dijo que en el futuro los nanobots harían de todo, desde limpiar el colesterol de nuestras arterias hasta extraer oro del agua del mar.

—¿Y esas cosas son nanobots? —preguntó Kurt.

—En realidad, son más grandes —dijo ella—. Si piensas en un nanobot como un volquete, esas cosas son excavadoras. Parecidas, microscópicas también, pero su tamaño es unas mil veces mayor.

Leilani estaba estudiando la foto.

—Así que ese tal Marchetti es el culpable —dijo con voz firme.

Kurt se reservó su opinión.

—¿Cómo relacionamos esos microbots con él?

Esa vez contestó Paul.

—Según una patente internacional registrada, esa cosa se parece mucho a uno de sus diseños.

Una ira justificada crecía dentro de Kurt, y se fijó en que Leilani se retorcía las manos.

—¿Los está usando para algo? —preguntó Kurt—. ¿Está experimentando con ellos?

—No que nosotros sepamos.

—Entonces ¿cómo acabaron en el mar? Y lo que es más importante, ¿cómo acabaron en el catamarán?

Paul expuso su hipótesis:

—O escaparon del laboratorio como las abejas asesinas hace cuarenta años o Marchetti los está usando para algo sin que el resto del mundo se entere.

Kurt apretó la mandíbula, haciendo rechinar los dientes.

—Tenemos que hacer una visita a ese tipo.

—Me temo que vive en una isla privada —respondió Paul.

—Eso no me va a impedir llamar a su puerta. ¿Dónde puedo encontrarla?

—Muy buena pregunta —dijo Gamay.

La voz de Gamay tenía un tono extraño, y Kurt no estaba seguro de entender el motivo.

—¿Me estás diciendo que nadie sabe en qué isla vive?

—No —respondió ella—. Solo que nadie sabe exactamente dónde está ahora.

Kurt se sentía como si los Trout estuvieran manteniendo dos conversaciones distintas.

—¿De qué estáis hablando, chicos?

—Marchetti está construyendo una isla artificial —explicó Paul—. La llama Aqua-Terra. Echó al mar el núcleo el año pasado y ha estado acondicionándola desde entonces. Pero como es móvil, y él prefiere quedarse en aguas internacionales, nadie está del todo seguro de dónde se encuentra en un momento dado.

De repente, Kurt recordó haber oído hablar de ella.

—Creía que solo era un truco publicitario.

Leilani intervino.

—No, es real —aseguró—. Yo he leído algo sobre el asunto. Hace seis meses fue anclada a la altura de Malé. Kimo me comentó que quería verla si tenía la oportunidad.

—Está bien —dijo Kurt—. Averiguad lo que podáis sobre esos microbots. Yo voy a llamar a Dirk. En cuanto localicemos a Marchetti, le haré una visita. Una isla flotante no puede ser muy difícil de encontrar.