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Gamay se lo quedó mirando como si estuviera bromeando.

—Claro —comentó—. Eres Kurt Austin. ¿Qué ibas a hacer si no?

A pesar de su comentario sarcástico y de las miradas recelosas de los demás, Kurt no dijo nada. Cruzó la pasarela hasta el embarcadero sin apartar la vista del guardia de la caseta como si este fuera a entrar de nuevo.

En el último segundo se volvió, fijó la vista en la mujer que estaba junto al árbol y echó a andar hacia ella resueltamente.

Avanzaba con brío dando largas zancadas. Ella lo miró fijamente un instante y acto seguido empezó a retroceder. Kurt siguió adelante.

La mujer se movía más deprisa, retrocediendo hacia la calle. Al mismo tiempo, una furgoneta de reparto apareció de pronto por la calle. Un socio que llegaba a por ella, supuso Kurt.

Sin embargo, la mujer se paró en seco con expresión confusa. Se quedó mirando la furgoneta que se acercaba, acto seguido miró a Kurt y miró de nuevo la furgoneta, que derrapó a escasa distancia.

La puerta se abrió de golpe, y dos hombres saltaron del vehículo. Ella trató de huir, pero la agarraron.

Kurt no sabía qué demonios estaba pasando, pero sabía que no era buena señal. Echó a correr al tiempo que gritaba a los hombres.

—¡Eh!

La mujer chillaba mientras se la llevaban a rastras hacia atrás. Forcejeó, pero la lanzaron a través de la puerta abierta y entraron apresuradamente detrás de ella. Cuando Kurt llegó a la calle, se estaban alejando a toda velocidad. El guardia de la caseta se acercó corriendo detrás de él tocando un silbato.

Un silbato no iba a detenerlos…

—¿Tiene coche?

—Solo una moto —dijo el guardia. Sacó una llave y señaló una pequeña Vespa naranja.

Kurt cogió la llave y corrió hacia la moto. Tendría que servir.

Levantó una pierna por encima del asiento, introdujo la llave de contacto y la giró. El motor de cincuenta centímetros cúbicos se encendió con la potencia del extractor de un cuarto de baño.

—¿Quién no tiene coche hoy día? —gritó al tiempo que retiraba la pata de cabra y aceleraba.

—La isla mide solo tres kilómetros de ancho —vociferó el guardia—. ¿Quién necesita coche?

A Kurt le pareció una respuesta de una lógica aplastante, y aunque habría podido rebatirla, no tenía tiempo. Aceleró más, y la Vespa zumbó como una desbrozadora, persiguiendo a la furgoneta.

Un minuto antes se había preguntado si la mujer era una periodista y luego había sospechado que se trataba de alguien más peligroso. Ahora intentaba salvarla de unos secuestradores. La mañana se estaba poniendo muy interesante.

La furgoneta avanzaba con estruendo por la calle doscientos metros por delante de él. Las luces de freno se encendieron y giró a la izquierda en dirección al interior.

Kurt la siguió, y estuvo a punto de atropellar a un ciclista y a un vendedor callejero que tenía un puesto de pescado. Viró bruscamente, subió a la acera y por poco volcó la moto. Un momento después estaba otra vez en la calle.

La furgoneta había aumentado considerablemente su ventaja, y Kurt temía no poder alcanzarla con un vehículo con tan poca potencia.

—Genial —masculló cuando unos cuantos bichos empezaron a impactar contra su cara—. Todos estos años escuchando a Dirk contar historias sobre las Dusenberg y las Packard que ha tomado prestadas, y acabo en una moto de treinta caballos.

Agachó la cabeza, tratando de adoptar una postura más aerodinámica, y dio gracias por que la moto no tuviera borlas en el manillar o una cesta para Totó en la parte delantera.

De pronto surgió ante él un grupo de transeúntes cruzando un paso de peatones. Kurt tocó la bocina con el pulgar.

Mec, mec.

El molesto zumbido agudo bastó para dispersar la fila de gente. Kurt pasó zumbando por el hueco como un desquiciado y se centró en la furgoneta.

Ahora corrían hacia el interior, avanzando por una carretera con tantas letras y vocales en el nombre que Kurt no se molestó en intentar leerlo ni recordarlo. Lo único que importaba era no perder de vista la furgoneta.

Ignoraba la velocidad que alcanzaban otras motos, pero la pequeña Vespa no pasaba de los sesenta y cinco kilómetros por hora. Justo cuando estaba empezando a pensar que su misión era imposible, su suerte cambió a mejor.

A pesar de la pregunta retórica del guardia acerca de la necesidad de poseer un coche, muchas personas parecían tenerlos. Las estrechas calles estaban llenas de automóviles; tal vez no tantos como en la costa Este estadounidense a hora punta, pero suficientes para convertir la carretera en una carrera de obstáculos.

Después de virar alrededor de un sedán y de atajar entre otros dos que viajaban el uno al lado del otro, Kurt se sorprendió alcanzando a la furgoneta. La vio más adelante, tratando de abrirse paso por un concurrido cruce.

Mientras rodeaba zumbando otro coche lento, oyó el sonoro claxon de la furgoneta. Llegó a la esquina y giró a la derecha.

Kurt tomó la curva sin problemas, introduciéndose ente un par de coches parados y confiando en que nadie decidiera abrir una puerta.

Ahora se dirigían al oeste, y Kurt se estaba aproximando a la furgoneta, súbitamente entusiasmado con su pequeño corcel naranja. Vio que se acercaba a la costa. Habían llegado a la otra parte de la isla.

La furgoneta salió de la carretera y pasó zumbando por delante de los contenedores y el utillaje del puerto comercial. Patinó y paró enfrente de una lancha motora, y la puerta se abrió.

Los dos hombres que habían lanzado a la misteriosa mujer al interior la sacaron a rastras. La furgoneta desapareció al instante.

Kurt hizo caso omiso del vehículo y se acercó rápidamente a la mujer polinesia y a sus captores. Se dirigió hacia ellos a toda velocidad y saltó de la moto.

Sin motorista que la condujera, la moto cayó y se deslizó a través del hormigón. Kurt saltó por los aires y placó a los dos hombres y a la mujer al mismo tiempo.

Los cuatro se desplomaron y rodaron por el hormigón. Kurt notó que su rodilla y su cadera rozaban la dura superficie, y el dolor familiar de la piel raspada contra la carretera le recorrió el cuerpo. Sin embargo, se levantó de un brinco y embistió contra los atacantes.

Uno de ellos echó a correr hacia la lancha. El otro se puso en pie y sacó un cuchillo. Miró a Kurt un instante, retrocedió varios pasos y, acto seguido, lanzó el arma.

Kurt la esquivó, pero el movimiento ofreció al hombre uno o dos segundos preciosos. Siguió a su amigo hacia la embarcación y saltó a bordo. El motor fuera borda rugió, y la lancha se alejó rápidamente. Kurt no vio números de identificación ni marcas en ella.

Sacudió la cabeza. Habían quedado empatados. Los maleantes habían renunciado a su cautiva, pero habían escapado sin problemas.

Centró su atención en la mujer. Estaba agachada en el suelo, sosteniéndose el codo manchado de sangre como si le doliera mucho.

Se acercó a ella.

—¿Se encuentra bien? —preguntó bruscamente.

Ella alzó la vista, con el rostro surcado de lágrimas y el rímel corrido. Asintió con la cabeza, pero siguió meciéndose el brazo.

—Creo que me lo he roto —dijo en inglés.

El instinto de protección natural de Kurt se activó, pero se recordó que momentos antes esa mujer había estado espiándolos a él y a sus amigos, y que incluso había hecho fotos del catamarán. Le debía unas cuantas respuestas.

—La llevaré al hospital —aseguró, ayudándola a levantarse—, pero primero tiene que decirme quién es usted, por qué me estaba siguiendo y qué le interesa tanto de un catamarán abandonado.

—Usted es Kurt Austin —dijo ella en un tono de seguridad lleno de determinación—. Trabaja para la NUMA.

—Así es —confirmó él—. ¿Y cómo sabe usted eso?

—Soy Leilani Tanner —repuso la joven.

El nombre le sonaba. Ella le explicó quién era antes de que él la identificara.

—Kimo A’kona era mi hermano. Mi hermanastro. Él estaba en ese barco.