5

La isla de Malé era la más poblada de los veintiséis atolones conocidos como Maldivas. Antiguamente había sido un dominio privado del rey, mientras que los ciudadanos vivían en las otras islas repartidas a través de doscientas millas de mar. Ahora Malé era la capital del país. Cien mil habitantes vivían en ella hacinados en menos de siete kilómetros cuadrados.

En contraste con islas volcánicas como Hawái o Tahití, las Maldivas no tenían picos ni afloramientos rocosos. De hecho, el punto natural más elevado de Malé se encontraba solo a dos metros por encima del nivel del mar, aunque bloques de varios pisos y otros edificios se levantaban en cada parcela de terreno hasta el borde del agua.

Viajar en avión desde Washington hasta allí requería todo un día. Catorce horas hasta Doha, Qatar, una escala de tres horas, que resultaba breve en comparación, y luego otro vuelo de cinco horas que exigía una gran fuerza de voluntad tras pasar tanto tiempo en el aire. Por fin, después de todo ese ajetreo, los viajeros aterrizaban en su destino. Más o menos.

Malé era tan pequeña y estaba tan urbanizada que no quedaba sitio para un aeropuerto en la isla de forma circular. Para llegar a ella, había que aterrizar en la isla vecina de Hulhulé, que tenía una forma parecida a la de un portaaviones y que estaba ocupada prácticamente en su totalidad por la pista de aterrizaje principal del aeropuerto.

A bordo de un A380 cuatrimotor, Kurt observaba cómo los demás pasajeros agarraban los apoyabrazos de sus asientos a medida que el avión descendía cada vez más cerca del agua. Justo cuando parecía que el tren de aterrizaje surcaría las olas, apareció tierra firme y el gran aerobús se plantó en la pista de aterrizaje de hormigón.

—Eh —dijo una voz al lado de él.

Kurt miró. Joe Zavala se había despertado sobresaltado por el aterrizaje. Su corto cabello moreno estaba un poco despeinado y tenía los ojos marrones oscuros como platos, como si le hubieran dado una descarga con una picana eléctrica. Había dormido profundamente hasta que las ruedas tocaron el suelo.

—La próxima vez podrías avisar.

Kurt sonrió.

—¿Y estropear la sorpresa? Con un subidón de adrenalina así, empezarás el día con energía.

Joe miró a Kurt con recelo.

—Recuérdame que no te deje elegir los tonos ni el despertador de mi móvil. Seguro que escogerías una bocina o algo por el estilo.

Kurt rió. Joe y él habían vivido juntos una década de aventuras. Habían estado en incontables apuros y refriegas, y se habían enfrentado al peligro en muchas ocasiones hasta conseguir cambiar el curso de los acontecimientos, normalmente en el último momento.

Kurt había arriesgado su vida muchas veces para salvar la de Joe. Y este había hecho lo mismo por él. Eso les daba derecho a pincharse entre ellos sin piedad cuando no había acción.

—Con tus ronquidos, no sé si una bocina serviría de algo —dijo Kurt.

Treinta minutos más tarde, después de una rápida excursión a la sección de recogida de equipaje y a la aduana, Kurt y Joe se encontraban en una embarcación abierta, conocida como taxi acuático, cruzando el angosto estrecho entre Hulhulé y Malé.

Kurt observaba el mar abierto, y Joe tenía la nariz metida en un crucigrama que había estado haciendo durante la mitad del vuelo.

—¿Palabra de cinco letras que significa «felino africano»? —preguntó Joe.

Kurt vaciló.

—Yo no pondría tigre —contestó.

—¿De verdad? —se sorprendió Joe—. ¿Estás seguro?

—Totalmente —dijo Kurt—. ¿Cómo es que tienes esa cara de cansado?

Normalmente Joe viajaba sin problemas. De hecho, a menudo Kurt se preguntaba si conocía algún secreto transmitido por las generaciones de exploradores de su familia que le permitía cruzar una docena de zonas horarias y no experimentar ninguno de los efectos adversos del viaje. Pero en ese momento Joe tenía marcadas ojeras y, a pesar de su físico ágil y atlético, parecía agotado.

—Tú estabas en Washington cuando recibiste la llamada —comentó Joe—. A diez minutos del aeropuerto. Yo me encontraba en Virginia Occidental, con quince chicos del programa juvenil. Hemos pasado todo el fin de semana corriendo campo a través y haciendo confidencias.

En su tiempo libre, Joe dirigía un programa para jóvenes de los barrios pobres del centro la ciudad. Kurt a menudo lo ayudaba en las excursiones, pero no había asistido a aquella.

—Tratando de seguir el ritmo a los adolescentes, ¿eh?

—Me mantiene joven —dijo Joe.

Kurt asintió con la cabeza. Lo cierto era que los dos eran atletas. Para soportar los rigores de la división de programas especiales de la NUMA, había que serlo. Era imposible saber lo que les depararía el destino, pero era bastante probable que fuera algo arduo, agotador y que consumiera toda la energía física y psíquica de una persona.

Para sobrevivir a esos rigores, los dos hombres se mantenían en muy buena forma. Kurt era más alto, más delgado y ágil. Remaba por el Potomac o corría casi todos los días del año. Levantaba pesas y practicaba taekwondo, tanto por la agilidad, el equilibrio y la disciplina como por su valor en el combate.

Joe era más bajo, con las espaldas más anchas y la constitución de un boxeador. También jugaba a fútbol en una liga de aficionados, y aseguraba que podría haberse dedicado profesionalmente si hubiera sido un poco más rápido. En ese momento parecía obsesionado con acabar el crucigrama.

Kurt le quitó el papel de las manos y lo lanzó a una cesta.

—Descansa la vista —dijo—. Vas a necesitarla.

Joe se quedó mirando tristemente el trozo de periódico por un instante, se encogió de hombros y apoyó la cabeza en el asiento. Cerró los ojos y empezó a disfrutar del cálido sol durante la travesía de diez minutos a través del estrecho.

—¿Han venido de vacaciones? —preguntó el piloto del taxi acuático, tratando de entablar conversación.

Ataviado con una camisa de lino blanca arremangada y con los ojos ocultos tras unas gafas de sol oscuras, Kurt tenía todo el aspecto de un turista que llegaba a un destino esperado con impaciencia. El taxista no sospecharía jamás de él.

—Estamos aquí por negocios —contestó.

—Qué bien —exclamó el hombre—. Hay muchos negocios en Malé. ¿A qué se dedican?

Kurt se lo pensó un momento. Era prácticamente imposible explicar con exactitud la actividad del equipo de proyectos especiales de la NUMA, ya que básicamente hacían un poco de todo. Recurrió a la verdad, simple y llana.

—Resolvemos problemas —dijo finalmente.

—Entonces se equivocan de sitio —afirmó el taxista—. Maldivas son un paraíso. Aquí no hay problemas.

Kurt sonrió. Deseó que el hombre estuviera en lo cierto.

La travesía continuó, lenta y pausada, hasta que los edificios de Malé empezaron a alzarse ante ellos. El taxi cruzó el rompeolas y redujo la velocidad. El color turquesa dio paso a unas aguas transparentes y poco profundas con un ligerísimo tono azul.

Cuando el barco chocó contra el muelle, el taxista apagó el motor y lanzó un cabo a otro hombre en tierra.

Kurt se levantó, dio una propina al piloto y se apeó de la pequeña embarcación. Delante de él, en la orilla, los turistas paseaban al sol, entrando y saliendo de las tiendas del puerto. Un grupo de hombres con chalecos reflectantes que estaban trabajando en una sección de hormigón interrumpieron la obra para apoyarse en sus palas y mirar a una chica polinesia bastante atractiva que pasó junto a ellos caminando.

Kurt los entendía perfectamente. El exuberante cabello negro de la muchacha contrastaba marcadamente con su top sin mangas blanco. Su cara bronceada, sus pómulos altos y sus labios carnosos relucían al sol. Y aunque tenía las piernas cubiertas con unos formales pantalones grises, a Kurt no le cabía duda de que estaban tonificadas y morenas como el resto de su cuerpo.

Entró en una joyería, y Kurt y los obreros retomaron sus respectivas tareas.

—¿Estás listo? —preguntó Kurt.

—Todo lo listo que puedo estar —contestó Joe.

Kurt se colocó su mochila, y ambos echaron a andar por el muelle. Dos individuos los esperaban: un hombre de gran estatura, de casi dos metros diez, con una expresión severa e intensa fijada en su rostro; y una mujer con un semblante bondadoso pero pícaro a un tiempo, unos ojos de tono verde azulado y un cabello ligeramente rizado de color rojo vino. Medía casi un metro ochenta, pero parecía menuda al lado del hombre.

—Parece que los Trout se nos han adelantado —dijo Kurt, señalándoselos a Joe.

Paul y Gamay Trout eran dos de sus mejores amigos y miembros inestimables del equipo de proyectos especiales. El espíritu rebelde y el carácter travieso de ella era el yin del yang serio y racional que él representaba.

—Bienvenidos al paraíso —dijo Gamay.

Originaria de Wisconsin, la mujer todavía hablaba con un leve acento del medio oeste.

—Eres la segunda persona que lo llama así —comentó Kurt.

—Lo pone en el folleto de viaje.

Kurt la abrazó y estrechó la mano de Paul. Joe hizo otro tanto.

—¿Cómo demonios habéis llegado tan pronto?

Gamay sonrió.

—Teníamos ventaja. Estábamos en Tailandia, probando algunos de los platos más deliciosos que he comido en mi vida.

—Qué suerte —exclamó Kurt.

—¿Queréis registraros en el hotel? —preguntó Paul.

Kurt negó con la cabeza.

—Prefiero echar un vistazo al catamarán. ¿Lo han traído ya?

—Un barco de rescate de las Fuerzas de Defensa Nacional de Maldivas lo remolcó hace una hora. Lo han mantenido en cuarentena a petición nuestra.

Era una buena noticia.

—Entonces vamos a ver lo que encontramos.

Después de un paseo de siete minutos por el puerto, llegaron a un muelle guarnecido con unos cuantos marineros. Dos rápidas lanchas patrulleras se hallaban amarradas justo detrás de él, mientras que el casco incendiado del catamarán de la NUMA estaba atado a las abrazaderas del muelle situadas a su lado.

En una pequeña caseta, Kurt rellenó el papeleo y entregó copias de su carnet de identidad y su pasaporte. Mientras esperaban a que les pusieran el sello de aprobación, Kurt echó un vistazo al muelle y reparó en algo extraño. Sin embargo, no habló de ello con nadie; recuperó su documentación y se dirigió al hombre de uniforme.

—¿Habla mi idioma?

—Perfectamente —dijo con orgullo el joven.

—Dígame, sin que se note que mira, si hay una preciosa morena con un top blanco observándonos desde la pasarela.

El guardia movió la cabeza para ver mejor.

—Sin que se note que mira —le recordó Kurt.

Esa vez el guardia fue más cuidadoso.

—Sí, está allí. ¿Hay algún problema?

—No, si no te importa que te sigan mujeres guapas —contestó Kurt—. Háganos el favor de vigilarla.

El hombre sonrió.

—Con mucho gusto —dijo. Acto seguido, antes de que Kurt se le adelantara, añadió—: Sin que se note que miro.

—Exacto.

Kurt salió de la caseta y a continuación Joe, los Trout y él subieron a bordo del catamarán.

—Qué desastre —exclamó Gamay, con los brazos en jarras.

Efectivamente, era un desastre. El fuego había chamuscado y ennegrecido la mitad del barco y había derretido la fibra de vidrio cerca de la popa, donde debía de haber ardido más intensamente. Había herramientas y provisiones esparcidas por todas partes.

—¿Qué estamos buscando? —preguntó Paul.

—Cualquier cosa que nos indique qué pudo haber pasado —respondió Kurt—. ¿Fue un accidente o fue provocado? ¿Habían tenido problemas antes de que ocurriera o de repente algo se torció?

—Buscaré el cuaderno de bitácora y el GPS —dijo Paul.

—Yo registraré los camarotes —propuso Gamay.

Joe se acercó al asiento del piloto. Pulsó unos interruptores. No pasó nada.

—No hay corriente.

Kurt echó un vistazo. El catamarán tenía dos paneles solares en el techo que se veían intactos. Además, un pequeño molino de viento situado en lo alto del mástil parecía dar vueltas sin problemas. La instalación debería disponer de electricidad aunque no hubiera nadie para usarla.

—Mira los cables —le pidió.

Joe se subió al techo del camarote y dio con el problema.

—Esto está quemado —señaló—. Creo que puedo empalmarlo.

Mientras Joe se ponía manos a la obra, Kurt empezó a hurgar cerca de los recipientes de los botes salvavidas. No solo no habían sido utilizados, sino que las carcasas ni siquiera habían sido abiertas.

—¿Algún rastro de agua debajo? —gritó, pensando que tal vez una ola gigante había embestido contra ellos y los había arrojado por la borda, aunque eso no explicaría el fuego.

—No —contestó Gamay—. Esto está de lo más seco.

Kurt se agachó para examinar las marcas dejadas por el fuego. Los residuos eran extraños y densos; parecían más lodo que hollín.

El barco tenía un motor auxiliar para casos de emergencia o para cuando no había viento; se encontraba cerca de popa, bajo la cubierta. Kurt levantó la trampilla de esta para echarle un vistazo.

—En el compartimento del motor no hay rastro de fuego —observó, manteniendo la tapa abierta y mirando por encima.

La polinesia morena se había acercado a ellos y estaba en el camino principal al lado de un pequeño árbol en el borde del muelle. Sostenía un teléfono de forma extraña como si lo estuviera usando para hacer fotografías del catamarán.

¿Era periodista?

A Kurt el desastre del catamarán no le parecía de interés periodístico, a menos que esa mujer supiera algo que él ignoraba.

Gamay volvió de abajo.

—¿Has encontrado algo? —preguntó Kurt.

Ella alargó un puñado de artículos.

—El diario de Thalia —dijo—. Unas notas de Halverson. Un ordenador portátil.

—¿Algo fuera de lo común?

—Nada importante, pero la mesa del camarote principal está rota. Y también hay platos hechos añicos. Pero los armarios están cerrados con pestillo, así que supongo que las cosas que se rompieron se hallaban fuera y probablemente estaban siendo usadas en ese momento. Además, la comida de la alacena ha desaparecido, menos las conservas.

Por un instante, las palabras de Gamay hicieron albergar esperanzas a Kurt. Si una situación concreta había obligado a la tripulación a luchar por su supervivencia, la comida sería una prioridad, pero no habrían dejado las conservas. Lo más probable es que fuese lo único que se hubieran llevado.

Paul regresó de popa. Tenía el GPS y los instrumentos de muestreo.

—Nada fuera de lo común en la parte de delante, salvo una manguera dejada abierta.

—A lo mejor la usaron para apagar el fuego —propuso Gamay.

Kurt lo dudaba. A cada costado del barco había un extintor rojo sin tocar en su abrazadera.

—Entonces ¿por qué no usaron esos?

Falto de respuestas e incluso de hipótesis, Kurt miró a Gamay.

—Dirk me ha dicho que has estado recibiendo clases de medicina forense.

Ella asintió con la cabeza.

—El tiempo que estuve el año pasado con el doctor Smith hizo que me diera cuenta de la información que pueden proporcionarnos los pequeños detalles. En especial cuando casi todo lo demás no tiene sentido.

—Nada de esto tiene sentido para mí —dijo Kurt—. Que unos recipientes de mercancías hayan desaparecido no significa que los saquearan, considerando que los ordenadores y todos los objetos de valor se quedaron en el barco. Los platos y la mesa rota pueden hacer pensar en una pelea, pero no es suficiente para sospechar que se volvieran locos y se mataran entre ellos. Así que la única explicación que encuentro es el fuego, pero si lo combatieron con la manguera, parece que se olvidaron de que tenían extintores.

—A lo mejor el fuego los desorientó —razonó Paul—. Tal vez ocurrió de noche. O se emanaron gases tóxicos, y no les quedó más remedio que saltar por la borda.

A Kurt le pareció una posibilidad; pobre pero factible. Y podría explicar la presencia de los extraños residuos. Quizá fuese un acelerante o algún tipo de gel. Pero de ser así, ¿cómo había llegado allí?

—Partamos entonces de esa posibilidad —dijo—. El fuego no vino del compartimento del motor, así que tuvo que ser otra la causa. Recojamos muestras de los residuos y de cualquier cosa que parezca extraña.

—Yo me ocuparé —se propuso Gamay.

—Yo ayudaré a Joe a restablecer la corriente —añadió Paul.

—Bien —dijo Kurt sonriendo—. Eso no me deja nada que hacer más que presentarme a una atractiva joven.