Océano Índico
Junio de 2012
El catamarán de veintisiete metros de eslora atravesaba cabeceando las aguas en calma del océano Índico al atardecer. Avanzaba a tres o cuatro nudos con una suave brisa. Una brillante estela blanca se elevaba por encima de la amplia cubierta. En la sección central, unas letras turquesas de un metro y medio de alto formaban la palabra NUMA: la Agencia Nacional de Actividades Subacuáticas.
Kimo A’kona se encontraba junto a una de las proas gemelas. Tenía treinta años, el cabello negro azabache, un cuerpo tonificado y un tatuaje hawaiano tradicional en forma de remolino en el brazo y el hombro. Estaba de pie sobre la proa con los pies descalzos, manteniéndose en equilibrio en la misma punta como si estuviera surcando las olas en una tabla de surf.
Sostenía un largo poste por delante orientado hacia un lado, hundiendo un instrumento en el agua. Las lecturas de una pequeña pantalla le indicaron que funcionaba.
Anunció los resultados.
—El nivel de oxígeno es un poco bajo y la temperatura es de veintiún grados centígrados, setenta coma cuatro grados Farenheit.
Detrás de Kimo, otros dos hombres observaban. Perry Halverson, el jefe del equipo y miembro mayor de la tripulación, se encontraba al timón. Llevaba unas bermudas de color caqui, una camiseta de manga corta negra y un gorro verde militar que lo había acompañado durante años.
Detrás de él, Thalia Quivaros, a quienes todos llamaban T, se hallaba en la cubierta ataviada con unos pantalones cortos blancos y la parte de arriba de un biquini rojo que realzaba lo bastante su figura bronceada para distraer a los dos hombres.
—Es la lectura más fría hasta la fecha —observó Halverson—. Tres grados enteros por debajo de lo que correspondería a esta época del año.
—A los del calentamiento global no les va a gustar —comentó Kimo.
—Puede que no —dijo Thalia, al mismo tiempo que introducía las lecturas en una pequeña tableta—. Pero está claro que es una pauta. Veintinueve de las últimas treinta lecturas no son las correctas por dos grados como mínimo.
—¿Es posible que haya pasado una tormenta por aquí? —preguntó Kimo—. ¿Es posible que haya llovido o granizado y que no tengamos constancia de ello?
—No ha habido nada de eso durante semanas —contestó Halverson—. Es una anomalía, no una distorsión local.
Thalia asintió con la cabeza.
—Las lecturas de aguas profundas de los sensores remotos que dejamos lo confirman. Las temperaturas son totalmente inapropiadas, hasta la termoclina. Es como si el calor del sol estuviera pasando por alto esta zona.
—No creo que el sol sea el problema —dijo Kimo.
La temperatura ambiente había alcanzado unas máximas de más de treinta grados unas horas antes, cuando el sol brillaba en el cielo despejado. Incluso al atardecer, los últimos rayos eran intensos y calientes.
Kimo sacó del agua el instrumento, lo consultó y a continuación balanceó el poste con un movimiento amplio como un aficionado a la pesca con mosca. Arrojó el sensor a doce metros del barco y dejó que se hundiera y retrocediera a la deriva. La segunda lectura fue idéntica a la primera.
—Por lo menos tenemos algo que contarles a los jefazos de Washington —señaló Halverson—. Ya sabéis que todos creen que estamos en un crucero de placer.
—Diría que es una urgencia —dijo Kimo—. Algo parecido al efecto de El Niño/La Niña. Aunque como estamos en el océano Índico, seguramente le pongan un nombre hindú.
—Podrían bautizarlo en nuestro honor —propuso Thalia—. El efecto de Quivaros-A’kona-Halverson. QAH, abreviado.
—Fíjate en que ella se ha puesto la primera —le dijo Kimo a Halverson.
—Las damas primero —dijo T inclinando la cabeza y sonriendo.
Halverson rió y se ajustó el gorro.
—Mientras vosotros resolvéis eso, yo prepararé la cena. ¿A alguien le apetecen tacos de pez volador?
Thalia lo miró con recelo.
—Ayer cenamos lo mismo.
—No hay nada en los sedales —repuso Halverson—. Hoy no hemos pescado nada.
Kimo pensó en ello. Cuanto más se adentraban en la zona de baja temperatura, menos vida marina encontraban. Era como si el mar se estuviera volviendo estéril y frío.
—Pinta mejor que las conservas —comentó.
Thalia asintió con un gesto, y Halverson entró en la cabina agachando la cabeza para prepararles algo de cenar. Kimo se levantó y miró al oeste.
El sol se había escondido por fin en el horizonte, y el cielo se estaba tiñendo de un tono añil con una raya de color naranja brillante justo encima del agua. El aire era suave y húmedo, y la temperatura rondaba ahora los veintinueve grados. Era una noche perfecta, y la idea de que hubieran descubierto algo único la hacía todavía más perfecta.
No tenían ni idea de cuál era el motivo que la provocaba, pero la anomalía de la temperatura parecía estar causando estragos en el clima de la región. Hasta entonces había llovido poco en el sur y en el oeste de la India en una época en que los monzones deberían estar avecinándose.
La preocupación se estaba extendiendo entre la población, pues mil millones de personas esperaban que los aguaceros de la temporada dieran vida a los cultivos de arroz y trigo. Por lo que Kimo había oído, el estado de nerviosismo era cada vez mayor. El recuerdo de la magra cosecha del año anterior había dado lugar a rumores de hambruna en caso de que no se produjera enseguida un cambio.
Aunque Kimo era consciente de que no podía hacer gran cosa al respecto, albergaba la esperanza de que pronto determinarían la causa. Los últimos días hacían pensar que iban por buen camino. Volverían a consultar las lecturas dentro de una hora, cuando se hubieran desplazado varias millas al oeste. Mientras tanto, la cena llamaba.
Kimo volvió a sacar el sensor. Cuando lo extrajo del agua, algo raro le llamó la atención. Entornó los ojos. A cien metros de distancia, una extraña mancha negra se estaba extendiendo sobre la superficie del mar como una sombra.
—Ven a ver esto —le dijo a Thalia.
—Deja de intentar que me apretuje ahí contigo —bromeó ella.
—Lo digo en serio —repuso él—. Hay algo en el agua.
Ella dejó la tableta y se acercó, apoyando una mano en el brazo de él para mantener el equilibrio por encima del estrecho bauprés. Kimo señaló la sombra. Decididamente se estaba extendiendo, atravesando la superficie como si fuera petróleo o algas, aunque tenía una extraña textura que no se parecía a la de ninguna de ambas cosas.
—¿Lo ves?
Thalia siguió su mirada y a continuación se llevó unos prismáticos a los ojos.
—Es una ilusión óptica debido a la luz —aseguró unos instantes más tarde.
—No, no es debido a la luz.
T miró a través de los prismáticos un rato más y acto seguido se los ofreció a él.
—Te lo aseguro, ahí fuera no hay nada.
Kimo entornó los ojos a la tenue luz. ¿Le estaba engañando la vista? Cogió los prismáticos y escudriñó la zona. Los bajó, los subió y volvió a bajarlos.
Solo agua. Ni algas ni petróleo ni ninguna extraña textura sobre la superficie del mar. Observó con atención los dos lados para asegurarse de que no se estaba equivocando de sitio, pero el mar volvía a parecer normal.
—Te lo aseguro, ahí fuera había algo —dijo.
—Buen intento —contestó ella—. Vamos a cenar.
Thalia se volvió y regresó de nuevo con cuidado a la cubierta principal del catamarán. Kimo echó un último vistazo, no vio nada fuera de lo normal, sacudió la cabeza y se dio media vuelta para seguirla.
Minutos más tarde estaban en el camarote principal, engullendo tacos de pescado al estilo Halverson al tiempo que se reían y debatían sus ideas sobre el origen de la anomalía térmica.
Mientras comían, el catamarán siguió navegando hacia el noroeste empujado por el viento. La fibra de vidrio lisa de sus proas gemelas hendía el mar en calma, y el agua pasaba deslizándose y moviéndose silenciosamente a lo largo de la figura hidrodinámica.
Entonces algo cambió. El agua pareció volverse ligeramente más viscosa. Las ondas aumentaron de tamaño y comenzaron a desplazarse un poco más despacio. La brillante fibra de vidrio blanca de los pontones del barco empezó a oscurecerse a la altura de la línea de flotación como si se estuviera tiñendo con algún tipo de tinte.
El proceso continuó durante varios segundos mientras una mancha de color carbón se extendía a través del lateral del casco. Comenzó a moverse hacia arriba, desafiando la gravedad, como atraída por alguna fuerza.
La mancha tenía una textura que recordaba el grafito o una versión más oscura y menos densa del mercurio. Al poco rato, el borde delantero de la mancha pasó por encima de la proa del catamarán, arremolinándose en el mismo punto donde había estado Kimo.
Si alguien hubiera estado observando atentamente, habrían visto la pauta que seguía. Por un instante, la sustancia adoptó la forma de unas huellas, antes de volverse de nuevo uniforme y deslizarse hacia atrás, en dirección al camarote principal.
Dentro del camarote sonaba una radio que tenía sintonizado un programa de onda corta de música clásica. Era una buena música para cenar, y Kimo estaba disfrutando de la velada y de la compañía tanto como de la comida. Pero mientras Halverson se resistía a divulgar el secreto de su receta de tacos, Kimo reparó en algo extraño.
Algo estaba empezando a cubrir las amplias ventanas tintadas del camarote, tapando el cielo oscuro y la iluminación de las luces del barco situadas en lo alto del mástil. La sustancia subía por el cristal como la nieve o la arena empujadas por el viento contra una superficie plana, pero muchísimo más rápidamente.
—Pero ¿qué demonios…?
Thalia miró hacia la ventana. Halverson dirigió la vista en la otra dirección y observó la cubierta de popa con una expresión de alarma.
Kimo volvió la cabeza. Una sustancia gris estaba entrando por la puerta abierta; se desplazaba por la cubierta del barco pero discurría cuesta arriba.
Thalia también la vio. Iba directa hacia ella.
Saltó de su asiento y tiró su plato de la mesa. Los últimos bocados de su cena cayeron delante de la masa. Cuando llegó a las sobras, la sustancia gris pasó por encima de los pedazos de comida, los cubrió por completo y se arremolinó en torno a ella formando un montón cada vez más grande.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—No lo sé —dijo Kimo—. Nunca he…
No hizo falta que acabara la frase. Ninguno de ellos había visto nunca nada parecido. Salvo…
Kimo entornó los ojos. La extraña sustancia fluía como un líquido, pero tenía una textura granulada. Parecía un polvo metálico deslizándose sobre sí mismo, como unas olas de arena finísima moviéndose con el viento.
—Es lo que vi en el agua —dijo, retrocediendo—. Te dije que había algo ahí fuera.
—¿Qué está haciendo?
Todos estaban de pie retirándose con cuidado.
—Parece que se esté comiendo el pescado —dijo Halverson.
Kimo miraba, debatiéndose entre el miedo y el asombro. Echó un vistazo a través de la puerta abierta. La cubierta de popa estaba revestida de esa sustancia.
Buscó una salida a su alrededor. Si se dirigían hacia delante solo acabarían en los camarotes del catamarán y quedarían atrapados. Para ir a popa tendrían que pisar la extraña sustancia.
—Vamos —dijo, subiéndose a la mesa—. Sea lo que sea esa cosa, estoy seguro de que no nos conviene tocarla.
Mientras Thalia subía al lado de él, Kimo alargó la mano hacia el tragaluz y lo abrió. Dio un empujón a la joven, que ascendió a través de la abertura al techo del camarote.
A continuación Halverson se subió a la mesa pero resbaló. Su pie pisó el polvo metálico y lo esparció como si fuera un charco. Parte de la sustancia le salpicó la pantorrilla.
Halverson gruñó como si le doliera. Alargó la mano hacia abajo y trató de quitársela de la pierna, pero la mitad se le quedó pegada a la mano.
Sacudió la mano rápidamente y acto seguido la frotó contra las bermudas.
—Me está quemando la piel —dijo, con una expresión de dolor en el rostro.
—Vamos, Perry —gritó Kimo.
Halverson se subió a la mesa con una pequeña cantidad de residuo plateado pegado a la mano y a la pierna, y la mesa se combó bajo el peso de los dos hombres.
Kimo agarró el borde del tragaluz y se sostuvo, pero Halverson se desplomó. Cayó de espaldas y se golpeó la cabeza. El impacto pareció dejarlo aturdido. Gruñó y se dio la vuelta, apoyando las manos sobre la cubierta para impulsarse.
La sustancia gris se amontonó alrededor de él y le cubrió las manos, los brazos y la espalda. Halverson consiguió levantarse y se apoyó contra el mamparo, pero parte del residuo le había llegado a la cara. Se tocó el rostro como si unas abejas estuvieran pululando a su alrededor. Tenía los ojos cerrados con fuerza, pero las extrañas partículas se estaban abriendo paso bajo los párpados y entrando en sus orificios nasales y sus oídos.
Se apartó del mamparo y cayó de rodillas. Empezó a hurgarse los oídos y a gritar. Unos hilillos de la sustancia treparon por encima de sus labios y empezaron a entrarle en la garganta; sus gritos se convirtieron en los borboteos de un hombre que se ahoga. Halverson cayó hacia delante. La masa de partículas empezó a cubrirlo como si estuviera siendo devorado por una plaga de hormigas en la selva.
—¡Kimo! —gritó Thalia.
Su voz sacó a Kimo del trance en el que estaba sumido. Se impulsó y subió al techo a través de la abertura. Cerró con fuerza el tragaluz. Gracias a los focos situados en lo alto del mástil, pudo ver que el enjambre gris se había extendido a través de toda la cubierta, tanto en proa como en popa. Y también estaba trepando por los costados del camarote.
Parecía engullir objetos aquí y allá como había hecho con los restos caídos de la cena y con Halverson.
—Está subiendo por aquí —gritó Thalia.
—¡No lo toques!
En el lado en el que estaba, el enjambre invasor había avanzado menos. Kimo alargó la mano y trató de asir algo que le fuera de ayuda. Su mano dio con la manguera de la cubierta y la abrió. Agarró la boquilla de la manguera y roció la masa gris con agua a alta presión.
El chorro de líquido barrió hacia atrás las partículas y las retiró de las paredes del camarote como si fueran barro.
—¡En este costado!
Kimo se acercó a ella y siguió lanzando chorros al fango.
—¡Ponte detrás de mí! —le ordenó, dirigiendo la manguera.
El chorro de agua a presión ayudaba, pero era una batalla perdida. El enjambre los estaba rodeando y acorralando por todos los lados. Por mucho que lo intentaba, Kimo no podía detener el avance de la sustancia.
—Deberíamos saltar —gritó Thalia.
Kimo miró al mar. El enjambre se extendía desde el barco hasta las aguas de las que había llegado.
—Creo que no —dijo.
Buscando desesperadamente algo que le resultara de ayuda, escudriñó la cubierta. Dos latas de gasolina de veinte litros reposaban en el extremo de popa del barco. Apuntó con la manguera a toda presión, la movió de un lado a otro y abrió un camino a través del enjambre.
Soltó la manguera, avanzó corriendo y saltó. Cayó sobre la cubierta mojada, patinó a través de ella y chocó contra el espejo de popa del barco.
Una sensación de picor en las manos y las piernas —como si le hubieran echado alcohol sobre la piel— le indicó que algunos residuos lo habían alcanzado. Hizo caso omiso del dolor, cogió el primer bidón y empezó a echar combustible sobre la cubierta.
El residuo gris reculó ante el líquido, apartándose y retrocediendo, pero buscó un nuevo camino para seguir avanzando.
En el techo del camarote, Thalia estaba usando la manguera, lanzando agua a su alrededor en un círculo cada vez más pequeño. De repente, gritó y soltó la manguera como si algo le hubiera hecho daño. Se volvió y empezó a trepar por el mástil, pero Kimo vio que el enjambre había comenzado a cubrir las piernas de la joven.
Thalia gritó y se cayó.
—¡Kimo! —gritó—. Ayúdame. Ayú…
Kimo roció la cubierta con el resto de la gasolina y cogió la segunda lata. Pesaba poco y estaba casi vacía. El miedo atravesó el corazón de Kimo como una lanza.
En el lugar donde Thalia había caído solo se oían ruidos borboteantes y un sonido de forcejeo. Él solo podía verle la mano, que se retorcía asomando por debajo de la masa de partículas. Delante de él, la masa había reanudado la búsqueda de un camino a sus pies.
Miró de nuevo la superficie del mar. La plaga lo cubría como un lustre de metal líquido hasta donde alcanzaba la luz. Kimo hizo frente a la terrible verdad. No había escapatoria.
No quería morir como Thalia y Halverson, de modo que tomó una dolorosa decisión.
Vertió el resto del combustible en la cubierta y obligó al enjambre a retroceder una vez más, cogió un mechero que llevaba e hincó una rodilla. Sostuvo el mechero contra la cubierta empapada en gasolina, se armó de valor para actuar y deslizó el dedo sobre la piedra.
Saltaron chispas, y los vapores se encendieron. Una llamarada avanzó rápidamente desde el extremo de popa del catamarán. Las llamas corrieron a través del enjambre hasta el camarote y a continuación retrocedieron con gran estruendo hacia Kimo, antes de arremolinarse a su alrededor y prenderle fuego.
El dolor fue tan intenso que le resultó insoportable incluso durante los pocos segundos que le quedaron de vida. Engullido por el fuego e incapaz de gritar con los pulmones quemados, Kimo A’kona retrocedió tambaleándose y cayó al mar.