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Norte de Yemen, cerca de la frontera saudí. Agosto de 1967

Tariq al-Khalif ocultaba su rostro tras una tela de algodón blanco. La kufiya le tapaba la cabeza y le envolvía la boca y la nariz. Protegía sus facciones curtidas del sol, del viento y de la arena al mismo tiempo que lo ocultaba del mundo.

Solo los ojos de Khalif quedaban visibles, duros y penetrantes después de sesenta años de vida en el desierto. No parpadearon ni se desviaron al mirar los cuerpos sin vida que yacían en la arena ante él.

Ocho cadáveres en total. Dos hombres, tres mujeres y tres niños; completamente desnudos, sin su ropa ni sus pertenencias. La mayoría de ellos habían recibido disparos; unos cuantos habían sido apuñalados.

Mientras la recua de camellos situada detrás de Khalif aguardaba, un jinete se acercó a él despacio. Khalif reconoció el rostro fuerte y joven del individuo sentado en la silla de montar: un hombre llamado Sabah, su teniente de confianza. Un AK-47 de fabricación rusa colgaba de su hombro.

—Bandidos, sin duda —dijo Sabah—. No hay rastro de ellos.

Khalif examinó la arena áspera a sus pies. Se fijó en las huellas que desaparecían hacia el oeste, en dirección a la única fuente de agua en ciento sesenta kilómetros, un oasis llamado Abi Quzza: el «agua de seda».

—No, amigo mío —repuso—. Esos hombres no se quedan esperando a que los descubran. Ocultan su número siguiendo por terreno duro, donde no dejan huellas, o andan por la arena más blanda, donde las marcas no tardan en desaparecer. Pero aquí se aprecia la verdad: se dirigen a nuestro hogar.

Abi Quzza había pertenecido a la familia de Khalif durante generaciones. El oasis proporcionaba agua vivificante y un mínimo de riqueza. Alrededor de sus fértiles aguas crecían abundantes palmeras datileras, junto con hierba para ovejas y camellos.

Con el número creciente de camiones y otros medios de transporte modernos, habían empezado a disminuir las caravanas que pagaban por sus dones, y la figura del beduino que se dedicaba a la cría de camellos como Khalif y su familia estaba desapareciendo con ellas, pero todavía persistían unos cuantos. Para que el clan tuviera perspectivas de futuro, Khalif sabía que el oasis debía ser protegido.

—Sus hijos lo defenderán —aseguró Sabah.

El oasis se encontraba a treinta kilómetros al oeste. Los hijos de Khalif, dos sobrinos y sus familias aguardaban allí. Media docena de tiendas, diez hombres armados con rifles. No sería un lugar fácil de atacar. Y sin embargo, Khalif sentía una terrible inquietud.

—Debemos darnos prisa —dijo, subiendo de nuevo a su camello.

Sabah asintió con la cabeza. Deslizó el AK-47 hacia delante para adoptar una postura más agresiva y espoleó a su camello para que avanzara.

Tres horas más tarde se acercaban al oasis. De lejos solo podían ver pequeños fuegos. No había señales de lucha, ni tiendas rotas ni animales extraviados, ni tampoco cadáveres tendidos en la arena.

Khalif ordenó a la recua de camellos que se detuvieran y desmontó. Sabah y a otros dos hombres se unieron a él y se acercaron a pie.

El silencio a su alrededor era tan absoluto que podían oír el crepitar de la madera en el fuego y el susurro de sus pies en la arena. En algún lugar en la distancia, un chacal empezó a chillar. Estaba muy lejos, pero cualquier ruido se oía en el desierto.

Khalif se detuvo, esperando a que el grito del chacal se desvaneciera. Cuando cesó, se vio seguido de un sonido más agradable: una voz tenue cantando una melodía beduina tradicional. Procedía de la tienda principal y sonaba quedamente.

Khalif empezó a relajarse. Era la voz de su hijo pequeño, Jinn.

—Traed la caravana —dijo Khalif—. Todo está en orden.

Mientras Sabah y los otros regresaban a los camellos, Khalif se adelantó. Llegó a su tienda, abrió la solapa y se quedó paralizado.

Un bandido vestido con harapos se encontraba de pie sujetando la hoja curvada de un arma contra la garganta de su hijo. Otro estaba sentado a su lado empuñando un viejo rifle.

—Un movimiento, y le rebano el cuello —amenazó el bandido.

—¿Quiénes sois?

—Me llamo Masiq —dijo el bandido.

—¿Qué queréis? —preguntó Khalif.

Masiq se encogió de hombros.

—¿Qué no queremos, mejor dicho?

—Los camellos tienen valor —señaló Khalif, haciendo conjeturas sobre lo que buscaban—. Os los daré, pero no toquéis a mi familia.

—Tu oferta es insignificante para mí —contestó Masiq, con el rostro crispado en un gruñido de desprecio—. Porque puedo coger lo que quiera y porque… —Agarró con fuerza al chico—. Porque menos este, tu familia ya está muerta.

A Khalif le dio un vuelco el corazón. Dentro de su túnica había un revólver automático Webley-Fosbery. Esta era un arma sólida con una precisión letal. No se encasquillaba después de meses en la arena del desierto. Trató de pensar en una forma de cogerlo.

—Entonces os lo daré todo a cambio de él —aseguró—. Y podréis marcharos libremente.

—Tienes oro escondido aquí —insistió Masiq como si fuera un hecho conocido—. Dinos dónde está.

Khalif negó con la cabeza.

—No tengo oro.

—Mientes —afirmó el segundo bandido.

Masiq se echó a reír, y sus dientes torcidos y su boca llena de caries emitieron un horrible sonido. Agarrando firmemente al chico con un brazo, levantó el otro como si fuera a cortarle el cuello. Pero el muchacho se soltó, se abalanzó sobre los dedos de Masiq y le mordió con fuerza.

Masiq soltó un juramento a causa del dolor. Retiró la mano bruscamente como si se hubiera quemado.

La mano de Khalif dio con el revólver y disparó dos veces a través de su túnica. El aspirante a asesino cayó hacia atrás con dos agujeros humeantes en el pecho.

El segundo bandido disparó, y la bala rozó la pierna de Khalif, pero el disparo de este le alcanzó de lleno en la cara. El hombre se desplomó sin emitir palabra, pero la batalla no había hecho más que empezar.

De pronto, en el exterior de la tienda se oyeron disparos a través de la noche. Se estaba produciendo un tiroteo, y las descargas volaban de un lado a otro. Khalif reconoció el sonido de unos pesados rifles de cerrojo, como el que había en la mano del maleante muerto, y el estruendoso sonido del rifle automático de Sabah como respuesta.

Khalif cogió a su hijo y colocó la pistola en la mano del niño. Recogió el viejo rifle que había al lado de uno de los bandidos muertos. Tomó también el cuchillo curvado del suelo y entró en la tienda.

Sus hijos mayores yacían allí unos al lado de otros. Su ropa estaba empapada de sangre oscura y llena de agujeros.

Una oleada de distintos sentimientos invadió a Khalif; dolor, amargura e ira.

Mientras los disparos proseguían con furia en el exterior, clavó el cuchillo en el lateral de la tienda e hizo un pequeño agujero. Miró a través de él y vio la batalla.

Sabah y tres de sus hombres estaban disparando desde detrás de un escudo formado por camellos muertos. Un grupo de criminales vestidos como los bandidos que acababa de matar se encontraban en el oasis, escondidos detrás de palmeras datileras y metidos en el agua hasta las rodillas.

No parecían suficientes para haber tomado el campamento por la fuerza.

Se volvió hacia Jinn.

—¿Cómo han llegado allí esos hombres?

—Preguntaron si podían quedarse —dijo el muchacho—. Dimos de beber a sus caballos.

Que se hubieran aprovechado de la tradicional generosidad de los beduinos y de la amabilidad de sus hijos enfureció todavía más a Khalif. Se dirigió al otro lado de la tienda. Esta vez clavó el cuchillo en la tela y tiró bruscamente hacia abajo.

—Quédate aquí —ordenó a Jinn.

Khalif se asomó a través de la abertura y salió despacio a la oscuridad. Describiendo un amplio arco, se acercó rodando por detrás de sus enemigos y entró sigilosamente en el oasis.

Con la atención centrada en Sabah y en sus hombres situados en la parte de delante, los bandidos no se percataron de que Khalif los estaba flanqueando. Este se acercó por detrás, abrió fuego y les disparó a corta distancia.

Tres bandidos cayeron abatidos rápidamente y luego un cuarto. Otro trató de huir y fue alcanzado por un disparo de Sabah, pero el sexto y último se dio la vuelta a tiempo y devolvió el fuego.

Una bala impactó en el hombro de Khalif y lo derribó hacia atrás. Una oleada de dolor le recorrió el cuerpo, y cayó al agua.

El bandido corrió hacia él, tal vez pensando que estaba muerto o demasiado herido para luchar.

Khalif apuntó con el viejo rifle y apretó el gatillo. La bala se encasquilló. Cogió el cerrojo del arma y trató de desatrancarlo, pero no tenía suficiente fuerza en el brazo herido para liberar el mecanismo atascado.

El bandido levantó su arma y apuntó al pecho de Khalif. Y entonces el sonido del revólver Webley resonó como un trueno.

El bandido impactó contra una palmera con una expresión de perplejidad en el rostro. Se deslizó por el árbol, y el arma cayó de sus manos yendo a parar al agua.

Jinn estaba detrás del hombre muerto, sujetando la pistola con las manos temblorosas, los ojos anegados en lágrimas.

Khalif buscó más enemigos a su alrededor, pero no vio a ninguno. Los disparos se habían interrumpido. Oyó a Sabah gritando a los hombres. La batalla había terminado.

—Ven aquí, Jinn —ordenó.

Su hijo se acercó a él temblando. Khalif lo agarró bajo el brazo y lo abrazó.

—Mírame.

El muchacho no reaccionó.

—¡Mírame, Jinn!

Finalmente, Jinn se volvió. Khalif lo agarró fuerte del hombro.

—Eres demasiado joven para entenderlo, hijo mío, pero has hecho algo muy importante. Has salvado a tu padre. Has salvado a tu familia.

—Pero mis hermanos y también mi madre han muerto —gritó Jinn.

—No —repuso Khalif—. Están en el paraíso, y algún día nosotros nos reuniremos con ellos.

Jinn no reaccionó; se limitó a mirar y a sollozar.

Un sonido a la derecha hizo volverse a Khalif. Uno de los bandidos estaba vivo y trataba de huir arrastrándose.

Khalif levantó el cuchillo curvo, dispuesto a liquidar al hombre, pero se contuvo.

—Mátalo, Jinn.

El tembloroso chico miró sin comprender. Khalif le devolvió la mirada, firme e inflexible.

—Tus hermanos han muerto, Jinn. El futuro del clan depende de ti. Debes aprender a ser fuerte.

Jinn siguió temblando, pero Khalif estaba ahora todavía más convencido. La amabilidad y la generosidad habían estado a punto de acabar con ellos. Debía extirpar esa debilidad de su único hijo superviviente.

—No debes tener compasión —dijo Khalif—. Es un enemigo. Si no tenemos la fortaleza para matar a nuestros enemigos, nos arrebatarán el agua. Y sin el agua, solo nos quedará vagar por el desierto y morir.

Khalif sabía que podía obligar a Jinn a hacerlo, sabía que podía ordenárselo y que el chico obedecería. Pero necesitaba que Jinn lo decidiera él mismo.

—¿Tienes miedo?

Jinn negó con la cabeza. Se volvió poco a poco y levantó la pistola.

El bandido volvió la vista atrás y lo miró, pero en lugar de ceder, la mano de Jinn adquirió más firmeza. Miró al bandido a la cara y apretó el gatillo.

El disparo del revólver resonó a través del agua y se extendió por todo el desierto. Cuando el sonido se desvaneció, ya no caían lágrimas de los ojos del chico.