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El mensaje de la experiencia del Tao: No estamos solos

CASI TODO EL MUNDO HA TENIDO UNA EXPERIENCIA CON EL TAO en uno u otro momento de su vida. Nos ha podido ocurrir en la cima de una montaña y que lo hayamos vivido como la maravillosa sensación de estar integrados con el universo. Puede habernos sucedido una mañana temprano, en la cocina, cuando la habitación y nuestro corazón se imbuyeron de un calor indescriptible y una luz radiante. O puede haber tenido lugar en una playa apartada, tras encontrar la vértebra de un pez que tenía la misma forma que una mariposa: un regalo simbólico que el mar nos ofrendó en un momento en que la imagen de la mariposa ya estaba cargada con un sentido personal gracias a la contemplación y a los sueños, y que se recibe como un acontecimiento sincronístico seguido inmediatamente por un flujo de amor y deleite.

La experiencia del Tao transmite el conocimiento profundo de formar parte de un todo inmensamente más vasto que nosotros mismos, de pertenecer a una realidad invisible y eterna que nos ama y cobija. En ese momento atemporal, cuando nos sumergimos en el Tao, advertimos que tiene más sentido que el mundo tangible que nos circunda y mucho más que nuestras preocupaciones cotidianas, triviales. En ese momento todo y todos parecen conectados sincronísticamente, vinculados por un sentido espiritual subyacente.

Lo que aprendemos intuitivamente a través de experiencias con el Tao es que no somos criaturas efímeras, solas, aisladas e insignificantes, evolucionadas accidentalmente del limo orgánico en un punto minúsculo en el vasto cosmos. En cambio, la experiencia del Tao nos aporta el conocimiento directo de que estamos unidos a todo lo demás y al universo por medio de lo que subyace a todas las cosas y que algunos llaman Dios. Los acontecimientos sincronísticos son vislumbres de esa unidad subyacente, que es el sentido último transmitido merced a una coincidencia misteriosa. El mensaje invisible nos conmueve; el acontecimiento sincronístico nos dice que no estamos solos.

Al final de una conferencia sobre sincronicidad que impartí en una ocasión, un espectador vino a hablarme para compartir conmigo un hecho sincronístico gracias al cual sintió ese tipo de conexión. Fue durante la Segunda Guerra Mundial; entonces era un joven piloto de combate de raza negra que entrenaba temporalmente en una base segregada de las Fuerzas Aéreas en el profundo sur. Era Navidad, y estaba solo y triste: echaba de menos el calor y el regocijo de las celebraciones familiares en el sur de California. Por primera vez en su vida padeció un intenso odio racial hacia los soldados negros cuando iban a la ciudad; esto hizo de él prácticamente un prisionero recluido en la base. Una tarde estaba dando un paseo, sintiéndose más solo y miserable que nunca en su vida, cuando oyó que cantaban en una iglesia; ensayaba un coro de Navidad. Entró en la iglesia, se sentó en un banco y escuchó los conocidos villancicos. Entonces empezó a pensar en su abuelo, un hombre fuerte, cariñoso y protector, un diácono baptista al que le gustaba cantar y que a menudo había llevado a su renuente nieto a la iglesia. Le vino a la mente el himno que más le gustaba a su abuelo —no era un villancico—: I Come to the Garden Alone.

Ese hombre me contó lo siguiente: «Lo echaba mucho de menos y pensaba que realmente me gustaría escuchar esa canción, y en ese momento, por alguna razón, sentí una presencia y una certeza. Supe que el coro iba a cantarla, y en ese mismo instante empezaron: “Voy solo al jardín donde el rocío aún se posa en las flores, y Dios camina conmigo y me escucha y me habla, y le pertenezco”. Rompí a llorar y me invadió un gozo inmenso, el momento de mayor paz en mi vida». El acontecimiento sincronístico le trajo la inmediata certidumbre de ser amado y no estar solo. Experimentó esa unidad tan difícil de explicar con palabras y que sin embargo resulta absolutamente convincente.

Una coincidencia significativa y misteriosa parece llevarnos al conocimiento de un principio subyacente cuando los acontecimientos sincronísticos evocan una realidad espiritual que percibimos de forma intuitiva. En cambio una vida espiritualmente centrada, en contacto con el Tao, se asocia al acontecer de hechos sincronísticos positivos. Participar del Tao parece estimular un fácil caudal de acontecimientos externos que se manifiestan a través de la sincronicidad. Este es el mensaje de las enseñanzas religiosas de Oriente y Occidente: primero, busca los valores espirituales; lo que sea necesario en el terreno material vendrá después.

En su sacerdocio, Jesús predicó el Reino de Dios, exhortando a la gente a buscar este valor supremo y asegurándoles que se encontraba al alcance de la mano y que era posible llegar hasta él. Este Reino de Dios ha sido metafóricamente interpretado como la posibilidad de una experiencia directa con un Dios eterno y benevolente. En las enseñanzas de Jesús acerca de los «pájaros del cielo» y los «lirios del campo», me parece que quiere decir que la sincronicidad nos proporcionará bienes materiales si primero buscamos el Reino de Dios:

Fijaos en los pájaros: ni siembran, ni siegan, ni almacenan; y sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellos? Y ¿quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida? Y ¿por qué os agobiáis por el vestido? Daos cuenta de cómo crecen los lirios en el campo, y no trabajan ni hilan. Y os digo que Salomón, en todo su fasto, no estaba vestido como cualquiera de ellos. Pues si a la hierba, que hoy esta en el campo y mañana se quema en el horno, la viste Dios así, ¿no hará mucho más por vosotros, gente de poca fe? Con que no andéis agobiados pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. […] Ya sabe vuestro Padre en el cielo que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su Reino y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura.

MATEO 6, 26-30

Para la mentalidad oriental, «volver al Tao» implica un sentido similar al de «encontrar el Reino de Dios». Richard Wilhelm, que vivió en China, le contó a Jung la historia del hacedor de lluvia de Kiaochau: es una maravillosa parábola psicológica acerca de la sincronicidad y su relación con el Tao:

Hubo una sequía devastadora. Durante meses no había caído una sola gota de lluvia y la situación era catastrófica. Los católicos celebraron procesiones, los protestantes rezaron y los chinos quemaron bastones de incienso y dispararon sus armas para espantar los demonios de la sequía, sin resultado alguno. Por último, estos últimos dijeron: «traigamos al hacedor de la lluvia». Un anciano macilento viajo desde otra provincia. Lo único que pidió fue una pequeña cabaña en alguna parte, y en ella se encerró durante tres días. Al cuarto día aparecieron las nubes y se produjo una gran tormenta de nieve, en una época del año en la que no cabía esperar este fenómeno; cayó gran cantidad de nieve, y de tal modo se extendieron por la ciudad los rumores acerca del providencial hacedor de lluvia que Richard Wilhelm fue a preguntarle cómo lo había hecho. A la manera europea, le preguntó:

—Te llaman hacedor de lluvia, ¿puedes decirme cómo hiciste nevar?

Y el pequeño chino contestó:

—No hice nevar, no es cosa mía.

—Pero ¿qué has hecho en estos tres días?

—Eso lo puedo explicar. Vengo de otra provincia donde todo está en orden. Aquí en cambio reina el desorden, las cosas no se rigen según las ordenanzas del cielo. Así pues, toda la provincia ha abandonado el Tao, y yo tampoco estoy en el estado natural de las cosas puesto que me hallo en una provincia perturbada. Por eso tuve que esperar tres días hasta volver al Tao, y entonces llovió de un modo natural.

C. G. JUNG, Mysterium Coniunctionis

El hacedor de la lluvia describió la provincia que padecía la sequía como una provincia donde reinaba el desorden y atribuyó la sequía y el sufrimiento a haber abandonado el Tao. Para mí, «vivir en una provincia donde reina el desorden» significa psicológicamente que el yo se percibe a sí mismo en un estado de falta de orden subyacente. En semejante situación aparecen la ansiedad y el temor a la carestía emocional o material. La sensación de que ahora no hay suficiente para repartir entre todos y que en el futuro habrá aún menos es una «mentalidad de sequía», que entonces acontece. A partir de ahí todos pasan a ser competidores potenciales en una jungla psicológica sin ley, llena de depredadores que buscan la primacía.

Al llegar a la provincia donde reina el desorden, el hacedor de lluvia se retira a su pequeña choza, se encierra en ella durante tres días y espera «hasta volver al Tao, y entonces llovió de un modo natural». Psicológicamente, volver al Tao significa volver a sentir que formamos parte de una unidad que subyace y sustenta todas las cosas, es volver a conectarnos a lo que Jung llamaba el sí mismo, advertir la abundancia de amor de que disponemos para entregar y recibir. Volver al Tao es otra manera de decir: «He vuelto a encontrar mi equilibrio, creo que la vida tiene sentido». Volver al Tao significa: «Puedo vivir con optimismo, confiando en que obtendré cuanto me sea necesario». «Y entonces llovió de un modo natural» es la promesa del principio hacedor de lluvia de la sincronicidad. Si el mundo interior se proyecta en el mundo exterior a través de la sincronicidad, entonces volver interiormente al Tao tiene como resultado que vuelva a llover, como restauración del orden natural.

La parábola del hacedor de lluvia comparte una semejanza simbólica con la leyenda del Santo Grial. Una vez más, tenemos un país asolado, una tierra baldía, donde el ganado no se produce, las cosechas no prosperan, asesinan a los caballeros, los niños se quedan huérfanos, las doncellas lloran y el duelo se extiende por doquier. En esta ocasión los problemas del país están relacionados con el atribulado Rey Pescador, que parece interminablemente porque su herida no cicatriza.

El Grial permanece en su castillo, pero el monarca no puede tocarlo o dejarse sanar por él hasta que, tal como cuentas las profecías, un joven inocente llegue a la corte y formule la pregunta: «¿A quién sirve el Grial?». El Grial era la legendaria copa que Jesús usó en la última cena, y es un símbolo de Cristo o del sí mismo (ambos describen algo que se encuentra más allá del yo o «ego», algo divino, espiritual, que reconcilia y dota a las cosas de un sentido).

Si el gobernante del país, el yo, fuera rozado por el Grial y se viera inmerso en la experiencia de la espiritualidad del sí mismo o el Cristo interior, este tendría el poder de curarlo. Sincronísticamente, cuando su herida se cure el país se recuperará. Volverán la alegría y la prosperidad. La herida puede simbolizar la situación en la que el yo se aparta del sí mismo, y la separación es una herida que nunca cicatriza y provoca un dolor interminable que adopta la forma de una ansiedad persistente y una depresión crónica.

La herida del Rey Pescador es el problema psicológico de los tiempos modernos. En una sociedad competitiva y materialista, donde se ha instalado un cierto cinismo respecto a los valores espirituales, donde se ha afirmado que Dios ha muerto y ni el pensamiento científico ni la psicología conceden importancia alguna al ámbito espiritual, los individuos se sienten aislados e insignificantes. Buscar relaciones sexuales para vencer la soledad o perseguir una mayor asertividad como solución para no sentirse insignificante no curan la herida. Cuando el ego se exilia del sí mismo —o dicho de otro modo, cuando el individuo carece de la sensación interna de estar conectado a Dios o de formar parte de Tao— aparece una herida que la persona percibe como una inseguridad taladrante, profunda e insistente. Todas las estrategias defensivas, desde fumar a adquirir poder, se revelan como esfuerzos insatisfactorios por sentirse mejor. El narcisismo de los tiempos modernos parece impulsado por la sensación de carecer de sustento emocional y psicológico, lo que forma parte de la misma herida. Una persona herida de este modo busca novedad, excitación, poder o prestigio para compensar la falta de alegría o paz interior. La depresión o angustia crónica parecen ocultarse bajo la superficie de la apariencia externa o el rostro que presentamos al mundo. De nuevo esto es consecuencia de la herida, del yo escindido del sí mismo. Esta herida influye en la capacidad de dar y recibir amor. Desde el punto de vista emocional prevalece la carestía y no la abundancia, y de este modo la generosidad, la compasión, la esperanza y la ayuda al prójimo se ven limitadas, y se ahoga la alegría y el crecimiento.

T. S. Eliot describe la desolación y la esterilidad del reino del Rey Pescador en su poema La tierra baldía, que tiene a la leyenda del Santo Grial como uno de sus temas principales. El poema describe un país espiritualmente árido donde vivimos en un estado de sequía perpetua, sintiendo la vida como una sedienta espera —sin amor y sin sentido— de la lluvia que nunca llega e incapaces de escapar al aislamiento emocional generalizado y la actividad infructuosa.

Para que la vida vuelva a la tierra baldía hay que curar la herida del Rey Pescador. El monarca puede equiparase al principio psicológico que rige la mente, el que el yo emplea para sospesar el valor de las cosas y tomar decisiones. Par muchos individuos, y desde luego para el conjunto de nuestra cultura, el principio rector es el racionalismo o pensamiento científico. En la Leyenda del Santo Grial, se encuentra separado del vaso de la comunión espiritual, que traerá la curación y la prosperidad. La herida incurable es el resultado del cercenamiento de una conexión esencial para el bienestar. El rey apartado del Grial es el ego racional escindido de la espiritualidad, el pensamiento separado de la intuición, la personalidad lineal «tipo A», propensa a ataques al corazón, escindida de cuanto no es racional y aporta sentido.

El rey no puede tocar el Grial ni dejar que este lo sane hasta que un joven inocente, a veces descrito como un inocente «idiota», entre en escena. Desde el punto de vista del principio rector, que aquí es el pensamiento racional, la herida permanecerá continuamente abierta y sin cicatrizar hasta que un nuevo elemento ingrese en la situación psicológica. Acaso sólo el elemento joven, inocente e ingenuo de la psique —que será considerado idiota por el pensamiento prosaico— pueda sentir admiración y reverencia ante el Grial, un símbolo de Cristo, y formular preguntas sobre el sentido que a continuación restaures la conexión entre el yo y el sí mismo. En ese momento, el paisaje interior, que había sido un árido destino o tierra baldía, puede florecer y poblarse de verde una vez más, conforme la emoción y la espiritualidad —los elementos irracionales en contacto con el sustrato simbólico del inconsciente— advengan a la personalidad.

Al sopesar cómo todas las parábolas, metáforas, enseñanzas espirituales y conocimientos psicológicos apuntados en este libro están relacionados unos con otros, he elaborado la siguiente concepción subjetiva e impresionista. Me da la impresión de que la visión cristiana del Reino de Dios, la visión oriental del Tao, la idea junguiana de la sincronicidad y del sí mismo, el modo intuitivo del hemisferio derecho a la hora de aprehender la totalidad y albergar los opuestos, la evidencia parapsicológica de la conciencia escindida del cuerpo y del cerebro, y la nueva realidad que contempla la física cuántica, todo ello forma parte de esa misma entidad inefable, invisible, que confiere unidad y sentido a cuanto existe. Cada uno de ellos es una vislumbre desde una atalaya distinta; cada uno nos aporta una impresión diferente, verdadera pero incompleta. Como los seis ciegos palparon un elefante para comprobar su realidad, sólo podemos captar una parte en cada ocasión. En este cuento de la India, el primer ciego se topó con el costado de un elefante y pensó que era un muro. El segundo palpó la punta de los cuernos y se convenció de que el elefante era como un arpón. El tercero, tocando la trompa cimbreante, aseguró que era una serpiente. El cuarto abrazó una de las patas y dijo que era un árbol. El quinto, que palpó una oreja, proclamó que el elefante se parecía mucho a un abanico; mientras que el sexto, asiendo la cola, aseguró que, evidentemente, el elefante era como una cuerda. Todos empezaron a discutir quién tenía razón. Como cada uno de ellos tenía una parte del todo, ninguno percibió el conjunto.

O acaso somos como los hombres encadenados en la caverna de Platón, incapaces de ver el exterior, percibiendo sólo las sombras efímeras proyectadas contra la pared, pergeñando hipótesis y teorías acerca de la realidad. No podemos alcanzar lo que es infinito, ilimitado y eterno. Sin embargo, ese pequeño vislumbre o intuición de la realidad del Tao, o Dios, o el sí mismo, en cualquiera de sus formas, resulta psicológicamente esencial en la experiencia humana. Sustenta nuestro espíritu, cura nuestra sensación de aislamiento solitario y renueva nuestra alma.

En el episodio de Star Trek, un ser de otro mundo formado por energía consciente no encarnada en la materia, necesitaba acceder al puente de mando de la nave estelar Entreprise. Para ello, debía poseer un cuerpo, y escogió, con su permiso, el de Spock, probándoselo como haríamos con un traje o un vestido. Sus primeras palabras de sorpresa y consternación al experimentar el vacío que también conforma la experiencia humana fueron: «¡Cuánta soledad hay aquí!». El significado más profundo de la sincronicidad reside en su demostración de ciertos aspectos del inconsciente colectivo, que procede como si fuera uno y no estuviera diseminado en muchos individuos, animales y en el medio ambiente. En el momento sincronístico, el «yo» aislado ya no siente «cuánta soledad hay aquí»; por el contrario, el sujeto se sumerge en una sensación de unidad. Esto es lo que resulta profundamente conmovedor en las experiencias sincronísticas y es la razón por la que a menudo estos acontecimientos se consideran experiencias sagradas, religiosas o espirituales. Cuando percibimos sincronísticamente, nos sentimos parte de una matriz cósmica, como partícipes del Tao. Nos proporciona una vislumbre de la realidad en la que realmente hay un vínculo entre todos nosotros, entre nosotros y todo lo viviente, nosotros y el universo.