Encuentros significativos y el emparejador sincronístico
LA SINCRONICIDAD PUEDE PREPARAR EL TERRENO para que dos personas se encuentren, descifrando las circunstancias a partir de las que dos personas empiezan una relación significativa, puede discernirse la invisible y delicada mano del sino o hado, el destino, la sincronicidad o el Tao subyacente —llamemos al emparejador por uno u otro nombre—. Cuando un encuentro accidental aparentemente producto del azar se corresponde con una situación psicológica, entonces es una coincidencia significativa en la que la sincronicidad se hace evidente. Así me ha ocurrido a mí tanto en mi vida profesional como en la privada.
Por ejemplo, justo antes de conocer a mi marido, había tenido la sensación de que una etapa de mi vida había concluido y que era hora de avanzar. Respondí a ese estado interno decidiendo moverme realmente. Lo dispuse todo para marcharme de San Francisco y desplazarme a Nueva York para completar mi último año de prácticas psiquiátricas antes de ir a Londres para el pospráctico. Justo antes de que hiciera el viaje, un encuentro azaroso cambió el curso de mi vida.
Se acercaba el día de Acción de Gracias y decidí ir a Los Ángeles de vacaciones. Una de mis compañeras de habitación, Elaine Fedors, había planeado una fiesta de Acción de Gracias en nuestro apartamento de Sausalito. La idea de la fiesta había sido de Dick Rawson, un psiquiatra interno que quería presentar a Elaine a un amigo suyo. Dos días antes del día de Acción de Gracias, me enteré de que tendría que quedarme en la clínica de San Francisco el viernes siguiente, lo cual hacía imposible el largo fin de semana en Los Ángeles. Me quedé «varada», e iría a la fiesta de Sausalito después de todo. Como consecuencia de ello, conocí a James Bolen, con el que me casé seis meses más tarde. Fortuitamente, Jim también pensaba pasar el día de Acción de Gracias con su familia en la zona de Los Ángeles, cuando de forma inesperada tuvo que quedarse en San Francisco por cuestiones laborales. Como los planes de las fiestas se habían desbaratado, Jim llamó a Dick para comprobar si la invitación formulada y declinada algunas semanas antes seguía en pie. Lo estaba, y así fue como Jim entró en mi vida.
Hacía unos doce años, Dick y Jim habían estado juntos en las Fuerzas Aéreas, tras haberse alistado siendo muy jóvenes. Después de todos aquellos años, sus caminos habían vuelto a cruzarse. En el ínterin, Jim se había pasado de la ingeniería al periodismo y las relaciones públicas, desplazándose en el proceso desde Iowa hasta el sur de California antes de establecerse en el área de la bahía de San Francisco; Dick había dejado Berkeley para estudiar medicina en Los Ángeles, y luego había estado en Filadelfia antes de volver a San Francisco.
Para que Jim y yo finalmente nos encontráramos tuvo que darse una compleja serie de coincidencias. Nuestra predisposición interna para un encuentro semejante en el que el amor desembocaría rápidamente en matrimonio también había requerido numerosos giros, quiebros y otras relaciones para alcanzar esa decisiva intersección. Cambió el curso de nuestras vidas, y a partir de entonces nuestros caminos convergieron.
Si fue acción de sincronicidad o sólo el modo en el que ocurren las cosas es algo imposible de decir. Retrospectivamente, me da la impresión de que la coincidencia temporal fue importante, de que había superado una larga fase y había puesto fin a una larga relación conflictiva, y que en ese momento estaba preparada para conocer a un «hombre maduro». Un acontecimiento externo, sincronísticamente dispuesto, coincidió con mi cambio interno y con una situación semejante que Jim vivía en aquel momento.
Cuando dos personas se encuentran sincronísticamente cada una es significativa para el otro y ambas se encuentran en una coyuntura crítica que puede afectarles de forma profunda, entonces puede ocurrir cambios dramáticos; como decía Jung, «el encuentro de dos personalidades es como la interacción de dos sustancias químicas: si hay alguna reacción, ambas se transforman». En algunos casos, ambas personalidades pueden mostrarse simultáneamente e inesperadamente susceptibles a la acción «química» específica de la otra.
Piense en sus propios encuentros significativos, aquellos que han desembocado en relaciones importantes e intensas, en un nuevo trabajo o en el desarrollo intelectual, psicológico y espiritual. Piense en la gente que ha conocido y que de un modo u otro cambió profundamente la orientación de su vida. A continuación, recuerde las circunstancias que envolvieron el primer encuentro con cada persona. ¿Fue oportuno en el encuentro desde un punto de vista psicológico? ¿Había estado atento o receptivo poco después? ¿Había una nueva apertura y sensibilidad que se correspondía con esa nueva persona? ¿Puede haberles unido la sincronicidad? Los encuentros significativos pueden ocurrir cuando dos coches han chocado en un accidente, o como resultado de perderse en una ciudad extranjera y toparse con otro norteamericano, o por el azar de sentarse junto a otra persona en un Boeing 747; obviamente, todos ellos son encuentros no intencionados ni planeados, que revelan el delicado toque de la sincronicidad. Cuando la predisposición interna y el encuentro externo muestran un ajuste preciso, cuando un encuentro parece misteriosamente diseñado y es imposible que se haya organizado de forma deliberada, entonces puede que sea la acción de la sincronicidad la que lo haya propiciado.
En mi vida profesional parecen haberse dado muchos encuentros sincronísticos. Quizás son más obvios porque el camino por el que alguien llega a mí (o a cualquier terapeuta) puede trazarse mediante una ruta en zigzag que puede estar sembrada de coincidencias. La sincronicidad también puede cumplir un papel abriendo un hueco en mi calendario que me permita recibir a una persona concreta. Un nuevo paciente puede sentirse profundamente arrebatado por la sensación de que un extraordinario conjunto de circunstancias sincronísticas lo haya traído hasta mí, atribuyendo al encuentro un propósito y una naturaleza excepcionales. Cuando este sentimiento se añade a la poderosa expectativa y a la necesidad que envuelve el hecho de visitar a un psiquiatra por primera vez, todos estos elementos contribuyen a una terapia intensa en la que imágenes y emociones se tocan con facilidad.
Un encuentro especialmente asombroso tuvo lugar cuando vino a verme un sacerdote episcopalista. Yo había tratado a un amigo suyo al que había confiado su ansiedad y sus tormentos, y era la única psiquiatra que conocía —en la superficie, un referente bastante común—. Este hombre tenía serias dificultades para confiar en las mujeres y se había mostrado renuente a llamarme hasta que la creciente desesperación de su situación lo obligó finalmente a vencer sus reservas. Le era difícil hacerse a la idea de acudir a la consulta de una mujer psiquiatra. Conociéndome sólo como doctora Jean Bolen, y dando por sentado que, a juzgar por mi nombre, sería caucásica, se sentó en la sala de espera temiendo que esa cita fuera un terrible error. Entonces bajé por las escaleras, e inesperadamente se encontró con una norteamericana de origen japonés de un metro y medio de alto, lo que cambió de forma notable la situación.
La única imagen positiva que tenía de las mujeres, gracias a las historias de un tío al que idolatraba y que estuvo en el ejército norteamericano durante la ocupación de Japón, era la de la mujer nipona. Por lo demás, pensaba que las mujeres eran artificiales y manipuladoras, individuos fuertes y vagamente hostiles que esperaban una oportunidad para lanzar sus críticas. Ajena a su propia experiencia, la mujer japonesa, que su tío le había descrito, simbolizaba la idea de que una mujer podía ser inofensiva, cariñosa, abnegada y servicial en medio de esa abrumadora imagen negativa de lo femenino.
Por supuesto, al encontrarme a mí los acontecimientos tomaron un rumbo inesperado que lo alivió profundamente, pues tomó conciencia de que podría trabajar conmigo después de todo. El alivio inicial dejó paso a la admiración, pues la sincronicidad de lo ocurrido se hizo más que evidente. Necesitaba ahondar tanto en su vocación espiritual como en su ambición por escribir, y de entre todas las terapias disponibles la perspectiva junguiana (que no había elegido conscientemente) era la más útil en estos campos. Le parecía que una psiquiatra junguiana japonesa era exactamente lo que necesitaba. Si esto es así, la sincronicidad tuvo que haber preparado sutilmente nuestro encuentro, pues yo era la única analista junguiana japonesa que podría encontrarse en cualquier parte.
Otro primer encuentro que tuvo el sabor de la sincronicidad me llevó a tratar a una artista que sería especialmente importante para mí. Unos meses antes le dieron mi nombre y, como no sabía nada de mí, no llamó para concertar una cita, pero lo conservó apuntado en un papel. Poco después, su madre, que vivía en el sur de California, le pidió que echara un vistazo a la revista Physics, publicada en San Francisco. Cuando visitaba a un amigo, vio un ejemplar de la revista en una mesita; un viejo y deteriorado número del año anterior. Hojeándolo, impelida por el interés de su madre, encontró el único artículo que yo había publicado en los seis años de vida de la revista; versaba sobre psicoterapia y meditación en el tratamiento del cáncer y se basaba en el trabajo del doctor Carl Simonton; al final incluía mi fotografía y una breve biografía. Este fortuito encuentro la llevó a llamarme al día siguiente, momento en el que disponía de un hueco. Si hubiera llamado cuando le dieron mi nombre, seguramente la habría remitido a otro terapeuta, pues por un tiempo no había podido admitir a más pacientes.
Estos dos pacientes vivieron su encuentro conmigo como una coincidencia significativa. Tuvieron la sensación de que las circunstancias habían conspirado para que trabajásemos juntos, lo que les convenció de que la terapia sería importante desde el principio. La sincronicidad transmitió una sensación de predestinación. A mí me llevó mucho más tiempo apreciar que estos encuentros también serían especialmente relevantes y significativos para mi propia evolución.
Con el tiempo, mi trabajo con el sacerdote se convirtió en el caso que desarrollé exhaustivamente y presenté para mi título como parte del «rito de paso» final que me convertiría en analista junguiana. Su análisis estaba plagado de acontecimientos sincronísticos que influyeron poderosamente en la evolución de mi pensamiento en esa dirección. Si ahora escribo un libro acerca de la sincronicidad es en buena medida gracias a mi experiencia con él.
La artista que sentía que el destino había influido para conducirla hasta mí ejerció un profundo efecto en mi conocimiento de la naturaleza del análisis. Cuando en medio de este análisis concreto caí inesperadamente en la cuenta de que no veía con claridad mis propias metas, ahondé en el conocimiento de la alquimia como metáfora del proceso, y supe por qué Jung había profundizado tanto en la materia (en Psicología y alquimia; en Psicología de la transferencia, que utiliza un tratado alquímico como recurso explicativo, y en Mysterium Coniunctionis). Empecé a tener la impresión de que el análisis con ella se extraviaba en un laberinto o un dédalo inescrutable. En la mitología, cuando Teseo se interna en el laberinto para enfrentarse al Minotauro tiene la ayuda del hilo dorado de Ariadna para salir. Para mí, como cada nueva esquina y vuelta del dédalo psicológico requería elegir una acción o interpretación, parecía que la intuición era el hilo dorado en el que debía confiar para sacarnos a la luz. Tuve que emplearme en algo mucho más profundo de cuanto conocía por mis prácticas y mi experiencia clínica previa, y gracias a esa experiencia gané humildad y la confianza en recibir ayuda de los sueños y acontecimientos sincronísticos.
Puesto que el análisis es un encuentro humano muy intenso, no es solo el paciente el que se ve afectado por el proceso: el poder de esta relación puede afectar también al terapeuta. Por esta razón, Jung consideró que el proceso analítico era parecido a una reacción alquímica: si un elemento (el paciente) sufre una transformación durante el proceso, el otro (el analista) también se verá afectado. Como analista, tengo la impresión de que mis pacientes entran por la puerta de mi consulta trayendo consigo la oportunidad y la necesidad de descifrar aspectos de mí misma. Los asuntos de los que necesito hacerme consciente, lo que pueda ser un talón de Aquiles, mis puntos débiles, todo parece llegar sincronísticamente a mi consulta. Asumiendo esto, cuando la sincronicidad parece tener algo que ver trayéndome a alguien, me pregunto si será un encuentro significativo tanto para mí como para el paciente.
Todos aquellos cuyo trabajo implique ayudar o enseñar a otros harían bien en tener en cuenta la sincronicidad. Este elemento cohesivo probablemente hará que lleguen personas importantes a sus vidas, creando oportunidades para el desarrollo mutuo o despertando intensos sentimientos conflictivos. En todos los encuentros sincronísticos, un elemento psicológico importante activo en una de las dos personas, o en ambas, imprimiendo una carga emocional a la situación. La atracción, la aversión o la fascinación están de forma invariable presentes entre las dos personas que se encuentran mediante la sincronicidad. Esto ocurre porque el encuentro ha despertado un arquetipo o una imagen emocionalmente cargada en las profundidades de la psique y le ha insuflado vida. Es muy natural una intensa reacción emocional a una imagen arquetípica.
Todos guardamos en nuestro fuero interno estas imágenes poderosas, más variadas que las que nos legaron nuestros padres, que residen en el inconsciente colectivo a que todos tenemos acceso. Cuando el poeta romano Terencio dijo: «Nada de lo humano me es ajeno», hablaba como alguien que está en contacto con el inconsciente colectivo y su miríada de arquetipos, común a todos los seres humanos.
Las imágenes arquetípicas son múltiples y variadas; por ejemplo, el padre o patriarca (Jehová, Zeus), el héroe (Hércules y, para algunos, John F. Kennedy), la madre tierra (Démeter, acaso Golda Meir), la bella (Helena de Troya o Afrodita) o Cristo u Osiris, por mencionar sólo algunos. Los dioses y diosas de la Grecia antigua ya no viven en el Olimpo, pero aún existen en nuestro inconsciente colectivo, aunque los nombremos de otra forma.
Una vez que el sustrato arquetípico se activa debido a una situación psicológica que implica o evoca un arquetipo concreto, se generan sentimientos de una gran fuerza. Por ejemplo, si Cristo es el arquetipo activo pueden darse muchas respuestas afectivas dependiendo de cómo se vivencie esta mezcla de imagen y sentimiento. Si lo evoca un carismático líder religioso, puede que el arquetipo se proyecte en él, lo que llevaría a la gente a orarle con devoción (como si fuera Cristo). El arquetipo también puede activarse interiormente: una persona puede vivirlo como la convicción profunda de que Cristo habita en él o en ella, mientras que otra se sentirá «poseída» por el arquetipo o se identificará completamente con él, y a partir de ahí proclamará ante el mundo: «Yo soy Cristo».
Cuando en nuestra vida cotidiana alguien se enamora perdidamente, el amado ha proporcionado el «gancho» que atrae la proyección arquetípica. A menudo el gancho es una cualidad estética, una característica física concreta o un modo de ser. Perplejo ante la intensidad de semejante adoración, un amigo puede preguntarse: «¿Qué verá en ella?», consciente de que su amigo «ve» algo que él no es capaz de apreciar. Lo que vemos es una imagen arquetípica que constituye una proyección; dicho de otro modo, «la belleza reside en el arquetipo del observador».
Las imágenes negativas también presentan estas cualidades extraordinarias. Un jefe inquisitivo y malhumorado puede adoptar las dimensiones de un vengativo Jehová de Antiguo Testamento. Una anciana egoísta y entrometida puede aparecer como un ser insaciable, como un aspecto de Kali, la diosa hindú de la generación y la destrucción, a la que hay que apaciguar y temer. Cuando alguien evoca una emoción como el apasionamiento, el miedo o una cólera exagerada, algo en su actitud personal, alguna característica psíquica, se aferrará a la imagen arquetípica. En este caso, el individuo reacciona emocionalmente como si fuera un todo con la imagen. Todo el mundo ha actuado así, y luego se ha dado cuenta de que «Me pasé» o «Mi ídolo tenía los pies de barro» o «Me cegué» cuando vuelve a aflorar la verdadera dimensión humana después de la primera reacción emocional al arquetipo.
Lo que está fuera de mí reside en mi interior: cuando un sujeto se siente atraído por alguien que presenta un arquetipo positivo o condena con dureza a otro por sentir intensamente que es alguien muy negativo, con toda seguridad se ha activado un arquetipo en la situación. De este modo, lo que vivimos «fuera» es realmente una situación interna. Recordad mi encuentro sincronístico con el sacerdote: en su experiencia cotidiana, no era consciente de que la mujer podía ser cariñosa y digna de confianza. No obstante, una mujer abnegada, dotada de atributos positivos, existía potencialmente en el nivel arquetípico y él la había imaginado bajo la forma de una mujer japonesa. Cuando me presenté ante él, adaptándome al arquetipo, proyectó en mí esa imagen arquetípica positiva. Su inmediata sensación de alivio no era en un principio una sensación que yo le provocara, sino que le venía dictada por su imagen mental. La confianza a la que se abrió en aquel momento no se inspiraba en lo que sabía de mí, sino en cómo me percibía en relación con esa imagen femenina positiva.
Su depresión y su sensación de impotencia estaba relacionada con una actitud negativa; en su psique habitaba una «zorra» impositiva que lo despreciaba, que le espetaba mordaz y sarcásticamente lo insignificante que era, que le decía que se merecía estar mal y lo inútiles y vanos que resultaban sus esfuerzos. (Recuerdo un dibujo animado de Jules Feiffer que me trajo otro paciente, en el que un hombre se encogía mientras un inquisidor encapuchado le lanzaba acusaciones similares. Entonces el hombre se levantaba y empezaba a resistirse para al fin rechazar al acusador; en ese momento la figura se quitaba la capucha y decía: «¿Cómo puedes decirle esas cosas a tu madre?»). Este hombre realmente necesitaba una relación interna con una mujer positiva, que no lo atacara si se sentía desanimado o rechazado, desencadenando acusaciones hostiles, sino que lo alentara y apoyara. Hasta que esta capacidad de sostenerse a sí mismo no formara parte de su vida interior, podría proyectarla en mí, y yo me haría cargo de ella por un tiempo. Entonces sentiría que yo era una mujer que lo alentaba y apoyaba en su vida externa (gracias, en un primer momento, a la imagen de la mujer japonesa). Poco a poco, esta actitud positiva se transformaría en una actitud o figura interna, a su disposición cuando sucumbiera al desaliento. La figura interna era la que necesitaba encontrar cuando me vio en la sala de espera.
Aquello me hizo darme cuenta del hecho de que había acudido a la terapia sin saber lo que faltaba, y que inmediatamente encontró el «arquetipo» que le era necesario. Este afloró en el momento de nuestro encuentro, y con el tiempo llegó a familiarizarse con él en su fuero interno. Tanto la psiquiatra exterior, tallada exactamente a su medida, como el decisivo arquetipo interno se dieron sincronísticamente y simultáneamente.
Algunas personas viven encuentros sincronísticos en los que aparecen una y otra vez las mismas representaciones de las figuras arquetípicas o caracteres idénticos. En cada ocasión traen a ese sujeto simbólico a escena para volver a representar el mismo drama una y otra vez. En el caso de cierto hombre, el drama recurrente adoptó la forma de desagradables interacciones con lo que denominaremos «vampiresas». Recibía atenciones solícitas e indeseadas de cierto tipo de mujeres maduras, que en la superficie se comportaban acarameladamente, aunque con exigencia, y a quines respondía con sumisión y resentimiento. Sentía que esas mujeres eran impositivas y castradoras, y se resistía a ellas de un modo pasivo. Necesitaba encontrar y desarrollar su propia fuerza, sentir la asertividad y el valor del héroe interior (ser un san Jorge). Del mismo modo, con su rencor y su sentimiento de impotencia distorsionaba la imagen de esas mujeres. Aunque realmente no eran tan monstruosas como las describía, presentaban una apariencia de dulzura que no estaba en armonía con el odio y animadversión que abrigaban.
Conforme se hizo interiormente más fuerte, cambió la naturaleza de su patrón de conducta con este tipo de mujeres. Su manera de resistirse aparentemente sumisa y aún pasiva las había incitado a aumentar sus expectativas y a volverse más exigente y airadas cuando daba marcha atrás. Ahora se mostraba firme y rotundo desde el principio. Evidentemente, su evolución psicológica le daría menos problemas con ese tipo de mujer. Pero no hay razón objetiva para que encontrara menos mujeres así, tal como parece haber ocurrido, aun teniendo en cuenta que ahora semejantes encuentros serían mucho más fáciles. Puesto que como parte de la toma de conciencia de su situación había aprendido a distinguir a estas mujeres en la distancia, no pudo menos que asombrarse ante el cambio. Si antes se las había encontrado en todas partes, ahora se percató de que no se había tropezado con vampiresas desde hacía meses.
Darse cuenta de que «otra versión de esa persona simbólica aparece otra vez» resulta de gran utilidad. Reconocer el patrón es el principio de la toma de conciencia, ya que nos permite observar antes que permanecer indecisos y apenados en relación con la persona emocionalmente cargada. Cada encuentro sincronístico parece implicar un arquetipo del inconsciente colectivo, de un modo u otro; de ahí el magnetismo inconsciente presente cuando alguien se apega a una imagen arquetípica. Si la imagen es positiva hay una especie de magia que envuelve a la persona. Pero si es un arquetipo negativo se pueden desencadenar muchas reacciones: una temerosa intimidación respecto al extraordinario poder atribuido a ese sujeto o un odio o temor impropios y desmesurados.
Mucha gente parece tropezarse con el mismo tipo de personas cada vez que salen a la calle, y de este modo sus experiencias parecen verificar su hipótesis. Por ejemplo, si un hombre cree que todas las mujeres son promiscuas, lo más probable es que se amontonen las «evidencias» en ese sentido. Las razones son múltiples y complejas: asumiendo esta hipótesis, ese hombre tratará con desconfianza a cada mujer con la que se empareje o mantenga relaciones, presuponiendo que es o le será infiel. La distancia emocional que esto crea, junto al resentimiento albergado por la mujer que se siente condenada, aumenta la posibilidad de que busque a alguien que le aprecie y la trate cariñosamente. Mediante un efecto que sucede a una causa, puede desencadenarse la presunta situación. Un hombre así también puede apegarse a mujeres cuyas personalidades tiendan a la promiscuidad sólo para repetir compulsiva y neuróticamente la situación. Una vez más, causa y efecto. O quizá el hombre proyecta la hipótesis en una mujer que percibe oscuramente. Esto es como la imagen nítida en color de un proyector cinematográfico que cubre a una persona sumida en la oscuridad; lo que el hombre ve es su propia proyección, haciendo caso omiso de los rasgos de esa mujer en concreto. Finalmente, la proyección puede ejercer un efecto Pigmalión[1] en una mujer inmadura, llevándola de algún modo a actuar de acuerdo con el rol predeterminado.
Dada la posibilidad de la sincronicidad, que es una hipótesis que aplico a las situaciones psicológicamente causales que acabo de describir, este hombre probablemente se echará en los brazos de una mujer promiscua cada vez que salga a la calle, no sólo porque es lo único que está preparado para ver, sino porque casualmente es lo que hay allí. La sincronicidad sugiere que el mundo exterior realmente es un reflejo del mundo interior, y no sólo que parece serlo. Hay que añadir que una perspectiva junguiana aplicada a la psique profunda de este hombre revelarían un aspecto femenino negativo, que le afectaría de dos modos: teñiría de forma negativa su visión sobre las mujeres, como acabamos de describir, y probablemente su propia parte femenina sería tan imperfecta como su imagen de las mujeres. En consecuencia, seguramente no habría desarrollado cualidades orientadas al mantenimiento de una relación, como el cariño y la atención al otro, y posiblemente tampoco habría que confiar en su propia fidelidad.
Si este hombre aceptara la posibilidad de que el mundo en que vive es un espejo y que lo que ve y condena es un reflejo de lo que debe modificar en sí mismo, entonces el cambio sería posible. Para la mayor parte de la gente, alterar el modo de ser de las cosas en el mundo exterior es imposible, mientras que cambiar lo que uno ve como un problema de su propia mente es factible, aunque difícil.
Por lo tanto, la sincronicidad facilita otra herramienta para propiciar el cambio individual si la persona reconoce un problema interno al ver el patrón reflejado en la situación externa y a continuación asume la responsabilidad del cambio. O, como escribió Richard Bach en su libro Ilusiones:
Cada ser,
cada acontecimiento de tu vida
están ahí porque los has traído tú.
Lo que elijas hacer con ellos
sólo a ti te compete.
En una ocasión, una mujer de treinta y cinco años se lamentaba de que no había hombres aceptables, que cada hombre que conocía o era gay o se quería aprovechar de ella y era reacio o incapaz de mantener un compromiso. Desplazando el centro de gravedad desde las quejas por la naturaleza lamentable de su entorno social hasta la inmersión en sí misma, descubrió una pareja de arquetipos conflictivos activos. Uno correspondía con una desatendida, doliente y maternal señorita abnegada que siempre ofrecía su ayuda y que en realidad pedía (y obtenía) muy poco a cambio. Otro hallazgo, más inesperado, fue el de una adolescente retraída y rebelde, iracunda, desafiante y anti-conformista, aunque inhibida en su expresión, que en realidad no quería asentarse en la vida. Parecía sentir una gran atracción por hombres egoístas y pueriles a los que mimaba y admiraba (la adolescente retraída que había en ella disfrutaba vicariamente con sus actividades rebeldes).
Cuando divisó el patrón y las consecuencias de sus interacciones, empezó a actuar de otro modo. Reprimió lo que acabó considerando un desviado instinto maternal y una falta de juicio adolescente e hizo saber a los hombres que en su vida había un legítimo deseo de cariño y un comportamiento responsable. Estos empezaron a tratarla mejor, un giro que desde luego podía atribuirse directamente al cambio operado en sus expectativas y en su comportamiento. Y lo que era aún más curioso, a partir de entonces comenzó a encontrar hombres interesantes, maduros que aparecían de la nada o de donde quiera que la sincronicidad los encontrase. Lo cual plantea la siguiente pregunta: si aceptamos la sincronicidad, ¿vendrá el hombre adecuado cuando la mujer esté preparada?
Los encuentros sincronísticos son como espejos que nos devuelven el reflejo de una parte de nosotros mismos. Si queremos avanzar, deberíamos mirarnos bien. La sincronicidad mantiene la promesa de que si cambiamos en nuestro fuero interno también cambiarán los patrones de nuestra vida cotidiana. Si las personas y acontecimientos de nuestras vidas están aquí porque nosotros los hemos atraído, entonces lo que aparentemente nos ocurre por el azar o el destino no es en realidad fortuito.