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El método Agatha Christie aplicado a la sincronicidad

ES TRISTE SABER QUE YA NO HABRÁ más novelas de Agatha Christie. Es un poco como ser niños y comprobar que han suprimido tu programa favorito, o ver el último episodio de Star Trek o Arriba y abajo. Hasta el día de su muerte (e incluso póstumamente se publicaron dos novelas más), Agatha Christie daba la impresión de ser una infatigable institución inglesa. Como escribía sus muchas novelas un año si y otro no, yo podía disfrutar leyendo la última y anticipar que pronto habría otra. Para un psiquiatra, leer estas novelas es como trabajar en vacaciones, porque sus detectives, Hércules Poirot y Jane Marple, en buena medida abordan las situaciones humanas a la manera de un psiquiatra. En cada libro se dan situaciones y aparecen objetos sobre los que Agatha Christie se pregunta: «¿Cuál es su significado?». O descubrirá el carácter de un sujeto y, como el «carácter marca profundamente», hallará una pista en el modelo de personalidad de la víctima o sospechoso.

Para mí, el método de Agatha Christie es intuitivo; procede a preguntar: «¿Qué significa este acontecimiento? ¿Cuáles son las circunstancias en las que se produjo? ¿Qué posibilidades entraña?». Por contraste, una mente más literal y concreta se interesa esencialmente por el hecho o la cosa en sí: cómo es y qué perciben los sentidos. Ambos enfoques son necesarios para tener una visión global.

Aplicando el método de Agatha Christie a los acontecimientos sincronísticos, partimos del supuesto de que estos acontecimientos tienen un sentido que puede ser desentrañado. Por ejemplo, uno de mis pacientes, que estaba al tanto de mi interés en los fenómenos psíquicos, empezó su sesión con lo que consideraba una digresión: una anécdota acerca de una extraña experiencia extrasensorial. Una experiencia extrasensorial resulta siempre excitante, es como tropezar inesperadamente con algo maravilloso y fantástico. Pero el misterio que hay que esclarecer para encontrar una pertinencia personal en el acontecimiento requiere ir más allá del mero asombro y preguntarse por su sentido.

Estaba en un crucero por el Pacífico cuando tuvo un sueño aparentemente insignificante. En el sueño, se encontraba en Holanda con un grupo de jóvenes. Habían desembarcado de un crucero y alquilado un coche para recorrer el lugar; ahora se acomodaban en el coche ara regresar al barco. Él era el último en subir cuando vio, caminando a grandes zancadas, a un hombre muy alto que llevaba un sombrero holandés. Su atención fue absorbida por esta figura, que se acercaba y pasaba junto a él. Cuando mi paciente lo seguía con la mirada, el hombre enorme volvió su cabeza y lo miró fijamente por encima del hombro, con una poderosa mirada inquisitiva, como si dijera: «¿Vienes conmigo?». Entretanto sus amigos oníricos lo instaban a apresurarse y subir al coche. El sueño concluía ahí y él no lo consideró importante.

Al día siguiente, en la vida real, el barco atracó en Honolulu, donde lo recibió un amigo. Este sugirió que se pasaran por la casa de algunos amigos suyos, gente de la que mi paciente no había oído hablar nunca. Cuando entraba en la casa, lo sorprendió la notoria influencia holandesa de la decoración. Entonces miró la chimenea y vio un enorme cuadro de un holandés que vestía el mismo traje que el hombre del sueño, con el mismo sombrero, bordeando una carretera, y mirando por encima del hombro con la idéntica mirada y postura que el sueño. La única diferencia era que en el cuadro estaba acompañado por una mujer.

Mi paciente quedó estupefacto ante la coincidencia, sintiendo la atmósfera espectral que la invadía. Pero no pensó en analizar su significado. Como muchas percepciones extrasensoriales, este sueño precognitivo generó una sensación de asombro y extrañeza.

Aplicando la actitud de Agatha Christie a la sincronicidad, trabajé con la hipótesis de que el sueño era especialmente relevante porque había sido subrayado por una experiencia paranormal. El hecho de que el holandés apareciera dos veces justificaba el análisis. Centrándonos en el sueño con la hipótesis de que constituía un «indicio» notable, empleamos la amplificación y una imaginación activa para comprenderlo en profundidad. La «amplificación» consiste en pedirle al paciente que mire como a través de un microscopio: que se detenga en los detalles del sueño e indague en posibles asociaciones entre sus elementos, mientras el analista puede sugerir otras eventuales conexiones simbólicas o significativos potenciales. En este sueño simple o incompleto, el holandés parecía medir alrededor de dos metros y medio, en comparación con el metro ochenta de mi paciente: la altura que tendría un adulto para un niño. Sus compañeros en el coche eran estereotipos de jóvenes acomodados interesados en divertirse y pasarlo bien.

En la imaginación activa, el sujeto empieza con la imagen de una persona, animal o símbolo, a menudo extraído de un sueño, y en un estado mental relajado «contempla» o imagina lo que vendrá a continuación. La imagen se va elaborando bajo la observación del sujeto. Puede ser como un sueño en la vigilia. En este caso, mi paciente descubrió que el holandés era una figura patriarcal, sólida, formal, digna de confianza, y que en su fuero interno respetaba.

Aquel gigante le proponía una pregunta esencial en su madurez: «¿Vienes conmigo o te quedas con tus compañeros? ¿Vas a seguir el principio patriarcal? ¿Crecerás y te convertirás en un hombre en el que los demás puedan apoyarse y confiar, o te quedarás con tus jóvenes amigos en el crucero, buscando pasatiempos y aventuras?». La elección resultaba crucial y se presentaba oportunamente: el principio patriarcal o la eterna juventud. ¿Con cuál de ellos se identificaría? ¿Cuál seguiría?

Siguiendo la hipótesis de que el sueño resultaba especialmente importante debido a la experiencia extrasensorial, revelamos su significado. El holandés simbólico era el símbolo o arquetipo dominante en su psique. En los meses posteriores al sueño, el soñador actuó firmemente, con determinación. Por primera vez sintió una identificación con su propio padre, incluso cayó en la cuenta —y esto lo complació— de que sus manos se parecían a las de su progenitor.

Cuando se comprende el significado, acontecimientos aparentemente triviales pueden resultar sincronísticos y ampliar su sentido. Por ejemplo, la mañana en que recibí a una joven cuyo cheque, tras examinar mi correo, había sido devuelto por ausencia de fondos. Cuando llegó, preocupada porque el cheque que me había remitido hubiera sido rechazado, dijo: «No quería hablar de dinero, pero creo que tendré que hacerlo». El dinero había sido un tema muy importante pero silenciado, del que hablaba con renuencia. Ahora la sincronicidad parecía traerlo a colación y decirle que no podía ignorar el asunto. No había tenido problemas con los cheques en tres años. Había expendido entre quince y veinte cheques antes y después del mío, y el banco los había aceptado todos. Sólo el mío le había sido devuelto por falta de fondos. Para ella, esto suponía una coincidencia significativa en la que el acontecimiento externo estaba vinculado a un problema interno de alto contenido emocional.

Para la mayoría de las personas, que les devuelvan los cheques es la consecuencia predecible de no haber ingresado el dinero suficiente. El mensaje no es misterioso, sino simple cuestión de actualizar la cuenta o estar al tanto de los gastos. Pero cuando se trata de un «acontecimiento fortuito», entonces es útil aplicar el método de Agatha Christie y sospesar si es sincronístico y, en caso de serlo, preguntarse cuál pueda ser su significado. Cuando no aceptaron el cheque, mi paciente entendió que eso significaba que no podía seguir huyendo del tema monetario. El coste de la psicoterapia le atormentaba porque le remordía gastar dinero en sí misma y por la dificultad de invertir semejante cantidad en su terapia conmigo. El sincronístico cheque sin fondos la enfrentó al mensaje de que no podía huir de tan importantes implicaciones emocionales.

Frederic Spiegelberg, el eminente erudito de religión comparada de Stanford y presidente del Instituto de Estudios Asiáticos en San Francisco, compara y contrapone la actitud oriental respecto a infortunios imprevistos con la reacción del occidental. En sus clases en Stanford, Spiegelberg describe la diferencia entre el profesor y el pandit si les cae encima un ladrillo mientras cruzan el campus. El profesor, al ser alcanzado por el ladrillo, que le rompe el brazo, grita de dolor y sorpresa, llamando la atención de los estudiantes más cercanos. Se requiere una atención médica inmediata. Se acordona la zona mientras se llama al personal de mantenimiento. La universidad se hace responsable, y la compañía de seguros indemnizará a la víctima. Mientras tanto, el profesor pensará que ha sido un acontecimiento desafortunado, y se mostrará enfadado o sentirá autocompasión, creyéndose magnánimo si no interpone una demanda. Otros lo compadecerán cuando firmen su escayola, atribuyendo la culpa a la escuela o a un sino que nadie podía prever.

Al atravesar el campus y ser alcanzado por un ladrillo desprendido, el pandit no grita ni llama la atención hacia su brazo roto, pues considera el acontecimiento como un reflejo de sí mismo, un efecto de su karma acumulado. En cambio, empieza a examinarse a sí mismo para encontrar qué ha hecho para causar un percance semejante. La idea de proteger a otros de eventuales ladrillos desprendidos o de recibir una indemnización del seguro no tiene cabida en su mente. Asume que la culpa se encuentra en él mismo y no exige responsabilidades a nadie.

Para el profesor, esta adversidad acontece fortuitamente. Era un transeúnte inocente que no ha tenido nada que ver con el suceso. Para el pandit, todo cuanto le ocurra lo considera enteramente merecido, y por lo tanto se siente del todo responsable por el brazo roto.

Un individuo que asume la existencia de la sincronicidad pero que también cree que no es el único principio operativo probablemente reaccionará primero como el profesor y después reflexionará como el pandit. Si considera la posibilidad de la sincronicidad, no siempre se atribuirá la culpa de lo ocurrido. Aplicando el método de Agatha Christie, el sujeto contemplará el acontecimiento como una coincidencia significativa potencial, preguntándose: «¿Es un comentario a una situación interna? ¿Es una metáfora de algo que está ocurriendo en mi vida?». Cuando aceptamos la idea de sincronicidad, cada acontecimiento extraño nos invita a detenernos y reflexionar.

Esta actitud de buscar el posible sentido o el significado potencial puede aplicarse tanto en la vida cotidiana como en la psicoterapia, a los sueños y a los acontecimientos sincronísticos. Ambos son acontecimientos en los que el inconsciente colectivo se manifiesta a través de un lenguaje simbólico. A menudo la gente los pasa por alto o los olvida y en un primer momento necesitan observar y recordar esos sueños y acontecimientos. Pueden sospesar el sentido potencial repasando los elementos simbólicos y preguntándose si esos elementos pueden compararse con algo que en ese momento es de gran importancia o les preocupa.

A menudo el sentido global permanece oculto; no obstante, el proceso es valioso en sí mismo, aun cuando no se encuentre una interpretación apropiada. El valor reside en sentirse conectado con el inconsciente colectivo simbólico, que es subjetivamente interesante. Cuando un individuo que ha estado recordando sus sueños de pronto «los pierde» y atraviesa un período de carestía onírica, la experiencia se vive como una pérdida de contacto con algo importante, o como haber perdido la conexión con una fuente que nos aportaba sentido.

Dada nuestra limitada conciencia, que tan sólo puede «contemplar» una porción del inconsciente colectivo a un tiempo, los símbolos o las impresiones oníricas u originadas por acontecimientos sincronísticos a menudo se comprenden sólo parcialmente, a partir de insinuaciones o conjeturas. A veces, cuando se sucede una serie de acontecimientos extraños, uno puede albergar la creencia, que aumenta con cada eslabón, de que «están tratando de decirme algo». Quizás el indicador es el vello erizándose en la base del cuello, o un cosquilleo en los pulgares; sea cual sea la señal, creemos que hay que descifrar un mensaje. El método de Agatha Christie se revela entonces como un recurso natural.

Ann Hogle, mi amiga pintora, fue sorprendida por una serie de este tipo de acontecimientos. Su hijo había tramado una inocentada que pensaba gastar al día siguiente en clase de latín y la convenció para que la acompañara a la armería y firmara la autorización para algunas balas de fogueo. Con un amigo, quería disparar una pistola en un momento importante de la clase. Al volver a casa, al pie de una colina, se toparon con un accidente reciente en el que un coche había ardido completamente. La escena era terrible. Esa tarde, en casa se desató un fuego en la hornilla, se incendiaron los posos de café; se sofocó el fuego y se pasó la aspiradora. Entonces la aspiradora empezó a arder (al parecer, algunos posos de café habían estado humeando en su interior). Habían sido los dos únicos fuegos que se habían desencadenado en su casa. Esa tarde mi amiga encendió el televisor un momento y vio que daban una película en la que aparecía un fuego. Preocupada, sintiendo que la repetición del fuego era significativa, buscó ese elemento en un diccionario de símbolos. Pero aún no se hacía una idea de posible sentido de aquellos hechos. Más tarde se fue a la cama, inquieta y perpleja, y se despertó a las cuatro de la mañana convencida de que los fuegos tenían algo que ver con disparar los cartuchos de fogueo.

Por la mañana habló con su hijo y le dijo que preferiría que no disparara el arma. Aunque no tenía una razón lógica para vincular la serie de fuegos con ese acontecimiento, parecían estar conectados intuitivamente. Su hijo entendió la extrañeza de los acontecimientos y accedió de buen grado. Más tarde, durante la clase de latín en la que pretendía disparar las balas de fogueo, se oyeron atronadoras explosiones en el pasillo contiguo a la clase. Dos chicos habían estado tonteando con petardos, que acabaron explotando; uno de los chicos sufrió heridas en las manos.

¿Qué pensar de algo así? ¿Qué habría pasado si no se hubiera sentido advertida? ¿Acaso la explosión de ese petardo ocupó el lugar de algo que de otro modo habría sucedido? Y si esto era así, ¿por qué? Habiéndome acostumbrado a soluciones claramente definidas en las novelas de Agatha Christie, esta me deja inquieta e insatisfecha. Sin embargo, tras asumir que el episodio del petardo era un punto decisivo a partir del cual percibió el impacto de la secuencia de acontecimientos, mi amiga le encuentra un sentido.

Estas series de acontecimientos sincronísticos dejan perpleja a nuestra mente racional, pero la intuición, que había tomado parte en ellos, tenía la honda convicción —que las palabras no expresan adecuadamente— de haber experimentado la realidad cósmica subyacente, el Tao. Mi amiga no necesitaba conceptos o teorías para «racionalizar» la experiencia: la propia serie de acontecimientos sincronísticos era lo suficientemente significativa.

La comunicación telepática proporciona otro ejemplo en el que los sentimientos evocados por la experiencia sincronística parecen más relevantes que cualquier mensaje específico que transmita el acontecimiento. Hace poco, dos mujeres me contaron cómo recibieron mensajes semejantes; en su caso, literalmente podemos hablar de «comunicación visceral».

Una de ellas es Judy Vibberts, que estaba pasando una tarde tranquila, apacible y relajada en el parque Golden Gate cuando, exactamente a las cuatro y media (insólitamente, supo que era esa hora), le sobrevino un repentino dolor abdominal, espasmódico y muy agudo, acompañado por un dolor de cabeza desgarrador. Esa tarde supo que una buena amiga había sufrido un terrible accidente. La parte del vehículo que ocupaba había quedado destrozada, y tenía heridas graves en el abdomen y en la cabeza. La habían llevado inmediatamente al hospital, donde la habían operado de urgencias para extraerle el bazo, destrozado, y estaba en la unidad de cuidados intensivos. El accidente había tenido lugar exactamente a las cuatro y media, y el «mensaje» fue enviado al instante a Judy, que recogió visceralmente la información de un modo telepático.

A Nancy Haugen también le «sobrevino» un mensaje doloroso. En esa ocasión fue una comunicación entre madre e hija transmitida a través de todo un continente. Su madre en Filadelfia empezó a sufrir punzadas abdominales, de origen desconocido, con vómitos y arcadas como síntomas principales, acompañados de calambres. La situación parecía apuntar a una obstrucción que requería cirugía. Mientras tanto, en el norte de California, Nancy parecía tener «vibraciones simpáticas» en su aparato gastrointestinal. Antes de que su padre le telefoneara para contarle lo que ocurría, Nancy pasó muchas horas incómodas con una sensación de náuseas, pero sin vomitar.

Los acontecimientos telepáticos se dan normalmente entre dos sujetos que comparten un vínculo profundo: entre padre e hijo, marido y mujer, amantes, grandes amigos y especialmente entre gemelos. Estos parecen estar intuitivamente receptivos a través de una conexión emocional en la que el afecto es el vínculo más común. Quizá cuando amamos algo se imprime en la psique, por lo que nos abrimos a la posibilidad de enviar y recibir en un canal específicamente sintonizado con esa relación. Creo que el «médium» a través del que se envían y reciben estos mensajes es el inconsciente colectivo, que nos vincula a todos. (Algunos médiums parecen capaces de hacerse receptivos a este nivel y observarlo para obtener información sin necesitar un vínculo emocional especialmente relevante, pero la mayor parte de los acontecimientos telepáticos espontáneos suceden entre dos sujetos con una profunda conexión emocional).

Por lo tanto, para que el proceso analítico sea efectivo también ha de darse una conexión profunda: la relación afecta a elementos del inconsciente colectivo y personal tanto del analista como del paciente. Puesto que la sincronicidad implica al inconsciente colectivo y puesto que la comunicación telepática puede darse entre dos personas que comparten un vínculo emocional, podemos deducir que en la relación terapéutica pueden ocurrir acontecimientos sincronísticos o fenómenos paranormales. De hecho, esto es lo que ocurre. Jung observó que «la relación entre el doctor y el paciente, especialmente cuando este experimenta el fenómeno de la transferencia, o cuando se produce una identificación más o menos consciente entre ambos, puede desembocar en fenómenos parapsicológicos». En una ocasión describió una conexión telepática visceral con uno de sus pacientes. Jung había salido de viaje para dar una conferencia y había vuelto al hotel alrededor de medianoche. Se había ido a la cama y había permanecido despierto largo tiempo, y entonces:

A eso de las dos en punto —seguramente acababa de dormirme— me desperté sobresaltado y con la sensación de que alguien había entrado en mi habitación; incluso tuve la impresión de que habían abierto la puerta precipitadamente. Encendí la luz enseguida, pero no había nadie. Pensé que quizá alguien se había confundido de puerta, y eché un vistazo al pasillo. Pero había un silencio de muerte. «Qué raro —pensé— alguien ha entrado en mi habitación». Entonces traté de recordar qué había pasado exactamente, y se me ocurrió que me había despertado sintiendo un dolor difuso, como si algo me hubiera golpeado en la frente y en la nuca. Al día siguiente recibí un telegrama que me informaba de que mi paciente se había suicidado. Se había pegado un tiro. Más tarde supe que la bala se había alojado en la nuca.

Más que el doctor es el paciente quien suele ser el receptor de un intercambio telepático. Una de mis compañeras me contó un caso así. Había dejado la consulta en San Francisco para hacer un viaje de un mes por Europa y Oriente Próximo, unas vacaciones que concluyeron bruscamente por una tragedia: la muerte de sus padres. Como vivían en la costa Este, y el hecho ocurrió en Israel, no lo habían notificado en San Francisco. Mi compañera volvió como estaba previsto para continuar el trabajo con sus pacientes. Pensó que contarles los detalles de lo sucedido sería cargarles con un peso innecesario, pero que comportarse como si simplemente regresara de unas largas vacaciones constituiría un disimulo perjudicial. Por lo tanto, decidió contarles sólo que una desgracia familiar había abortado sus vacaciones. Entonces una paciente contó un sueño en el que viajaba en autobús con su terapeuta (que iba acompañada de familiares) cuando el vehículo empezó a llenarse de gas venenoso. Como sus padres habían muerto por inhalación de monóxido de carbono, a mi compañera le pareció que su paciente había captado elementos de su situación emocional y los había incorporado a su sueño.

Es difícil determinar dónde acaba la intuición y dónde empieza la telepatía cuando dos personas mantienen una comunicación intensa. En el proceso analítico, a menudo parece como si el doctor y el paciente estuvieran inmersos en un sutil estado de trance compartido. Uno frente al otro, en asientos separados, inconscientemente reflejan la posición corporal y los gestos del otro, a la vez que comparten profundamente sus sentimientos. En estas situaciones, muchas veces pienso en algo y la próxima intervención de mi paciente toca ese tema. O se describe un sueño y la situación onírica se comprende tan fácilmente que parece que mi imagen mental y la imagen del sueño fueran idénticas. (En una ocasión, Harry Wilmer, entonces profesor de psiquiatría en el Instituto Langley Porter, propuso traer a un artista para que reprodujera lo que veían los pacientes y el terapeuta a fin de comprobar si el sentimiento subjetivo de «percibir» la misma imagen onírica era cierto y a continuación indagar en el significado de ese sentimiento). En Berlín, un grupo de investigación compuesto por cuatro analistas junguianos ha observado la aparición de acontecimientos sincronísticos en el proceso analítico; en Success and Failure in Analysis, Hans Dieckmann da cuenta de sus hallazgos. Sus ejemplos se centran en las percepciones extrasensoriales que surgen en las sesiones de análisis en las que aparece material arquetípico. El terapeuta puede contemplar lo que describirá como una imagen mental «extraña» que, sin embargo, puede ser muy significativa para el paciente. O un sueño del paciente puede hacer aflorar recuerdos y pensamientos íntimos en el terapeuta, lo que puede llevarle a comprender inesperadamente las imágenes oníricas de aquel. En ocasiones, el terapeuta y el paciente parecen conectados por un vínculo telepático o incluso compartir una misma mente interconectada. Esta profundidad conectiva también la ha sentido mucha gente fuera de consulta psiquiátrica, cuando una persona cuenta una experiencia personal profundamente conmovedora y decisiva a otra que la comprende realizando conexiones emocionales con experiencias similares que le han ocurrido a ella, cuando se comparten acontecimientos que el otro puede imaginar y sentir emocionalmente.

Todos estos ejemplos de sincronicidad son indicios o hechos singulares, interesantes por sí mismos y en relación con otros. Aplicándoles el método de Agatha Christie, vemos que el patrón de estos indicios apunta o sugiere un sentido subyacente a estos acontecimientos.

Un acontecimiento sincronístico puede cargarse con un significado simbólico cuando nuestra comprensión del símbolo presente en el mismo nos aclara nuestra situación psicológica personal. Trabajar con acontecimientos sincronísticos como si fueran sueños y descifrar su sentido simbólico puede ser tan útil como trabajar con sueños. Para mí, la telepatía entre dos personas es una evidencia de su conexión en un nivel más profundo del inconsciente colectivo, mediante un vínculo que puede ser biológico o psicológico. Cuando se da en una terapia, es un indicio de la existencia de una transferencia y una contratransferencia o una conexión afectiva, o ambas a un tiempo. El acontecimiento señala a qué profundidad se está trabajando.

Cada uno de estos acontecimientos es un indicio que sugiere la posibilidad de que estemos invisiblemente vinculados a todo en el universo, antes que ser entes separados e inconexos, y aporta una evidencia que apoya la existencia de una matriz subyacente o Tao. Para que se dé la sincronicidad, el espacio entre los individuos y las cosas no ha de estar vacío: ha de «contener», de algún modo, un vínculo conectivo o ser un medio de transmisión. A esto Jung lo llama el inconsciente colectivo.

Los acontecimientos sincronísticos son los indicios que señalan la existencia de un principio conector subyacente. Siempre que se dé la sincronicidad, sentimos que los visibles y tangibles «diez mil seres» son aspectos de la unidad, y que la matriz invisible, la inefable, inexpresable e ignota conexión, el Tao, sigue siendo el gran misterio.