Jung, la sincronicidad y el sí mismo
ME CONVERTÍ EN ANALISTA JUNGUIANA merced a una serie de encuentros y acontecimientos. Sin embargo, al principio no esperaba serlo. En mi último año en la facultad de medicina pensé en convertirme en psiquiatra porque la experiencia de visitar pacientes en la clínica psiquiátrica de adultos y en la consulta externa del departamento en los ciclos medio y superior fueron gratificantes y despertaron mi interés. El hecho de hablar conmigo, a pesar de mi experiencia, parecía haberles resultado de utilidad. Por lo tanto, elevé una instancia al Instituto Neuropsiquiátrico Langley Porter, que forma parte de la Universidad del Centro Médico de California en San Francisco, donde estudié medicina. Sin embargo, después de pensarlo bien, desistí de intentar entrar en el Langley Porter buscando cartas de recomendación e, inclinándome por la medicina interna, empecé una residencia rotativa en el hospital del distrito de Los Ángeles y elegí medicina en mi primera rotación. Permanecí en el hospital de distrito el tiempo suficiente como para echar de menos San Francisco y adquirir cierta experiencia en el tratamiento de las complicaciones médicas del alcoholismo —hígados con cirrosis, úlceras abiertas en el esófago, gastritis, delírium trémens incipiente, y cosas por el estilo— cuando, de un modo completamente inesperado, recibí un telegrama del Langley Porter informándome de que me habían aceptado en su programa de médicos internos.
Tuvieron que haber utilizado mis calificaciones como estudiante de medicina en lugar de las cartas de recomendación. Me pidieron que les comunicara mi respuesta por telegrama. Las exigencias de una decisión rápida me condujo a una aceptación impulsiva, fundamentalmente influida por la oportunidad de regresar a San Francisco, que echaba de menos. Aún no estaba segura de si quería ser psiquiatra, pero me convencí pensando que al menos podría empezar la estancia como médico interno. Si descubría que la psiquiatría no estaba hacha para mí, la experiencia de ese año podría serme útil en cualquier cosa que emprendiera.
Comencé mi estancia en una unidad de pacientes ingresados, donde había personas hospitalizadas porque habían padecido una psicosis o habían perdido el contacto con la realidad y durante un tiempo eran incapaces de valerse por sí mismas, o que tenían tendencia suicida y era imperativo hospitalizarlas para mantenerlas con vida durante una depresión aguda. Me asignaron el cuidado de seis pacientes. Eran «primeros ingresos», personas que no habían sido hospitalizadas anteriormente. Lejos de resultarme extraños o anormales me parecieron personas que habían vivido una vida normal hasta que se demoraron. En cada uno de ellos había tanto un aliado sano con el que podía trabajar como una parte enferma que era destructiva o desesperada, alucinada, confundida u obsesiva. Mi di cuenta de que podía comprender su situación y que me importaban. Más que tratar una enfermedad, ahora trataba a una persona en su conjunto, no sólo un «caso». A partir de mi encuentro con aquellos seis pacientes supe que en aquella primera semana había encontrado inesperadamente, el trabajo de mi vida.
Los médicos internos tienen asignados supervisores durante tres años de formación. La mayor parte de los supervisores, como el propio departamento de medicina interna, eran freudianos o eclécticos, aunque había un reducido número de psiquiatras junguianos entre ellos. Azarosamente, John Perry y Donald Sander fueron mis supervisores. Mientras tanto, Joseph Wheelwright mantenía un seminario junguiano en los sótanos, y más adelante conseguí a otro junguiano, John Talley, como asesor en un cado que estuve llevando durante mucho tiempo. Más tarde supe que el Langley Porter era la única universidad de médicos internos en Estados Unidos que tenía supervisores o seminarios junguianos y que mi experiencia personal era muy atípica. De no ser por estos encuentros aparentemente «casuales» no me habría visto expuesta a las ideas de Jung.
Lo que obtuve del doctor Whellwright —un hombre alto, amable y encantador cuyos seminarios no eran teóricos sino informales, y a menudo estruendosamente divertidos, pues tenía una gestualidad maravillosa y conocía muchas anécdotas— fue un primer acercamiento a Jung. El doctor Wheelwright había sido analizado por el propio Jung y fue unos de los fundadores del Instituto Carl G. Jung de San Francisco.
La imagen que emergió de Jung era la de un hombre extraordinario, con la apariencia de un granjero suizo antes que de un erudito intelectual. Supe que tenía una vitalidad carismática que atraía a la gente, una risa estentórea y una expresiva espontaneidad (que desde luego no se refleja en sus escritos). La creatividad y amplitud de su pensamiento era realmente impresionante, mientras que su intuición lindaba con los fenómenos psíquicos, una cualidad común en su familia.
Me atrajo la idea de Jung de que los seres humanos están motivados por impulsos creativos, reflexivos y espirituales, así como por instintos activos, agresivos y sexuales, en los que se había centrado Freud. Al acabar mi estancia, seguí acudiendo al Instituto Carl G. Jung, no tanto por convertirme en analista como para aprender. Ocho años más tarde, tras advertir que realmente aquel era el lugar «idóneo» para mí, me convertí en una analista junguiana acreditada.
En algún momento durante aquel período, la doctora Elizabeth Osterman impartió un seminario sobre sincronicidad que constituyó mi introducción en la materia. Habló de la sincronicidad y la tendencia del universo a formar patrones, y transmitió la sensación de que había algo profundo e importante en esta materia que escapaba a la comprensión intelectual. En ese momento, no comprendí del todo de qué estaba hablando, si bien lo percibí intuitivamente. En el seminario, otros parecían tener aún más dificultades. Recuerdo las quejas de uno de mis compañeros de clase, cuya racionalidad había sido duramente puesta a prueba. Parecía que la sincronicidad era una de las teorías más esotéricas de Jung. Dejando que mi mente rumiara la idea, leyendo más acerca del tema en los años subsiguientes, y siendo consciente de los acontecimientos sincronísticos que ocurrían a mi alrededor, el concepto teórico de sincronicidad pasó de ser una idea a convertirse en una realidad cotidiana en mi vida. Ahora también considero que tiene un valor real en la práctica de la psicoterapia.
Jung escribió acerca de la sincronicidad muy tarde en su vida profesional. Su principal exposición, «Sincronicidad: un principio conector acausal», fue publicada en 1952, cuando tenía más de setenta años. Lo describió como una tentativa de «ofrecer una relación consistente de todo lo que tengo que decir sobre este tema», con el objetivo de «abrir un territorio oscuro que filosóficamente es de capital importancia». Es un trabajo muy completo, la elaboración de un ensayo plagado de notas a pie de página, Sobre la sincronicidad, que pronunció en una conferencia el año anterior. Quizá debido a que esta monografía es de ardua lectura, o porque el propio concepto es difícil de asimilar con la sola ayuda del intelecto, el concepto de sincronicidad no se ha extendido públicamente.
En 1930 Jung introdujo el «principio sincronístico» en un discurso conmemorativo a la memoria de su amigo Richard Wilhelm, el sinólogo que tradujo muchos textos chinos antiguos. Sin embargo, su primera descripción de la sincronicidad se encuentra en el prefacio de la traducción del I Ching o El libro de las mutaciones, de Wilhelm-Baynes (1949), en los treinta años que lo precedieron, Jung mencionó fugazmente la sincronicidad en sus escritos y conferencias. Era un concepto rumiado durante mucho tiempo.
La «sincronicidad» es un término descriptivo que designa el vínculo entre dos acontecimientos que están conectados a través de su significado, un vínculo que no puede explicarse mediante la causa y el efecto. Para ejemplificar la sincronicidad, Jung describió un suceso con una paciente, una mujer que «siempre lo racionalizaba todo», y cuyo análisis, por lo tanto, no se desarrollaba adecuadamente:
Después de muchos intentos de suavizar su racionalismo con un conocimiento más humano, tuve que resignarme a la esperanza de que surgiera algo inesperado e irracional, algo que barrenara la réplica intelectual en la que se había enclaustrado. Pues bien, un día estaba sentado frente a ella de espaldas a la ventana, escuchando su caudal retórico. La noche anterior, ella había tenido un sueño impresionante, en el que alguien le entregaba un escarabajo de oro, una pieza de joyería muy valiosa. Cuando estaba contándome aquel sueño, oí algo que golpeaba suavemente la ventana a mis espaldas. Me volví y descubrí que se trataba de un enorme insecto volador que estaba golpeando el cristal con la evidente intención de entrar en la habitación a oscuras. Me pareció muy extraño. Abrí la ventana inmediatamente y lo atrapé al vuelo. Era un insecto con forma de escarabajo, cuyo color dorado verdoso se parecía al del escarabajo de oro. Se lo entregué a mi paciente diciéndole: «Aquí está tu escarabajo». Esta experiencia perforó el deseado agujero en su racionalismo y rompió el hielo de su resistencia intelectual. Ahora el tratamiento podía proseguir con resultados satisfactorios.
Que el escarabajo entrara en la habitación en ese momento, para esa mujer, fue una misteriosa coincidencia. Coincidencias significativas como esta afectan a un nivel emocional profundo de la psique. Esta mujer necesitaba una experiencia emocional transformadora, que el escarabajo le proporcionó. De un modo interesante, el acontecimiento fue simbólicamente paralelo a su situación. El escarabajo es un símbolo egipcio de la transformación y el renacimiento; «eso» necesitaba entrar a formar parte del análisis. Cuando el insecto con forma de escarabajo entró en la habitación, podría darse la transformación de una actitud, podría advenir un nuevo crecimiento.
La sincronicidad requiere de un sujeto humano, pues es una experiencia subjetiva en la que la persona le otorga un sentido a la coincidencia. El «sentido» diferencia la sincronicidad del acontecimiento sincronístico. Un acontecimiento sincronístico es algo simultáneo: hechos que suceden en el mismo momento. Los relojes están sincronizados, está programado que los aviones despeguen al mismo tiempo, muchas personas caminan hacia el mismo auditorio al unísono, pero nadie ve nada significativo en estas «coincidencias». Sin embargo, en la sincronicidad, la coincidencia significativa sucede en una forma temporal subjetiva. La persona vincula los dos acontecimientos, y no es necesario que estos ocurran simultáneamente; si bien sucede así con frecuencia.
Jung describió tres tipos de sincronicidad. En la primera categoría, hay una coincidencia entre el contenido mental (que puede ser un pensamiento o un sentimiento) y el acontecimiento externo. Este parece haber sido el caso de una anécdota que me ocurrió hace tiempo con mi hija de cuatro años. Me encontraba en la cocina preparando la cena y le dije a Jim, mi marido, que necesitaba algunas flores para la mesa, los niños estaban jugando fuera, más allá del alcance del oído. Instantes más tarde Melody recorrió toda la casa con un ramo de rosados geranios en las manos, diciendo: «Aquí, mamá». El incidente del escarabajo ejemplifica esta categoría, en la que el acontecimiento externo refleja de un modo misterioso lo que ocurre psicológicamente en ese instante.
En el segundo grupo de acontecimientos sincronísticos, una persona tiene un sueño o una visión que coincide con un acontecimiento que está sucediendo lejos de allí (y que ulteriormente se compraba). Es una toma de conciencia de lo que está ocurriendo sin emplear ninguno de los cinco sentidos. Por ejemplo, mi abuelo tenía un misterioso modo de saber cuándo un viejo amigo o un familiar iban a morir. La persona se le aparecía vestida con un traje en un sueño o en una visión en la vigilia. De esta manera, él sabía que se marchaban o empezaban el viaje. Mi madre recuerda sus comentarios en muchas ocasiones en las que tal o cual persona fallecía: mi abuelo lo había «visto» emprendiendo un viaje con un traje. Como había venido a América desde Japón, una distancia considerable separaba a mi abuelo en Nueva York de los familiares y los viejos amigos. Las noticias tardaban bastante tiempo en viajar a través de los medios convencionales, por vía marítima en el Pacífico, por tierra hasta la costa Este. Un acontecimiento histórico perteneciente a esta categoría es la «visión del fuego eterno» de Swedwnborg en Estocolmo, en la que cuenta lo que «vio» a los demás. Días más tarde, llegaron noticias del acontecimiento real, que había ocurrido en el momento en el que había tenido la visión y la había descrito.
En la tercera categoría sincronística, una persona tiene una imagen (como un sueño, una visión, o una premonición) acerca de algo que acontecerá en el futuro, y en su momento sucede. Cada vez que he estado embarazada, mi marido Jim ha estado seguro del sexo de cada uno de los niños que iba a nacer basándose en una poderosa impresión psíquica, y yo intuía que realmente lo sabía. Tan seguros estábamos que prescindíamos del sentido común: sólo teníamos un nombre de niña, Melody Jean, escogido para nuestro primer bebé, nuestra hija, y sólo un nombre de chico para nuestro hijo, Andre Joseph, que llegó apenas dos años más tarde. Y el presidente Lincoln, inmediatamente antes de su asesinato, contó que había tenido sueños en los que se vio expuesto de cuerpo presente, lo cual es un ejemplo histórico de la coincidencia entre un sueño y un suceso futuro.
En cada situación, un acontecimiento real coincidió con un pensamiento, una visión, sueño o premonición. Mis propios ejemplos no son especialmente dramáticos y acaso no convenzan a algunos, pero permanecen en mi cuerpo por los sentimientos que acompañaron a los hechos: la sensación de una ligazón entre todos nosotros; que Melody y yo estábamos en armonía mutua, que Jim supiera a «quién» portaba en mi seno. Lo que me resultó significativo cuando el acontecimiento exterior coincidió con el pensamiento o la premonición fue la pareja sensación de conexión.
La sincronicidad es el principio que Jung postuló como el vínculo que conecta la psique y el acontecimiento en una «coincidencia significativa», en la que el sujeto determina (mediante emociones puramente subjetivas) si estas coincidencias son significativas. Para apreciar enteramente lo que es un acontecimiento sincronístico, puede ser necesario experimentar personalmente una coincidencia misteriosa y sentir una reacción emocional espontánea —un escalofrío en la espalda, asombro o entusiasmo—, sentimientos que a menudo acompañan a la sincronicidad. Idealmente, debería no haber un modo de juzgar la coincidencia de una forma racional o como consecuencia del puro azar.
Existen algunas diferencias importantes entre la sincronicidad y la causalidad. La causalidad tiene que ver con el conocimiento objetivo: se emplea la observación y el razonamiento para explicar cómo un acontecimiento deriva directamente de otro. Cuando se arroja una piedra a una ventana y el cristal se rompe, hay implicados una causa y un efecto. No importa quién tira la piedra, dónde y cuándo ocurre, o si hay alguien mirando. La causalidad dice que una piedra lanzada con la suficiente fuerza romperá el cristal de una ventana. Por contraste, la sincronicidad tiene que ver con una experiencia subjetiva; si alguien tiene una repentina premonición que le advierte de que ha de apartarse de la ventana y segundos más tarde lanzan una piedra en ese lugar, la conciencia de la premonición convierte la ventana rota en un acontecimiento sincronístico. La secuencia de los hechos es significativa para el sujeto, para quien el sentimiento premonitorio interno estaba vinculado, de un modo inexplicable, al acontecimiento externo, que sucedió a continuación.
Para percibir la causa y el efecto es necesaria la aptitud para observar hechos externos y pensar lógicamente. Para percibir un acontecimiento sincronístico, es necesaria la aptitud para observar un estado subjetivo interno, un pensamiento, sentimiento, visión, sueño o premonición, y relacionarlo intuitivamente con un acontecimiento externo afín. La sincronicidad es una «co-incidencia» de acontecimientos que resultan significativos para el sujeto; de este modo, cada experiencia sincronística es única. La causalidad consiste en una secuencia de acontecimientos que pueden explicarse lógicamente y que en general pueden repetirse.
Jung sostenía que el inconsciente colectivo o el estrato arquetípico del inconsciente (dos términos para el mismo fenómeno) se encuentran involucrados en los acontecimientos sincronísticos. Aunque estaba de acuerdo con Freud en que cada persona tiene un inconsciente propio que debe su existencia a la experiencia personal y que contendría cuanto hemos olvidado o reprimido, Jung también describió un estrato más profundo del inconsciente, al que llamó «inconsciente colectivo» y que consideraba universal e innato.
Elaborar lo que eran los arquetipos y el inconsciente colectivo le llevó a Jung cientos de páginas. Dos volúmenes de sus obras competas —la primera y segunda parte del volumen 9: Los arquetipos y el inconsciente colectivo y Aion— proporcionan el núcleo de la teoría de Jung. Por lo tanto, es presuntuoso pero necesario explicar los arquetipos en unos pocos párrafos para mostrar la relación entre estos y la sincronicidad.
Jung describe los arquetipos como «patrones de comportamiento instintivo», observando que «hay tantos arquetipos como situaciones típicas en la vida. La repetición interminable ha grabado estas experiencias en nuestra constitución psíquica». Ejemplos de situaciones arquetípicas son aquellas como el nacimiento y la muerte, el matrimonio, el vínculo entre madre e hijo, o las gestas heroicas. Muchos temas de parentesco y conflicto aparecidos en las tragedias griegas, en los mitos o en las obras modernas a menudo corresponden a situaciones arquetípicas. Suponen una invocación universal porque tocan un acorde común a todos nosotros. El acorde común es el estrato arquetípico.
Sin embargo, otra definición de los arquetipos empleada por Jung remite a las «imágenes primordiales» o figuras arquetípicas que se activan y revisten una tonalidad emocional derivada de la personalidad. Se da el caso cuando se desarrolla una situación emocional que corresponde a un arquetipo determinado. Por ejemplo, alguien va a escuchar un discurso de un anciano, cuya presencia y cuyas palabras evocan una reacción emocional al arquetipo del anciano sabio. De inmediato, ese hombre se vuelve «sagrado» o inspira un temor reverencial; se le considera sabio y poderoso; cada palabra que pronuncia parece cargada de significado. Reputado como el anciano sabio, nada de cuanto diga se examinará críticamente. Considerado como fuente de conocimiento, cada una de sus palabras, aún las mundanas, parecen perlas de sabiduría. El arquetipo se ha personificado, se ha investido en este hombre concreto, al que le se conceden todos los atributos del arquetipo. Otros ejemplos de figuras arquetípicas son el niño divino, la madre abnegada, la tentadora o el embaucador; todas ellas son figuras simbólicas y recurrentes en los sueños, la literatura y las religiones.
Cuando el nivel arquetípico del inconsciente colectivo se ve implicado en una situación, se produce una intensidad emocional así como una tendencia a la expresión simbólica. Entonces se altera el nivel cotidiano normal de experiencia: uno puede sentirse «inspirado», o emprender «una cruzada». Las expresiones coloquiales confirman este cambio en el nivel psicológico: «¿Qué demonio se le metió en el cuerpo?», o «Fue atrapado por una idea», o «El miedo o la ira le hicieron perder los estribos».
Cuando se activa este nivel arquetípico cargado emocionalmente, pueden aparecer imágenes oníricas de gran intensidad y contenido simbólico, y es más probable que sucedan acontecimientos sincronísticos. Tanto los sueños como los acontecimientos se expresan simbólicamente, lo que muestra su conexión común en el inconsciente colectivo. Sin embargo, esto no «explica» cómo o por qué ocurre la sincronicidad; tan sólo señala que hay una conexión entre sincronicidad y un arquetipo activo en el inconsciente colectivo.
Jung describió la relación entre el inconsciente colectivo y los acontecimientos sincronísticos en una carta que dirigió en 1945 al doctor J. B. Rhine, el conocido investigador de la percepción extrasensorial. Jung afirma que el inconsciente colectivo funciona «como si fuera uno y no como si estuviera escindido en un gran número de individualidades», y que se manifiesta «no sólo en los seres humanos sino al mismo tiempo en animales e incluso en condiciones físicas». A continuación, aporta un ejemplo ilustrativo:
Paseaba por el bosque con una paciente. Me habla del primer sueño en su vida que le ha dejado una impresión imborrable. Ha visto un zorro espectral bajando las escaleras en la casa de sus padres. En ese momento, un zorro de verdad aparece entre los árboles a menos de cuarenta yardas y camina silenciosamente delante de nosotros durante un buen rato. El animal se comporta como si formara parte de la situación.
Esta es una de esas misteriosas sincronicidades que parecen decirnos que lo que se discute en ese momento es importante y está muy cargado emocionalmente. Lo que el zorro representa ha debido ser una cuestión central en su situación familiar.
En su autobiografía, Recuerdos, sueños, pensamientos, Jung describió el acontecimiento sincronístico que para él tuvo una mayor relevancia personal. Ocurrió al final del prolongado y solitario período que siguió a su ruptura con Freud. Había discrepado con Freud en una premisa esencial al decir que el incesto era un problema más simbólico que literal, como Freud mantenía. Esto «excomulgó» a Jung del movimiento psicoanalítico, dejándolo sin compañeros. Jung continuó recibiendo pacientes y, en su aislamiento, siguió trabajando en la comprensión de la psique. Sus diferencias teóricas provocaron que se rompiera la intensa amistad que lo unía a Freud y su expulsión de la comunidad profesional de su entorno. Lo describió como «un período de incertidumbre interior, un estado de desorientación». Era un momento en el que aún no había encontrado su propio camino. En lugar de escuchar a sus pacientes con una teoría en mente, decidió abrirse a sus sueños y fantasías con un espíritu completamente abierto, limitándose a preguntarles: «¿Qué te sucede en relación a eso?» o «¿qué quieres decir con esto?, ¿de dónde viene y qué piensas al respecto?». Hizo lo mismo con sus propios sueños, buceó en sus propios recuerdos de la infancia, y se dejo arrastrar por el impulso de construir la maqueta de una ciudad en la orilla de un lago mientras su mente se despejaba. Explorando los contenidos de su inconsciente —sus sueños, visiones y fantasías—, hizo dibujos y halló un material psíquico que era idéntico al encontrado en niños, en enfermos mentales y en la imaginación mítica. Esa repetición de motivos e imágenes en las personas y en la literatura universal le sugirió el concepto de arquetipos sostenidos colectivamente.
A continuación se vio absorbido por los mandalas, que figuran principalmente en las religiones místicas orientales y en los dibujos espontáneos de sujetos mentalmente confusos, e intentó comprender qué simbolizaban. (Los mandalas son dibujos que tienen un punto central, frecuentemente un círculo dentro de un cuadrado). Gradualmente fue surgiendo la idea de que el mandala representa el significado central de la personalidad: lo que Jung llamó el sí mismo (self), y que consideraba el objetivo del desarrollo psíquico.
Conceptualizó el sí mismo como un punto intermedio relacionado con el ego y el inconsciente, pero que no equivalía a ninguno de los dos; una fuente de energía que impele al sujeto a «convertirse en lo que uno es»; un arquetipo que proporciona la sensación de orden y sentido en la personalidad. En Recuerdos, sueños, pensamientos, afirmó que si el objetivo del desarrollo psicológico es el sí mismo, entonces «no hay una evolución lineal (salvo al principio de la vida); tan sólo hay un par de vueltas alrededor del sí mismo».
Mientras trabajaba en este concepto, Jung tuvo un sueño sobre una fortaleza dorada, se encontraba pintando esta imagen en el centro de un mandala, que tenía una atmósfera china, cuando recibió El secreto de la flor de oro, de Richard Wilhelm, con el ruego que escribiera un comentario acerca del mismo. Jung se sintió conmovido por este hecho, que era una coincidencia extraordinariamente significativa, y escribió:
Devoré el manuscrito de un tirón, pues el texto me proporcionó una confirmación impensable de mis ideas acerca del mandala y del movimiento alrededor del centro. Fue el primer hecho que rompió mi aislamiento. Fui consciente de una afinidad y pude establecer lazos con alguien y algo. En recuerdo a aquella coincidencia, aquella sincronicidad, escribí en el margen inferior del dibujo que me había imbuido de una impresión china: «En 1928, cuando me encontraba pintando este dibujo, mostrando la fortaleza dorada, Richard Wilhelm me envió desde Frankfurt el texto milenario acerca del castillo amarillo, el germen del cuerpo inmortal».
La ruptura con Freud había tenido lugar dieciséis años antes. Durante esos años Jung no recibió apoyo a sus ideas. Encontrar en un antiguo texto chino una perspectiva paralela a sus propias concepciones fue la confirmación del valor de sus estudios solitarios acerca de la naturaleza de la psique. Este acontecimiento sincronístico debió aportarle la sensación de que aquello en lo que había trabajado durante tantos años tenía sentido después de todo, despejando las dudas respecto a las decisiones que había tomado. Sus diferencias teóricas lo habían aislado, y la decisión de ahondar en la psique lo había atenazado de tal modo que lo llevó a abandonar la universidad, donde había impartido conferencias durante ocho años y tenía la expectativa de una tranquila carrera académica. La sensación de aislamiento que había sido consecuencia de estas decisiones cambió debido al acontecimiento sincronístico. Ahora sentía afinidad con otros.
Creo que el movimiento alrededor del sí mismo, de Jung, es paralelo a la tentativa de la mente oriental de entrar en relación con el Tao. Pensad en la conciencia girando en torno a un centro, sin confundirse nunca con ese centro pero dejándose imbuir por la energía o la divinidad que residen en él, como un planeta circunda el sol, recibiendo su calor y su luz; la imagen, una vez más, es la de la danza alrededor de un punto inmóvil, «en el punto inmóvil del mundo que gira», en la que nuestra conciencia, o la percepción del mundo que tiene el ego, gira, da vueltas, se desplaza en círculos, o danza alrededor del principio eterno, infinito, inexpresable, indescifrable, central, omnisciente. Este punto inmóvil es el centro de la danza, es el Tao de Oriente y el sí mismo (self) de la psicología de Jung. Normalmente se considera al sí mismo como la percepción interna de un centro ignoto, mientras que el Tao —que nos ofrenda el conocimiento de una unidad subyacente gracias a la que estamos conectados a todo en el universo— a menudo parece residir fuera de nosotros. Ambos son versiones de la misma realidad y son intercambiables, recordando la intuición de Frederick Franck de que «lo exterior ocurre en mí, lo exterior y lo interior no pueden separarse». El Tao y el sí mismo (self) pueden considerarse uno y lo mismo; ambos aportan sentido y se encuentran más allá de toda definición.
Cuando atendemos la relación entre el ego (o «yo») y el sí mismo, sugiero eliminar la necesidad de definir la localización espacial del sí mismo. Los occidentales nos apegamos a la idea de que todo constructor «psicológico» ha de estar emplazado en el espacio entre nuestros oídos: no hacer de la ubicación un problema nos ayudará a comprender mejor el sí mismo. La experiencia es percibir la existencia de una energía divina. De dónde provenga carece de importancia. ¿Acaso nos obcecamos en saber si «Dios» está «ahí fuera», como en los versos de Browning, «Dios está en su cielo / todo anda bien en el mundo», o en nuestro interior, como cuando lo llamamos Espíritu Santo? ¿Qué importa si pensamos en el Tao o en el sí mismo? Cuando la semejanza es la experiencia de la gracia en un momento determinado, la fuente permanece inefable y más allá de nuestra compresión.
Si la sincronicidad es, en efecto, el Tao de la psicología, ¿cómo es que ahora intercambio el sí mismo con el Tao? Metafóricamente, entiendo el intercambio como algo parecido al descubrimiento realizado por la física cuántica de que la materia presenta un aspecto dual —se manifiesta como ondas o como partículas, en función de la situación—, o semejante a la experiencia de los cristianos en el misterio de la Trinidad, donde Dios es uno y a la vez es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Cada uno de ellos es un aspecto de la misma realidad, contemplado desde una perspectiva diferente. Como nuestro cerebros —concretamente, nuestro hemisferio izquierdo dominante— tienen dificultad en una aprehensión global, contemplamos partes del dibujo completo y bautizamos cada aspecto con un nombre diferente. El sí mismo es lo que experimentamos interiormente cuando sentimos una relación con la unidad, con el Tao eterno que nos vincula a cuanto nos es externo. Advertimos la sincronicidad mediante un acontecimiento coincidental específico que nos resulta significativo, a través del cual se revela el Tao subyacente.
La sincronicidad es el principio conector (cuando la imposibilidad de una explicación racional elimina la causa y el efecto) entre nuestras psiques y un acontecimiento externo, con el que albergamos la misteriosa sensación de que lo interior y lo exterior se enlazan. En la experiencia de un acontecimiento sincronístico, en lugar de sentirnos entidades aisladas y separadas en un mundo inconmensurable, advertimos la conexión con otros y con el universo en un nivel profundo y lleno de sentido. Esta conexión subyacente es el Tao eterno, y un acontecimiento sincronístico es una manifestación concreta del mismo.