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¿Qué es el Tao? ¿Qué es la danza?

SIENDO ADOLESCENTE FUI A LAS MONTAÑAS y permanecí en mi saco de dormir bajo las estrellas, contemplando la vastedad de la Vía Láctea, en las alturas. Mi alma experimentó lo que mis ojos vieron. Me inundó un sentimiento de reverencia y temor sagrado ante la inconmensurabilidad y la belleza del universo. Me sentí conmovida. Sentí la presencia de Dios en las montañas, en los árboles, en el inmenso cielo. Cuanto se cernía sobre mí y me envolvía y me acogía era ilimitado, eterno, y vivía. Me emocionó. En el cielo se sucederían jirones de nubes. Vería una estrella fugaz y pediría un deseo y, sin ser consciente del momento, cesaría la contemplación y llegaría el sueño. Me reconfortó. Luego llegaría la mañana, fresca y tonificante, y me despertaría para encontrar el cielo azul o gris, o alboreando, luminoso en tonos anaranjados o dorados. Ya no se avistaría estrella alguna en el cielo fúlgido. Sería el momento de levantarse y moverse, de continuar la actividad.

La mayor parte del tiempo estamos activos, imitando lo que es preciso hacer y rodeados de gente. Nos centramos en lo que tenemos delante, afanándonos en los bienes materiales de nuestras vidas, con el tiempo apresurado y el limitado espacio disponible. No podemos ver las estrellas con la luz de nuestro mundo cotidiano. Aún de noche, nuestra visión del cielo está limitada por las luces de nuestras ciudades y la contaminación de nuestras máquinas. Permanecemos recluidos en edificios, enclaustrados, privados de la naturaleza circundante; nos afanamos de tal modo con nuestros asuntos vespertinos que no somos capaces de alzar la mirada y experimentar el asombro del cielo nocturno. Pero, aunque no lo vemos, las estrellas siguen ahí. Hay un universo que continúa moviéndose, infinito, atemporal, en continua expansión, del cual formamos parte. Comprender esto intuitivamente, contemplando un fragmento de cielo nocturno, antes de caer de nuevo en el sueño, puede ser similar a lo que el estudiante zen persigue en la meditación: ese momento de iluminación repentina en la que se experimenta la visión del Tao.

Tanto si me encuentro bajo las estrellas o sentado en postura de meditación zazen, o sumido en la paz de la oración, el conocimiento intuitivo de que hay un universo reglado, o un sentido subyacente a cada experiencia, o una fuente original, con la cual «yo» estoy conectado, evoca siempre un sentimiento de reverencia. Esto es algo más intuido que pensado, por lo que las palabras que traten de explicarlo resultan inadecuadas; tal como comienza el Tao Te Ching, de Lao Tsé, «El Tao que puede ser expresado no es el Tao perpetuo»; sin embargo, los ejemplos ayudan a la comprensión, porque casi todos nosotros, frecuentemente en etapas tempranas de nuestra vida, hemos tenido una intimidad con lo que se llama el Tao.

Frederick Frranck, artista y autor del libro The Zen of Seeing: Seeing / Drawing as Meditation, escribió acerca de un momento de penetración intuitiva en esta realidad, que experimentó desde una perspectiva introvertida (así como la mía, bajo las estrellas, fue una percepción extrovertida de participación en algo que parecía «estar ahí fuera», aún incluyéndome a mí):

En una tarde sombría —yo tenía diez u once años—, me encontraba caminando por un camino rural. A mi izquierda se extendía un terreno de calabazas doradas; a mi derecha, algunas amarillentas coles de Bruselas. Sentí un copo de nieve en mi mejilla, y en la distancia, en el cielo gris carbón, advertí cómo se acercaba lentamente una tormenta de nieve. Me quedé quieto.

Ahora, algunos copos caían junto a mis pies. Unos pocos se derretían nada más tocar el suelo, otros quedaban enteros. Entonces oí cómo caía la nieve, con un suave siseo.

Me quedé paralizado, escuchando… y supe lo que nunca puede expresarse: que lo natural es sobrenatural, y que yo soy el ojo que escucha y el oído que ve, y que lo exterior ocurre en mí, que lo interior y lo exterior son inseparables.

Aunque estas palabras no pueden expresar de un modo completo o describir adecuadamente la esencia de algo que experimentamos intuitivamente, como el Tao o la realidad de Dios, porque tiene la naturaleza de una revelación, sí que pueden transmitir la idea. Hay buenas razones para discutir lo que no puede conocerse enteramente a través de las palabras —porque podemos preparar el modo en que sobrevendrá una experiencia—. El conocimiento intelectual y la aceptación de un concepto espiritual, unido a la receptividad y la abertura, ponen los cimientos para una experiencia intuitiva que puede acontecer más adelante. Como dice el proverbio oriental, «Cuando el alumno está preparado, el maestro vendrá».

El Tao eterno o gran Tao reviste muchos nombres, que representan la idea de que hay una ley eterna o un principio activo, fundamento de lo que aparece como un mundo en movimiento, sometido a un cambio perpetuo. Los taoístas se refirieron a él con varios nombres, incluyendo el de Unidad Original y Fuente, la Madre Cósmica, el Infinito e Inefable Principio de la Vida, el Uno. El Tao se ha definido en relación con el derecho, el orden moral, el principio, la naturaleza de las fuerzas vitales, la idea del mundo, el método o el camino. Algunos incluso lo han traducido como Dios. Richard Wilhelm, el sinólogo traductor del I Ching, tradujo el Tao como «sentido». En muchos aspectos, el concepto de Tao se asemeja al concepto griego de logos. En modernas traducciones al chino del Nuevo Testamento, logos se traduce como Tao; el Evangelio según san Juan comienza, pues, así: «En el principio era el Tao».

Todas las tentativas por explicar el Tao usan palabras que se apoyan en ideas abstractas o metáforas. El Tao Te Ching dice:

El Tao es un barco vacío, es usado pero nunca colmado… Se oculta en lo profundo pero siempre está presente… como agua que alumbra a los diez mil seres pero que no se esfuerza… No puede ser visto, está más allá de toda forma; no puede ser percibido; está más allá de todo sentido, no puede aprehenderse; es intangible… No se agota… El Tao está oculto y sin nombre, el Tao sólo nutre y lleva todas las cosas a su cumplimiento… Todo emerge del Tao… Es la fuente de los diez mil seres… El gran Tao fluye por doquier.

La experiencia del Tao o de un principio unificador en el universo con el que todas las cosas del mundo se emparentan es el fundamento de las más importantes religiones orientales: hinduismo, budismo, confucianismo, taoísmo y zen. Aunque cada religión pueda llamar a esta experiencia con un nombre diferente, la esencia de todas las variedades de esta experiencia fundamental es la misma. Todas sostienen que todos los fenómenos, animales, plantas y objetos, desde las partículas atómicas a las galaxias, son aspectos del «Uno».

En la Bhagavad-gita, el más conocido poema religioso del hinduismo, la instrucción espiritual del dios Krishna se basa en el concepto de que la miríada de cosas y la profusión de acontecimientos que nos circundan son manifestaciones de la misma realidad última, llamada Brahman, la esencia interior de todas las cosas; sus cualidades como son el Tao: sin principio, incomprensible, indescifrable, una esencia que transforma incesantemente todas las cosas, uniendo y constituyendo el fundamento de los numerosos dioses y diosas que son venerados. La manifestación del Brahman en el alma humana es Atman; el Atman es un aspecto de la realidad cósmica única del Brahman.

El budismo propone alcanzar, a través de la experiencia mística del despertar, la realidad del acintya donde todos los elementos son uno, la indivisa «mismidad» o tathata, que participa de la omnipresente esencia del Buda, la Dharmakaya. El zen enfatiza la experiencia de iluminación o satori, el conocimiento directo de la naturaleza del Buda en todas las cosas, donde las experiencias individuales constituyen una parte integrante del gran continuo de todo cuanto existe. Confucianismo y taoísmo son dos polos complementarios, uno pragmático, el otro místico; el fundamento de ambos es el concepto de Tao eterno.

Mientras la mayor parte de las religiones orientales están basadas en la percepción de la unidad y la interrelación de todas las cosas y acontecimientos, y conciben la multiplicidad de los diez mil seres como manifestaciones de una unidad primordial, la tradición judeocristiana ortodoxa privilegia dualidades opuestas: arriba Dios, abajo el hombre pecador; el alma opuesta al mundo; el espíritu luchando para vencer a la carne; el hombre recto resistiendo las tentaciones de Eva.

Hasta hace poco el concepto oriental de «totalidad» había estado ausente de la mentalidad científica occidental, que se centra en la experimentación múltiple basada en la causa y el efecto, en la que sólo puede considerarse una variable distinta en cada ocasión. La «unidad» entre el observador y lo observado era «impensable», y se la consideraba «demasiado ridícula» antes que un «conocimiento más allá del pensamiento». Sin embargo, con el advenimiento de la física cuántica y la teoría de la relatividad se operó una transformación radical.

Fritjof Capra, en The Tao of Physics, postula que la moderna física subatómica nos conduce a una visión de la realidad muy similar a la visión intuitiva de la mística oriental. La imagen de una red cósmica interconectada, de la que el observador humano es siempre partícipe, emerge de la física cuántica. En el nivel de las partículas subatómicas, la visión del mundo se vuelve muy oriental y mística; el tiempo y el espacio pasan a ser un continuo, la materia y la energía se intercambian, el observador y lo observado interactúan.

Me sorprende percatarme de que la «respuesta» a las preguntas acerca de la naturaleza del universo a las que la ciencia occidental está llegando mediante una maquinaria extraordinariamente sensible, cara y sofisticada, y mediante complejas fórmulas matemáticas difícilmente comprensibles, es, examinada claramente, la misma que la mística oriental, en solitaria meditación, conoce como el Tao perpetuo. Ambas, la ciencia occidental y la mística oriental, comparten dos aspectos básicos: la unidad y la interrelación de todos los fenómenos y la naturaleza intrínsecamente dinámica del universo.

La filosofía occidental, como la religión, ha estado dominada por la dualidad espíritu-materia. La división «cartesiana» de la naturaleza (de René Descartes) en dos mundos esencialmente diferentes, mente y materia, es un ejemplo fundamental de lo que ha dominado, junto a la clásica física «newtoniana», con su modelo mecánico del universo. Así como ha habido místicos occidentales en los reinos de la ortodoxia, hubo filósofos que concibieron un universo interrelacionado y en perpetuo cambio. Basta nombrar a dos de los más notables: Heráclito de Éfeso, que enseñaba que todo muda y se encuentra eternamente inmerso en el proceso del devenir, y Gottfried Wilhelm von Leibniz, que concibió al hombre como una expresión microcósmica del macrocosmos.

En psicología, sólo Carl Gustav Jung ha tratado este tema, describiendo los acontecimientos sincronísticos como manifestaciones del principio conector acausal que es equivalente al Tao. Teorizó que las personas, así como todos los objetos animados o inanimados, están vinculadas mediante un inconsciente colectivo. Al igual que la moderna física subatómica reconoce que el investigador afecta a la materia de estudio en el nivel de las partículas elementales, Jung sugirió que la psique del observador interactúa en ese momento con los acontecimientos del mundo exterior.

Jung describió la sincronicidad como un principio conector casual que se manifiesta mediante coincidencias significativas. No hay explicaciones racionales a estas situaciones en las que una persona tiene un pensamiento, un sueño, o un estado psicológico interno que coincide con un acontecimiento. Por ejemplo, una mujer tiene el sueño vívido de que la casa de su hermana está ardiendo e impulsivamente la telefonea para comprobar si se encuentra bien: hay fuego, y la llamada que la despertó quizás haya salvado su vida. O un investigador se atasca en un punto crucial y necesita cierta información abstrusa, muy técnica, y en una cena de recogida de fondos se encuentra inesperadamente sentado junto a la persona que posee esa información. Una mujer llega a una ciudad deseando encontrar a una antigua compañera de habitación; no la localiza, y al entrar en un ascensor atestado la encuentra en él. Pienso en alguien, suena el teléfono, y quien llama es la persona que tenía en mente.

Todos estos son ejemplos de sincronicidad, que varían desde lo dramático al lugar común. En cada situación, alguien se tropezó con una coincidencia y no pudo explicar cómo había ocurrido. Intuitivamente, cada acontecimiento fue significativo y abrió la posibilidad de que allí hubiera una conexión invisible, desconocida, o un modo en el que se desarrollan esos hechos.

Al decir que este fenómeno era «sincronicidad», Jung le dio un nombre. También señalo su importancia, diciendo que «la comprensión de la sincronicidad es la llave que abre la puerta a la percepción oriental de la totalidad, que nos parece tan misteriosa».

A través de la sincronicidad, la mente occidental puede llegar a conocer lo que representa el Tao. Como concepto, la sincronicidad tiende un puente entre Oriente y Occidente, filosofía y psicología, el hemisferio derecho e izquierdo del cerebro. La sincronicidad es el Tao de la psicología, pues relaciona el individuo con la totalidad. Si personalmente advertimos que la sincronicidad opera en nuestras vidas, nos sentimos conectados a los demás, antes que aislados y malavenidos; sentimos que formamos parte de un universo divino, dinámico e interrelacionado. Los acontecimientos sincronísticos nos ofrendan percepciones que pueden resultarnos útiles en nuestro crecimiento psicológico y espiritual, y acaso nos revelen, a partir de un conocimiento intuitivo, que nuestras vidas tienen sentido.

Cada vez que he sido consciente de una experiencia sincronística, he tenido el sentimiento añadido de un cierto carácter sagrado que la acompañaba. Cada vez que otra persona ha compartido un acontecimiento sincronístico conmigo, me he sentido partícipe privilegiada. Hay algo asombroso y humilde, y sin embargo emocionante y cómplice en el hecho de vislumbrar el Tao a partir de acontecimientos sincronísticos.

Al igual que no podemos ver las estrellas al mediodía, en nuestras mentes occidentales no se dan las condiciones adecuadas para «contemplar» un modelo de unidad subyacente. El reciente interés en el funcionamiento de los hemisferios derecho e izquierdo del cerebro puede explicar por qué las condiciones de percepción no son propicias. Hemos estimulado un cierto tipo de conciencia en desmedro de otra. La investigación sobre el funcionamiento del cerebro muestra cómo en ocasiones es correcto afirmar: «Me encuentro dividido en este aspecto»; porque, en efecto, tenemos dos mentes que funcionan de un modo distinto. Como la noche y el día, los hemisferios derecho e izquierdo del cerebro son diferentes en su manera de percibir y en el modo en que desarrollan su actividad.

El hemisferio izquierdo aloja nuestros centros lingüísticos, controla la mitad derecha de nuestro cuerpo y emplea la lógica y el razonamiento del pensamiento discursivo para establecer juicios y conclusiones. Se centra en cuanto es tangible y mesurable; la modalidad de pensamiento del «cerebro izquierdo» es la base para toda observación y experimentación científicas. El hemisferio izquierdo percibe los «fragmentos» o «partes» y las relaciones de causa y efecto entre ellos, antes que la imagen de un conjunto interactivo. Su relación con el mundo es contemplarlo como algo ajeno, algo que es preciso explotar o dominar: su estilo es activo y «masculino».

El hemisferio cerebral derecho es bastante diferente: más que las palabras, sus herramientas son las imágenes. Conoce, a partir de la intuición, lo que significa la totalidad de una imagen, y también experimenta la sensación de cómo esta emerge y se transforma. El «cerebro derecho» puede albergar ambigüedades y contrarios. Antes que centrarse en una parte o detalle, aprehende la totalidad del acontecimiento, y puede percibir y pensar simultáneamente acerca de lo que capta. El hemisferio derecho establece comparaciones a partir de metáforas antes que de mediciones. Su estilo es reflexivo y receptivo, un modo más «femenino» que el del hemisferio izquierdo.

La cultura masculina de la sociedad accidental ha menospreciado el funcionamiento del hemisferio derecho, y nuestra experiencia colectiva e individual se ha visto empobrecida por esa devaluación. Se desprecia la intuición como mera «intuición femenina»; reaccionar emocionalmente a determinadas situaciones se considera de niños pequeños, a los que se obliga a ser lógicos indefinidamente. El mensaje de nuestra cultura es que los artistas, los músicos, lo poetas y las mujeres pueden operar mediante estas vías «inferiores», pero que los hombres de verdad no lo hacen. En consecuencia cuanto no pueda percibirse a través de los cinco sentidos y no sea susceptible de ser pensado se considera de escaso valor, y poco a poco muchos individuos dejan de experimentar lo que significa conmoverse ante una melodía o un símbolo, o de tener intuiciones acerca de una realidad subyacente.

De este modo, la civilización occidental ha permitido que una mitad del cerebro devalúe, reprima y sojuzgue las percepciones intuitivas de la otra. A través de la intuición podemos experimentar la totalidad y las conexiones subyacentes, o patrones invisibles a los sentidos, que han sido tan determinantes en el pensamiento oriental. No necesitamos viajar a Oriente para concienciarnos de su sabiduría; antes bien, como el potencial de percepción reside en nosotros mismos, y sólo es necesario despertarlo, el viaje a Oriente es en realidad un viaje interior.

A pesar de lo valioso que es el intelecto, tiene limitaciones relacionadas con la cuestión del «todo y la parte»; R. H. Blyth, el erudito de los haikus, lo escribe así: «El intelecto puede comprender cada parte de una cosa como una parte aislada, pero no como un todo. Puede comprender algo en lo que Dios no esté». Sentir el Tao eterno requiere que nuestra conciencia perciba a través de los mecanismos del hemisferio derecho del cerebro, soslayando los procedimientos analíticos y escépticos del hemisferio izquierdo. Como observó Goethe, cuando diseccionamos cometemos un asesinato; cuando exigimos que todo sea procesado a través de los mecanismos de lógica computacional del hemisferio izquierdo, matamos la vitalidad de la experiencia, asesinamos el espíritu y negamos el alma.

Con nuestra insistencia en que el método científico es el único medio de conocer el mundo, mantenemos cerradas las puertas de la percepción, la sabiduría de Oriente nos es negada, y nuestro propio mundo interior queda limitado. Oriente y Occidente son dos mitades de un todo; representan los dos aspectos internos de cada individuo, hombre o mujer. La escisión psicológica puede curarse a través de una unión interior, que permita un flujo entre los hemisferios izquierdo y derecho, entre lo científico y lo espiritual, lo masculino y lo femenino, el yin y el yang.

En el momento en que, con nuestra conciencia occidental, también seamos capaces de percibir una realidad espiritual, acaso sea posible que nos volvamos conscientes de ser individuos aislados pero unidos a un todo más vasto: de vivir en un mundo con un tiempo lineal, pero capaces de experimentar la atemporalidad de una realidad eterna de la que somos parte; de ver la luz diurna tanto como con visión nocturna, entonces sentimos nuestra conciencia en movimiento, ya no detenida.

T. S. Eliot explora esta interacción en sus Cuatro cuartetos. En uno de esos poemas, «Burnt Norton», un pasaje nos transmite específicamente la relación entre un «punto inmóvil» y la «danza», que es como el Tao subyacente a todo movimiento o como la quietud de Dios en el meollo de toda actividad.

En el punto inmóvil del universo mudable. Ni encarnado ni desencarnado; ni desde ni hacia: en el punto inmóvil ocurre la danza; ni detención ni movimiento. No llamemos inmovilidad al lugar donde se unen el pasado y el futuro. Ningún movimiento desde o hacia. Ni ascensión ni declive. Salvo por el punto, el punto inmóvil, no habría danza, y sólo hay danza.

Continuando con la metáfora de Eliot, somos parte de una danza en la que nada de lo que acontece o nos acontece se repite con total exactitud, mientras que el principio conector subyacente al que está vinculado todo en el universo, incluyéndonos a nosotros, permanece siempre idéntico a sí mismo.