Sábado 6 de febrero de 1692
Espoleada por un frío penetrante, Mercy Griggs azotó con su látigo el lomo de la yegua. El animal aceleró el paso y tiró sin esfuerzo del trineo sobre la nieve compacta. Mercy se arrebujó aún más en el cuello alto de su chaquetón de piel de foca y enlazó las manos dentro del manguito, en un vano esfuerzo por protegerse del frío ártico.
Era un día claro, sin viento, y brillaba un sol pálido que, desterrado por la estación a su trayectoria sur, luchaba por iluminar el paisaje nevado, sojuzgado por el cruel invierno de Nueva Inglaterra. Incluso a mediodía los troncos de los árboles deshojados proyectaban largas sombras de color violeta que se extendían hacia el norte. Masas congeladas de humo colgaban inmóviles sobre las chimeneas de las granjas dispersas, como petrificadas contra el azul cielo polar.
Mercy había viajado durante casi media hora. Después de salir de su casa, situada al pie de la colina Leach, en el Royal Side, se había dirigido hacia el sudoeste por Ipswich Road.
Había cruzado los puentes sobre los ríos Frost Fish, Crane y Cow House, y en ese momento entraba en el barrio de Northfield de la ciudad de Salem. Desde aquel punto, el centro de la ciudad sólo distaba tres kilómetros.
Pero Mercy no iba a la ciudad. Cuando dejó atrás la granja de Jacob, vio el lugar al que se dirigía. Era la casa de Ronald Stewart, un próspero comerciante y naviero. Lo que había arrancado a Mercy de su cálido hogar en un día tan frío era la preocupación propia de un buen vecino, mezclada con cierta curiosidad. En aquel momento, la casa de los Stewart era la fuente de las habladurías más interesantes.
Detuvo la yegua frente a la casa y contempló el edificio.
Sin lugar a dudas, era una buena muestra de que el señor Stewart era un comerciante perspicaz. Se trataba de un edificio impresionante, con multitud de gabletes, paredes de chilla parda, y rematado por un tejado de la mejor pizarra. Los cristales en forma de diamante de las numerosas ventanas eran de importación. Lo más impresionante de todo eran los trabajados pinjantes que colgaban de las esquinas de la planta superior. En conjunto, la casa parecía más adecuada para el centro de la ciudad que para el campo.
Mercy aguardó, confiada en que las campanillas del arnés del caballo habrían anunciado su llegada. A la derecha de la puerta principal había otro caballo con su trineo, lo cual daba a entender que ya habían llegado otras visitas. El caballo estaba cubierto por una manta. De sus fosas nasales brotaban intermitentes oleadas de vapor que se desvanecían al instante en el aire seco.
Mercy no tuvo que esperar mucho rato. La puerta se abrió casi de inmediato y en el umbral apareció una mujer de unos veintisiete años, cabello oscuro como ala de cuervo y ojos verdes. Mercy sabía que era Elizabeth Stewart. Acunaba en sus brazos un mosquete. Una multitud de rostros infantiles curiosos asomaron alrededor de ella. Con aquella temperatura no era frecuente que la gente visitase una casa tan aislada.
—Soy Mercy Griggs —anunció la visitante—, esposa del doctor William Griggs, y he venido a desearles buenos días.
—Es un placer —contestó Elizabeth—. Entre a tomar un poco de sidra caliente para aplacar el frío de sus huesos.
Elizabeth apoyó el mosquete contra la parte interior del marco de la puerta y ordenó a su hijo mayor, Jonathan, de nueve años, que resguardara y atase el caballo de la señora Griggs.
Mercy entró muy complacida en la casa y siguió a Elizabeth hasta el salón. Cuando pasó junto al mosquete, le echó un vistazo. Elizabeth siguió la dirección de su mirada.
—Crecí en las tierras salvajes de Andover —explicó—. A todas horas teníamos que estar atentos a la aparición de los indios.
—Entiendo —dijo Mercy, si bien nunca había visto a una mujer empuñar un arma.
Vaciló un instante en el umbral de la cocina y contempló la escena doméstica, que recordaba más a una escuela que a una casa. Había más de media docena de niños.
En el hogar, un generoso fuego proyectaba un calor sumamente agradable. Una multitud de aromas atrayentes impregnaba la estancia. Algunos procedían de una olla en que cocía lentamente estofado de cerdo, suspendida sobre el fuego mediante una cadena; otros surgían de un cuenco ancho donde se enfriaba un pastel de maíz. Sin embargo, la mayor parte salía del horno empotrado al fondo del hogar. En su interior, varias hogazas de pan estaban adquiriendo un color dorado oscuro.
—Ruego a Dios no ser inoportuna —dijo Mercy.
—Cielos, no —contestó Elizabeth, mientras cogía el chaquetón de Mercy y la conducía a una silla cercana al fuego—. Después de aguantar a estos críos ingobernables, su visita es un consuelo para mí, pero me ha sorprendido horneando pan, y he de quitarlo.
Cogió una pala de mango ancho y con breves y diestros movimientos extrajo una a una las ocho hogazas. Después, las dejó a enfriar sobre la larga mesa de caballete que dominaba el centro de la cocina.
Mercy contempló trabajar a Elizabeth y observó que era una mujer atractiva, de pómulos altos, tez pálida y figura esbelta. También era evidente que se sentía a sus anchas en aquel lugar, a juzgar por la forma en que horneaba el pan y la habilidad que demostraba al alimentar el fuego y ajustar las cadenas de las que colgaba la olla. Al mismo tiempo, Mercy percibió algo inquietante en la personalidad de Elizabeth.
Carecía de la docilidad y humildad cristianas imprescindibles. De hecho, daba la impresión de poseer la presteza y un descaro impropios de una mujer puritana cuyo marido estaba en Europa. Mercy empezó a pensar que las habladurías tenían más base de lo que había pensado.
—El aroma de este pan tiene un toque picante muy peculiar —dijo Mercy, cuando se inclinó sobre las hogazas puestas a enfriar.
—Es pan de centeno —explicó Elizabeth, mientras introducía ocho hogazas más en el horno.
—¿Pan de centeno? —preguntó Mercy. Sólo los granjeros más pobres de las tierras pantanosas comían pan de centeno.
—Crecí comiendo pan de centeno. Me gusta su sabor especiado. Quizá se pregunta usted por qué horneo tantas hogazas. El motivo es que pienso alentar a todo el pueblo a utilizar centeno para conservar las existencias de trigo. Como ya sabe, el clima ha sido frío y húmedo en primavera y verano, y ahora este terrible invierno ha estropeado los cultivos.
—Una idea muy noble, pero tal vez sea un tema que los hombres deban hablar en la asamblea de la ciudad.
Elizabeth lanzó entonces una carcajada, y al observar la expresión de sorpresa de Mercy, se explicó.
—Los hombres no piensan en términos prácticos. Están más preocupados por la polémica entre el pueblo y la ciudad. Además, no sólo está el problema de la mala cosecha. Las mujeres hemos de pensar en los refugiados de los ataques indios, pues la guerra del rey Guillermo ya lleva cuatro años y aún no se vislumbra el final.
—El lugar de una mujer es su casa… —empezó Mercy, pero se interrumpió, sorprendida por la impertinencia de Elizabeth.
—También he animado a la gente a acoger refugiados en sus casas —siguió Elizabeth, mientras se limpiaba la harina de las manos en el delantal—. Acogimos a dos niños después del ataque a Casco, Maine, del cual en mayo hizo un año.
Elizabeth llamó a los niños e interrumpió sus juegos. Insistió en que se acercaran a conocer a la esposa del médico.
Elizabeth presentó primero a Rebecca Sheaff, de doce años, y a Mary Roots, de nueve. Ambas habían quedado huérfanas durante el ataque a Casco, pero ahora parecían sanas y felices. A continuación, Elizabeth presentó a Joanna, de trece años, hija de un matrimonio anterior de Ronald.
Después, vinieron sus hijos: Sarah, de diez años, Jonathan, de nueve, y Daniel, de tres. Por fin, Elizabeth presentó a Ann Putnam, de doce años, Abigail Williams, de once, y Betty Parris, de nueve, que habían venido a verla desde el pueblo de Salem.
Después de que los niños saludaran obedientemente a Mercy, se les permitió reanudar sus juegos. Mercy observó que incluían varios vasos de agua y huevos frescos.
—Me sorprende ver niños del pueblo aquí —comentó.
—Pedí a mis hijos que los invitaran —dijo Elizabeth—. Todos asisten a la escuela del Royal Side y se han hecho amigos. Preferí que mis hijos no fueran a la escuela de la ciudad de Salem, con tanta gentuza y rufianes.
—Comprendo.
—Enviaré a los niños a casa con hogazas de pan de centeno. —Elizabeth sonrió—. Será más eficaz que dar a sus familias una simple sugerencia.
Mercy asintió, pero no hizo comentarios. Elizabeth era arrolladora.
—¿Quiere una hogaza? —preguntó Elizabeth.
—Oh, no, gracias —respondió Mercy—. Mi marido, el doctor, nunca come pan de centeno. En su opinión es demasiado basto.
Cuando Elizabeth volvió a concentrarse en su segunda hornada de pan, Mercy echó un vistazo a la cocina. Reparó en una rueda de queso que acababa de ser retirada de la prensa. Vio una jarra de sidra en la esquina del hogar. Después, observó algo más extraño. Varios muñecos hechos de madera pintada y tela muy bien cosida se alineaban en el antepecho de la ventana. Cada uno iba vestido con la indumentaria de un oficio determinado. Había un comerciante, un herrero, un ama de casa, un carretero, incluso un médico. El médico iba vestido de negro, con un cuello de encaje almidonado.
Mercy se levantó y caminó hasta la ventana. Levantó el muñeco vestido de médico. Tenía una aguja larga clavada en el pecho.
—¿Qué son estas figuras? —preguntó, sin apenas disimular su preocupación.
—Muñecos que hago para los niños huérfanos —contestó Elizabeth, sin levantar la vista del pan. Retiraba cada hogaza, extendía mantequilla sobre la parte superior, y luego volvía a introducirla en el horno—. Mi difunta madre, Dios la tenga en la gloria, me enseñó a hacerlos.
—¿Por qué tiene éste una aguja clavada en el corazón? —preguntó Mercy.
—El vestido está sin terminar. Siempre pierdo la aguja, y son muy necesarias.
Mercy devolvió el muñeco a su sitio y se restregó involuntariamente las manos. Cualquier cosa que sugiriera magia y ocultismo la ponía nerviosa. Se volvió hacia los niños y, después de observarlos un momento, preguntó a Elizabeth qué estaban haciendo.
—Es un truco que me enseñó mi madre —contestó Elizabeth al tiempo que introducía la última hogaza en el horno—. Es una forma de adivinar el futuro mediante la interpretación de las formas que adopta un huevo blanco metido en el agua.
—Pídales que paren de inmediato —dijo Mercy, alarmada.
Elizabeth levantó la vista y miró a su visitante.
—¿Por qué?
—Es magia blanca —la reprendió Mercy.
—Es una diversión inofensiva. Sirve para que los niños se distraigan, cuando el invierno los obliga a permanecer encerrados. Mi hermana y yo lo hicimos muchas veces para tratar de averiguar el oficio de nuestros futuros maridos. —Elizabeth rió—. Nunca me reveló que me casaría con un naviero y me trasladaría a Salem, por supuesto. Pensaba que iba a ser la esposa de un granjero pobre.
—La magia blanca conduce a la magia negra, y la magia negra es aborrecible a los ojos de Dios. Es obra del diablo.
—Nunca perjudicó a mi hermana, ni a mí. Ni a mi madre, por cierto.
—Su madre está muerta —dijo Mercy con severidad.
—Sí, pero…
—Es brujería —continuó Mercy. La sangre se le subió a las mejillas—. Ninguna brujería es inofensiva. Recuerde la mala época que estamos viviendo, con la guerra y la epidemia de viruela que asoló Boston el año pasado. El reverendo Parris nos dijo en su sermón del domingo que esas cosas horribles suceden porque la gente no respeta la alianza con Dios y permite la negligencia en la observancia religiosa.
—No creo que este juego infantil perjudique la alianza con Dios, y no nos hemos mostrado negligentes en nuestras obligaciones religiosas.
—Dedicarse a la magia es una forma de negligencia, así como tolerar a los cuáqueros.
Elizabeth desechó la idea con un ademán.
—Esos problemas están más allá de mi alcance. No entiendo qué tienen de malo los cuáqueros, pues son gente pacífica y muy trabajadora.
—No debe expresar en público tales opiniones —advirtió Mercy—. El reverendo Increase Mather ha dicho que los cuáqueros se hallan bajo el efecto de una poderosa ilusión, obra del demonio. Quizá debería usted leer el libro del reverendo Cotton Mather, Consejos a tener en cuenta relativos a la brujería y las posesiones. Si quiere puedo prestárselo, ya que mi marido lo compró en Boston. El reverendo Mather afirma que las malas épocas que estamos padeciendo se deben al deseo diabólico de que devolvamos nuestro Israel de Nueva Inglaterra a sus hijos, los pieles rojas.
Elizabeth ordenó a los niños que bajaran la voz. Sus gritos habían llegado a un punto máximo. De todos modos, los silenció más para interrumpir el sermón de Mercy que para apaciguar su conversación excitada. Miró a Mercy y dijo que agradecería mucho la oportunidad de leer el libro.
—Hablando de temas religiosos —dijo Mercy—, ¿iba pensado su esposo en hacerse miembro de la iglesia del pueblo? Es un terrateniente, de modo que será bienvenido.
—No lo sé —contestó Elizabeth—. Nunca hemos hablado de eso.
—Necesitamos apoyo. La familia Porter y sus amigos se niegan a pagar su contribución al reverendo Parris. ¿Cuándo regresará su marido?
—En primavera.
—¿Por qué fue a Europa?
—Está construyendo una nueva clase de barco al que llaman fragata. Dice que será veloz y capaz de defenderse contra los corsarios franceses y los piratas del Caribe.
Después de tocar con la palma de una mano las hogazas puestas a enfriar, Elizabeth llamó a los niños para avisarles de que ya era hora de comer. Cuando se acercaron a la mesa, preguntó si querían pan recién horneado. Aunque sus hijos rehusaron, Ann Putnam, Abigail Williams y Betty Parris aceptaron sin vacilar. Elizabeth abrió una trampilla situada en la esquina de la cocina y envió a Sara a buscar más mantequilla a la despensa.
La trampilla intrigó a Mercy.
—Fue idea de Ronald —explicó Elizabeth—. Funciona como la escotilla de un barco y permite acceder al sótano sin necesidad de salir de la casa.
En cuanto los niños tuvieron delante su plato de estofado de cerdo y gruesas rebanadas de pan, según el caso, Elizabeth sirvió para ella y para Mercy sendas tazas de sidra caliente. A fin de no tener que soportar el parloteo de los niños, llevaron las tazas al salón.
—¡Caramba! —exclamó Mercy.
Sus ojos habían reparado de inmediato en un retrato bastante grande de Elizabeth que colgaba sobre la repisa de la chimenea. Su sorprendente realismo la asombró, sobre todo los radiantes ojos verdes. Por un momento, se quedó petrificada en el centro del salón, en tanto Elizabeth reavivaba con destreza el fuego, que se había reducido a unos rescoldos humeantes.
—Luce usted un vestido muy… revelador —dijo Mercy—, y no lleva adornos en la cabeza.
—Al principio, el cuadro me perturbó —admitió Elizabeth. Se irguió y dispuso dos sillas frente al fuego—. Fue idea de Ronald. Le gusta. Ahora, apenas me fijo en él.
—Es muy papista —dijo Mercy con tono despectivo. Movió la silla para no tener que ver el cuadro. Bebió un sorbo de sidra y trató de organizar sus pensamientos. La visita no iba como había imaginado. El carácter de Elizabeth era desconcertante. Mercy aún tenía que abordar el tema del motivo de su visita. Carraspeó, y dijo—: He oído un rumor. Estoy segura de que carece de toda veracidad. He oído que usted y su esposo tienen la intención de comprar la propiedad de Northfields.
—No es un rumor —contestó Elizabeth con desenvoltura—. Se hará. Poseeremos tierras a ambas orillas del río Wooleston. La zona se extiende incluso hasta el pueblo de Salem, y limita con las parcelas de Ronald.
—Pero los Putnam querían comprar la tierra —dijo Mercy indignada—. Es importante para ellos. Necesitan acceso al agua para sus actividades, en particular las herrerías. Su único problema reside en los fondos necesarios, para lo cual deberán esperar a la próxima cosecha. Se enfadarán mucho si ustedes perseveran, y tratarán de impedir la venta.
Elizabeth se encogió de hombros.
—Ya tengo el dinero. Quiero la tierra porque deseamos construir una casa nueva que nos permita acoger a más huérfanos. —Elizabeth estaba radiante de entusiasmo y sus ojos centelleaban—. Daniel Andrew ha accedido a diseñar y construir la casa. Será una gran casa de ladrillo, como ésas de Londres.
Mercy no daba crédito a lo que oía. El orgullo y la codicia de Elizabeth no conocían límites. Mercy tragó con dificultad otro sorbo de sidra, y preguntó:
—¿Sabe que Daniel Andrew está casado con Sarah Potter?
—Lo sé —contestó Elizabeth—. Antes de que Ronald partiera, vinieron a casa.
—¿Cómo es que usted y su esposo tienen acceso a cantidades tan enormes de dinero, si me permite la pregunta?
—A causa de las demandas de la guerra, la empresa de Ronald marcha excepcionalmente bien.
—Aprovechándose de las desgracias ajenas —sentenció Mercy.
—Ronald prefiere decir que proporciona material muy necesario.
Mercy miró un momento a los brillantes ojos verdes de Elizabeth. Estaba doblemente consternada, pues daba la impresión de que Elizabeth no era consciente de su transgresión. De hecho, le dedicó una sonrisa radiante y sostuvo su mirada, mientras bebía su sidra con placer.
—El rumor había llegado a mis oídos —dijo por fin Mercy—, pero me negué a creerlo. Todo este asunto es anormal, con su marido ausente. No entra en los planes de Dios, y debo advertirle, señora Stewart, que la gente del pueblo cuchichea. Dice que usted no se comporta como la hija de un granjero.
—Siempre seré la hija de mi padre —contestó Elizabeth—, pero ahora soy la esposa de un comerciante.
Antes de que Mercy pudiera replicar, se oyó un tremendo estruendo y multitud de chillidos surgieron de la cocina. El repentino ruido provocó que Elizabeth y Mercy se levantaran, aterrorizadas. Elizabeth, seguida de Mercy, corrió a la cocina y se apoderó del mosquete sin aminorar el paso.
La mesa de caballete estaba volcada. Por el suelo había diseminados cuencos de madera, vacíos de estofado. Ann Putnam iba dando tumbos por la habitación al tiempo que se desgarraba la ropa, tropezaba con los muebles y gritaba que alguien la mordía. Los demás niños se habían acurrucado contra la pared, paralizados de horror.
Elizabeth dejó el arma, corrió hacia Ann y la agarró por los hombros.
—¿Qué te ocurre, pequeña? —preguntó—. ¿Qué te está mordiendo?
Por un momento, Ann permaneció inmóvil. Sus ojos habían adoptado una apariencia vidriosa y vaga.
—¡Ann! —exclamó Elizabeth—. ¿Qué te pasa?
La boca de Ann se abrió, hasta que su lengua sobresalió casi por completo, mientras su cuerpo era presa de movimientos espasmódicos. Elizabeth intentó sujetarla, pero la niña se debatió con fuerza sorprendente y se llevó las manos a la garganta.
—No puedo respirar —dijo con voz ahogada—. ¡Ayúdame! Me estoy estrangulando.
—Llevémosla arriba —gritó Elizabeth a Mercy.
Entre ambas, cargaron casi a rastras a la niña hasta la planta superior. En cuanto la tendieron en la cama, empezaron las convulsiones.
—Ha sido presa de un ataque horrendo —dijo Mercy—. Creo que iré a buscar a mi marido, el médico.
—¡Por favor! —suplicó Elizabeth—. ¡Dése prisa!
Mercy sacudió la cabeza con expresión de desaliento mientras bajaba por la escalera. Después de haberse recuperado de la conmoción inicial, la calamidad no la sorprendía, porque conocía su causa. Era la brujería. Elizabeth había invitado al demonio a su casa.
Martes 12 de julio de 1692
Ronald Stewart abrió la boca del camarote y salió a cubierta y al aire frío de la mañana, ataviado con sus mejores pantalones largos hasta la rodilla, su chaleco escarlata con volantes almidonados e incluso su peluca empolvada. Rebosaba entusiasmo. Acababan de rodear Naugus Point, junto a Marblehead, y habían tomado un curso que les conduciría directamente a la ciudad de Salem. A proa, ya se veía el muelle de Turner.
—No recojamos velas hasta el último momento —indicó Ronald al capitán Allen, que se encontraba de pie al timón—. Quiero que la gente de la ciudad vea la velocidad que alcanza este barco.
—Sí, sí, señor —respondió el capitán Allen.
Ronald apoyó su cuerpo robusto y musculoso sobre la regata, mientras la brisa del mar acariciaba su rostro ancho y bronceado. Contempló con alegría los lugares que conocía tan bien. Era maravilloso volver a casa, aunque no podía evitar cierto grado de ansiedad. Había estado ausente durante casi seis meses, dos más de lo previsto, y no había recibido ni una sola carta. Suecia se le había antojado el fin del mundo.
Se preguntó si Elizabeth habría recibido alguna de las misivas que le había enviado. No existían garantías de la entrega, puesto que no se había encontrado con ningún barco que fuera directamente a la colonia, ni siquiera a Londres.
—¡Ahora! —gritó el capitán Allen cuando se acercaron a tierra—. De lo contrario, este barco se subirá al muelle y no parará hasta Essex Street.
—¡Dé las órdenes! —exclamó a su vez Ronald.
Los hombres se precipitaron hacia la arboladura, siguiendo las órdenes del capitán, y al cabo de pocos minutos las enormes bordadas de lona quedaron atadas a los palos. El barco perdió velocidad. Ronald observó un bote que se encontraba a cien metros del muelle y avanzaba hacia el barco con toda la velocidad de sus remos. Cuando estuvo lo bastante cerca, Ronald reconoció a su empleado Chester Procter, de pie en la proa. Ronald agitó la mano, muy contento, pero Chester no le devolvió el saludo.
—¡Bienvenido! —exclamó Ronald cuando se le pudo oír desde el bote.
Chester guardó silencio. Cuando la pequeña embarcación se colocó al lado del barco, Ronald advirtió que el rostro enjuto de su empleado estaba tenso, con la boca apretada. La preocupación aplacó el entusiasmo de Ronald. Algo había ocurrido.
—Será mejor que venga a tierra de inmediato, señor —dijo el empleado en cuanto el bote quedó sujeto contra el barco.
Lanzaron una escalerilla hasta el bote, y Ronald, tras una veloz consulta con el capitán, descendió. En cuanto estuvo sentado en la popa, partieron. Chester tomó asiento a su lado. Los dos dieron la espalda a los remos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Ronald, temeroso de saber la respuesta.
Su principal miedo era que los indios hubieran atacado su casa. Poco antes de marcharse se había enterado de que habían llegado hasta una población tan cercana como Andover.
—En Salem han tenido lugar terribles acontecimientos —dijo Chester, que parecía agitado y muy nervioso—. La Providencia lo ha devuelto a casa apenas a tiempo, señor. Temíamos que llegase demasiado tarde.
—¿Se trata de mis hijos? —preguntó Ronald, alarmado.
—No, señor, ellos están sanos y salvos. Es su esposa, Elizabeth. La encarcelaron hace muchos meses.
—¿Bajo qué acusación?
—Brujería. Le pido perdón por ser el portador de tan terrible noticia, señor. Ha sido condenada por un tribunal especial y será ejecutada el próximo martes.
—Eso es absurdo —rugió Ronald—. ¡Mi mujer no es una bruja!
—Ya lo sé, pero desde febrero la ciudad vive obsesionada por la brujería y casi un centenar de personas han sido acusadas. Ya se ha producido una ejecución: Bridget Bishop, el 10 de junio.
—La conocía —dijo Ronald—. Era una mujer de temperamento fuerte. Regentaba la taberna no autorizada de Ipswich Road, pero ¿una bruja? Me parece improbable. ¿Cuál ha sido la causa de ese temor a los poderes maléficos?
—Los «ataques». Ciertas mujeres, en su mayoría jóvenes, se han visto afectadas de una forma muy penosa.
—¿Ha sido usted testigo de esos ataques, señor Procter?
—Oh, sí. Toda la ciudad los ha visto en los juicios celebrados ante los magistrados. Es un espectáculo terrible. Las víctimas profieren chillidos de dolor y pierden la razón. Se quedan ciegas, sordas o mudas, y en ocasiones las tres cosas al mismo tiempo. Se agitan peor que los cuáqueros y gritan que seres invisibles las muerden. Les asoma la lengua por la boca, como si la tuviesen hinchada. Lo peor es que sus articulaciones se doblan como si fueran a romperse.
Un torbellino de pensamientos se había desencadenado en la mente de Ronald. Aquel giro de los acontecimientos era de lo más inesperado. El sol de la mañana hizo que el sudor perlase su frente. Airado, se quitó la peluca de la cabeza y la tiró al suelo de la embarcación. Intentó pensar en una solución.
—Un carruaje nos está esperando —dijo Chester cuando llegaron al muelle, rompiendo el angustioso silencio—. Pensé que querríais ir directamente a la cárcel.
—Sí —respondió Ronald lacónicamente. Desembarcaron y se encaminaron a toda prisa a la calle.
Subieron al vehículo y Chester cogió las riendas. Azotó los caballos, que se pusieron en movimiento. El carruaje traqueteó sobre el muelle de adoquines. Ninguno de los dos hombres habló.
—¿Por qué se llegó a la conclusión de que esos ataques eran causados por la brujería? —preguntó Ronald cuando llegaron a Essex Street.
—Lo dijo el doctor Griggs. Después, lo corroboraron el reverendo Parris, del pueblo, y todo el mundo, incluidos los magistrados.
—¿A qué se debió su convencimiento?
—Quedó patente en los juicios. Todo el mundo pudo ver cómo atormentaban los acusados a sus víctimas, y cómo éstas se sentían aliviadas al instante cuando los acusados las tocaban.
—Pero ¿no las tocaban para atormentarlas?
—Eran los espectros de los acusados quienes obraban el mal —explicó Chester—, y sólo las víctimas podían ver a los espectros. Fue así como las víctimas identificaron a los acusados.
—¿Mi esposa fue acusada de esa forma?
—En efecto. Por Ann Putnam, hija de Thomas Putnam, del pueblo de Salem.
—Conozco a Thomas Putnam. Un hombre pequeño y colérico.
—Ann Putnam fue la primera víctima —dijo Chester con tono vacilante—. Sufrió el primer ataque en la cocina de su casa, señor, a principios de febrero. Sigue aquejada hasta el día de hoy, al igual que su madre, Ann.
—¿Y mis hijos? ¿También están aquejados?
—Vuestros hijos se han salvado.
—Alabado sea el Señor.
Doblaron por Prison Lane. Los dos hombres guardaron silencio. Cuando estuvieron delante de la cárcel, Chester tiró de las riendas. Ronald le dijo que esperara y descendió del carruaje. Buscó consternado al carcelero, William Dounton.
Lo encontró en su sucio despacho, comiendo pan de maíz recién llegado de la panadería. Era un hombre obeso, con una mata desgreñada de cabello grasiento y una nariz encarnada y protuberante. Ronald lo despreciaba, pues sabía que era un sádico consumado y se complacía torturando a los reclusos.
Dounton reaccionó con evidente desagrado ante la aparición de Ronald. Se puso de pie de un salto y se atrincheró detrás de su silla.
—Los condenados no pueden recibir visitas —graznó, con la boca llena de pan—, por orden del magistrado Hathorne.
Ronald, que apenas podía controlarse, agarró a William por su camisa de lana y le acercó la cara a escasos centímetros de la suya.
—Si ha maltratado a mi esposa, responderá ante mí —rugió.
—No ha sido culpa mía, sino de las autoridades. He de respetar sus órdenes.
—Lléveme con ella —replicó Ronald.
—Pero… —logró articular Dounton, antes de que Ronald aumentara la presión y le atenazara la garganta. El carcelero emitió un gorgoteo. Ronald abrió un poco el puño. Dounton tosió y sacó las llaves. Ronald lo soltó y caminó detrás de él.
—Informaré de esto —masculló el carcelero, mientras abría la pesada puerta de roble.
—No será necesario —contestó Ronald—. En cuanto salga de aquí, iré directamente a ver al magistrado y se lo diré personalmente.
Tras dejar atrás la puerta de roble, pasaron por delante de varias celdas. Todas estaban llenas. Los reclusos miraron a Ronald con ojos vidriosos. Algunos lo reconocieron, pero él no les habló. El lugar estaba sumido en un pesado silencio. El olor era tan desagradable que Ronald tuvo que sacar un pañuelo y llevárselo a la nariz.
Dounton se detuvo en lo alto de una escalera de piedra y encendió una vela; después se abrió otra maciza puerta de roble, y ambos descendieron a la peor zona de la prisión. El hedor era sobrecogedor. El sótano consistía en dos grandes habitaciones. Las paredes eran de granito y rezumaban humedad. Los numerosos prisioneros estaban encadenados a las paredes o al suelo mediante grilletes que les sujetaban por las muñecas, las piernas o ambos. Ronald tuvo que pasar por encima de gente para seguir a William. Apenas quedaba sitio para otra persona.
—Un momento —dijo Ronald.
William se detuvo y dio media vuelta.
Ronald se agachó. Había reconocido a una mujer a la que siempre había considerado extremadamente devota.
—¿Rebecca Nurse? —preguntó—. ¿Qué hace aquí, en el nombre de Dios?
Rebecca sacudió la cabeza lentamente.
—Sólo Dios lo sabe —logró articular.
Ronald se levantó, presa de una repentina debilidad. Era como si la ciudad hubiera enloquecido.
—Por aquí —dijo Dounton, y señaló hacia la esquina del fondo—. Acabemos de una vez.
Ronald lo siguió. La compasión se había impuesto a su cólera. El carcelero se detuvo y Ronald bajó la vista. A la luz de la vela, apenas pudo reconocer a su esposa. Elizabeth estaba cubierta de inmundicias. Estaba sujeta con enormes cadenas y apenas había tenido energías para dispersar las sabandijas que pululaban en la semipenumbra.
Ronald cogió la vela a William y se puso en cuclillas al lado de su esposa. Pese a su estado, le sonrió.
—Me alegro de que hayas vuelto —dijo con voz débil—. Ahora ya no tendré que preocuparme por los niños. ¿Se encuentran bien?
Ronald tragó saliva con dificultad. Tenía la garganta seca.
—He venido directamente aquí desde el barco —dijo—. Aún no he visto a los niños.
—Hazlo, por favor. Se alegrarán de verte. Temo que estén intranquilos.
—Me ocuparé de ellos —prometió Ronald—, pero primero he de conseguir tu libertad.
—Tal vez. ¿Por qué has tardado tanto en regresar?
—El equipamiento del barco nos llevó más tiempo del planeado. La novedad del diseño nos causó muchas dificultades.
—Te envié cartas.
—No recibí ninguna.
—Bien, al menos has vuelto a casa.
—Regresaré —dijo Ronald mientras se levantaba.
Temblaba de pánico y estaba fuera de sí a causa de la preocupación. Indicó a Dounton que salieran y lo siguió hasta su despacho.
—Me he limitado a cumplir con mi deber —dijo el carcelero con tono dócil. No estaba muy seguro del estado mental de Ronald.
—Enséñeme los papeles —ordenó Ronald.
Dounton se encogió de hombros y, después de rebuscar entre la confusión que reinaba sobre su escritorio, tendió a Ronald el auto de prisión y la orden de ejecución de Elizabeth. Ronald extrajo unas monedas de su bolsa.
—Quiero que Elizabeth sea trasladada a otro sitio y que mejore su situación.
William aceptó de inmediato el dinero.
—Gracias, generoso señor —dijo Dounton. Las monedas desaparecieron en el bolsillo de sus pantalones—. Sin embargo, no puedo moverla. Los casos capitales siempre se alojan en el nivel inferior. Tampoco puedo quitarle los grilletes, pues en el auto de prisión se especifica la necesidad de impedir que su espectro abandone su cuerpo. No obstante, mejoraré su situación en atención a su generosidad, señor.
—Haga lo que pueda.
Ronald tardó un momento en subir al carruaje. Notaba las piernas débiles.
—A casa del magistrado Corwin —ordenó.
Chester azuzó a los caballos. Quiso preguntar cómo estaba Elizabeth, pero no se atrevió. La desazón de Ronald era demasiado aparente.
Se desplazaron en silencio. Cuando llegaron a la esquina de las calles Essex y Washington, Ronald saltó del carruaje.
—Espere aquí, Procter —dijo con laconismo.
Ronald llamó a la puerta; cuando se abrió experimentó un gran alivio al ver la figura alta y enjuta de su viejo amigo Jonathan Corwin. En cuanto Jonathan reconoció a Ronald, su expresión malhumorada fue sustituida por otra de preocupación. Condujo de inmediato a Ronald al salón y solicitó a su esposa que los dejara para poder hablar en privado. La señora Corwin estaba en un rincón hilando lino con una rueca.
—Lo siento —dijo Jonathan en cuanto estuvieron solos—. Una triste bienvenida para un viajero agotado.
—Dime qué puedo hacer —rogó Ronald con voz débil.
—Temo que no sé qué decir —empezó Jonathan—. Corren tiempos turbulentos. La ciudad se halla dominada por un ambiente cargado de animosidad, y acaso también bajo los efectos de una fuerte ilusión. Ya no estoy seguro ni de mis pensamientos, porque hace poco mi propia suegra, Margaret Thatcher, ha sido acusada. El que ella no sea una bruja me obliga a cuestionar la veracidad de las afirmaciones y motivaciones de las muchachas aquejadas.
—En este momento, los motivos de las muchachas no me preocupan —replicó Ronald—. Necesito saber qué puedo hacer por mi amada esposa, a quien están tratando de la manera más brutal.
Jonathan exhaló un profundo suspiro.
—Poca cosa, me temo. Tu esposa ya ha sido condenada por un jurado nombrado por el tribunal superior de jurisdicción criminal, encargado de los casos de brujería.
—Pero acabas de decir que cuestionas la veracidad de los acusadores.
—Sí —admitió Jonathan—, pero la condena de tu esposa no se debió al testimonio de las muchachas ni a apariciones espectrales en la sala del tribunal. El juicio de tu esposa fue más breve que los demás, incluso más que el de Bridget Bishop. La culpabilidad de tu mujer resultó evidente para todos porque las pruebas contra ella eran reales y concluyentes. No hubo la menor duda.
—¿Crees que mi esposa es una bruja? —preguntó Ronald con incredulidad.
—Ciertamente. Lo siento. Es una verdad muy difícil de soportar para un hombre.
Por un momento, Ronald miró fijamente a su amigo mientras su mente intentaba asimilar aquella nueva e inquietante información. Ronald siempre había valorado y respetado la opinión de Jonathan.
—Pero se podrá hacer algo —dijo por fin Ronald—. Aunque sólo sea retrasar la ejecución, para que me dé tiempo a descubrir los hechos.
Jonathan apoyó una mano sobre el hombro de su amigo.
—Como magistrado local, no puedo hacer nada. Quizá deberías ir a casa para ocuparte de tus hijos.
—No me rendiré tan fácilmente —replicó Ronald.
—En ese caso, sólo puedo sugerir que vayas a Boston y hables con Samuel Sewall. Sé que sois amigos y fuisteis compañeros en Harvard. Tal vez pueda acudir a sus relaciones en el Gobierno colonial. Interés no le faltará; es uno de los magistrados del tribunal superior de jurisdicción criminal y me ha confesado que todo este asunto le inspira ciertos recelos A Nathaniel Saltonstall le ocurre otro tanto, hasta el punto que renuncio a su puesto en la corte.
Ronald dio las gracias a Jonathan y salió a toda prisa.
Contó a Chester sus intenciones, y pronto dispuso de un caballo ensillado. Antes de que pasara una hora emprendió el viaje de treinta kilómetros. Atravesó Cambridge, cruzó el río Charles por el Puente Grande, y se acercó a Boston por el sudeste, utilizando la carretera de Roxberre.
A medida que Ronald avanzaba por el estrecho cuello de la península de Shawmut, su nerviosismo aumentó. Se preguntó qué ocurriría si Samuel no quería o no podía ayudarlo.
La idea lo torturaba y no se le ocurría qué otra cosa hacer.
Samuel era su última esperanza.
Pasó la puerta de la ciudad, con sus fortificaciones de ladrillo, y sus ojos se desviaron de forma involuntaria hacia una horca, de la que colgaba un cadáver. La visión constituía un rudo recordatorio, y un escalofrío de miedo recorrió su espina dorsal.
En respuesta, espoleó a su caballo para que corriera más.
El ajetreo matutino de Boston, que contaba con más de seis mil habitantes y más de ocho mil viviendas, entorpeció el avance de Ronald. Era casi la una cuando llegó a la casa de Samuel, en el extremo sur de la ciudad. Ronald desmontó y ató el caballo a la valla de estacas puntiagudas.
Encontró a Samuel en su salón. Acababa de comer y estaba fumando una pipa. Ronald observó que durante los últimos años había engordado y se parecía muy poco al gallardo muchacho que patinaba con Ronald sobre el río Charles durante sus años de estudiantes.
Samuel se alegró de ver a su viejo amigo, pero su recibimiento fue contenido. Sospechó el motivo de la visita de Ronald aun antes de que éste abordara el tema de la odisea de Elizabeth. En respuesta a las preguntas de Ronald, confirmó la historia de Jonathan Corwin. Dijo que la culpabilidad de Elizabeth era incuestionable, debido a las pruebas reales que el alguacil Corwin había encontrado en la casa.
Ronald hundió la cabeza entre los hombros. Suspiró y reprimió las lágrimas. La desesperación lo invadió. Pidió a su anfitrión una jarra de cerveza. Cuando Samuel regresó con la bebida, Ronald había recuperado la serenidad. Después de dar un largo sorbo, interrogó a Samuel acerca de las pruebas utilizadas contra su esposa.
—Me resisto a decirlo —contestó Samuel.
—¿Por qué? —preguntó Ronald. Examinó a su amigo y percibió su confusión. La curiosidad de Ronald aumentó. No se le había ocurrido interrogar a Jonathan acerca de las pruebas—. Creo que tengo derecho a saberlo.
—Es cierto —dijo Samuel, pero siguió vacilante.
—Por favor. Confío en que me ayudará a comprender este tortuoso asunto.
—Tal vez será mejor ir a ver a mi buen amigo el reverendo Cotton Mather —contestó Samuel. Se levantó—. Tiene más experiencia en los temas del mundo invisible. Sabrá cómo aconsejarte.
—Confío en tu buen juicio —dijo Ronald mientras se ponía de pie.
Se dirigieron en el carruaje de Samuel a la Old North Church. La criada les comunicó que el reverendo Mather se encontraba en su casa, situada en la esquina de las calles Middle y Prince. Como estaba cerca, fueron andando. También les iba bien dejar el carruaje y el caballo en Charles Square, frente a la iglesia.
Samuel llamó a la puerta y fueron recibidos por una joven criada que los condujo al salón. El reverendo Mather apareció de inmediato y los saludó efusivamente. Samuel explicó el motivo de la visita.
—Entiendo —dijo el reverendo Mather. Indicó con un ademán que tomaran asiento.
Ronald examinó al clérigo. Ya lo conocía de antes. Era más joven que Ronald y Samuel, pues se había graduado en Harvard en 1678, siete años después que ellos. Pese a la edad, ya eran evidentes algunos de los cambios físicos que Ronald había observado en Samuel, y por las mismas razones. Había engordado. Tenía la nariz encarnada y algo ensanchada, y su rostro poseía una consistencia pastosa. No obstante, sus ojos reflejaban inteligencia y una firme resolución.
—Su inquietud, señor Stewart, cuenta con todos mis respetos —dijo el reverendo Mather a Jonathan—. Los caminos del Señor suelen ser inescrutables para los mortales. Pese a sus sufrimientos personales, estoy muy preocupado por los sucesos ocurridos en el pueblo y la ciudad de Salem. El populacho se halla presa de un estado de ánimo ingobernable y turbulento, y temo que los acontecimientos escapen a nuestro control.
—En este momento mi única preocupación es mi esposa —contestó Ronald. No había ido a escuchar sermones.
—Tal como debe ser —dijo el reverendo Mather—, pero considero importante para usted que comprenda que nosotros, el clero y las autoridades civiles, hemos de pensar en el conjunto de la comunidad. Tenía la sospecha de que el demonio aparecería en algún momento, y el único consuelo de este asunto demoníaco es que ahora, gracias a su esposa, sabemos dónde.
—Quiero saber qué pruebas se han utilizado contra ella —dijo Ronald.
—Y se las mostraré, con la condición de que mantenga en secreto su naturaleza, pues tememos que, si llegaran a ser de dominio público, la inquietud y turbación de Salem aumentarían aún más.
—¿Y si decidimos apelar contra la condena?
—En cuanto vea las pruebas, señor Stewart, preferirá no hacerlo. Confíe en mí. ¿Puedo contar con su palabra?
—Sí, tiene mi palabra, pero no renuncio a mi derecho a la apelación.
Se pusieron de pie. El reverendo Mather los precedió hacia un tramo de escalera de piedra. Después de encender una bujía, bajaron al sótano.
—He hablado largo y tendido de esta prueba con mi padre, Increase Mather —dijo el reverendo Mather sin volverse—. Estamos de acuerdo en que posee una importancia extraordinaria para las futuras generaciones como testimonio material de la existencia del mundo invisible. Por lo tanto, creemos que su lugar legítimo sería la Universidad de Harvard. Como ya saben, él es el actual presidente de la institución.
Ronald no contestó. En aquel momento su mente era incapaz de detenerse en semejantes frivolidades académicas.
—Tanto mi padre como yo —prosiguió el reverendo Mather— estamos de acuerdo en que los juicios por brujería celebrados en Salem sólo se han basado en pruebas espectrales. —Llegaron al pie de la escalera y, mientras Samuel y Ronald esperaban, el reverendo procedió a encender los candelabros de pared. Habló mientras se movía por el sótano—. Nos preocupa muchísimo que esa circunstancia pudiera arrastrar a personas inocentes a la perdición.
Ronald quiso protestar. No tenía paciencia para escuchar aquella ristra de preocupaciones, pero Samuel apoyó una mano en su hombro para hacerle callar.
—La prueba de Elizabeth es la clase de testimonio real que nos gustaría encontrar en cada caso —dijo el reverendo Mather al tiempo que indicaba con un ademán a Ronald y Samuel que lo siguieran hasta una vitrina cerrada con llave—. Por otra parte, es terriblemente incendiaria. Fui yo quien decidió que la sacaran de Salem y la trajeran aquí después del juicio. Jamás había visto una prueba más aplastante del poder y la capacidad del demonio para ejercer el mal.
—Por favor, reverendo —dijo Ronald por fin—. Me gustaría volver a Salem lo antes posible. Si me enseña qué es, podré marcharme.
—Paciencia, buen hombre —dijo el reverendo Mather, mientras extraía una llave de su chaleco—. La naturaleza de esta prueba es tal que debe estar preparado. Es muy impresionante. Por ese motivo, sugerí que el juicio de su esposa se celebrara a puerta cerrada y se obligase al jurado a guardar secreto bajo juramento. Si se tomó esa precaución, no fue para negarle un juicio justo, sino para impedir la histeria pública, que sólo habría favorecido los planes del demonio.
—Estoy preparado —dijo Ronald, algo exasperado.
—Que Cristo el Redentor sea con usted —dijo el reverendo Mather, mientras introducía la llave en la cerradura—. Valor.
Abrió la vitrina. Después, hizo lo propio con las puertas y retrocedió para que Ronald mirara.
Ronald dejó escapar una exclamación ahogada y abrió los ojos desmesuradamente. Se llevó involuntariamente la mano a la boca, en un gesto de horror y desazón. Tragó saliva. Intentó hablar, pero su voz le falló. Carraspeó.
—¡Basta! —logró articular, y apartó la vista.
El reverendo Mather cerró con llave las puertas de la vitrina.
—¿Está seguro de que es obra de Elizabeth? —preguntó Ronald con voz débil.
—Sin duda —respondió Samuel—. No sólo fue encontrada por el alguacil George Corwin en su casa, sino que Elizabeth admitió voluntariamente su responsabilidad.
—¡Dios mío! —exclamó Ronald—. Sin duda es obra del demonio, pero en el fondo de mi corazón sé que Elizabeth no es una bruja.
—Ha de ser duro para un hombre creer que su esposa tiene un pacto con el diablo —dijo Samuel—, pero esta prueba, combinada con el testimonio de diversas muchachas aquejadas, quienes afirmaron que el espectro de Elizabeth las atormentaba, constituye testimonio suficiente. Lo siento, querido amigo, pero Elizabeth es una bruja.
—Me siento muy afligido —dijo Ronald.
Samuel y Cotton Mather intercambiaron miradas de comprensión y compasión. Samuel indicó con un ademán la escalera.
—Tal vez deberíamos volver al salón —sugirió el reverendo—. Creo que a todos nos iría bien una jarra de cerveza.
Después de sentarse y beber un poco, el reverendo Mather habló.
—Son tiempos de prueba para todos, pero todos hemos de colaborar. Ahora que sabemos que el demonio ha elegido Salem, debemos, con la ayuda de Dios, buscar y destruir a los siervos de Satán y a sus familiares, protegiendo al mismo tiempo a los inocentes y piadosos, a quienes el demonio desprecia.
—Lo siento —dijo Ronald—. No puedo ser de ayuda. Estoy aturdido y cansado. Me cuesta creer que Elizabeth sea una bruja. Necesito tiempo. Tiene que haber una forma de aplazar la ejecución, siquiera por un mes.
—Sólo el gobernador Phipps puede conceder un aplazamiento —dijo Samuel—, pero la petición sería en vano. Únicamente concedería el aplazamiento si existiera un motivo poderoso.
Los tres hombres guardaron silencio. Los ruidos de la ciudad penetraron por la ventana abierta.
—Quizá yo podría aportar un motivo para el aplazamiento —dijo de pronto el reverendo Mather.
Un rayo de esperanza iluminó el rostro de Ronald. Samuel parecía confuso.
—Creo que podría justificar un aplazamiento ante el gobernador —dijo el reverendo Mather—, pero con una condición: la total colaboración de Elizabeth. Ha de acceder a dar la espalda al Príncipe de las Tinieblas.
—Puedo asegurarte que colaborará —dijo Ronald—. ¿Qué debería hacer?
—Primero, ha de confesar frente a la congregación en el templo de Salem —dijo el reverendo Mather—. En su confesión, ha de abjurar de sus relaciones con Lucifer. En segundo lugar, ha de revelar la identidad de aquellas personas de la comunidad que hayan firmado pactos diabólicos semejantes. Nos sería de gran ayuda. El hecho de que el tormento de las mujeres aquejadas continúe demuestra que los siervos del demonio todavía andan sueltos por Salem.
Ronald se puso de pie.
—Conseguiré que acepte esta misma tarde —dijo, muy nervioso—. Le suplico, reverendo Mather, que hable con el gobernador Phipps de inmediato.
—Esperaré a conocer la decisión de Elizabeth —replicó el reverendo Mather—. No me gustaría molestar a su excelencia sin ver confirmadas las condiciones.
—Tendrán su palabra. Por la mañana, a lo sumo.
—Vaya con Dios.
A Samuel le costó caminar al mismo paso que Ronald, mientras se dirigían al carruaje, que aguardaba frente a la Old North Church.
—Ahorrarás casi una hora de viaje si tomas el transbordador a Noddle Island —explicó Samuel mientras cruzaban la ciudad para ir a buscar el caballo de Ronald.
—En ese caso, iré en transbordador.
Tal como había afirmado Samuel, el viaje de vuelta a Salem fue mucho más rápido que el desplazamiento hasta Boston.
Poco después de media tarde, Ronald se adentró en Prison Lane y refrenó a su caballo delante de la cárcel de Salem. Había espoleado sin piedad al animal, de cuyas fosas nasales surgía espuma.
Ronald también estaba cansado, cubierto de polvo y tenía el rostro bañado en sudor. Se sentía emocionalmente exhausto, famélico y sediento, pero era indiferente a sus necesidades. El rayo de esperanza que Cotton Mather había insinuado lo impulsaba a continuar adelante.
Irrumpió en el despacho del carcelero y se sintió frustrado al encontrarlo vacío. Golpeó la puerta de roble que conducía a las celdas. Al cabo de un instante la puerta se abrió unos centímetros y apareció la cara abotargada de William Dounton.
—He venido a ver a mi esposa —dijo Ronald, sin aliento.
—Hora de comer —contestó Dounton—. Vuelva dentro de una hora.
Ronald acabó de abrir la puerta de un puntapié. El carcelero se tambaleó hacia atrás. Parte de las gachas aguadas que llevaba saltaron del cubo.
—¡La veré ahora! —rugió Ronald.
—Los magistrados serán informados de esto —protestó Dounton, pero dejó el cubo y guió a Ronald hacia la puerta que daba al sótano.
Pocos minutos después, Ronald se sentó al lado de Elizabeth. Sacudió su hombro con delicadeza. Los ojos de Elizabeth se abrieron, y se interesó de inmediato por los niños.
—Aún no los he visto —dijo Ronald—, pero traigo buenas noticias. He visto a Samuel Sewall y al reverendo Cotton Mather Creen que podemos conseguir un aplazamiento de la sentencia.
—Gracias a Dios —dijo Elizabeth. Sus ojos centellearon a la luz de la vela.
—Pero debes confesar, y denunciar a quienes sepas en connivencia con el diablo.
—¿Confesar qué?
—Brujería —dijo Ronald, exasperado. Debido al agotamiento y la tensión le costaba mantener bajo control sus emociones.
—No puedo confesar —replicó Elizabeth.
—¿Por qué no? —preguntó Ronald, casi gritando.
—Porque no soy una bruja.
Por un momento, Ronald se quedó mirando a su esposa, mientras apretaba los puños a causa de la frustración.
—No puedo lanzar falsas acusaciones sobre mí —continuó Elizabeth—. No me confesaré culpable de brujería.
La cólera de Ronald estalló. Descargó un puño sobre la palma de su otra mano. Acercó la cara a escasos centímetros de la de Elizabeth.
—¡Confesarás! —exclamó—. Te ordeno que confieses.
—Querido esposo —dijo Elizabeth, sin dejarse intimidar por la ira de Ronald—, ¿te han hablado de la prueba utilizada contra mí?
Ronald se incorporó y lanzó una veloz mirada a Dounton, que estaba escuchando la conversación. Ordenó al carcelero que se alejara. Dounton fue a buscar el cubo que contenía las gachas y prosiguió con su ronda por el sótano.
—Vi la prueba —dijo Ronald, en cuanto William se alejó—. El reverendo Mather la guarda en su casa.
—Debo de ser culpable de alguna transgresión a la voluntad de Dios. Podría confesarla, si conociera su naturaleza, pero no soy una bruja y no he atormentado a ninguna de esas jóvenes que han testificado contra mí.
—Confiesa para lograr el aplazamiento —rogó Ronald—. Quiero salvar tu vida.
—No puedo salvar mi vida para perder mi alma. Si me acuso falsamente, serviré a los fines del diablo. Tampoco conozco a otras brujas, por supuesto, y no acusaré a personas inocentes para salvarme.
—¡Debes confesar! —exclamó Ronald—. Si no lo haces, te repudiaré.
—Haz lo que tu conciencia te dicte. No confesaré que soy una bruja porque no lo soy.
—Por favor —suplicó Ronald, cambiando de táctica—. Hazlo por los niños.
—Debemos confiar en el Señor.
—Nos ha abandonado —gimió Ronald; las lágrimas comenzaron a resbalar por su rostro cubierto de polvo.
Elizabeth levantó con dificultad su mano encadenada y la apoyó sobre el hombro de su marido.
—Valor, mi querido esposo. Los caminos del Señor son inescrutables.
Ronald dejó de lado toda apariencia de control. Se puso de pie de un salto y salió corriendo de la cárcel.
Martes 19 de julio de 1692
Ronald se removió inquieto. Esperaba a un lado de Prison Lane, a poca distancia de la cárcel. El sudor perlaba su frente bajo el ala ancha del sombrero. Era un día caluroso y brumoso, y el silencio preternatural que había caído sobre la ciudad, pese a la multitud expectante, aumentaba la sensación de opresión. Hasta las gaviotas habían callado. Todo el mundo esperaba a que apareciese el carro.
Una fragilidad emocional se había apoderado de Ronald, cuyos pensamientos parecían paralizados a causa del miedo, la pena y el pánico. No podía imaginar qué habían hecho Elizabeth o él para merecer aquella catástrofe. Por orden de los magistrados se le había prohibido la entrada en la cárcel desde el día anterior, cuando había intentado por última vez convencer a Elizabeth de que colaborara. Ni súplicas ni halagos ni amenazas lograron quebrantar su determinación. No iba a confesar.
Ronald oyó el ruido metálico de las ruedas con llantas de acero al rodar sobre los adoquines del patio. Casi al instante apareció un carro en el que iban cinco mujeres apretujadas.
Aún seguían encadenadas. Detrás del carro caminaba William Dounton, que, ansioso por entregar sus pupilas al verdugo, exhibía una amplia sonrisa.
De la multitud se alzaron gritos de júbilo que pronto dieron paso a una atmósfera similar a la de un carnaval. Los niños, en un arranque de energía, iniciaron sus juegos habituales, mientras los adultos reían y se daban palmadas en la espalda. Iba a ser una fiesta y un día de jolgorio, como casi siempre que tenía lugar una ejecución. Pero para Ronald y los familiares y amigos de las víctimas, sería todo lo contrario.
Advertido por el reverendo Mather, Ronald no se sintió sorprendido ni esperanzado cuando advirtió que Elizabeth no integraba el primer grupo. El pastor le había avisado de que Elizabeth sería ejecutada al final, después de que la muchedumbre hubiera saciado su sed de sangre con las cinco primeras prisioneras. La idea era aminorar el impacto potencial sobre el populacho, en especial sobre aquellos que habían visto u oído hablar de la prueba utilizada contra ella.
Cuando el carro pasó por delante de Ronald, éste escudriñó las caras de las condenadas. Todas parecían derrumbadas y abatidas a causa del trato brutal y la realidad de su futuro inminente. Sólo reconoció a dos de ellas: Rebecca Nurse y Sarah Good. Ambas eran del pueblo de Salem. Las otras procedían de ciudades vecinas. Al ver que una mujer tan piadosa como Rebecca Nurse iba a ser ejecutada, Ronald recordó la sombría advertencia del reverendo Mather en el sentido de que el caso de la brujería en Salem podía írseles de las manos.
Cuando el carro llegó a Essex Street y giró hacia el oeste, la multitud se precipitó detrás. El reverendo Cotton Mather se destacaba entre los presentes, pues era el único que montaba a caballo.
Casi media hora después, Ronald oyó de nuevo el tintineo metálico sobre los adoquines del patio de la prisión. A continuación apareció un segundo carro. Elizabeth iba sentada en la parte posterior, con la cabeza gacha. Debido al peso de los grilletes de hierro no había logrado mantenerse en pie. Cuando el carro pasó por delante de Ronald, Elizabeth no alzó los ojos. Él no la llamó. Ninguno de los dos sabía qué decir.
Ronald siguió el carro a cierta distancia, con la sensación de estar viviendo una pesadilla. Su presencia producía en él sentimientos contradictorios. Deseaba huir y esconderse del mundo, pero al mismo tiempo quería acompañar a Elizabeth hasta el final.
Al oeste de la ciudad de Salem, después de cruzar el Puente de la Ciudad, el carro se desvió de la carretera principal y empezó a ascender la colina de la Horca. El sendero serpenteaba entre espinos, hasta desembocar en una inhóspita cresta rocosa, sembrada de robles y acacias. El carro de Elizabeth frenó junto al primero, ya vacío.
Ronald se secó el sudor de la frente y avanzó. Delante sólo podía ver el ruidoso gentío congregado en torno de uno de los robles más grandes. Cotton Mather se erguía en su montura detrás de la muchedumbre. Las condenadas esperaban al pie del árbol. Un verdugo encapuchado traído de Boston había atado una soga a una gruesa rama. Había atado un extremo a la base del árbol, en tanto que el otro había sido convertido en un lazo que ahora rodeaba el cuello de Sarah Good. En aquel momento, la mujer se erguía en precario equilibrio sobre el peldaño de una escalerilla apoyada contra el árbol.
Ronald vio que el reverendo Noyes, de la iglesia de la ciudad de Salem, se acercaba a la prisionera. En su mano aferraba una biblia.
—¡Confiesa, bruja! —la conminó el reverendo Noyes.
—Soy tan bruja como tú mago —contestó Sarah.
A continuación, maldijo al pastor, pero Ronald no pudo oír sus palabras, pues un coro de abucheos se elevó de la muchedumbre. Alguien gritó al verdugo que procediera. El verdugo, obediente, propinó a Sarah Good un empujón y la mujer cayo de la escalerilla.
La multitud lanzó gritos de júbilo y exclamó «¡Muere, bruja!», mientras Sarah Good se debatía inútilmente para liberarse de la cuerda que la estrangulaba. Su rostro adquirió un tono púrpura, y luego se puso negro. En cuanto las contorsiones de la condenada cesaron, el verdugo procedió con las otras, de una en una.
El entusiasmo de la multitud decrecía con cada nueva ejecución. Cuando la última víctima hubo caído de la escalerilla y las primeras fueron bajadas, el populacho había perdido todo interés. Si bien algunas personas se acercaron a ver los cadáveres arrojados a una estrecha fosa común, la mayoría ya había empezado a regresar a la ciudad, donde continuaría el jolgorio.
Entonces llegó el turno de Elizabeth. El verdugo tuvo que ayudarla a subir a lo alto de la escalera, debido al peso excesivo de sus cadenas.
Ronald tragó saliva. Le temblaban las piernas. Quiso lanzar un grito de rabia. Quiso suplicar clemencia. Pero no hizo nada. No podía moverse.
El reverendo Mather lo vio y se acercó.
—Es la voluntad de Dios —sentenció. Calmó a su caballo, que parecía intuir el tormento de Ronald.
Ronald no apartaba los ojos de Elizabeth. Deseó arrojarse sobre el verdugo y matarlo.
—Debe recordar lo que Elizabeth hizo y fabricó, señor Stewart —continuó el reverendo Mather—. Debería agradecer al Señor el que la muerte haya intervenido para salvar nuestra Sión. Recuerde que ha visto la prueba con sus propios ojos.
Ronald consiguió asentir, mientras luchaba en vano por contener las lágrimas. Había visto la prueba. Estaba claro que era obra del diablo.
—Pero ¿por qué? —gritó de repente—. ¿Por qué Elizabeth?
Por un instante Ronald vio que Elizabeth levantaba la vista y lo miraba. Su boca empezó a moverse, como si fuera a hablar, pero antes de que pudiera emitir palabra el verdugo le dio el empujón decisivo. Con Elizabeth el verdugo utilizó una técnica distinta de las anteriores. Había dejado floja la soga que rodeaba el cuello de Elizabeth. Cuando la mujer cayó de la escalera, su cuerpo se desplomó hasta quedar frenado brusca y mortalmente. Al contrario que las demás víctimas, no se debatió, ni su cara se ennegreció.
Ronald se cubrió el rostro con las manos y lloró.