Miércoles 31 de agosto de 1994
El día de la mudanza fue caótico desde que amaneció. El camión llegó al apartamento de Kim a las siete y media, y cargó primero sus cosas. Después, fue a Cambridge para recoger las pertenencias de Edward. Cuando entraron la última silla, el camión ya iba cargado hasta los topes.
Kim y Edward fueron a la finca en sus respectivos coches, acompañados de sus animales domésticos. Al llegar, Saba y Buffer se conocieron. Como eran más o menos del mismo tamaño, la confrontación terminó en tablas. Desde aquel momento, se ignoraron por completo.
Cuando los empleados de la empresa de mudanzas empezaron a entrar sus cosas en la casa, Edward sorprendió a Kim con la sugerencia de que ocuparan dormitorios separados.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Porque no estoy actuando como soy en verdad —explicó él—. Todo lo que está pasando me impide dormir bien. Si tenemos dormitorios separados, encenderé la luz y leeré si necesito calmarme.
—A mí no me molestaría —insistió Kim.
—Las últimas noches las has pasado en tu apartamento. ¿No has dormido mejor?
—No.
—Bien, eso quiere decir que somos algo diferentes. Yo sí he dormido mejor. Saber que no te molesto me relaja. Además, sólo será por un tiempo. En cuanto el laboratorio se inaugure y todo esté montado, la presión desaparecerá. Después, compartiremos la misma habitación. Lo entiendes, ¿verdad?
—Supongo —dijo Kim, intentando disimular su decepción.
La descarga del camión de mudanzas se efectuó. Iba repleto de cajas y muebles colocados de cualquier manera.
Cuando vaciaron el camión, los hombres de la empresa de mudanzas recogieron sus herramientas y las cajas que habían vaciado, y las amontonaron en el camión. Kim firmó los documentos y el camión se alejó.
En cuanto el vehículo desapareció de vista, Kim vio que un Mercedes surgía entre los árboles y se dirigía hacia donde ella estaba. Reconoció el coche. Era Stanton. Llamó a Edward para anunciarle que tenía compañía. Se acercó a la puerta y la abrió.
—¿Dónde está Edward? —preguntó Stanton, sin molestarse en saludar.
—Arriba.
Stanton pasó de largo y gritó a Edward que bajara. Entró en el vestíbulo con los brazos en jarras, sin dejar de dar golpecitos en el suelo con el pie derecho. Parecía muy agitado.
Kim siguió a Stanton. Consciente del frágil estado mental de Edward, tenía miedo de que Stanton lo sacara de sus casillas, ya que siempre actuaba como si los sentimientos de los demás no le importaran en absoluto.
—Baja, Edward —volvió a exclamar Stanton—. Hemos de hablar.
Edward apareció en lo alto de la escalera. Bajó lentamente.
—¿Cuál es el problema? —preguntó.
—Oh, poca cosa —replicó con sarcasmo Stanton—. Sólo que te estás cepillando nuestro capital a marchas forzadas. Ese laboratorio tuyo nos está costando un huevo. ¿Qué haces, enlosar los inodoros con diamantes?
—¿A qué te refieres, exactamente? —preguntó Edward con cautela.
—A todo. Empiezo a sospechar que trabajabas para el Pentágono, pues todo lo que pides es lo más caro.
—Para experimentos de primera clase se necesitan accesorios de primera clase. Lo dejé claro cuando hablamos de fundar Omni. Supongo que no esperabas comprar un laboratorio así en las rebajas.
Kim advirtió que los dos hombres se ponían en tensión.
Cuanto más discutían, menos preocupada se sentía. Edward estaba enfadado, pero en poder de su control.
—Muy bien —dijo Stanton—. Dejemos en paz el coste del laboratorio por un momento. A cambio, quiero que me des un plazo para que la DFA apruebe Ultra. Debo saberlo para calcular cuándo dejará de salir dinero y empezará a entrar.
Edward levantó los brazos, exasperado.
—Ni siquiera hemos abierto las puertas del laboratorio y ya estás hablando de ultimátums. Discutimos el tema de la DFA en el restaurante, antes de llegar al acuerdo de formar la empresa. ¿Lo has olvidado?
—Escucha, tío listo —replicó Stanton—, el peso de sacar a flote esta operación descansa sobre mis espaldas. Por desgracia, no va a ser tarea fácil, al ritmo que estás acabando con nuestro capital. —Se volvió hacia Kim, que estaba apoyada contra la pared del salón—. Kim, dile a este alcornoque que la responsabilidad fiscal es la primera condición a la hora de fundar empresas.
—¡No la mezcles en esto! —aulló Edward.
Stanton debió de intuir que había presionado demasiado a su amigo, porque enseguida adoptó un tono más conciliador.
—No perdamos la calma —dijo, y levantó las manos en un gesto de súplica—. Has de reconocer que mi petición es razonable. Debo saber, aunque sea por encima, qué vas a hacer en ese laboratorio chapado en oro, para que pueda anticipar y satisfacer nuestras necesidades económicas.
Edward soltó un ruidoso suspiro y se relajó un poco.
—Preguntar qué vamos a hacer en el laboratorio es muy diferente de entrar aquí hecho una furia y exigir la fecha en que la DFA dará su aprobación.
—Siento no ser más diplomático —dijo Stanton—. Hazme una idea de tu plan de ataque.
—En cuanto podamos, nos lanzaremos a una carrera suicida para averiguar todo cuanto debemos saber acerca de Ultra. Primero, hemos de conocer por completo su química básica, por ejemplo, su solubilidad en diversos solventes, y su reactividad con otros compuestos. Después, hemos de iniciar estudios biológicos controlados para comprender metabolismo, excreción y toxicidad. Los estudios toxicológicos tendrán que hacerse in vitro, así como in vivo en células individuales, grupos de células y organismos intactos. Tendremos que empezar con virus, después con bacterias y, por fin, animales superiores. Tendremos que formular ensayos. A un nivel molecular, habrá que determinar puntos de enlace y métodos de acción. Las pruebas deberán llevarse a cabo en toda clase de condiciones de temperatura y grado de acidez. Tendremos que hacer todo esto antes de enviar una solicitud de investigación de la nueva droga a la DFA, que es lo que debe hacerse antes de iniciar la fase clínica.
—Santo Dios —gimió Stanton—. Me estás mareando. Eso me suena a décadas de trabajo.
—Décadas no, pero años sí. Ya te lo dije. Al mismo tiempo, te dije que sería mucho más breve que los doce años habituales que se necesitan para desarrollar una droga.
—¿Tal vez seis años? —preguntó Stanton.
—No te lo podré decir hasta que empecemos a trabajar y a obtener algunos datos. Sólo puedo asegurar que serán más de tres años y menos de doce.
—¿Existe alguna posibilidad de que puedan ser tres años? —preguntó Stanton, esperanzado.
—Sería un milagro —admitió Edward—, pero es posible. Existe otro factor que debes considerar. La rápida mengua del capital ha sido por el laboratorio, y ahora que el laboratorio está casi terminado, los gastos descenderán en picado.
—Ojalá pudiera creerte, pero no puedo. No tardaremos en empezar a pagar los monstruosos salarios que prometiste al equipo de Ultra.
—Oye, tuve que ofrecer sueldos altos para conseguir a los mejores. Por otra parte, preferí ofrecer salarios más altos en lugar de acciones. No quería darles muchas.
—Las acciones no valdrán nada si vamos a la bancarrota.
—Pero llevamos una delantera considerable. Casi todas las empresas de biotecnología y farmacología se forman sin ninguna droga en el horizonte. Nosotros ya la tenemos.
—Lo sé, pero estoy nervioso. Nunca he invertido todo mi dinero en una empresa, para después ver que se gasta a tanta velocidad.
—Tu inversión ha sido inteligente. Los dos vamos a ser multimillonarios. Ultra lo logrará, estoy seguro. Déjame enseñarte el laboratorio. Te tranquilizará.
Kim suspiró aliviada cuando los dos hombres se encaminaron al laboratorio. Stanton apoyó incluso la mano sobre el hombro de Edward. En cuanto desaparecieron, Kim inspeccionó la sala. Para su sorpresa, sus pensamientos ya no eran la confusión caótica que la mudanza había provocado. El súbito silencio trajo consigo una intensa sensación de la presencia de Elizabeth y un fuerte convencimiento de que ésta intentaba comunicarse con ella. Por más que lo intentó, Kim no distinguió ni una palabra. Pese a todo, en aquel instante fue consciente de que algo de su antepasada vivía en su interior y, lo que ahora era la casa de Kim, aún era, de algún modo, el hogar de Elizabeth.
Kim no se sentía muy a gusto con aquellos pensamientos.
Detectaba que el mensaje de Elizabeth poseía un elemento angustioso y perentorio.
Desistió de emprender tareas más acuciantes y desenvolvió a toda prisa el retrato recientemente restaurado de Elizabeth, que colgó sobre la chimenea. Al volver a pintar las paredes, la silueta del retrato había desaparecido. Kim tuvo que calcular a qué altura había colgado. Experimentaba la necesidad de devolver el lienzo al lugar exacto que había ocupado trescientos años antes.
Se alejó y miró hacia la repisa. Le asombró la semblanza de vida que poseía el cuadro. Con una luz mejor parecía de factura bastante primitiva, pero a la luz del crepúsculo el efecto era muy diferente. Los ojos verdes de Elizabeth eran penetrantes cuando brillaban en las sombras.
Kim permaneció unos minutos inmóvil en el centro de la sala, contemplando el retrato, y de pronto sintió que era como mirarse en un espejo. Al mirar a los ojos verdes de Elizabeth, Kim experimentó una sensación todavía más poderosa de que su antepasada intentaba comunicarse con ella a través del abismo de los siglos. Kim se esforzó de nuevo por escuchar las palabras, pero sólo percibió el silencio.
La sensación mística que transmitía el lienzo envió a Kim de vuelta al castillo. Pese a las numerosas cajas que debía abrir y las horas estériles dedicadas a investigar los papeles que allí había, Kim no pudo resistirse al impulso de volver.
Aquel retrato había espoleado sus ansias de averiguar más acerca de su misteriosa antepasada.
Como empujada por una fuerza preternatural, Kim subió por la escalera hasta el desván. Una vez en él, no vaciló ni perdió el tiempo en abrir las ventanas. Se encaminó directamente a lo que parecía un viejo cofre marinero. Levantó la tapa y descubrió la habitual mezcolanza de papeles, sobres y algunos libros mayores.
El primer libro era un inventario de provisiones navales.
La fecha era 1862. Debajo, había una libreta más grande, de encuadernación primitiva, a la que había atada una carta.
Kim tragó saliva. ¡La carta iba dirigida a Ronald Stewart!
Kim extrajo la libreta del cofre. Después de desatar la cinta, abrió el sobre y sacó la carta. Recordó el cuidado con que las archiveras de Harvard habían tratado la carta de Mather y trató de imitarlas. El papel resistió cuando lo desdobló. Era una breve nota. Kim miró la fecha y su impaciencia se apaciguó. Era del siglo XVIII.
Boston, 16 de abril de 1726
Querido padre:
En respuesta a tu solicitud, considero lo más beneficioso para los intereses de la familia y los negocios impedir el traslado de la tumba de mi madre al cementerio familiar, pues el permiso necesario causaría mucha inquietud en la ciudad de Salem y sacaría nuevamente a la luz todo el asunto que ocultaste con tanta diligencia y esfuerzo.
Tu amado hijo, JONATHAN.
Kim dobló con cuidado la nota y la devolvió a su sobre.
Treinta y cuatro años después de la caza de brujas, Ronald y su hijo todavía estaban preocupados por su efecto en la familia, pese a las disculpas públicas y el día de luto decretado por el Gobierno colonial.
Kim devolvió su atención a la libreta, cuya encuadernación crujía, pasó la cubierta de tela y se le quedó en la mano.
Entonces, su corazón se aceleró. En la guarda estaba escrito:
«Elizabeth Flanagan, su libro, diciembre de 1678».
Kim pasó las páginas del cuaderno y comprendió con alegría que se trataba del diario de Elizabeth. El que las anotaciones fueran cortas y carentes de continuidad no hizo que su emoción decreciera.
Cogió la libreta con ambas manos por temor a que se desarmara y corrió hacia una ventana de gablete en busca de mejor luz. Empezó por el final y observó que había varias páginas en blanco. Buscó la última anotación y comprobó que el diario se detenía antes de lo que hubiera preferido. La fecha era el viernes 26 de febrero de 1692.
Este frío no se acaba nunca. Hoy ha nevado más. El río Wooleston tiene una capa de hielo sobre la que una persona puede pasar al Royal Side. Estoy muy aturdida. Una enfermedad ha debilitado mi espíritu con crueles ataques y convulsiones como las descritas por Sarah y Jonathan, y semejante a las que he observado en las pobres Rebecca, Mary y Joanna, así como a las que observé en Ann Putnam durante su visita.
¿En qué he ofendido a Dios todopoderoso que inflige tales tormentos a su fiel sierva? No guardo recuerdo de los ataques aunque antes de que se produzcan veo colores que ahora me aterran y oigo extraños sonidos ultraterrenos al tiempo que tengo la sensación de que voy a desmayarme. De repente recobro los sentidos y descubro que estoy tendida en el suelo y me he agitado y he murmurado palabras ininteligibles, o al menos eso dicen mis hijos Sarah y Jonathan que, loado sea el Señor, aún no se han visto aquejados. Ojalá Ronald estuviera aquí y no en alta mar.
Estas molestias comenzaron con la compra del terreno de Northfields y la rencorosa reyerta con la familia de Thomas Putnam. El doctor Griggs está perplejo por todo y me ha purgado sin el menor resultado. Un invierno cruel y desdichas para todos. Temo por Job que es tan inocente como temo que el Señor desee quitarme la vida antes de terminar mi obra. Me he entregado al servicio de Dios en su tierra y ayudado a la congregación horneando el grano de centeno para aumentar nuestras reservas castigadas por el tiempo cruel y la pobre cosecha, y alentado a nuestros hermanos a aceptar en el seno de sus familias a los refugiados de los ataques indios, como yo he hecho con Rebecca Sheafe y Mary Roots. He enseñado a los niños mayores a construir muñecas para poner fin a los tormentos de los niños huérfanos que Dios ha puesto en nuestras manos. Ruego para que Ronald vuelva cuanto antes a ayudarnos a superar estas horribles aflicciones antes de que acaben con nosotros.
Kim cerró los ojos y respiró hondo. Estaba abrumada.
Ahora sí que era como si Elizabeth le estuviera hablando.
Pudo sentir la energía y carácter de la personalidad de Elizabeth por mediación de su angustia: solícita, solidaria, generosa, enérgica y valiente. Todo cuanto Kim deseaba ser.
Abrió los ojos y volvió a leer algunos pasajes de la anotación. Se preguntó si Job era una persona o se trataba de una referencia bíblica. Releyó la parte en que hablaba de construir muñecas y se preguntó si la prueba que había condenado a Elizabeth habría sido una muñeca, y no un libro.
Volvió a leer toda la anotación por temor a haber pasado algo por alto. Se quedó impresionada por la trágica ironía que suponía el que Elizabeth, impulsada por su generosidad, tal vez hubiese esparcido el hongo venenoso. Quizá la misteriosa prueba demostraba la responsabilidad de Elizabeth.
Kim permaneció varios minutos mirando por la ventana mientras le daba vueltas a aquella posibilidad. Por más que se esforzó, no pudo imaginar cómo se había visto involucrada Elizabeth, pues en aquella época no había forma de relacionar el hongo con los ataques.
Kim volvió a mirar el diario. Pasó las páginas con cuidado y leyó otras anotaciones. Casi todas eran breves; sólo unas pocas frases para cada día, que incluían una lacónica descripción sobre la casa que ahora ella misma ocupaba. Era una feliz coincidencia haber encontrado la libreta aquel preciso día, y de alguna manera acortaba el intervalo de trescientos años que la separaba de Elizabeth.
Kim efectuó un rápido cálculo y llegó a la conclusión de que su antepasada sólo tenía diecisiete años cuando contrajo matrimonio. Kim no podía imaginarse casada a esa edad, teniendo en cuenta sobre todo sus problemas emocionales de los primeros años de universidad.
Más adelante, el diario revelaba que Elizabeth había quedado embarazada a los pocos meses de casarse. Kim suspiró.
¿Qué habría hecho con un niño a aquella edad? Era una idea aterradora, pero todo indicaba que Elizabeth lo había llevado muy bien. Kim recordó que en aquella época no existía el control de natalidad y reflexionó acerca del escaso control que Elizabeth poseía sobre su destino.
Kim buscó indicios de lo que había sido la vida de Elizabeth antes de que se casara. Se detuvo en otra anotación relativamente larga, correspondiente al 10 de octubre de 1681.
Elizabeth recordaba que aquel día caluroso y soleado su padre había vuelto de la ciudad de Salem con una oferta de matrimonio. Elizabeth continuaba escribiendo:
Al principio, ese asunto tan extraño me preocupó, pues no sé nada de ese caballero aunque mi padre habla bien de él. Dice que el caballero se fijó en mí en septiembre cuando visitó nuestra propiedad con el propósito de comprar madera para los mástiles y palos de sus barcos. Mi padre dice que soy yo quien debe decidir, pero he de saber que el caballero se ha ofrecido con gran generosidad a trasladarnos a todos a la ciudad de Salem donde mi padre trabajará en su empresa y mi querida hermana Rebecca irá a la escuela.
Pocas páginas después, Elizabeth escribía:
He dicho a mi padre que aceptaré la propuesta de matrimonio. ¿Cómo podría negarme? La Providencia nos protege pues hemos vivido estos últimos años en las tierras pobres de Andover bajo la amenaza constante de los ataques de los indios salvajes. Nuestros vecinos de ambos lados han sufrido crueles desgracias y muchos han sido asesinados o tomados como cautivos de la forma más despiadada. He tratado de explicárselo a William Paterson, pero no lo entiende y temo que ahora esté mal dispuesto contra mí.
Kim hizo una pausa y miró el retrato de Elizabeth. Le conmovía pensar que estaba leyendo los pensamientos de una chica de diecisiete años, sacrificada hasta el punto de aceptar renunciar a un amor adolescente por el bien de su familia.
Suspiró y se preguntó cuándo había sido la última vez que había hecho algo totalmente desinteresado.
Volvió a inspeccionar el diario y buscó algún testimonio del primer encuentro de Elizabeth y Ronald. Lo encontró fechado el 22 de octubre de 1681, un día de sol y hojas caídas.
Hoy he conocido en nuestro salón al señor Ronald Stewart, que se propone ser mi marido. Es mayor de lo que suponía y ya tiene una hija de una mujer que murió a causa de la viruela. Parece ser un buen hombre, fuerte de mente y cuerpo aunque de disposición algo colérica cuando se enteró de que los Polk, nuestros vecinos del norte, habían sido atacados dos noches antes. Insiste en que nos mudemos sin más dilación.
Kim experimentó una punzada de culpabilidad por sus anteriores sospechas sobre Ronald, al saber las causas del fallecimiento de su primera esposa. Avanzó hasta allá, y leyó más temores sobre la viruela y los ataques de los indios. Elizabeth escribía que la viruela causaba estragos en Boston y los ataques devastadores de los indios ocurrían a sólo setenta y cinco kilómetros al norte de Salem.
Sacudió la cabeza, asombrada. La lectura de aquellas tribulaciones le trajo a la memoria los comentarios de Edward acerca de lo insegura que era la vida en el siglo XVII. Debía de ser una existencia difícil y tensa.
El sonido de la puerta al abrirse la sobresaltó. Levantó la vista y vio que Edward y Stanton habían vuelto de su visita al laboratorio casi terminado. Edward llevaba los anteproyectos.
—Este lugar tiene tan mal aspecto como cuando me marché —gruñó Edward mientras buscaba un sitio donde dejar los planos—. ¿Qué has estado haciendo, Kim?
—He tenido un maravilloso golpe de suerte —contestó ella, muy animada. Echó hacia atrás la silla y acercó la libreta a Edward—. ¡He encontrado el diario de Elizabeth!
—¿Aquí, en la casa? —preguntó él, sorprendido.
—No, en el castillo.
—Creo que deberíamos poner un poco de orden en la casa antes de que prosigas tu investigación. Tienes todo el mes para dedicarte a ello.
—Esto es algo que hasta tú encontrarás fascinante —dijo Kim sin hacer caso de los comentarios de Edward.
Abrió con cuidado el diario por la última anotación. Lo tendió a Edward y le indicó que leyera el pasaje.
Edward puso sus planos sobre la mesa plegable que Kim había estado utilizando. Mientras leía la anotación, su expresión de fastidio se fue transformando en una de sorpresa e interés.
—Tienes razón —admitió. Pasó la libreta a Stanton.
Kim les advirtió que la trataran con cuidado.
—Servirá para la gran introducción del artículo que pienso escribir para Science o Nature sobre los casos científicos de las aflicciones que salieron a la luz en los juicios de Salem —dijo Edward—. Es perfecto. Incluso habla de haber utilizado centeno, y la descripción de las alucinaciones es muy precisa. Combinar esa anotación del diario con los resultados del espectrograma de masas a que sometimos la muestra de su cerebro cierra el caso. Es definitivo.
—No escribirás ningún artículo sobre el nuevo hongo hasta que la situación de la patente esté más segura —dijo Stanton—. No vamos a correr un riesgo porque quieras divertirte con tus colegas investigadores.
—Claro que no. ¿Qué te crees que soy, un niño de dos años?
—Fuiste tú quien lo dijo, no yo.
Kim cogió el diario y señaló a Edward la parte donde Elizabeth explicaba que enseñaba a construir muñecas a otras personas. Preguntó si lo consideraba significativo.
—¿En relación con la prueba desaparecida? —preguntó Edward.
—Sí —respondió.
—No sé qué decirte. Supongo que resulta un poco sospechoso.
Kim preguntó después a Edward si el nombre de Job se refería a una persona de carne y hueso o al personaje bíblico.
Edward se encogió de hombros.
—No tengo la menor idea —contestó.
—Apuesto a que se refiere al Job bíblico y a todos los juicios y tribulaciones que padeció —dijo Stanton, que estaba mirando por encima del hombro de Edward—. Elizabeth debía de comparar su situación con la de Job, con bastante justificación. El buen Dios la estaba atormentando.
—Todo esto es muy interesante —dijo Edward—, pero me muero de hambre. ¿Y tú, Stanton? ¿Quieres comer algo?
—Yo siempre quiero comer algo.
—¿Y tú, Kim? ¿Quieres preparar algo? Stanton y yo aún tenemos mucho que hacer.
—No tengo muchas ganas de preparar nada —dijo Kim. Ni siquiera había echado un vistazo en la cocina.
—Entonces, encárgalo —dijo Edward. Empezó a desenrollar los planos—. No somos maniáticos.
—Habla por ti —dijo Stanton.
—Supongo que podría preparar espaguetis —dijo Kim mientras pasaba revista mentalmente a lo que necesitaba. La única estancia más o menos organizada era el comedor; antes de las reformas había sido la antigua cocina. La mesa, las sillas y el bargueño estaban en su sitio.
—Unos espaguetis irían muy bien —dijo Edward. Pidió a Stanton que sostuviera los planos mientras sujetaba las esquinas con libros.
Kim se deslizó bajo las sábanas limpias y crujientes con un suspiro de alivio. Era su primer momento de descanso en toda la noche. Desde que había empezado a preparar los espaguetis hasta media hora antes, cuando había entrado en la ducha, no había parado de trabajar. Aún quedaba mucho por hacer, pero en la casa reinaba un orden razonable. Edward había trabajado con igual entrega después de que Stanton se marchara.
Kim cogió el diario de Elizabeth de su mesita de noche.
Quería leer más, pero cuando se metió en la cama cobró conciencia de los ruidos nocturnos. El más notable era la sinfonía de los insectos y ranas que habitaban en el bosque, los pantanos y los campos circundantes. También oía los crujidos de la casa cuando expulsaba el calor absorbido durante el día. Asimismo llegaba a sus oídos el gemido sutil de la brisa procedente del río Danvers, que se colaba por las ventanas.
Mientras se relajaba, Kim se dio cuenta de que la leve angustia experimentada al llegar a la casa por la tarde aún perduraba. Su intensa actividad posterior la había difuminado. Si bien suponía que tal inquietud obedecía a diversas causas, una era evidente: la inesperada petición de Edward de que durmieran separados. Aunque ahora comprendía su postura mejor que cuando había surgido el tema, seguía disgustada y decepcionada.
Dejó el diario de Elizabeth a un lado y saltó de la cama.
Saba le dedicó una mirada de exasperación, porque se había dormido enseguida. Kim se calzó las zapatillas y se encaminó a la habitación de Edward. La puerta estaba entreabierta, y aún tenía la luz encendida. Kim abrió la puerta y Buffer lanzó un gruñido. Kim apretó los dientes; estaba aprendiendo a detestar al ingrato animal.
—¿Algún problema? —preguntó Edward. Estaba incorporado en la cama con los planos diseminados alrededor.
—Sólo que te echo de menos —dijo Kim—. ¿Estás seguro de que debemos dormir separados? Me siento sola, y no es muy romántico, por decirlo de una manera suave.
Edward le indicó con un gesto que se acercara. Sacó los planos de la cama y palmeó el borde.
—Lo siento —dijo—. Es culpa mía. Asumo toda la responsabilidad, pero todavía creo que, por ahora, es mejor así. Soy como una cuerda de piano a punto de romperse. Incluso perdí la frialdad con Stanton, como ya viste.
Kim asintió y se contempló las manos, enlazadas sobre su regazo. Edward le alzó el mentón.
—¿Estás bien? —preguntó.
Ella volvió a asentir, aunque en su interior luchaba con sus emociones. Supuso que estaba muy cansada.
—Ha sido un día largo —dijo Edward.
—Creo que también me siento un poco inquieta.
—¿Por qué?
—No estoy segura —respondió ella—. Supongo que está relacionado con lo que le ocurrió a Elizabeth y con estar en la casa donde vivió. No puedo olvidar que algunos de mis genes son los de Elizabeth. Sea lo que sea, siento su presencia.
—Estás agotada —le recordó Edward—. El cansancio hace que la imaginación juegue malas pasadas. Además, estás en un sitio nuevo, lo cual puede perturbarte un poco. Al fin y al cabo, todos somos animales de costumbres.
—Estoy segura de que algo de eso hay, pero no es todo.
—No empieces con monsergas —dijo Edward, y rió—. No creerás en fantasmas, ¿verdad?
—Antes, nunca, pero ahora ya no estoy tan segura.
—¿Bromeas?
Kim rió de su seriedad.
—Pues claro que bromeo. No creo en fantasmas, pero mi opinión acerca de lo sobrenatural está cambiando. Aún se me pone la carne de gallina cuando pienso en cómo encontré el diario de Elizabeth. Acababa de colgar su retrato cuando sentí el impulso de volver al castillo. En cuanto llegué allí, no tuve que buscar mucho. Estaba en el primer arcón que abrí.
—Sólo por el hecho de estar en Salem, la gente presiente algo sobrenatural —dijo Edward con una sonrisa—. Tiene que ver con esta estupidez de la brujería. Claro que si prefieres creer que una fuerza mística te arrastró hasta el castillo, ningún problema, pero no me pidas que lo suscriba.
—¿De qué otra forma puedes explicar lo ocurrido? —dijo ella con vehemencia—. Hasta hoy, había dedicado más de treinta horas sin encontrar nada del siglo XVII, y mucho menos el diario de Elizabeth. ¿Qué me impulsó a mirar en ese arcón en particular?
—¡De acuerdo! —dijo Edward con tono conciliador—. No voy a intentar convencerte. Cálmate. Te apoyo.
—Lo siento. No quería complicarlo todo. Sólo entré para decirte que te echaba de menos.
Después de un prolongado beso de buenas noches, Kim dejó a Edward con sus planos y salió de la habitación. Cerró la puerta y la envolvió la luz de la luna que se filtraba por la ventana del lavabo. Desde donde estaba, vio la negra masa del castillo recortada contra el negro cielo. Se estremeció. La escena le recordó el decorado de las clásicas películas de Drácula que tanto la aterrorizaban cuando era adolescente.
Después de bajar por la oscura y angosta escalera, que daba un giro completo de ciento ochenta grados, Kim navegó por un mar de cajas vacías que llenaban el vestíbulo. Entró en el salón y contempló el retrato de Elizabeth. Aún en la oscuridad, podía ver sus ojos verdes, que brillaban en la oscuridad como si poseyeran una luz interior.
—¿Qué intentas decirme? —susurró Kim a la pintura. En cuanto la miró, la sensación de que Elizabeth intentaba enviarle un mensaje regresó de repente, junto con la clara certeza de que el mensaje no estaba en el diario. El diario sólo era un estímulo para que Kim no cejara en su empeño.
De pronto, captó un repentino movimiento con el rabillo del ojo y un grito ahogado acudió a su garganta. Su corazón le dio un vuelco. Levantó los brazos instintivamente para protegerse, pero los bajó al instante. Sólo era Saba, que había saltado sobre la mesa plegable.
Kim se sostuvo un momento contra la mesa. Se llevó la otra mano al pecho. Estaba avergonzada de su desmesurado terror, que también indicaba su grado de tensión.