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Viernes 26 de agosto de 1994

Los últimos días de agosto pasaron como una exhalación.

Las obras en la finca prosiguieron a un ritmo frenético, sobre todo en el laboratorio, donde Edward pasaba la mayor parte del tiempo. Instrumentos científicos llegaban cada día, y costaba muchos esfuerzos ubicarlos, instalarlos y protegerlos, en caso necesario.

Edward parecía dispuesto a controlarlo todo. En un momento dado era arquitecto, al siguiente ingeniero electrónico y, por fin, contratista general, cuando dirigía él solo la construcción del laboratorio. Sacrificaba casi todo su tiempo y, como consecuencia, cada día dedicaba menos a sus obligaciones en Harvard.

Las demandas conflictivas como investigador y profesor llegaron a un punto álgido cuando uno de los estudiantes protestó. Tuvo la temeridad de quejarse a la administración de Harvard de la falta de disponibilidad del doctor Armstrong. Cuando éste se enteró, se puso furioso y expulsó al estudiante.

Los problemas no terminaron allí. El estudiante montó en cólera y exigió una reparación a la administración. La administración se puso en contacto con Edward, quien se negó a pedir disculpas o volver a admitir al estudiante en su laboratorio. Como resultado, las relaciones entre Edward y la administración se hicieron cada vez más tensas.

Para colmo de males, la oficina de permisos de Harvard se enteró de su implicación en Omni. También llegaron a sus oídos inquietantes rumores acerca de la solicitud de una patente para una nueva clase de moléculas. En respuesta, la oficina envió una serie de cartas inquisitivas a Edward, que éste ignoró por completo.

Harvard se encontró en una situación difícil. La universidad no quería perder a Edward, una de las estrellas más brillantes y prometedoras de la bioquímica posmoderna, pero al mismo tiempo no podía permitir que una situación delicada empeorase, pues existían precedentes.

La tensión comenzaba a afectar a Edward, sobre todo porque se combinaba con su entusiasmo por Omni, las posibilidades potenciales de Ultra, y los problemas diarios de las obras.

Kim era consciente de la situación y trató de remediarla en parte haciendo más fácil la vida de Edward. Empezó a quedarse en el apartamento de él casi todas las noches, y asumió responsabilidades más domésticas sin que se lo pidiera: preparaba la cena, daba de comer a su perro, incluso limpiaba y lavaba la ropa.

Por desgracia, Edward fue lento en reconocer los esfuerzos de Kim. En cuanto ella empezó a quedarse de manera regular en su apartamento, las flores dejaron de llegar, lo cual Kim consideró razonable. No obstante, echaba en falta la atención que representaban.

El viernes 26 de agosto, cuando Kim salió de trabajar, reflexionó sobre la situación. Además de la tensión, estaba el hecho de que Edward y ella aún no habían hecho planes para la mudanza, aunque sólo faltaban cinco días para que ambos tuviesen que dejar sus respectivos apartamentos. Kim tenía miedo de mencionar el tema, hasta que Edward tuviese un día menos ocupado. El problema era que ese día nunca llegaba.

Kim paró en la tienda de ultramarinos Bread and Circus y compró algo para cenar. Escogió cosas que a Edward pudieran gustarle. Incluso compró una botella de vino.

Dieron las siete. Kim sacó el arroz del fuego. A las siete y media, cubrió la ensalada con un plástico y la guardó en la nevera. A las ocho, por fin, llegó Edward.

—¡Maldita sea! —dijo mientras cerraba la puerta de un puntapié—. Retiro todos los halagos que dediqué a tu contratista. Ese tío es un gilipollas. Esta tarde estuve a punto de darle un puñetazo. Me prometió que los electricistas vendrían hoy, y no fue así.

Kim le anunció lo que había para cenar. Él gruñó y entró en el cuarto de baño para lavarse las manos. Ella calentó el arroz en el microondas.

—El maldito laboratorio podría funcionar dentro de nada si esos imbéciles se pusieran de acuerdo —gritó Edward desde el cuarto de baño.

Kim sirvió dos vasos de vino. Los llevó al dormitorio y tendió uno a Edward cuando salió del cuarto de baño. Él lo cogió y bebió.

—Todo cuanto quiero hacer es empezar a controlar la investigación de Ultra —dijo—. Pero al parecer todo el mundo se empeña en ponerme obstáculos.

—Tal vez no sea el mejor momento para plantear esto —dijo Kim, vacilante—, pero nunca encuentro el momento adecuado. Aún no hemos pensado en el traslado, y el primero de mes se nos viene encima. Hace dos semanas que quería hablarte de ello.

Edward estalló. En un momento de furia incontrolada, arrojó contra la chimenea la copa de vino, que se hizo añicos.

—¡Lo último que necesito es que tú también me presiones! —vociferó Edward.

Se acercó a Kim. Tenía los ojos dilatados y las venas se destacaban en sus sienes. Abría y cerraba las manos.

—Lo siento —balbuceó ella. Permaneció inmóvil. Estaba aterrorizada. No conocía aquella faceta de Edward. Era un hombre corpulento y sin duda fuerte, y adivinó qué podía hacerle si le entraban ganas.

En cuanto pudo, salió corriendo de la habitación. Entró en la cocina y empezó a manipular cacharros. Cuando se serenó, tomó la decisión de marcharse. Dio media vuelta y se dirigió hacia la sala de estar, pero se detuvo al instante. Edward había aparecido en el umbral. Su cara se había transformado por completo. En lugar de ira, sus ojos revelaban confusión.

—Lo siento —dijo. Fue una agonía para él pronunciar la frase, a causa de su tartamudeo—. No sé qué me ha pasado. Creo que son las presiones, aunque no es excusa. Estoy avergonzado. Perdóname.

Su sinceridad conmovió a Kim. Se acercó a él y se fundieron en un abrazo. Después, entraron en la sala de estar y se sentaron en el sofá.

—Estoy pasando por un período terriblemente frustrante —dijo Edward—. Harvard está volviéndome loco, y deseo con todas mis fuerzas volver a concentrarme en Ultra. Eleanor ha proseguido el trabajo como mejor ha podido, y los resultados siempre son buenos. Lo último que deseaba era descargar mis frustraciones sobre ti.

—Yo también he estado nerviosa —dijo Kim—. Las mudanzas siempre me ponen nerviosa. Además, temo que esto de Elizabeth se haya convertido en una especie de obsesión.

—Y yo no te he brindado el menor apoyo. También lo lamento. Hagamos el pacto de ser más sensibles mutuamente.

—Es una idea maravillosa.

—Tendría que haber dicho algo sobre el traslado. La responsabilidad no es sólo tuya. ¿Cuándo quieres mudarte?

—Tenemos que dejar nuestros apartamentos el primero de septiembre.

—Bien, ¿qué te parece a final de mes?