Sábado 30 de julio de 1994
Kim y Edward no salieron tan pronto como él había sugerido la noche anterior. Edward pasó la mitad de la mañana colgado del teléfono. Primero, llamó al contratista y al arquitecto de Kim para pedir que incluyeran en las obras de la finca el nuevo laboratorio.
Aceptaron al instante y lo invitaron a reunirse con ellos en la propiedad a media mañana. A continuación, telefoneó a una serie de representantes de fabricantes de material para laboratorio y los citó a la misma hora en que había quedado con el contratista y el arquitecto.
Después de una breve llamada a Stanton para asegurarse de que el dinero prometido llegaría pronto, Edward llamó a unas cuantas personas que le interesaban para formar el equipo profesional de Omni. Edward y Kim no subieron al coche hasta pasadas las diez.
Cuando el coche se detuvo frente a los establos, ya esperaba un pequeño grupo. Todos se habían presentado, de modo que Edward se ahorró la tarea. Les indicó que se congregaran junto a la puerta corredera.
El edificio era una estructura larga de piedra, de una sola planta y ventanas de un tipo poco frecuente situadas debajo de los aleros. Como el terreno descendía en pendiente pronunciada hacia el río, la parte posterior consistía en dos pisos con entradas separadas para cada establo en el nivel inferior.
Kim probó múltiples llaves antes de encontrar la que abría el pesado candado. Después, todos entraron en lo que era la planta baja de la parte delantera y el segundo piso de la parte posterior.
El interior era una enorme sala sin particiones, con un techo de catedral. Al fondo del edificio había numerosas aberturas cerradas. Un extremo de la sala estaba lleno de balas de heno.
—Al menos, la demolición será fácil —dijo George.
—Esto es perfecto —comentó Edward—. Mi idea de un laboratorio es un espacio lo bastante grande para que todo el mundo pueda colaborar con los demás.
La escalera que bajaba al nivel inferior estaba hecha de tosco roble tallado y asegurada con clavijas de dos centímetros y medio de diámetro. Abajo, encontraron una sala larga con establos a la derecha y cubículos para guardar sillas de montar y otros aparejos, a la izquierda.
Kim deambuló y escuchó los planes para transformar el establo sin más dilación en un laboratorio farmacológico y biológico de diseño.
Abajo, habría alojamientos para una serie de animales experimentales, incluidos monos, ratas, ratones y conejos. También habría espacio para incubadoras de cultivos bacteriales y de tejidos, junto con dependencias para almacenamiento. Por fin, habría habitaciones especialmente protegidas para la máquina de resonancia magnética nuclear y cristalografía por rayos X.
La parte de arriba alojaría el principal laboratorio, así como una habitación protegida, con aire acondicionado, para el ordenador principal. Cada banco del laboratorio tendría su propia terminal. Para alimentar todo el equipo electrónico, se traería un gigantesco generador eléctrico.
—Bien, eso es todo —dijo Edward después de terminar la inspección. Se volvió hacia el contratista y el arquitecto—. ¿Ven algún problema?
—No creo —dijo Mark—. El edificio es perfecto, pero sugiero que diseñemos una entrada con una zona de recepción.
—No habrá muchos visitantes —contestó Edward—, pero entiendo su propósito. Adelante con ello. ¿Qué más?
—Creo que los permisos no supondrán ningún problema —dijo George.
—Siempre que no hablemos de los animales —intervino Mark—. Lo mejor será callarlo. Crearía problemas que llevaría cierto tiempo solucionar.
—Estoy más que satisfecho de dejar las relaciones públicas en manos de su personal, que tiene más experiencia —dijo Edward—. La verdad es que me interesa acelerar el proyecto, de modo que me gustaría aprovechar su experiencia. A tal fin, estoy dispuesto a conceder una gratificación del diez por ciento sobre tiempo, materiales y salarios.
Sonrisas entusiastas y ansiosas aparecieron en los rostros de Mark y George.
—¿Cuándo pueden empezar? —preguntó Edward.
—De inmediato —contestaron Mark y George al unísono.
—Espero que mis humildes obras no sufran las consecuencias de este proyecto más nuevo e importante —dijo Kim, que hablaba por primera vez.
—No se preocupe —dijo George—. De hecho, acelerará las obras de la casa. Pondremos más gente a trabajar. Si necesitamos un fontanero o un electricista para cualquier trabajillo de sus obras, ya estarán aquí.
Mientras Edward, el contratista, el arquitecto y los diversos representantes de material médico se dedicaban a esbozar los detalles del nuevo laboratorio, Kim salió de los establos.
Entornó los ojos para protegerse del neblinoso pero intenso sol del mediodía. Sabía que no estaba contribuyendo a la planificación del laboratorio, así que paseó por el campo en dirección a la casa, para echar un vistazo a las obras.
Cuando se acercó al edificio, observó que ya habían llenado la zanja. También reparó en que los obreros habían colocado la lápida de Elizabeth sobre la tumba, hincada en la tierra. Lo habían hecho nada más descubrirla.
Entró en la casa. Comparada con los establos le pareció diminuta, pero las reformas avanzaban a un ritmo satisfactorio, sobre todo en la cocina y los cuartos de baño. Por primera vez, se la imaginó tal como sería cuando terminaran.
Después de inspeccionar la casa, Kim volvió a los establos, pero no había el menor indicio de que Edward y los demás fueran a concluir pronto la improvisada conferencia. Kim los interrumpió un momento para comunicar a Edward que se iba al castillo. Él le expresó su deseo de que se lo pasara bien y volvió de nuevo a un problema relativo a la máquina de resonancia magnética.
Pasar de la brillante luz del sol al tétrico interior del castillo fue como penetrar en otro mundo. Kim se detuvo y escuchó los chirridos y crujidos de la casa, que se adaptaba al calor. Por primera vez, se dio cuenta de que no podía oír el canto de los pájaros, que fuera se escuchaban con toda claridad, en especial los chillidos de las gaviotas.
Después de un instante de indecisión, subió por la gran escalera. A pesar del reciente éxito en la bodega, donde había encontrado material del siglo XVII, se decidió a concederle una segunda oportunidad al desván, sobre todo porque era mucho más agradable.
Lo primero que hizo fue empezar a abrir muchas ventanas para que entrara la brisa proveniente del río. Se apartó de la última ventana abierta y reparó en la presencia de montañas de libros mayores encuadernados en tela. Ocupaban todo un lado de la estancia.
Cogió un libro y examinó el lomo. Impresas a mano con tinta blanca sobre fondo negro se leían las palabras «La Bruja del Mar». Picada por la curiosidad, Kim abrió el libro. Al principio, pensó que se trataba del diario de alguien, porque todas las anotaciones escritas a mano empezaban con el día del mes, seguidas de descripciones detalladas del tiempo. Enseguida comprendió que no era un diario personal, sino un cuaderno de bitácora.
Examinó la portada del libro y descubrió que abarcaba un período comprendido entre 1791 y 1802. Dejó el cuaderno de bitácora y miró los lomos de los demás libros de la estantería. Leyó los títulos; había varios que llevaban el nombre de la Bruja del Mar. Comprobó que los más antiguos estaban fechados entre 1737 y 1749.
Se preguntó si habría algún libro del siglo XVII y miró los libros de las demás estanterías. Cerca de la ventana, en un montoncito, reparó en uno de lomo desgastado y sin nombre. Lo sacó.
El tacto del libro se parecía al de la Biblia que había encontrado en la bodega. Lo abrió por la página del título. Era el cuaderno de bitácora de un bergantín llamado Empeño, y abarcaba desde 1679 a 1703. Volvió las amarillentas páginas con delicadeza y avanzó año a año, hasta llegar a 1692.
La primera anotación del año era del 24 de enero. Describía el tiempo como frío y despejado, con buen viento del oeste. A continuación, decía que la nave había zarpado con la marea y se dirigía a Liverpool con un cargamento de aceite de ballena, madera, efectos navales, pieles y potasa, así como bacalao y caballa secos.
Kim respiró hondo cuando sus ojos se posaron sobre un nombre conocido. La siguiente frase de la anotación explicaba que el barco transportaba a un distinguido pasajero, el señor Ronald Stewart, propietario del barco. Kim siguió leyendo a toda prisa. El cuaderno revelaba que Ronald viajaba a Suecia para supervisar el equipamiento y toma de posesión de un nuevo barco que se llamaría El Espíritu del Mar.
Examinó las siguientes anotaciones del viaje. El nombre de Ronald no volvía a mencionarse hasta que desembarcaba en Liverpool, después de una travesía sin incidentes.
Algo emocionada, cerró el libro y bajó del desván a la bodega. Abrió la caja de la Biblia, extrajo el título de propiedad que había encontrado en su última visita y echó un vistazo a la fecha. ¡Estaba en lo cierto! El motivo de que la firma de Elizabeth constara en el título era que Ronald se hallaba en alta mar cuando se firmó el documento.
Se sintió satisfecha de haber resuelto un misterio, aunque pequeño, relacionado con Elizabeth. Devolvió el documento a la caja de la Biblia y ya estaba a punto de añadir el cuaderno de bitácora a su pequeña colección, cuando tres sobres atados con una cinta resbalaron de entre las últimas páginas del libro.
Kim recogió el paquete con dedos temblorosos. Vio que el de encima iba dirigido a Ronald Stewart. Después de desatar la cinta, descubrió que todos iban dirigidos a Ronald. Muy nerviosa, abrió los sobres y extrajo su contenido. Había tres cartas, fechadas el 23 de octubre, el 29 del mismo mes, y el 11 de noviembre.
La primera era de Samuel Sewall:
Boston, Sábado 29 de octubre
Querido amigo:
Comprendo que su espíritu esté turbado pero confío, en el nombre de Dios, que su reciente matrimonio calme su inquietud. También comprendo que desee ocultar la información acerca de la desdichada asociación de su difunta esposa con el Príncipe de las Tinieblas, pero debo aconsejarle de buena fe que se abstenga de enviar al Gobernador un escrito de reivindicación en relación con la prueba concluyente utilizada para acusar y condenar a su esposa por el abominable delito de brujería. A tal propósito, debería apelar y suplicar al reverendo Cotton Mather, en cuyo sótano contempló usted las infernales obras de su esposa.
Ha llegado a mis oídos que la custodia oficial de la prueba ha sido concedida a perpetuidad al reverendo Mather, atendiendo a su solicitud.
Su leal amigo, SAMUEL SEWALL.
Frustrada por haber encontrado otra referencia a la misteriosa prueba sin que ésta fuera descrita, Kim dedicó su atención a la segunda carta. Estaba escrita por Cotton Mather.
Señor:
Obra en mi poder su reciente carta, así como la referencia a que ambos somos graduados en la Universidad de Harvard, lo cual me hace abrigar la esperanza de que su disposición hacia la venerable institución sea de tierna solicitud, de manera que sea sumiso en mente y espíritu a lo que mi estimado padre y yo hemos decidido como lugar apropiado para la obra de Elizabeth.
Como usted recordará, cuando nos encontramos en mi casa el 1 de julio me preocupaba profundamente el que la buena gente de Salem pudiese llegar a estados extremos de turbación en relación con la presencia del Diablo, que con tanta claridad definen las acciones y obras infernales de Elizabeth. Es una lamentable desgracia que mis fervientes preocupaciones hayan sido pasadas por alto y, pese a mis consejos de una cautela muy crítica y exquisita en la utilización de las pruebas espectrales, puesto que el Padre de las Mentiras es capaz de asumir la forma externa de una persona inocente, la buena reputación de gente inocente pueda ser mancillada a pesar de los esfuerzos diligentes de nuestros honorables jueces, eminentes por su justicia, sabiduría y bondad.
Comprendo su honorable deseo de proteger a su familia de más humillaciones, pero estoy convencido de que la prueba de Elizabeth ha de ser conservada para el beneficio de las futuras generaciones en su eterno combate contra las fuerzas del mal como ejemplo prístino de la clase de prueba que se necesita para determinar de manera objetiva un auténtico pacto con el Diablo, y no un mero maleficio. Al respecto he hablado mucho con mi padre, el reverendo Increase Mather, que actualmente sirve como presidente de la Universidad de Harvard. De mutuo acuerdo hemos decidido que la prueba sea guardada en la universidad para la edificación e instrucción de las futuras generaciones, en el sentido de que la vigilancia es importante para frustrar los designios del Diablo en la Nueva Tierra de Dios.
Vuestro siervo en el nombre de Dios, COTTON MATHER.
Kim no estaba segura de haber entendido toda la carta, pero sí lo esencial. Aún más frustrada acerca de la misteriosa prueba, cogió la última misiva. Advirtió que llevaba la firma de Increase Mather.
Cambridge, 11 de noviembre de 1692
Señor:
Simpatizo por entero con su deseo de que la susodicha prueba sea devuelta a su poder, pero he sido informado por los profesores William Brattle y John Leverett de que la prueba ha sido recibida por los estudiantes con diligente interés y ha estimulado apasionantes y esclarecedores debates, con el resultado de convencernos de que es voluntad de Dios que el legado de Elizabeth permanezca en Harvard como importante contribución al establecimiento de criterios objetivos para la Ley Eclesiástica en relación con la brujería y las condenables obras del Diablo. Le pido que comprenda la importancia de esta prueba y acceda a que se integre en nuestras colecciones. Si los estimados Compañeros de la Corporación de Harvard logran fundar una facultad de leyes, será enviada en ese momento a dicha institución.
Su seguro servidor, INCREASE MATHER
—¡Maldita sea! —exclamó Kim después de leer la tercera carta. No podía creer que hubiese tenido la suerte de encontrar tantas referencias a la prueba de Elizabeth, aunque seguía sin saber qué era. Por si acaso lo había pasado por alto, volvió a leerlas. La sintaxis algo anticuada dificultaba en parte la lectura, pero cuando llegó al final de la segunda carta se convenció de que no había pasado por alto nada. Estimulada por las cartas, Kim intentó imaginar qué clase de prueba irrefutable se habría utilizado contra Elizabeth. De sus continuas lecturas generales de aquella semana sobre los juicios de Salem, cada día estaba más convencida de que debía de ser una especie de libro. En la época de los juicios, el tema del libro del diablo se había suscitado a menudo. El método que utilizaba una bruja para establecer un pacto con el demonio era escribir en el libro del diablo.
Kim volvió a mirar las cartas. Observó que la prueba era descrita como «la obra de Elizabeth». Tal vez Elizabeth había fabricado un libro con una trabajada cubierta de piel. Kim rió de su imaginación, pero no se le ocurrió otra cosa.
Releyó la carta de Increase Mather y reparó en que la prueba había suscitado «apasionados y esclarecedores» debates entre los estudiantes. Pensó que la descripción, además de apoyar la idea de que la prueba era un libro, tendía a sugerir que lo importante no era la apariencia, sino el contenido.
Sin embargo, Kim volvió a considerar la posibilidad de que la prueba fuese una especie de muñeca. Aquella semana precisamente había leído que en el juicio de Bridget Bishop, la primera persona ejecutada en la histeria de Salem, se había utilizado como prueba una muñeca atravesada con agujas.
Suspiró. Sabía que sus erráticas elucubraciones sobre la naturaleza de la prueba no conducían a nada. Debía ceñirse a los indicios que tenía, y las tres cartas acababan de proporcionarle un dato muy significativo, a saber, que la prueba había sido donada a la Universidad de Harvard en 1692. Kim se preguntó qué posibilidades tenía de encontrar referencias en la institución actual, y en caso de intentarlo, si se reirían de ella.
—Ah, estás ahí —llamó Edward desde lo alto de la escalera de la bodega—. ¿Has tenido suerte?
—Bastante, por extraño que parezca —dijo Kim—. Baja a echar un vistazo.
Edward bajó por la escalera y cogió las cartas.
—¡Santo Dios! —exclamó cuando vio las firmas—. Son tres de los puritanos más famosos. ¡Menudo hallazgo!
—Léelas. Son interesantes, pero frustrantes para mis propósitos.
Edward se apoyó contra una cómoda para aprovechar la luz procedente de un candelabro de pared. Leyó las cartas en el mismo orden que Kim.
—Son maravillosas —dijo cuando terminó—. Me encanta el estilo. Nos informan de que la retórica era muy importante en aquellos tiempos. Algunas palabras me sobrepasan; ni siquiera sé qué significa «diligente».
—Creo que significa cuidadoso. Las definiciones no me presentaron ninguna dificultad. Lo más difícil fue seguir las frases.
—Has tenido suerte de que estas cartas no estuvieran escritas en latín. En aquellos tiempos, tenías que leer y escribir latín con fluidez para entrar en Harvard. Y hablando de Harvard, apuesto a que la universidad estaría interesada en estos documentos, especialmente en la carta de Increase Mather.
—Buena observación. Estaba pensando en ir a Harvard y preguntar por la prueba de Elizabeth. Tengo miedo de que se rían de mí. Quizá podría llegar a un acuerdo.
—No se reirán de ti. Estoy seguro de que alguien de la Biblioteca Widener considerará la historia interesante. No se opondrían a que les regalaras la carta, por supuesto. Hasta es posible que te hagan una oferta de compra.
—¿Leer estas cartas te ha dado alguna idea sobre lo que pudo ser la prueba?
—Pues no, pero entiendo que las consideres frustrantes.
Resulta curioso la cantidad de veces que la mencionan sin describirla.
—Pensaba que la carta de Increase Mather apoyaría la idea de que se trataba de una especie de libro, sobre todo la parte donde menciona que estimuló el debate entre los estudiantes.
—Tal vez.
—Espera un momento —dijo Kim de repente—. Se me acaba de ocurrir otra idea. No lo había pensado antes. ¿Por qué estaba tan ansioso Ronald por recuperarla? ¿No es significativo?
Edward se encogió de hombros.
—Creo que le interesaba evitar más humillaciones a la familia —dijo—. A veces, familias enteras sufrían cuando un miembro era acusado de brujería.
—Cabe la posibilidad de que implicara a Ronald. ¿Y si tuvo algo que ver con la acusación y condena de Elizabeth? En ese caso, tal vez deseaba recuperar la prueba para poder destruirla.
—¡Alto ahí! —Edward retrocedió un paso, como si Kim fuera una amenaza—. Tienes demasiada debilidad por las conspiraciones. Deberías controlar tu imaginación.
—Ronald se casó con la hermana de Elizabeth diez semanas después de la muerte de Elizabeth.
—Creo que olvidas algo. La prueba que efectué a los restos de tu antepasada sugiere que padecía un envenenamiento crónico causado por el hongo. Es probable que experimentara regularmente «viajes» psicodélicos, que no tenían nada que ver con Ronald. De hecho, si él había ingerido el mismo grano, puede que también los padeciera. Aún creo que la prueba estaba relacionada con algo que Elizabeth hizo bajo la influencia del hongo alucinógeno. Como ya hemos dicho, pudo ser un libro, un cuadro, una muñeca, o cualquier cosa que considerasen relacionada con lo oculto.
—Tienes razón —admitió Kim. Cogió las cartas y las guardó en la caja de la Biblia. Echó un vistazo al largo pasillo de la bodega, con sus muebles abarrotados de papeles—. Bien, volvamos al tablero de dibujo. Tendré que seguir buscando a ver si doy con una descripción de la prueba.
—He terminado las entrevistas. En lo tocante al nuevo laboratorio, todo funciona como la seda. He de felicitarte por tu contratista. Va a empezar hoy mismo a excavar la zanja de los conductos. ¡Dijo que su única preocupación era topar con más tumbas! Creo que encontrar la de Elizabeth lo asustó. Menudo personaje.
—¿Quieres regresar a Boston?
—Debo hacerlo —admitió Edward—. Quiero hablar con un montón de personas para comunicarles que Omni pronto será una realidad, pero no me importa coger el tren, como la última vez. Si quieres quedarte a investigar aquí, tal vez sea mejor.
—Bien, siempre que no te importe —dijo Kim. Al menos, encontrar las cartas la había animado.
Agosto empezó caluroso, brumoso y húmedo. Llovió poco durante julio, y la sequía continuó el mes siguiente, hasta que la hierba de Boston Commons, que se veía desde el apartamento de Kim, pasó del verde al pardo.
En lo referente al trabajo, agosto supuso un respiro para Kim. Kinnard empezó su turno rotativo de dos meses en el hospital de Salem, de manera que se ahorró la angustia de verlo cada día en la unidad de cuidados intensivos. Por otra parte, Kim concluyó las negociaciones con el departamento de enfermería, que le concedió todo septiembre de vacaciones. Lo consiguió gracias a una combinación de vacaciones acumuladas más horas extras impagadas.
La dirección de enfermería no recibió la petición con alegría, pero llegó a un compromiso para no perder sus servicios profesionales por completo.
El nuevo mes también proporcionó a Kim bastante tiempo libre, porque Edward siempre estaba ocupado. Volaba de una parte a otra del país con el fin de reclutar en secreto personal para Productos Farmacéuticos Omni. Sin embargo, no se olvidó de ella. Pese a su apretada agenda, le telefoneaba cada noche alrededor de las diez, antes de que Kim se acostara.
También le enviaba flores cada día, si bien a una escala más modesta. Ahora, los obsequios se reducían a una rosa diaria, lo cual ella consideraba más apropiado.
Kim no tuvo dificultades en llenar sus horas. Por las noches, continuaba sus lecturas sobre los juicios de Salem y la cultura puritana. También se obligaba a visitar la finca cada día. Las obras avanzaban rápidamente. La cuadrilla que trabajaba en el laboratorio era más numerosa que la destinada a la casa. No obstante, los progresos de las reformas no se resintieron por ello, y los trabajos de pintura terminaron antes que los de ebanistería.
Para Kim, la mayor ironía del proyecto fue que su padre se quedó muy impresionado con ella, debido a la construcción del laboratorio. Kim decidió callar que no tenía ninguna relación con aquella parte de las reformas, y que no había sido idea suya.
Cada vez que visitaba la finca, Kim dedicaba algún rato a examinar los libros y documentos polvorientos. Los resultados continuaban siendo desalentadores. Si bien el descubrimiento de las cartas la había animado, veintiséis horas de búsqueda no habían dado resultado alguno. En consecuencia, el jueves 11 decidió seguir la única pista con que contaba.
Cogió la carta de Increase Mather y fue a Boston, después de reunir valor para acercarse a Harvard.
El 12 de agosto, después de trabajar, Kim se acercó a la esquina de las calles Charles y Cambridge, y subió por la escalera que conducía a la estación del metro. Después de su experiencia en la sede de la cámara legislativa, que ya sabía inútil pues Ronald nunca había enviado una petición al gobernador, no abrigaba la menor esperanza de encontrar en Harvard la prueba utilizada contra Elizabeth. No sólo consideraba escasas las posibilidades de que la universidad guardara todavía en su poder la prueba; sospechaba que los empleados de la institución la considerarían una chiflada. ¿Quién sino iría a buscar un objeto de trescientos años de antigüedad cuya naturaleza no se especificaba en ninguna de las escasas referencias que había encontrado?
Mientras esperaba el tren, Kim estuvo a punto de volverse atrás varias veces, pero en cada ocasión se recordó que aquella era la única pista con que contaba. Por lo tanto, se obligó a seguir adelante, pese al asombro que pudiera despertar.
Cuando salió del metro, se encontró en medio del bullicio habitual de Harvard Square, pero en cuanto cruzó Massachussets Avenue y entró en el campus, el ruido del tráfico y la multitud quedó apagado con pasmosa celeridad. Mientras caminaba por los tranquilos senderos bordeados de árboles y muros de ladrillo rojo cubiertos de hiedra, se preguntó qué aspecto habría tenido todo aquello en el siglo XVII, cuando Ronald Stewart iba a la universidad. Ninguno de los edificios por delante de los que pasaba parecía tan antiguo.
Al recordar el comentario de Edward sobre la Biblioteca Widener, Kim decidió probar allí primero. Subió por los anchos escalones y pasó entre sus impresionantes columnas. Se sentía nerviosa, y tuvo que animarse a continuar. Cuando llegó al mostrador de recepción, formuló una vaga petición de que quería hablar con alguien en relación a objetos muy antiguos. La enviaron al despacho de Mary Custland.
Mary Custland era una mujer dinámica de unos cuarenta años, ataviada con un elegante traje azul oscuro, blusa blanca y pañuelo de colores. No encajaba con la imagen estereotipada que tenía Kim de una bibliotecaria. Su cargo era conservadora de libros y manuscritos raros. Kim experimentó un gran alivio al comprobar que se trataba de una persona simpática y amable. Preguntó de inmediato en qué podía ayudarla.
Kim extrajo la carta, se la tendió a Mary y dijo que era descendiente del destinatario. Empezó a explicar qué quería, pero Mary la interrumpió.
—Perdone —dijo. Estaba pasmada—. ¡Esta carta es de Increase Mather! —Acercó los dedos con gesto reverente al borde de la hoja.
—Eso era precisamente lo que intentaba explicar —dijo Kim.
—Voy a llamar a Katherine Sturburg.
Mary dejó la carta con cuidado sobre su teleta y descolgó el auricular del teléfono. Mientras esperaba, dijo a Kim que Katherine era una especialista en material del siglo XVII y estaba muy interesada en Increase Mather.
Después de llamar, Mary preguntó a Kim dónde había obtenido la carta. Kim se dispuso a explicarlo una vez más, pero en ese momento llegó Katherine. Era una mujer mayor de cabello gris; un par de gafas para leer colgaban permanentemente de la punta de su nariz. Mary hizo las presentaciones de rigor y enseñó la carta a Katherine.
Katherine utilizó la yema del dedo para dar la vuelta a la carta y leerla. Al instante Kim se sintió avergonzada por haberla manipulado de manera tan despreocupada.
—¿Qué opinas? —preguntó Mary dirigiéndose a Katherine cuando terminó de leer.
—Es auténtica, no cabe duda —contestó Katherine—. Lo sé por la sintaxis. Es fascinante. Hace referencia tanto a William Brattle como a John Leverett. ¿Cuál es esta prueba de la que hablan?
—Ésa es la cuestión —dijo Kim—. Por eso estoy aquí. Empecé a averiguar cosas sobre mi antepasada, Elizabeth Stewart, y he decidido resolver este rompecabezas. Esperaba que Harvard me echara una mano, pues la prueba, sea cual sea, quedó en su poder.
—¿Cuál es la relación con la brujería? —preguntó Mary.
Kim explicó que Elizabeth se había visto mezclada en los juicios por brujería que habían tenido lugar en Salem, y la prueba había sido utilizada para condenarla.
—Debí suponer la relación con Salem cuando vi la fecha —dijo Katherine.
—La segunda vez que Mather se refiere a la prueba la describe como el «legado de Elizabeth» —señaló Mary—. Es una frase muy curiosa. Me sugiere algo que Elizabeth hizo con sus manos o adquirió con cierto esfuerzo o desembolso económico.
Kim asintió. Después, explicó su idea de que podía tratarse de un libro o alguna clase de escrito, si bien admitió que podía ser cualquier cosa que en aquellos tiempos se considerase relacionado con la brujería o el ocultismo.
—Supongo que habría podido ser una muñeca —dijo Mary.
—Ya he pensado en ello —contestó Kim.
Las dos bibliotecarias discutieron la mejor manera de acceder a los enormes recursos de la biblioteca. Después de un breve intercambio de frases, Mary se sentó ante su terminal y tecleó el nombre de Elizabeth Stewart.
Nadie habló durante un minuto. Lo único que se movía en la sala era el cursor en la pantalla, a medida que el ordenador registraba los enormes bancos de datos. Cuando el monitor cobró vida reproduciendo una larga serie de listados, las esperanzas de Kim aumentaron. Pero no tardaron en disiparse, pues todas las Elizabeth Stewart listadas eran de los siglos XIX y XX, y ninguna era pariente de Kim.
Entonces, Mary probó con Ronald Stewart, pero logró resultados similares. No había referencias del siglo XVII, A continuación, Mary cruzó las referencias con Increase Mather. Había cantidad de material pero carecía de intersecciones con la familia Stewart.
—No me sorprende —dijo Kim—. Ya era pesimista cuando entré aquí. Espero no haberlas molestado.
—Todo lo contrario —contestó Katherine—. Me alegro de que nos haya enseñado esta carta. Nos gustaría hacer una fotocopia para nuestros archivos, si no le importa.
—Claro que no. De hecho, cuando haya terminado mi minicruzada, donaré con gusto la carta a la biblioteca.
—Es muy generoso por su parte.
—Como la archivera más interesada en Increase Mather, me complacerá repasar mis extensos ficheros para ver si aparece el nombre de Elizabeth Stewart —prometió Katherine—. Sea cual sea el objeto, debería constar alguna referencia, pues la carta de Mather confirma que fue donado a Harvard. Las discusiones sobre las llamadas pruebas espectrales presentadas en los juicios de Salem fueron feroces, y poseemos mucho material al respecto. Tengo la impresión de que Mather lo dice de una manera indirecta en su carta. Todavía queda alguna esperanza de que pueda encontrar algo.
—Le agradeceré cualquier esfuerzo que haga —dijo Kim.
Dio los números de teléfono de su casa y del trabajo.
Las bibliotecarias intercambiaron una mirada significativa.
—No quiero ser pesimista —dijo Mary—, pero deseo advertirle de que las posibilidades de encontrar la prueba son ínfimas. El 24 de enero de 1764 se produjo una gran tragedia en Harvard. En aquella época, el paraninfo se utilizaba como tribunal general, debido a una epidemia de viruela en Boston. Por desgracia, aquella noche nevaba y hacía mucho frío y alguien olvidó apagar la chimenea de la biblioteca, lo que provocó un incendio que destruyó el edificio y su precioso contenido. Incluía todos los retratos de los presidentes y benefactores de la universidad, así como la mayor parte de los cinco mil volúmenes guardados en la biblioteca. Sé mucho sobre el episodio porque fue el peor desastre en la historia de la biblioteca. No sólo se perdieron los libros de la biblioteca, sino una colección de animales y pájaros disecados, además de una colección que llevaba la curiosa referencia de «depósito de curiosidades».
—¿Podría haber incluido objetos relacionados con lo oculto? —preguntó Kim.
—No cabe duda —respondió Mary—. Existen bastantes posibilidades de que esté buscando algo que formaba parte de esa misteriosa colección. Nunca lo sabremos. El catálogo de la colección también se perdió.
—Pero eso no significa que sea imposible encontrar alguna referencia —dijo Katherine—. Me emplearé a fondo.
Mientras Kim bajaba por la escalera de la biblioteca, se recordó que no esperaba tener éxito, de manera que era absurdo sentirse desalentada. Al menos, nadie se había reído de ella, y las bibliotecarias habían demostrado auténtico interés por la carta. Kim estaba segura de que continuarían buscando referencias.
Regresó en metro a Charles Square y sacó el coche del aparcamiento del hospital. Tenía la intención de pasar por su apartamento para cambiarse de ropa, pero el viaje a Harvard le había ocupado más tiempo del que había calculado. Se dirigió hacia el aeropuerto para recoger a Edward, que llegaba de la costa oeste.
Edward llegó puntual, y como no llevaba maleta, se encaminaron directamente al aparcamiento.
—Las cosas no han podido ir mejor —dijo él. Estaba radiante—. Sólo una de las personas que quería para Omni declinó la oferta. Por lo demás, todas aquellas con quienes hablé se mostraron entusiasmadas. Todos piensan que Ultra va a hacer saltar la banca.
—¿Les contaste todo?
—Casi nada, hasta que se comprometieron. No quiero correr riesgos. De todos modos, sólo con las generalidades ya tuvieron bastante, y no tuve que ceder muchas acciones. Hasta el momento, sólo he comprometido cuarenta mil.
Kim ignoraba qué significaba aquello, y tampoco lo preguntó. Llegaron al coche. Edward metió sus bolsos en el maletero. Subieron y salieron del aparcamiento.
—¿Cómo van los trabajos en la finca? —preguntó Edward.
—Bien —contestó Kim con voz inexpresiva.
—O mucho me equivoco, u hoy estás en baja forma.
—Supongo. Reuní el valor para ir a Harvard esta tarde, en busca de la prueba de Elizabeth.
—No me digas que te lo pusieron difícil.
—No, fueron muy amables. El problema es que no tenían buenas noticias. En 1764, un gran incendio destruyó la biblioteca de Harvard y consumió una colección llamada «depósito de curiosidades». Para colmo, también perdieron el catálogo, así que en este momento nadie sabe qué contenía la colección. Mucho me temo que la prueba de Elizabeth quedó literalmente reducida a cenizas.
—Supongo que eso te obliga a seguir buscando en el castillo.
—Supongo. El problema es que he perdido algo de entusiasmo.
—¿Por qué? Encontrar esas cartas de los Mather y de Sewall debió de suponer un gran incentivo.
—Y lo fue, pero el efecto ha empezado a desvanecerse. He dedicado casi treinta horas desde entonces, y ni siquiera he encontrado un papel del siglo XVII.
—Ya te dije que no iba a ser fácil —le recordó Edward.
Kim no dijo nada. Sólo faltaba que Edward le saliera con el típico «ya te lo había dicho».
Cuando llegaron al apartamento de Edward, éste llamó a Stanton antes de quitarse la chaqueta del traje. Kim escuchó vagamente el final de la conversación de Edward, cuando describió sus esfuerzos por reclutar personal.
—Buenas noticias por ambas partes —dijo Edward, después de colgar el auricular—. Stanton ya tiene la mayor parte de los cuatro millones y medio en las arcas de Omni y ha empezado el proceso de la patente. La cosa marcha.
—Me alegro por ti —dijo Kim. Sonrió y lanzó un suspiro.