Viernes 29 de julio de 1994
A medida que transcurría la semana, el entusiasmo de Edward fue en aumento. La base de datos sobre el nuevo alcaloide crecía en progresión geométrica. Ni él ni Eleanor dormían más de cuatro o cinco horas por noche. Ambos vivían prácticamente en el laboratorio y trabajaban más que nunca en su vida.
Edward insistió en hacerlo todo él, lo cual significaba que hasta reproducía el trabajo de Eleanor con el fin de estar seguro al ciento por ciento de que no había errores. Del mismo modo, pedía a Eleanor que verificara sus resultados.
Estaba tan ocupado con el alcaloide que no le quedaba tiempo para nada más. Pese a la opinión contraria de Eleanor y las protestas de los estudiantes, no daba clase ni dedicaba tiempo a su grupo de estudiantes graduados, muchos de cuyos proyectos de investigación habían quedado paralizados sin su liderazgo y consejo continuos.
A Edward le daba igual. Para su deleite, la estructura de la droga iba surgiendo átomo a átomo desde las brumas del tiempo en que se había ocultado. Estaba obsesionado por la nueva droga, indiferente a todo cuanto lo rodeaba, como un artista en el proceso de creación.
A primera hora de la mañana del miércoles, Edward había determinado por completo el núcleo estructural de cuatro anillos del compuesto, en una soberbia hazaña de química orgánica cualitativa. El miércoles por la tarde, todas las cadenas laterales estaban definidas en términos de su composición y acoplamiento al núcleo. Edward describió humorísticamente la molécula como «una manzana de la que sobresalían gusanos».
Lo que más lo fascinó fueron las cadenas laterales. Había cinco. Una era tetracíclica como el núcleo y recordaba el LSD. Otra tenía dos anillos y se parecía a una droga llamada escopolamina. Las últimas tres eran similares a los principales neurotransmisores cerebrales: norepinefrina, dopamina y serotonina.
En la madrugada del jueves, Edward y Eleanor fueron recompensados con la estructura molecular completa, cuya figura tridimensional virtual apareció en una pantalla de ordenador. El éxito había sido producto de un nuevo software estructural, supercapacidad informática y horas de acaloradas discusiones entre Edward y Eleanor, cada uno de los cuales interpretaba para el otro el papel de abogado del diablo.
Hipnotizados por la imagen, Edward y Eleanor contemplaron en silencio la lenta rotación de la molécula. Los colores eran deslumbrantes, con las nubes de electrones representadas mediante diversos tonos de azul cobalto. Los átomos de carbono eran rojos, los de oxígeno, verdes, y los de nitrógeno, amarillos.
Después de flexionar los dedos como si fuera un virtuoso dispuesto a interpretar una sonata de Beethoven en un piano Steinway, Edward se sentó ante su terminal, conectada con el superordenador. Empezó a teclear, convocando todo su conocimiento, experiencia y sentido químico intuitivo. En la pantalla, la imagen tembló y saltó, al tiempo que conservaba su lenta rotación. Edward separó las dos cadenas laterales de la molécula que, por instinto, consideraba responsables del efecto alucinógeno: la cadena lateral del LSD y la cadena lateral de la escopolamina.
Complacido, pudo separarlo todo, salvo dos diminutos fragmentos de carbono de la cadena lateral del LSD, que no afectaba de manera significativa a la estructura tridimensional del compuesto ni la distribución de cargas eléctricas. Sabía que alterar cualquiera de aquellas propiedades influiría drásticamente en la bioactividad de la droga.
La cadena lateral de la escopolamina era otra historia. Edward sólo pudo amputar en parte la cadena lateral, y dejó intacto un fragmento considerable. Cuando intentó separar más, la molécula se dobló sobre sí misma y su forma tridimensional cambió por completo.
Después de eliminar la mayor parte de la cadena lateral de escopolamina, trasladó los datos moleculares al ordenador de su laboratorio. La imagen ya no era tan espectacular, pero sí más interesante en algunos aspectos. Edward y Eleanor contemplaron una nueva droga de diseño hipotética obtenida mediante la manipulación por ordenador de un compuesto natural.
El objetivo de las manipulaciones por ordenador era eliminar los efectos alucinógenos y antiparasimpáticos de la droga. Los últimos tenían que ver con la sequedad de la boca, la dilatación de las pupilas y la amnesia parcial que tanto Stanton como él habían experimentado.
En aquel punto, Edward aplicó sus conocimientos de la química orgánica sintética, su punto fuerte. En un maratón de esfuerzos que duró desde la mañana hasta la noche del jueves, concibió un procedimiento para formular la droga hipotética a partir de reactivos disponibles y habituales. Al amanecer del viernes, consiguió un frasco lleno de la nueva droga.
—¿Qué opinas? —preguntó a Eleanor mientras los dos contemplaban el frasco. Estaban agotados, pero ninguno tenía intención de ir a dormir.
—Creo que has llevado a cabo un prodigio de virtuosismo químico —contestó Eleanor con sinceridad.
—No te he pedido halagos —dijo él, y bostezó—. Me interesa saber qué deberíamos hacer primero, en tu opinión.
—Soy el miembro conservador de este equipo —dijo Eleanor—. En mi opinión deberíamos hacernos una idea de su toxicidad.
—Vamos a ello —dijo Edward. Se puso de pie y dio la mano a Eleanor. Volvieron al trabajo.
Animados por sus éxitos e impacientes por obtener resultados inmediatos, olvidaron el protocolo científico. Como en el caso del alcaloide natural, obviaron estudios controlados y minuciosos para obtener datos rápidos y generales que les proporcionaran una idea del potencial de la droga.
Lo primero que hicieron fue añadir diversas concentraciones de la droga a varias clases de cultivos de tejidos, incluyendo células nerviosas y nefríticas. Con dosis relativamente grandes, quedaron complacidos al comprobar que no obraban efecto alguno. Pusieron los cultivos en una incubadora para acceder con más facilidad a ellos.
A continuación, obtuvieron una preparación ganglionar de Aplasia fasciata, mediante el método de insertar diminutos electrodos en células nerviosas que se descargaban de forma espontánea. Conectaron los electrodos a un amplificador y crearon la imagen de la actividad celular en un tubo de rayos catódicos. Poco a poco, añadieron la droga al líquido. Observaron las reacciones neuronales y determinaron que la droga era bioactiva, si bien no disminuía ni aumentaba la actividad espontánea. En cambio, parecía estabilizar el ritmo.
Cada vez más entusiasmados, pues todo lo que hacían daba resultados positivos, Eleanor empezó a administrar la nueva droga a un grupo nuevo de ratas estresadas, mientras Edward añadía la droga a una nueva preparación de sinaptosomas. Eleanor fue la primera en conseguir resultados. No tardó en convencerse de que la droga modificada poseía aún más efectos tranquilizadores sobre las ratas que el alcaloide inalterado.
Edward tardó un poco más en obtener resultados. Descubrió que la nueva droga afectaba los niveles de los tres neurotransmisores, pero de manera diferente. Influía más en la serotonina que en la norepinefrina, a la que afectaba más que a la dopamina. Lo que no esperaba era que la droga pareciera formar un vínculo covalente flojo con el glutamato y el ácido butírico gama-amino, dos de los principales agentes inhibidores del cerebro.
—¡Esto es fantástico! —exclamó Edward. Cogió los papeles que documentaban todos sus hallazgos y los dejó caer, como una lluvia de confetis enormes—. Estos datos dan a entender que el potencial de la droga es monumental. Apostaría a que es un antidepresivo y ansiolítico al mismo tiempo, lo cual podría revolucionar el campo de la psicofarmacología. Podría llegar a ser comparado con el descubrimiento de la penicilina.
—Aún queda el problema de los efectos alucinógenos —le recordó Eleanor.
—Francamente, lo dudo, sobre todo después de eliminar la cadena lateral del LSD, pero estoy de acuerdo en que hemos de asegurarnos.
—Echemos un vistazo a los cultivos de tejidos —dijo Eleanor. Sabía que Edward quería tomar la droga. Era la única forma de comprobar si era alucinógena.
Sacaron los cultivos de la incubadora y los examinaron bajo un microscopio de baja potencia. Todos parecían en buen estado. No había señales de que la nueva droga hubiese dañado las células, pese a las altas dosis.
—Da la impresión de que carece de toxicidad —dijo Edward, risueño.
—Si no lo veo, no lo creo —dijo Eleanor.
Volvieron a la zona de trabajo de Edward y prepararon varias soluciones más potentes. El punto de partida fue una concentración que produjo una dosis similar a la que había tomado Stanton del nuevo alcaloide. Edward fue el primero en probarla y, como no pasó nada, Eleanor lo imitó, con idéntico resultado.
Animados por los resultados negativos, Edward y Eleanor aumentaron gradualmente las dosis, hasta llegar a un miligramo, a sabiendas de que los miligramos de LSD ya producían efectos psicodélicos.
—¿Y bien? —preguntó Edward media hora más tarde.
—Por mi parte, ningún efecto alucinógeno —contestó Eleanor.
—Pero existe un efecto.
—Sin duda. Podría describirlo como una alegría serena. Sea lo que sea, me gusta.
—También siento que mi mente está particularmente lúcida. Ha de guardar alguna relación con la droga, pues hace veinte minutos estaba hecho trizas y pensaba que mi capacidad de concentración era nula. Ahora me siento pletórico de energías, como si hubiera descansado toda la noche.
—Tengo la sensación de que mi memoria a largo plazo ha despertado de un sueño —dijo Eleanor—. De pronto, he recordado el número de teléfono de la casa en que vivía cuando tenía seis años. Fue el año que mi familia se trasladó a la costa oeste.
—¿Y tus sentidos? Los míos parecen particularmente agudizados, en especial el olfato.
—No me había dado cuenta hasta ahora. —Eleanor echó hacia atrás la cabeza y olfateó el aire—. Nunca me había dado cuenta de que hubiera tal variedad de olores en el laboratorio.
—Siento otra cosa que jamás habría notado de no haber tomado Prozac. Me siento muy seguro de mí mismo, como si pudiera mezclarme con un grupo de personas y hacer lo que me viniera en gana. La diferencia es que necesité tres meses de Prozac antes de sentirme así.
—Yo no siento nada por el estilo, pero tengo la boca un poco seca. ¿Y tú?
—Tal vez —admitió Edward. Después, miró a los ojos azul oscuro de Eleanor—. Puede que tus pupilas estén algo dilatadas. En ese caso, debe de ser la cadena lateral de escopolamina, que no pudimos eliminar por completo. Comprueba tu visión de cerca.
Eleanor cogió una botella de reactivo y leyó la diminuta inscripción de la etiqueta.
—Ningún problema —dijo.
—¿Algo más? —preguntó Edward—. ¿Algún problema de circulación o respiración?
—Todo perfecto.
—Perdonen —dijo una voz.
Eleanor y Edward se volvieron y vieron a una estudiante graduada de segundo año que se acercaba.
—Necesito ayuda —dijo. Se llamaba Nadine Foch y era de París—. El aparato de resonancia magnética no funciona.
—Quizá sería mejor hablar con Ralph —dijo Edward, y sonrió—. Me gustaría ayudarte, pero en este momento estoy ocupado. Además, Ralph conoce la máquina mejor que yo, sobre todo desde un punto de vista técnico.
Nadine les dio las gracias y fue en busca de Ralph.
—Has sido muy educado —observó Eleanor.
—Me siento bastante educado. Además, es una chica excelente.
—Tal vez sea el momento perfecto para que reanudes tus actividades normales. Hemos hecho progresos fantásticos.
—Sólo es un heraldo de lo que se avecina. Te agradezco tu preocupación por mis responsabilidades de supervisión y enseñanza, pero te aseguro que pueden quedar en suspenso varias semanas sin causar perjuicios irreparables a nadie. No pienso perderme ninguna emoción que pueda depararnos esta nueva droga. Entretanto, quiero que empieces a modelar moléculas por ordenador con el fin de crear una familia de compuestos a partir de nuestra nueva droga, sustituyendo las cadenas laterales.
Mientras Eleanor se ponía a trabajar en su terminal, Edward volvió a su escritorio y telefoneó a Stanton Lewis.
—¿Estás ocupado esta noche? —preguntó a su viejo amigo.
—Estoy ocupado todas las noches —contestó Stanton—. ¿Qué tienes en mente? ¿Has leído el dossier?
—¿Te apetece cenar con Kim y conmigo? Debo informarte de algo.
—Ajá, viejo truhán. ¿Va a ser una especie de anuncio social importante?
—Prefiero que hablemos en persona. ¿Cenamos? ¡Invito yo!
—Parece que va en serio. He reservado una mesa en el Anago Bistro, en la Main Street de Cambridge. La reserva es para dos, pero llamaré para que la cambien a cuatro. A las ocho en punto. Volveré a llamar si surge algún problema.
—Perfecto —dijo Edward. Colgó antes de que Stanton lo bombardeara con más preguntas. Marcó el número del trabajo de Kim—. ¿Ocupada? —preguntó cuando Kim se puso.
—No preguntes.
—He quedado a cenar con Stanton y su mujer —dijo Edward muy animado—. A las ocho, a menos que haya problemas. Lamento avisarte con tan poco tiempo. Espero que te vaya bien.
—¿Esta noche no trabajas? —preguntó.
—Me tomo la noche libre.
—¿Y mañana? ¿Vamos a ir a Salem?
—Ya hablaremos —dijo Edward, sin comprometerse—. ¿Cenamos?
—Preferiría cenar a solas contigo.
—Gracias. Yo también, pero he de hablar con Stanton, y pensé que podríamos hacerlo de una forma más amena. Sé que esta semana he sido un muermo.
—Pareces contento. ¿Ha ocurrido algo bueno?
—Todo ha ido bien, por eso es tan importante este encuentro. Después de cenar, podemos pasar un rato juntos. Pasearemos por la plaza, como la noche en que nos conocimos. ¿Qué te parece?
—Trato hecho. Dijo Kim, sorprendida.
Kim y Edward fueron los primeros en llegar al restaurante, y la jefa de comedor, que también era copropietaria del local, los condujo hasta una mesa encajada en un hueco, cerca de la ventana. Desde ella se dominaba una parte de Main Street, con sus pizzerías y restaurantes hindúes. Un camión de bomberos pasó a toda velocidad haciendo sonar sus campanillas y sirenas.
—Juraría que el cuerpo de bomberos de Cambridge utiliza toda su parafernalia para ir a tomar café —dijo Edward. Rió, mientras veía alejarse al camión—. Siempre van corriendo. No es posible que se declaren tantos incendios.
Kim miró a Edward. Estaba de un humor peculiar. Nunca lo había visto tan hablador y jovial, y aun cuando parecía cansado actuaba como si hubiera tomado varios cafés. Incluso pidió una botella de vino.
—Creía que siempre era Stanton quien pedía el vino —observó Kim.
Antes de que Edward pudiera contestar, Stanton llegó y, fiel a su carácter, entró en el restaurante como si fuera el propietario. Besó la mano de la jefa de comedor, detalle que la mujer soportó con impaciencia apenas disimulada.
—Hola, chicos —saludó Stanton dirigiéndose a Kim y Edward, mientras apartaba la silla para que Candice se sentara. La mesa era estrecha, y cada pareja estaba sentada codo con codo—. ¿Cuál es la gran noticia que os lleváis entre manos? ¿Debo pedir una botella de Dom Perignon?
Kim miró a Edward en busca de alguna explicación.
—Ya he pedido vino —dijo Edward—. Es muy bueno.
—¿Has pedido vino? —preguntó Stanton—. Pero si aquí no sirven Ripple. —Lanzó una carcajada mientras se sentaba.
—He pedido un blanco italiano —dijo Edward—. Un seco fresco que va a las mil maravillas con el calor del verano.
Kim arqueó las cejas. Era una faceta de Edward que desconocía.
—Bien, ¿qué sucede? —preguntó Stanton. Se inclinó, con los codos apoyados en la mesa—. ¿Vais a casaros?
Kim enrojeció. Algo turbada, se preguntó si Edward había contado a Stanton sus planes de compartir la casa. En lo que a ella concernía, no era un secreto, pero habría preferido decirlo a la familia personalmente.
—Sería una suerte inmensa —dijo Edward, y rió—. Tengo noticias, pero no son tan buenas.
Kim parpadeó y miró a Edward. Estaba impresionada por lo bien que había capeado el comentario extemporáneo de Stanton.
La camarera llegó con el vino. Stanton examinó la etiqueta antes de permitir que lo abriera.
—Me sorprendes, muchacho —dijo Stanton—. No ha sido una mala elección.
Después de servir el vino, Stanton se dispuso a brindar, pero Edward lo interrumpió.
—Esta vez me toca a mí —dijo. Extendió la copa hacia Stanton—. Por el capitalista más inteligente del mundo.
—Pensaba que nunca te darías cuenta —comentó Stanton con una sonrisa. Todos bebieron.
—He de hacerte una pregunta —dijo Edward—. ¿Hablabas en serio cuando dijiste que una droga psicotrópica nueva y eficaz podía ser en potencia una molécula de mil millones de dólares?
—Por completo —contestó Stanton. Compuso una expresión más seria—. ¿Para eso estamos aquí? ¿Tienes más información sobre la droga que me arrastró a un viaje psicodélico?
Tanto Candice como Kim preguntaron a qué «viaje psicodélico» se refería Stanton. Cuando se enteraron de lo que había pasado, ambas quedaron consternadas.
—No fue ni la mitad de malo —dijo Stanton—. Me divertí bastante.
—Tengo cantidad de información —dijo Edward—. Superlativa. Alteramos la molécula y logramos eliminar el efecto alucinógeno. Ahora, estoy convencido de que hemos creado una nueva generación de drogas, similares al Prozac y al Xanax. Parece perfecta. Es inofensiva, eficaz por vía oral, carece prácticamente de secuelas y tiene amplias capacidades terapéuticas. De hecho, en virtud de su estructura de cadena lateral única, susceptible de alteración y sustitución, podría poseer una capacidad terapéutica ilimitada en el campo psicotrópico.
—Sé más concreto —pidió Stanton—. ¿Qué es esa droga, en tu opinión?
—Creemos que causará un impacto positivo general en el estado de ánimo. Al parecer, se trata de un antidepresivo y ansiolítico a la vez, es decir, reduce la angustia. También da la impresión de que funciona como un tónico general: combate la fatiga, aumenta el bienestar, agudiza los sentidos y alienta la lucidez, pues incrementa la memoria a largo plazo.
—¡Dios mío! —exclamó Stanton—. ¿Hay algo que no haga? Me recuerda al «soma» de Un mundo feliz.
—La comparación no es ociosa —comentó Edward.
—Una pregunta —dijo Stanton. Bajó la voz y se inclinó—. ¿Mejorará el sexo?
Edward se encogió de hombros.
—Tal vez. Puesto que agudiza los sentidos, el sexo podría ser más intenso.
Stanton levantó las manos.
—Demonios, no estamos hablando de una molécula de mil millones de dólares, sino de cinco mil millones de dólares.
—¿Lo dices en serio? —preguntó Edward.
—Digamos mil millones más.
La camarera interrumpió su conversación. Pidieron la cena. Cuando la mujer se marchó, Edward fue el primero en hablar.
—Aún no hemos demostrado nada —dijo—. No hemos hecho experimentos controlados.
—Pero tienes mucha confianza —dijo Stanton.
—Muchísima.
—¿Quién está enterado?
—Sólo yo, mi ayudante personal y quienes compartimos esta mesa.
—¿Tienes alguna idea de cómo funciona la droga?
—Sólo una vaga hipótesis. Al parecer, estabiliza las concentraciones de los principales neurotransmisores del cerebro y, en ese sentido, funciona a múltiples niveles. Afecta las neuronas individuales, pero también redes completas de células, como si fuera un autocoide u hormona cerebral.
—¿De dónde salió?
Edward resumió la historia. Explicó la relación entre la antepasada de Kim, los juicios por brujería de Salem y la teoría de que las acusadoras de Salem se habían envenenado con un hongo.
—Fue la pregunta de Kim acerca de si la teoría del envenenamiento podía ser demostrada lo que me impulsó a tomar muestras de tierra —concluyó Edward.
—Yo no tuve ningún mérito —dijo Kim.
—Sí —replicó Edward—. Elizabeth y tú.
—Qué ironía —comentó Candice—. Descubrir una droga útil en una muestra de tierra.
—En realidad, no —repuso Edward—. Muchas drogas importantes han sido encontradas en el polvo, como la cefalosporina o la ciclosporina. En este caso, la ironía es que la droga procede del diablo.
—No digas eso —protestó Kim—. Me pone la carne de gallina.
Edward rió. Apuntó con el dedo a Kim y contó a los demás que sufría ataques ocasionales de superstición.
—Creo que a mí tampoco me gusta la asociación —dijo Stanton—. Prefiero considerarla una droga caída del cielo.
—La asociación con la caza de brujas no me molesta en absoluto —dijo Edward—. De hecho, me gusta. Si bien el descubrimiento de esta droga no puede justificar la muerte de veinte personas, al menos proporciona un sentido a su sacrificio.
—Fueron veintiuna las personas muertas —lo corrigió Kim.
Explicó a los demás que los historiadores habían pasado por alto la ejecución de Elizabeth.
—Me daría igual que la droga estuviese relacionada con el diluvio universal —dijo Stanton—. Me parece un descubrimiento extraordinario. ¿Qué vas a hacer? —preguntó a Edward.
—Por eso precisamente quería verte. ¿Qué crees que debería hacer?
—Lo que ya te dije: fundar una empresa, patentar la droga y todos los clones posibles.
—¿Crees de verdad que nos encontramos en una situación de mil millones de dólares?
—Sé de qué hablo. Es mi especialidad.
—Pues adelante. Formemos una empresa.
Stanton miró a Edward por un instante.
—Creo que hablas en serio —dijo.
—Ya puedes apostar.
—Muy bien. De entrada, necesitaremos algunos nombres.
—Stanton sacó una libreta y una pluma del bolsillo de la chaqueta. —Necesitamos un nombre para la droga y un nombre para la empresa. Tal vez deberíamos llamar Soma a la droga, por el antecedente literario.
—Ya hay una droga llamada Soma —dijo Edward—. ¿Qué te parece Omni, en relación con el amplio margen de sus aplicaciones clínicas?
—Omni no suena a droga. Suena más como una empresa. Podríamos llamarla Productos Farmacéuticos Omni.
—Me gusta —dijo Edward.
—¿Qué opinas de Ultra? —preguntó Stanton—. Iría bien para la publicidad.
—No está mal.
Los hombres miraron a las mujeres, a la espera de su reacción. Candice no había escuchado, y Stanton tuvo que repetir los nombres. Después, Candice dijo que estaba bien. Kim sí había escuchado, pero no se había formado una opinión.
Estaba un poco sorprendida por la conversación. Edward no había dado muestras de timidez en aquel súbito e inesperado interés por los negocios.
—¿Cuánto dinero puedes reunir? —preguntó Edward.
—¿Cuánto tiempo crees que necesitarás para lanzar al mercado esta nueva droga?
—Creo que no puedo contestar a esa pregunta. Ni siquiera estoy seguro al ciento por ciento de que pueda comercializarse.
—Lo sé. Sólo quiero un cálculo aproximado óptimo. Sé que la duración normal, desde que se descubre una droga en potencia, la aprueba la Dirección de Fármacos y Alimentos y sale al mercado es de unos doce años, y el coste total ronda los doscientos millones de dólares.
—No necesitaré doce años —dijo Edward—, ni mucho menos doscientos millones de dólares.
—Cuanto menos tarde en desarrollarse y menos dinero se necesite, más beneficios para nosotros.
—Comprendo. La verdad, no me interesa gastar mucho.
—¿Cuánto dinero crees que necesitamos? —preguntó Stanton.
—Tendría que instalar un laboratorio de alta tecnología —dijo Edward, y empezó a pensar en voz alta.
—¿Qué le pasa a tu laboratorio actual?
—Pertenece a Harvard. He de sacar el proyecto de Harvard, a causa de un contrato de participación que firmé cuando acepté el cargo.
—¿Puede traernos problemas?
—No, creo que no. El acuerdo se refiere a descubrimientos efectuados en horario de trabajo, utilizando aparatos de la universidad. Alegaré que descubrí Ultra en mis ratos libres, lo cual es técnicamente correcto, si bien he llevado a cabo la preparación y síntesis originales en tiempo de trabajo. Lo esencial es que no tengo miedo de acosos legales. Al fin y al cabo, no pertenezco a Harvard.
—¿Qué me dices del período de desarrollo? ¿En cuánto tiempo crees que lograrás acortarlo?
—Mucho. Una de las propiedades de Ultra que más me ha impresionado es su increíble ausencia de toxicidad. Creo que sólo este factor acelerará la aprobación de la DFA, pues caracterizar las toxicidades específicas es lo que lleva más tiempo.
—Estás hablando de conseguir la luz verde de la DFA muchos años antes de lo habitual.
—Sin duda. Los estudios con animales se acelerarán si no existe toxicidad de qué preocuparse, y podemos anular la parte clínica si combinamos las fases segunda y tercera con el programa oficial de la DFA.
—El plan oficial es para fármacos destinados a enfermedades que amenazan la vida —dijo Kim. Por su experiencia en la unidad de cuidados intensivos, sabía algo sobre ensayos con drogas experimentales.
—Si Ultra es tan eficaz para las depresiones como sospecho —dijo Edward—, confío en que podremos defenderla en relación a enfermedades graves.
—¿Qué me dices de Europa occidental y Asia? —preguntó Stanton—. No se necesita la aprobación de la DFA para comercializar una droga en esas zonas.
—Es cierto —admitió Edward—. Estados Unidos no es el único mercado farmacéutico.
—Voy a decirte una cosa: no me costará mucho reunir entre cuatro y cinco millones de dólares sin ceder más que una ínfima cantidad de capital propio, puesto que la mayor parte saldrá de nuestros propios fondos. ¿Qué opinas?
—Me parece fantástico —dijo Edward—. ¿Cuándo puedes empezar?
—Mañana —contestó Stanton—. Empezaré a reunir el dinero y organizar el papeleo legal para fundar la empresa y preparar las aplicaciones de la patente.
—¿Sabes si podemos patentar el núcleo de la molécula? La patente cubriría cualquier droga formulada con el núcleo.
—No lo sé, pero lo averiguaré.
—Mientras tú te encargas de los aspectos financieros y legales, yo iniciaré el proceso de montar el laboratorio. Lo primero que debemos resolver es dónde instalarlo. Me gustaría que fuese cerca, porque pasaré mucho tiempo en él.
—Cambridge es un buen emplazamiento.
—Lo quiero fuera de Harvard.
—¿Qué te parece la zona de Kendall Square? —sugirió Stanton—. Está lo bastante lejos de Harvard y muy cerca de tu apartamento.
Edward se volvió hacia Kim y sus miradas se encontraron.
Ella adivinó qué estaba pensando y asintió. Fue un gesto imperceptible para los Lewis.
—De hecho, me marcho de Cambridge a finales de agosto —dijo Edward—. Me traslado a Salem.
—Edward se viene a vivir conmigo —explicó Kim, a sabiendas de que la noticia no tardaría en llegar a oídos de su madre—. Estoy reformando la casa antigua de la finca familiar.
—Es maravilloso —dijo Candice.
—Viejo bribón —dijo Stanton, mientras extendía el brazo por encima de la mesa y daba un golpe suave a Edward en el hombro.
—Por una vez, mi vida personal va tan bien como mi vida profesional.
—¿Por qué no emplazamos la empresa en algún sitio de la orilla norte? —sugirió Stanton—. En esa zona los alquileres comerciales deben de ser muy bajos comparados con los que rigen en la ciudad.
—Stanton, acabas de darme una gran idea —dijo Edward. Se volvió hacia Kim—. ¿Qué opinas de aquel molino convertido en establos de la finca? Sería un laboratorio perfecto para esta clase de proyecto, a causa de su aislamiento.
—No lo sé —tartamudeó Kim. La sugerencia la había pillado desprevenida.
—Estoy hablando de que Omni alquile el espacio a tu hermano y a ti —siguió Edward, entusiasmado por la idea—. Como has dicho, la finca es un engorro. Estoy seguro de que un alquiler razonable sería de gran ayuda.
—No es mala idea —intervino Stanton—. El alquiler podría ser bajo mano, para no tener que pagar impuestos. Buena sugerencia, amigo.
—¿Qué dices? —preguntó Edward.
—Tendría que consultarlo con mi hermano —respondió Kim.
—Por supuesto. ¿Cuándo? Me refiero a que cuanto antes, mejor.
Kim consultó su reloj y calculó que en Londres eran las dos y media de la madrugada, la hora en que Brian volvería a trabajar.
—Podría llamarlo esta misma noche —dijo—. Supongo que incluso podría llamarlo ahora.
—Así me gusta —dijo Stanton—. Decisión. —Sacó el teléfono inalámbrico del bolsillo y lo empujó hacia Kim—. Omni pagará la llamada.
Kim se levantó.
—¿Adónde vas? —preguntó Edward.
—Me da reparo llamar a mi hermano delante de todo el mundo.
—Muy comprensible —dijo Stanton—. Ve al servicio de señoras.
—Creo que prefiero salir a la calle.
Cuando Kim abandonó la mesa, Candice felicitó a Edward por sus progresos en la relación con Kim.
—Disfrutamos de nuestra mutua compañía —dijo Edward.
—¿Cuánto personal necesitarías en el laboratorio? —preguntó Stanton—. Los salarios elevados pueden devorar el capital como ninguna otra cosa.
—El número debería ser mínimo. Necesito un biólogo que se encargue de los estudios con animales, y un inmunólogo para los estudios celulares. También un cristalografista, un modelador molecular, un biofísico para la resonancia magnética nuclear, un farmacólogo, además de Eleanor y yo.
—¡Santo Dios! —exclamó Stanton—. ¿Acaso crees que vas a crear una universidad?
—Te aseguro que es lo mínimo para la clase de trabajo que llevaremos a cabo —dijo Edward con calma.
—¿Quién es Eleanor? —preguntó Stanton.
—Mi principal ayudante. Es crucial para el proyecto.
—¿Cuándo puedes empezar a reunir ese equipo?
—En cuanto tengas el dinero. Ha de ser gente de primera, de modo que no saldrán baratos. Los sacaré de puestos académicos codiciados y posiciones lucrativas en la industria privada.
—Eso es lo que temo. Muchas empresas bioquímicas nuevas sufren una hemorragia de capital a causa de los salarios generosos.
—No lo olvidaré. ¿Cuándo tendrás el dinero a mi disposición?
—Puedo tener un millón a principios de semana.
Llegaron los primeros platos de la cena. Como los de Candice y Stanton eran calientes, Edward insistió en que empezaran. Kim regresó en aquel preciso instante. Se sentó y devolvió el teléfono a Stanton.
—Traigo buenas noticias —dijo—. La idea de tener inquilinos en el viejo edificio del molino ha encantado a mi hermano, pero insistió en que no pagará ninguna reforma. Eso correrá a cargo de Omni.
—Me parece justo —dijo Edward. Cogió la copa, dispuesto a brindar de nuevo. Tuvo que dar una palmada a Stanton, absorto en sus pensamientos—. Por Omni y Ultra. —Todos bebieron.
—Así es como creo que deberíamos formar la empresa —dijo Stanton en cuanto dejó la copa—. Empezaremos con un capital de cuatro o cinco millones y cifraremos el valor de cada acción en diez dólares. De las cuatrocientas cincuenta mil acciones, cada uno de nosotros se quedará ciento cincuenta mil, y dejaremos las restantes ciento cincuenta mil para la futura financiación y para atraer a la mejor gente, ofreciendo algunas acciones de dividendo variable. Si Ultra llega a ser como se ha descrito esta noche, cada acción aumentará de valor hasta extremos incalculables.
—Brindaré por eso —dijo Edward, y levantó de nuevo su copa de vino. Todos entrechocaron las copas y bebieron, sobre todo Edward, muy satisfecho con el vino que había elegido. Era el mejor vino blanco que había bebido en su vida, y se demoró un instante en saborear su aroma a vainilla y un cierto toque de albaricoque al final.
Después de cenar y de las despedidas, Kim y Edward se dirigieron al aparcamiento del restaurante y subieron al coche de él.
—Si no te importa, prefiero dejar para otro día el paseo por la plaza —dijo Edward.
—¿Sí? —preguntó Kim.
Se sintió algo decepcionada, y también sorprendida, pero toda la noche había sido una sorpresa continua. No había esperado que Edward quisiera tomarse una noche libre, y encima, su comportamiento había sido excepcional desde el momento en que la había recogido.
—He de hacer algunas llamadas telefónicas —explicó él.
—Pasan de las diez —le recordó Kim—. ¿No es un poco tarde para llamar?
—En la costa oeste no. Hay un par de personas en la UCLA y Stanford que me gustaría ver en la nómina de Omni.
—Veo que estás muy entusiasmado por esta aventura empresarial.
—Estoy en el séptimo cielo. Mi intuición me dijo que se avecinaba algo importante cuando descubrí que habíamos topado con tres alcaloides desconocidos, pero no imaginé que sería tan increíble.
—¿No te preocupa un poco el acuerdo de participación que firmaste con Harvard? Sé que situaciones similares han provocado serios problemas en esta ciudad, como en los años ochenta, cuando la universidad y la industria se hicieron demasiado amigos.
—Es un problema que dejaré en manos de los abogados.
—No lo sé —dijo Kim, poco convencida—. Tanto si hay abogados de por medio como si no, podría afectar tu carrera académica.
Kim, que conocía el amor de Edward por la enseñanza, tenía miedo de que aquel súbito entusiasmo empresarial nublase su buen juicio.
—Es un riesgo —admitió Edward—, pero me apetece correrlo. La oportunidad que ofrece Ultra es de ésas que sólo aparecen una vez en la vida. Es la gran oportunidad de dejar huella en el mundo y al mismo tiempo ganar una buena cantidad de dinero.
—Creo recordar que no te interesaba ser millonario.
—Y no me interesaba, pero nunca había pensado en la posibilidad de ser multimillonario. Ignoraba que las apuestas fueran tan altas.
Kim no estaba muy segura de que existiera tanta diferencia, pero calló. Era una cuestión ética que, en aquel momento, no tenía ganas de discutir.
—Lamento haber sugerido convertir los establos Stewart en laboratorio sin consultarlo contigo antes —dijo Edward—. No es propio de mí descolgarme con algo así de buenas a primeras. Supongo que el entusiasmo de la conversación con Stanton me desbordó.
—Acepto tus disculpas —dijo Kim—. Además, la idea intrigó a mi hermano. Supongo que el alquiler servirá para pagar los impuestos sobre la propiedad. Son astronómicos.
—Una ventaja es que los establos están lo bastante lejos de la casa para que la presencia del laboratorio no nos moleste.
Giraron por Memorial Drive y se internaron en las tranquilas calles residenciales de Cambridge. Edward frenó en su aparcamiento y apagó el motor. Se dio un golpe en la frente con la palma de la mano.
—Estúpido de mí —dijo—. Tendríamos que haber ido a tu casa a buscar tus cosas.
—¿Quieres que me quede esta noche?
—Por supuesto. ¿Tú no?
—Has estado muy ocupado últimamente. No sabía qué esperar.
—Si te quedas, podremos salir hacia Salem mucho más temprano.
—¿Quieres ir? Tenía la sensación de que no te apetecía dedicarle parte de tu tiempo.
—Ahora que vamos a establecer Omni allí, sí. —Edward volvió a poner el coche en marcha y dio marcha atrás—. Vamos a buscarte una muda. Si quieres quedarte, cosa que espero. —En su rostro se dibujó una amplia sonrisa.
—Supongo que sí —dijo Kim.
Se sentía indecisa y angustiada, pero no sabía muy bien por qué.