Viernes 22 de julio de 1994
Kim parpadeó y abrió los ojos. Al principio se sintió desorientada; no sabía dónde estaba. Unas contraventanas desconocidas filtraban la luz del amanecer. Volvió la cabeza, vio a Edward, dormido a su lado, y lo recordó todo al instante.
Kim se subió la sábana hasta el cuello. Se sintió insegura, fuera de lugar. «Tú, hipócrita», se recriminó en silencio. Recordó que sólo unos días antes había dicho a Edward que no quería ir deprisa, y ahora estaba acostada en su cama. Kim nunca había llegado a una relación tan íntima en tan poco tiempo.
Con el mayor sigilo posible, intentó salir de la cama con la intención de vestirse antes de que Edward despertara, pero no pudo ser. El terrier de Edward, pequeño, blanco y bastante desagradable, gruñó y enseñó los dientes. Se llamaba Buffer. Estaba al pie de la cama.
Edward se incorporó y ahuyentó al perro. Se desplomó sobre la almohada, cerró los ojos y preguntó:
—¿Qué hora es?
—Algo más de las seis —respondió Kim.
—¿Por qué te has despertado tan temprano?
—Estoy acostumbrada. Es mi hora habitual.
—Pero si era casi la una cuando nos acostamos.
—Da igual. Lo siento. No tendría que haberme quedado.
Edward abrió los ojos y miró a Kim.
—¿Te sientes incómoda? —preguntó él. Al ver que ella asentía, añadió—: Lo siento. No debería haber insistido.
—No es culpa tuya.
—Pero tú habrías preferido marcharte. Fue culpa mía.
Se miraron un segundo, y luego ambos sonrieron.
—Esto empieza a ser un poco repetitivo —dijo Kim—. Volvemos a los concursos de disculpas.
—Sería divertido si no fuera tan penoso. Pensaba que ya habíamos hecho algunos progresos.
Kim se acercó. Se abrazaron. Guardaron silencio por un instante, para gozar del abrazo.
—¿Aún te sientes incómoda? —preguntó Edward por fin.
—No —respondió Kim—. A veces, hablar de algo ayuda.
Más tarde, mientras Edward se duchaba, Kim llamó a su compañera de piso, Marsha, que a esa hora estaría a punto de ir a trabajar. Marsha se alegró de oírla y expresó cierta preocupación porque la noche anterior Kim no había ido a su casa ni había llamado.
—Debería haberte avisado —se disculpó Kim.
—Supongo que la velada fue un éxito —dijo con ironía Marsha.
—Estuvo bien. Se hizo muy tarde y no quise despertarte. ¿Le darás a Saba de comer? —dijo para cambiar de tema.
Marsha la conocía demasiado bien.
—Tu gata ya ha desayunado. La única novedad es que tu padre telefoneó anoche. Quiere que lo llames cuando puedas.
—¿Mi padre? Nunca llama.
—No hace falta que me lo digas. Hace años que comparto el piso contigo y es la primera vez que hablo con él por teléfono.
Después de que Edward saliera de la ducha y se vistiese, sorprendió a Kim al sugerir que podían ir a desayunar a Harvard Square. Ella había imaginado que iría directamente a su laboratorio.
—Me he levantado dos horas antes de lo previsto —dijo Edward—. El laboratorio puede esperar. Además, ha sido la noche más agradable del año, y no quiero que termine todavía.
Kim sonrió, rodeó el cuello de Edward con los brazos y lo estrechó con fuerza. Para ello tuvo que ponerse de puntillas.
Él le devolvió la muestra de afecto con igual vehemencia.
Utilizaron el coche de Kim, pues había que moverlo; estaba mal aparcado frente al apartamento de Edward. Ya en la plaza, Edward la llevó a un bar de estudiantes, donde tomaron huevos revueltos, beicon y café.
—¿Qué planes tienes para hoy? —preguntó Edward.
Tuvo que hablar en voz alta para hacerse oír por encima del tumulto. El curso de verano de la universidad estaba en pleno apogeo.
—Me voy a Salem —respondió Kim—. Ya han empezado las obras de la casa. Quiero ver cómo van. Había decidido llamar al caserón antiguo «la casa», para diferenciarla del castillo.
—¿Cuándo piensas volver?
—A última hora de la tarde.
—¿Nos encontramos en el bar Harvest hacia las ocho?
—Hecho.
Después de desayunar, Edward pidió a Kim que lo dejara en los laboratorios de biología de Harvard.
—¿Quieres que te lleve a casa para que cojas el coche? —preguntó ella.
—No, gracias. No habrá sitio para aparcar en el campus principal. Para ir a trabajar cogeré el tren que va a la zona médica. Lo hago a menudo. Es una de las ventajas de vivir cerca de la plaza.
Edward indicó a Kim que lo dejara en la esquina de Kirkland Street con Divinity Avenue. Se quedó en la acera y agitó la mano hasta que Kim se perdió de vista. Sabía que estaba enamorado, y le encantaba la sensación. Dio media vuelta y caminó por Divinity Avenue. Tenía ganas de cantar. Sabía que Kim sentía afecto por él y eso hacía que se sintiese contento. Sólo esperaba que durase. Pensó en las flores que le había enviado cada día y se preguntó si no sería algo exagerado de su parte. El problema era que carecía de experiencia en tales asuntos.
Llegó a los laboratorios y consultó la hora; aún no eran las ocho. Mientras subía por las escaleras, sospechó que debería esperar a Kevin Scranton, pero no haría falta, porque Kevin ya estaba allí.
—Me alegro de que te hayas dejado caer —dijo Kevin—. Hoy iba a llamarte.
—¿Has encontrado Claviceps purpúrea? —preguntó Edward, esperanzado.
—No. Claviceps no.
—¡Maldición! —exclamó Edward. Se dejó caer en una silla.
Experimentó una desagradable sensación en el estómago. Había esperado un resultado positivo, sobre todo por Kim. Quería ofrecérselo como un regalo de la ciencia que ayudara a paliar la desgracia de Elizabeth.
—No pongas esa cara —dijo Kevin—. No había Claviceps, pero sí muchos otros hongos. Hay uno que se parece morfológicamente al Claviceps purpúrea, pero es una especie desconocida hasta el momento.
—¿En serio? —dijo Edward.
Se alegró al pensar que, como mínimo, habían hecho un descubrimiento.
—No es muy sorprendente, por supuesto —dijo Kevin, y consiguió que la cara de su amigo se ensombreciera de nuevo—. En la actualidad, conocemos unas cincuenta mil especies de hongos. Al mismo tiempo, algunos especialistas creen que existen entre cien mil y un cuarto de millón de especies.
—¿Intentas decirme que no se trata de un descubrimiento extraordinario? —comentó Edward con ironía.
—No hago juicios de valor, pero es un hongo que tal vez consideres interesante. Es un ascomiceto como el Claviceps, y resulta que, como éste, forma esclerocios.
Kevin extendió la mano hacia el escritorio y dejó caer varios objetos pequeños y oscuros en la palma de Edward, quien los movió con el índice. Parecían granos de arroz oscuro.
—Será mejor que me digas qué son estos esclerocios —dijo.
—Una clase de esporas vegetativas en reposo de ciertos hongos —explicó Kevin—. Son diferentes de las esporas sencillas unicelulares porque los esclerocios son pluricelulares y contienen filamentos fúngicos o hifas, como los alimentos almacenados.
—¿Por qué crees que pueden interesarme? —preguntó Edward. Pensó que también se parecían a las semillas del pan de centeno. Acercó uno a la nariz; no olía a nada.
—Porque los esclerocios del Claviceps contienen los alcaloides bioactivos que causan el ergotismo —respondió Kevin.
—¡Guau! —Edward se incorporó en su asiento y estudió con mayor interés el esclerocio que tenía en la mano—. ¿Cuáles son las posibilidades de que este pequeño bribón contenga el mismo alcaloide que el Claviceps?
—Creo que ésa es la pregunta del día. En mi opinión, las posibilidades son bastante buenas. No hay muchos hongos que produzcan esclerocios. Es evidente que, a cierto nivel, esta nueva especie está relacionada con el Claviceps purpúrea.
—¿Por qué no lo probamos?
—¿Qué demonios quieres decir? —preguntó Kevin, y miró a Edward con suspicacia.
—¿Por qué no hacemos una mezcla con estos chismes y lo probamos?
—Supongo que estarás bromeando.
—No. Me interesa averiguar si este nuevo moho produce un alcaloide que posea efectos alucinógenos. La mejor manera de saberlo es probarlo.
—Has perdido el juicio. Las micotoxinas pueden ser muy potentes, como las incontables personas que han sufrido ergotismo pueden testificar. La ciencia no para de descubrir nuevos casos cada día. El riesgo que puedes correr es enorme.
—¿Dónde está tu espíritu aventurero? —preguntó Edward con tono burlón. Se levantó—. ¿Puedo utilizar tu laboratorio para este pequeño experimento?
—No estoy seguro de querer participar en esto. Hablas en serio, ¿verdad?
—Por completo.
Kevin guió a Edward a su laboratorio y le preguntó qué necesitaba. Edward pidió un mortero, un majadero o algo similar, agua destilada, un ácido débil para precipitar el alcaloide, un filtro de papel, un matraz de litro y una pipeta graduada.
—Esto es una locura —gruñó Kevin mientras reunía los materiales.
Edward trituró los pocos esclerocios, extrajo la pulpa con agua destilada y precipitó una ínfima cantidad de material blanco con el ácido débil. Con la ayuda del filtro de papel, aisló unos pocos granos de precipitado blanco. Kevin contempló el proceso con una mezcla de incredulidad y asombro.
—No me digas que vas a comerte eso —dijo, cada vez más alarmado.
—Oh, vamos —contestó Edward—. No soy tan estúpido.
—Podrías haberme engañado.
—Escucha, me interesa obtener un efecto alucinógeno. Si esta materia va a producir tal efecto, bastará con una dosis minúscula. Estoy hablando de menos de un microgramo.
Edward recogió una partícula del precipitado con el extremo de una espátula y lo introdujo en un litro de agua destilada, vertida en un matraz volumétrico. Lo agitó vigorosamente.
—Podríamos manipular esta mezcla durante seis meses, sin averiguar en ningún momento si provoca alucinaciones —explicó Edward—. Al final, necesitaríamos un cerebro humano. El mío está disponible en este momento. En lo que a la ciencia se refiere, soy un hombre de acción.
—¿No puede ser tóxico para los riñones?
Edward miró a su amigo con expresión de incredulidad exasperada.
—¿Con esta dosis? Ni hablar. Es diez veces menos tóxico que la toxina botulínica, la sustancia más tóxica que conoce el hombre. Además, no sólo vamos a trabajar con un solo microgramo de este elemento desconocido, sino que es una sopa de sustancias, de forma que la concentración de cualquiera de ellas es mucho más baja.
Edward pidió a Kevin que le pasase la pipeta. Kevin lo hizo a regañadientes.
—¿Estás seguro que no quieres participar? —preguntó Edward—. Quizá te pierdas un descubrimiento científico. —Rió mientras llenaba la delgada pipeta.
—No, gracias. He llegado a un cómodo entendimiento con mis células tubulares renales, y no nos permitimos abusos mutuos.
—A tu salud —dijo Edward, mientras por un instante sostenía en alto la pipeta, antes de depositar un milímetro en la punta de su lengua. Tomó un sorbo de agua, la agitó en la boca y la tragó.
—¿Y bien? —preguntó Kevin, nervioso, tras un momento de silencio.
—Un poquito amarga —dijo Edward.
Abrió y cerró la boca varias veces para aumentar el sabor.
—¿Algo más? —preguntó Kevin.
—Empiezo a sentirme un poco mareado —respondió Edward.
—Ya estabas mareado antes de empezar.
—Admito que este pequeño experimento carece de controles científicos —dijo Edward, y soltó una carcajada—. Lo que siento podría ser un efecto placebo.
—No debería participar en esto. Tendré que insistir en que esta tarde te sometas a un análisis de orina y a una prueba de creatina.
—¡Guau! —exclamó Edward—. ¡Algo pasa!
—¡Oh, Dios! ¿Qué?
—Veo un torrente de colores que dan vueltas, con forma de ameba, como en un calidoscopio.
—¡Ah, fantástico!
Kevin clavó la vista en la cara de Edward, que parecía como en trance.
—Ahora oigo algunos sonidos, como de sintetizador. Tengo la boca seca. Y algo más; noto parestesias en los brazos, como si me mordieran o pellizcaran suavemente. Es raro.
—¿Quieres que llame a alguien?
Ante la sorpresa de Kevin, Edward extendió las manos, lo cogió por los brazos y lo sujetó con fuerza inusitada.
—Siento como si la habitación se moviera —dijo Edward—. Noto una leve sensación de asfixia.
—Será mejor que pida ayuda —dijo Kevin. Tenía el pulso acelerado. Desvió la vista hacia el teléfono, pero Edward aumentó la presión.
—Tranquilo —dijo Edward—. Los colores van desapareciendo. Está pasando. —Cerró los ojos, pero no se movió. Siguió sujetando a Kevin. Por fin, Edward abrió los ojos y suspiró—. ¡Guau! —exclamó. Sólo entonces se dio cuenta de que tenía a su amigo cogido por los brazos. Lo soltó, y respiró hondo y se alisó la chaqueta—. Creo que hemos obtenido una respuesta.
—¡Esto es absurdo! —replicó Kevin—. Tu numerito me ha aterrorizado. Iba a llamar a urgencias.
—Cálmate. No ha sido tan horrible. No saques las cosas de quicio por sesenta segundos de reacción psicodélica.
Kevin señaló el reloj y dijo:
—No han sido sesenta segundos, sino más de veinte minutos.
Edward miró el reloj.
—Qué curioso. Hasta mi sentido del tiempo se ha distorsionado.
—¿Te sientes bien, en general?
—¡Estupendo! —insistió Edward—. De hecho, me siento mejor que estupendo. Me siento… —Vaciló, mientras intentaba expresar con palabras lo que sentía—. Me siento pletórico de energías, como si acabara de descansar. Y también clarividente, como si mi mente estuviera particularmente lúcida. Incluso me siento un poco eufórico, pero eso podría ser a causa de este resultado positivo. Acabamos de demostrar que este nuevo hongo produce una sustancia alucinógena.
—No seamos tan generosos con el plural —dijo Kevin—. Has sido tú quien lo ha demostrado, no yo. Me niego a recibir felicitaciones por esta locura.
—Me pregunto si los alcaloides son los mismos del Claviceps. No percibo la menor señal de que la circulación vascular periférica se haya reducido a un síntoma frecuente de ergotismo.
—Al menos, prométeme que esta tarde te harás un análisis de orina y una prueba de creatinina. Aunque tú no estés preocupado, yo sí lo estoy.
—Si es necesario para que duermas esta noche, lo haré. Por el momento, quiero más esclerocios. ¿Es posible?
—Ahora sí, porque ya sé en qué medio necesita crecer este hongo, pero no puedo prometerte muchos. No siempre es fácil conseguir el hongo que los produce.
—Bien, haz lo que puedas. Recuerda que quizá podamos publicar un buen artículo.
Mientras Edward corría por el campus para coger el tren que conducía a la zona médica, se sentía sumamente complacido por el resultado. Ardía en deseos de confirmar a Kim que la teoría del envenenamiento relativa al episodio de las brujas de Salem gozaba de un excelente estado de salud.
Pese a lo ansiosa que estaba Kim por ver los progresos de las obras, aún experimentaba más curiosidad por averiguar el motivo de la llamada de su padre. Confiada en encontrarlo antes de que marchara a su oficina de Boston, se desvió hacia Marblehead.
Entró en la casa y fue directamente a la cocina. Tal como esperaba, encontró a John tomando café mientras repasaba los periódicos de la mañana. Era un hombre corpulento que durante su época de Harvard había practicado atletismo. Su cabeza estaba coronada por una mata de pelo abundante, que en otros tiempos había sido tan oscuro y lustroso como el de Kim. Con los años había encanecido, lo que le proporcionaba un aspecto paternal aunque no por eso menos seductor.
—Buenos días, Kimmy —dijo John, sin levantar la vista del periódico.
Kim se sirvió café y calentó un poco de leche para prepararse un capuccino.
—¿Qué tal funciona tu coche? —preguntó John. El papel crujió cuando pasó la página—. Espero que lo hagas revisar de vez en cuando, como te aconsejé.
Ella no contestó. Estaba acostumbrada a que su padre la tratara como si aún fuese una niña, pero en el fondo detestaba que lo hiciese. Siempre le daba instrucciones acerca de cómo organizar su vida. Cuanto mayor se hacía Kim, más pensaba que su padre no era la persona más indicada para dar consejos a nadie, considerando sobre todo lo que había hecho con su vida y su matrimonio.
—Me han dicho que llamaste a mi apartamento anoche —dijo Kim. Se sentó en un banco situado bajo una ventana salediza que daba al océano.
John bajó el periódico.
—En efecto —dijo—. Joyce comentó que habías adquirido un repentino interés por Elizabeth Stewart y la habías interrogado al respecto. Me sorprendió. Te llamé para preguntarte por qué querías disgustar a tu madre de ese modo.
—No fue mi intención disgustarla. Me he interesado por Elizabeth, y quería averiguar algunos hechos básicos, como si la habían colgado por bruja o se trataba de un simple rumor.
—La colgaron, te lo aseguro. También puedo asegurarte que la familia ha hecho un gran esfuerzo para que ese episodio fuese olvidado. Dadas las circunstancias, considero mejor que lo dejes de lado.
—¿Por qué tanto secretismo después de trescientos años? Es absurdo.
—Da igual si es absurdo o no. Fue una humillación entonces, y aún lo es.
—¿Me estás diciendo que te molesta, padre? ¿Que te humilla?
—Bien, a mí no. Es por tu madre. A ella le molesta, de manera que no debería ser un tema divertido para ti. Hemos de hacer lo posible por aliviarla de las cargas que la abruman.
Kim se mordió la lengua. Teniendo en cuenta las circunstancias, resultaba difícil no decir algo despectivo a su padre.
En cambio, admitió que no sólo se había interesado por Elizabeth, sino que había llegado a sentir simpatía por ella.
—Además, encontré su retrato escondido en la bodega del abuelo —dijo Kim—. Al mirarlo, quedé convencida de su existencia. Hasta tenía el mismo color de ojos que yo. Después, recordé lo que le había pasado. No merecía ser ahorcada. Cuesta no sentir simpatía por ella.
—Conocía el cuadro. ¿Qué estabas haciendo en la bodega?
—Nada en particular. Fui a echar un vistazo. Me pareció una coincidencia sorprendente topar con el cuadro de Elizabeth, pues hace poco he leído cosas acerca de los juicios de Salem. Lo que leí aumentó mi simpatía. Poco tiempo después de la tragedia, mucha gente mostró arrepentimiento y pesar. Incluso entonces, resultó evidente que habían matado a gente inocente.
—No todo el mundo era inocente.
—Mamá insinuó lo mismo. ¿Qué pudo hacer Elizabeth para dar por supuesto que no era inocente?
—No insistas. No conozco detalles específicos, pero mi padre me dijo que tenía algo que ver con lo oculto.
—¿Como qué?
—Te he dicho que no lo sé, jovencita —replicó John, irritado—. Basta de preguntas.
«Ahora, ve a tu habitación», añadió en silencio Kim. Se preguntó si su padre se daría cuenta algún día de que ya era una persona adulta, y la trataría en consecuencia.
—Escúchame, Kimmy —dijo John con un tono más conciliador y paternalista—. Por tu propio bien, no remuevas en el pasado. Sólo causaría problemas.
—Con todos los respetos, padre, ¿puedes explicarme en qué va a afectar mi bienestar?
John tartamudeó.
—Voy a decirte lo que pienso —dijo Kim con determinación poco usual—. Creo que la implicación de Elizabeth en el episodio pudo representar una humillación en su tiempo. También creo que debió considerarse negativo para los negocios, puesto que su marido, Ronald, fundó Marítima Ltd., que ha alimentado a varias generaciones de Stewart, nosotros incluidos. No obstante, el hecho de que esa preocupación haya persistido es absurdo y una desgracia para su memoria. Al fin y al cabo, es nuestra antepasada. De no haber sido por ella, ninguno de nosotros estaría aquí. Sólo por ese hecho me sorprende que nadie haya cuestionado a lo largo de los años esta ridícula reacción de la que has dado ejemplo.
—Si no puedes comprenderlo desde tu perspectiva egoísta —dijo John, irritado—, piensa en tu madre, al menos. El asunto humilla a Joyce, y da igual el porqué. Si necesitas una motivación para dejar en paz la memoria de Elizabeth, ya la tienes. No insistas en ello, y menos delante de tu madre.
Kim se llevó a los labios su capuccino, ya frío, y tomó un sorbo. Dejó por inútil a su padre. Intentar mantener una conversación con él siempre había sido infructuoso. Sólo funcionaba cuando la conversación era unilateral: cuando él le decía qué debía hacer y cómo. Parecía confundir el papel de padre con el de maestro.
—Tu madre también me ha dicho que te has embarcado en un proyecto en la finca —dijo John, dando por sentado que el silencio de su hija significaba que había reconsiderado el tema de Elizabeth y aceptado su consejo—. ¿Qué estás haciendo, exactamente?
Kim le contó la decisión de renovar la casa antigua y mudarse a ella. Mientras hablaba, John devolvió la atención a los periódicos. Cuando Kim terminó, la única pregunta de él se refirió al castillo y a las posesiones de su padre.
—No vamos a hacer nada en el castillo —le tranquilizó Kim—. Al menos hasta que vuelva Brian.
—Bien —dijo John, mientras pasaba la página del Wall Street Journal.
—Hablando de mamá, ¿dónde está? —preguntó Kim.
—Arriba. No se encuentra bien y no quiere ver a nadie.
Pocos minutos después, Kim salió de la casa con una sensación de tristeza y angustia, que consistía en una complicada mezcla de compasión, ira y asco. Cuando subió al coche, se dijo que detestaba el matrimonio de su padre. Al encender el motor, se prometió que nunca caería en una situación semejante.
Dio marcha atrás y se dirigió hacia Salem. Mientras conducía, se recordó que, pese a lo mucho que le desagradaba el comportamiento de su padre, corría el peligro de recrear una situación similar. De ahí, en parte, el motivo de que hubiera reaccionado con tanta virulencia a las excursiones deportivas de Kinnard, cuando habían hecho planes para estar juntos.
Kim sonrió de repente. El recuerdo de las flores que Edward le enviaba cada día disipó sus sombríos pensamientos.
Por una parte, la inquietaban; por otra, constituían un testimonio de la cortesía y afecto. Si de algo estaba segura era de que Edward no sería un mujeriego. Su idea de un mujeriego era la de un hombre más seguro y competitivo, como su padre o como Kinnard.
Pese a lo frustrante que había sido la conversación con John había logrado el efecto contrario del que él pretendía.
Sólo había servido para estimular el interés de Kim por Elizabeth Stewart. En consecuencia, cuando atravesó la ciudad de Salem, se desvió hacia el aparcamiento público.
Dejó su vehículo en el aparcamiento y se encaminó al Instituto Peabody-Essex, una asociación cultural e histórica que abarcaba una serie de edificios antiguos remozados en el centro de la ciudad. Entre otras funciones, servía como depósito de documentos sobre Salem y sus inmediaciones, incluyendo las actas de los juicios de brujería.
En el vestíbulo, Kim pagó la entrada a una recepcionista, quien la dirigió a la biblioteca, a la que se accedía mediante una corta escalera situada frente al mostrador de recepción.
Kim subió por la escalera y pasó por una maciza puerta vidriera. La biblioteca se alojaba en un edificio de principios del siglo XIX, de techos altos, cornisas decorativas y molduras de madera oscura. La sala principal tenía arañas y chimeneas de mármol, además de mesas de paneles de roble de tono oscuro y sillas poltronas. Predominaban el silencio y el olor típico de un lugar que alberga libros viejos.
Una bibliotecaria cordial y servicial llamada Grace Meehan acudió de inmediato en ayuda de Kim. Era una mujer mayor, de cabello gris y rostro afable. En respuesta a la pregunta general de Kim, le enseñó la forma de encontrar toda clase de papeles y documentos relacionados con los juicios de Salem, incluyendo acusaciones, querellas, órdenes de detención, declaraciones, testimonios, autos de prisión y órdenes de ejecución. Todos estaban cuidadosamente catalogados en uno de los anticuados ficheros de la biblioteca.
Kim se sintió sorprendida y alentada por la facilidad con que había conseguido tan ingente cantidad de material. No le extrañó que existiesen tantos libros sobre los juicios de Salem. El Instituto era el paraíso de los investigadores.
En cuanto se marchó la bibliotecaria, Kim se dispuso a examinar el fichero. Buscó el nombre de Elizabeth Stewart con cierto entusiasmo. Confiaba en que apareciese mencionada de una forma u otra, pero pronto se llevó una decepción: no existía ninguna Elizabeth Stewart. De hecho no había ningún Stewart.
Kim volvió a la mesa de la bibliotecaria y preguntó a la mujer directamente por Elizabeth Stewart.
—El nombre no me resulta familiar —contestó Grace—. ¿Sabe cuál fue su relación con los juicios?
—Creo que fue una de las acusadas. La ahorcaron.
—Imposible —replicó Grace sin la menor vacilación—. Me considero una experta en los documentos existentes sobre los juicios. Nunca he topado con el nombre de Elizabeth Stewart, ni siquiera como testigo, y mucho menos como una de las veinte víctimas. ¿Quién le dijo que fue acusada?
—Es una historia un poco larga —se escabulló Kim.
—Bien, desde luego no es cierta. Las investigaciones han sido demasiado exhaustivas para pasar por alto a una de las víctimas.
—Entiendo —dijo Kim.
No discutió. Dio las gracias a la mujer y volvió a la zona de los ficheros. Dejó de lado los documentos relacionados con los juicios y concentró su atención en otra importante fuente del instituto: la información genealógica sobre las familias del condado de Essex.
Esta vez, Kim encontró valiosa información sobre los Stewart. De hecho, ocupaban todo un cajón del fichero genealógico. A medida que Kim examinaba el material, resultó evidente que había dos clanes Stewart principales, el de ella y otro, cuya historia era menos antigua.
Al cabo de media hora, Kim descubrió una breve referencia a Elizabeth Stewart. Había nacido el 4 de mayo de 1665, hija de James y Elizabeth Flanagan, y fallecido el 19 de julio de 1692, siendo esposa de Ronald Stewart. No constaba la causa de la muerte. Una veloz resta reveló a Kim que Elizabeth había muerto a la edad de veintisiete años.
Alzó la cabeza y miró por la ventana. Notó que se le erizaba el vello de la nuca. Kim tenía veintisiete años, y había nacido el 6 de mayo, casi la misma fecha que Elizabeth. Al recordar su parecido físico y pensar en el hecho de que se disponía a vivir en la misma casa que su antepasada, Kim empezó a preguntarse si las coincidencias no serían excesivas. ¿Acaso aquel cúmulo de circunstancias intentaba decirle algo?
—Perdone —dijo Grace Meehan, interrumpiendo las elucubraciones de Kim—. Le he copiado una lista de las personas que fueron ahorcadas por brujería. También incluye la fecha de la ejecución, el día de la semana, su ciudad de residencia, su filiación religiosa, de existir, y su edad. Como verá, es muy completa, y no consta ninguna Elizabeth Stewart.
Kim dio las gracias de nuevo a la mujer y cogió la hoja.
Cuando Grace se alejó, Kim echó un vistazo a la lista, y ya estaba a punto de dejarla a un lado, cuando reparó en la fecha de martes, 19 de julio de 1692. Aquel día habían colgado a cinco personas. Era el mismo día que la muerte de Elizabeth.
Kim comprendió que, pese a la coincidencia, no demostraba que Elizabeth hubiese sido ahorcada. Sin embargo, aunque sólo fuera circunstancial, era como mínimo, sugerente.
Entonces, Kim se dio cuenta de algo más. Recordó que el martes anterior había sido 19 de julio. Miró de nuevo el papel que Grace Meehan le había dado, y descubrió que los calendarios de 1692 y 1994 se correspondían día por día. ¿Se trataba de otra coincidencia en cuyo significado Kim debía meditar?
Volvió a la información genealógica, buscó a Ronald Stewart y descubrió al instante que Elizabeth no había sido la primera esposa de éste, pues en 1677 había contraído matrimonio con Hannah Hutchinson, de la que en 1678 había tenido una hija, Joanna. Hannah murió en 1679, sin que constara la causa del fallecimiento. Ronald, a la edad de treinta y nueve años, se casó con Elizabeth Flanagan en 1681. Fruto de esa unión fueron Sarah, nacida en 1681, Jonathan, nacido en 1682, y Daniel, nacido en 1689. Por fin, Ronald había vuelto a casarse con la hermana menor de Elizabeth, Rebecca Flanagan, en 1692, de la que en 1693 había tenido una hija llamada Rachel.
Kim bajó el libro y clavó la vista en la lejanía, mientras intentaba ordenar sus pensamientos. Tenues campanillas de alarma resonaron en su mente, en relación al carácter de Ronald. Volvió la vista hacia el libro genealógico y recapacitó en el hecho de que Ronald se había casado con Elizabeth sólo dos años después de la muerte de Hannah. Después, Elizabeth había muerto, ¡y el mismo año él había contraído matrimonio con su hermana!
Kim se sintió inquieta. Consciente de lo enamoradizo que era su propio padre, consideró posible que Ronald adoleciera de un defecto similar y se entregara a él, con consecuencias mucho más desastrosas. Se le ocurrió que tal vez Ronald había mantenido relaciones con Elizabeth mientras todavía estaba casado con Hannah, y relaciones con Rebecca mientras aún seguía unido a Elizabeth. Al fin y al cabo, Elizabeth había muerto en circunstancias poco usuales. Kim se preguntó si a Hannah le habría ocurrido otro tanto.
Sacudió la cabeza y se rió en silencio de sí misma. Se dijo que había visto demasiados melodramas, pues su imaginación erraba de una forma, en efecto, melodramática.
Después de dedicar varios minutos al examen del árbol genealógico de los Stewart, Kim averiguó dos hechos más. Primero, confirmó que descendía de Ronald y Elizabeth por la rama de su hijo Jonathan. Segundo, descubrió que en los trescientos años de historia de la familia, ninguna otra mujer había vuelto a llamarse Elizabeth. Dada la cantidad de generaciones, no podía tratarse de una casualidad. Kim se asombró del oprobio que Elizabeth había atraído sobre sí, y su curiosidad se concentró en lo que habría hecho su antepasada para merecerlo.
Kim bajó por los peldaños del Instituto Peabody Essex con la idea de coger el coche y marchar a la finca, pero al pie de la escalera vaciló. El interrogante acerca del carácter de Ronald y la posibilidad de juego sucio por su parte le habían dado otra idea. Volvió a entrar en el instituto y preguntó la dirección del palacio de justicia del condado de Essex.
El edificio estaba en Federal Street, cerca de la Casa de la Bruja. Era un edificio imponente, de estilo griego, con un frontal carente de adornos y enormes columnas dóricas. Entró y preguntó dónde estaban las actas del tribunal.
Kim no tenía ni idea de si iba a encontrar algo. Ni siquiera sabía si las actas se remontaban a tanto tiempo atrás ni si se encontraban a disposición del público. No obstante, se presentó en el mostrador correspondiente y solicitó examinar los expedientes judiciales de Ronald Stewart, en caso de que existieran. Añadió que estaba interesada en el Ronald Stewart nacido en 1653. La funcionaria era una mujer de aspecto soñoliento y edad indeterminada. Si la petición de Kim la sorprendió, no lo demostró. Su respuesta consistió en teclear en su ordenador.
Después de echar un vistazo a la pantalla, salió de la sala. No dijo ni una palabra. Kim supuso que, debido a la cantidad de gente que había investigado los juicios de Salem, los funcionarios del ayuntamiento estaban acostumbrados a preguntas sobre aquella época.
Kim se removió inquieta y consultó su reloj. Ya eran las diez y media y aún no había pasado por la finca.
La mujer reapareció con un sobre de papel Manila y se lo entregó a Kim.
—No puede sacarla de la sala —dijo. Señaló unas mesas de formica y unas sillas de plástico alineadas a lo largo de la pared del fondo—. Puede sentarse allí, si quiere.
Kim cogió el sobre, se sentó en una silla vacía y extrajo el contenido de aquél. Había un montón de material. Todo estaba escrito a mano, en una letra bastante legible.
Al principio, Kim pensó que el sobre sólo contenía documentos relacionados con demandas presentadas por Ronald ante la corte por deudas impagadas, pero después empezó a encontrar cosas más interesantes, como referencias a un testamento impugnado que implicaba a Ronald.
Leyó con suma atención el documento. Era una sentencia favorable a Ronald en relación con un testamento impugnado por un tal Jacob Cheever. Al leerla, Kim descubrió que Jacob era hijo de un matrimonio anterior de Hannah, y que ésta era mucho mayor que Ronald. Jacob había declarado que Ronald había engañado a Hannah para que cambiara el testamento, despojando así a su hijo de la herencia que le correspondía por derecho. Por lo visto, la justicia había disentido. El resultado fue que Ronald heredó varios miles de libras, una cantidad considerable en aquel tiempo.
Kim se asombró de que la vida a finales del siglo XVII no fuera tan diferente de lo que había imaginado. Se había hecho la idea de que, desde el punto de vista legal, era más sencilla.
La lectura de aquel documento demostraba que estaba equivocada. También la impulsó a meditar de nuevo sobre el carácter de Ronald.
El siguiente documento resultaba aún más curioso. Se trataba de un contrato fechado el 11 de febrero de 1681, entre Ronald Stewart y Elizabeth Flanagan. Había sido redactado y firmado antes de que contrajeran matrimonio, y era similar a los acuerdos prematrimoniales contemporáneos. No se refería a dinero o propiedades, sino que concedía a Elizabeth el derecho a poseer propiedades y firmar contratos a su nombre después del matrimonio.
Kim leyó todo el documento. Hacia el final, Ronald había añadido una explicación de su puño y letra. Kim recordó que había visto aquella elegante caligrafía en muchas de las cartas de porte que había encontrado en el castillo. Ronald escribió:
«Es mi intención que, si mis actividades mercantiles exigen mi prolongada ausencia de la ciudad de Salem y Marítima Ltd., mi prometida, Elizabeth Flanagan, pueda justa y legalmente administrar nuestros negocios comunes».
Después de leer el documento, Kim volvió al principio y lo releyó para asegurarse de que lo había entendido. Se quedó estupefacta. El hecho de que un documento como aquel fuera necesario para que Elizabeth firmara contratos le recordó que el papel de la mujer había sido muy diferente en la época de los puritanos. Sus derechos legales estaban limitados. Era el mismo mensaje que Kim había advertido en la carta escrita por el padre de Elizabeth a Ronald, relativa al matrimonio de éste con su hija.
Dejó a un lado el acuerdo prematrimonial y siguió examinando los restantes papeles que contenía el expediente de Ronald Stewart. Después de un puñado de demandas por deudas, Kim topó con un documento muy interesante. Era una petición de Ronald Stewart, en la cual solicitaba un auto de reivindicación. Estaba fechada el 26 de julio de 1692, una semana después de la muerte de Elizabeth.
Kim no tenía idea de lo que significaba «reivindicación», pero pronto se hizo una idea. Ronald escribió: «En el nombre de Dios, suplico humildemente al tribunal que devuelva a mi posesión la prueba concluyente arrebatada de mi propiedad por el alguacil George Corwin y utilizada contra mi amada esposa, Elizabeth, durante el juicio por brujería a que la sometió el tribunal superior de jurisdicción criminal, el 20 de junio de 1692».
Adjunta a la petición iba la resolución denegatoria del magistrado John Hathorne, fechada el 3 de agosto de 1692. El magistrado argumentaba:
«El tribunal aconseja a dicho peticionario, Ronald Stewart, que dirija su petición a Su Excelencia el Gobernador de la Mancomunidad, pues por orden ejecutiva la custodia de la prueba mencionada ha sido transferida de Essex al condado de Suffolk».
Por un lado, Kim se sintió complacida. Había encontrado una prueba documental indirecta de la tragedia de Elizabeth:
Había sido juzgada y, evidentemente, condenada. Al mismo tiempo, se sintió frustrada porque en ningún momento se mencionaba cuál era la «prueba concluyente». Releyó la petición y la resolución con la esperanza de haberla pasado por alto, pero no era así. La prueba no estaba descrita.
Kim siguió sentada unos minutos, mientras trataba de imaginar cuál había podido ser la prueba. Lo único que se le ocurrió fue algo relativo a lo oculto, y esto a causa del vago comentario de su padre. Después, tuvo una idea. Consultó la petición y copió la fecha del juicio. Con el papel en la mano, se encaminó al mostrador y llamó la atención de la empleada.
—Me gustaría ver las actas del tribunal superior de jurisdicción criminal del 20 de junio de 1692.
La mujer se rió, literalmente, en la cara de Kim. Después, repitió la petición y volvió a reír. Confusa, Kim preguntó qué encontraba tan divertido.
—Está pidiendo algo que todo el mundo desearía ver —dijo la funcionaria. Hablaba con un fuerte acento de Maine—. El problema es que esas actas no existen. Ojalá, pero no. No existen actas del tribunal superior de jurisdicción criminal relacionadas con los juicios por brujería. Sólo quedan testimonios y declaraciones dispersas, pero las actas en sí desaparecieron.
—Qué mala suerte —dijo Kim—. Quizá pueda decirme otra cosa. ¿Sabe lo que significa «prueba concluyente»?
—No soy abogada, pero espere un momento. Voy a preguntar.
La funcionaria desapareció en una oficina. Segundos después reapareció seguida por una mujer corpulenta. Llevaba unas enormes gafas que se balanceaban sobre su nariz corta y ancha.
—¿Le interesa una definición de «prueba concluyente»? —preguntó la mujer.
Kim asintió.
—La expresión hablaba por sí misma —dijo la mujer—. Significa que la prueba es incontrovertible. En otras palabras, no puede ser cuestionada o sólo se puede extraer de ella una interpretación posible.
—Eso pensaba —dijo Kim.
Dio las gracias a las dos mujeres y regresó con su material.
Hizo una fotocopia de la solicitud del auto de reivindicación y resolución. Después, devolvió los documentos a su sobre y éste a la funcionaria.
Por fin, Kim cogió el coche y se dirigió a la finca. Se sentía un poco culpable, pues había dicho a Mark Stevens que llegaría a primera hora de la mañana, y ya era cerca del mediodía.
Cuando dobló la última curva del camino que partía de la entrada de la finca hasta dejar atrás los árboles, divisó un montón de camiones y furgonetas aparcados cerca de la casa.
También vio una enorme excavadora y montones de tierra removida. Sin embargo, no vio a nadie, ni siquiera en la excavadora.
Aparcó y salió del coche. El calor de mediodía y el polvo eran opresivos, y el olor de la tierra removida, penetrante.
Cerró la puerta del coche, se protegió la cara del sol con una mano y siguió con la mirada la línea de la zanja que corría a través del campo hacia el castillo. En ese instante la puerta de la casa se abrió y apareció George Harris. El sudor perlaba su frente.
—Me alegro de que haya llegado —dijo—. He intentado localizarla por teléfono.
—¿Pasa algo?
—Más o menos —dijo George con tono evasivo—. Será mejor que se lo enseñe. —Indicó a Kim que la siguiera hasta donde estaba la excavadora, y agregó—: Tuvimos que dejar de trabajar.
—¿Por qué? —preguntó ella.
George no le contestó. Indicó a Kim que se acercara a la zanja.
Kim, temerosa de acercarse demasiado al borde por si cedía, estiró el cuello y miró. La profundidad, que calculó superior a dos metros y medio, la impresionó. Brotaban raíces de las paredes, como retamas en miniatura. George dirigió su atención hacia el final, donde la zanja se interrumpía bruscamente a unos quince metros de la casa. Cerca del fondo, Kim vio el extremo mellado de una caja de madera que sobresalía de la pared.
—Por eso tuvimos que parar —dijo George.
—¿Qué es? —preguntó Kim.
—Me temo que se trata de un ataúd.
—¡Santo Dios!
—También encontramos una lápida. Muy antigua. —Dijo George. Indicó a Kim que se dirigiera al final de la zanja. Frente al montón de tierra excavada había una sucia losa de mármol blanco tirado sobre la hierba—. No estaba puesta de pie. La habían colocado sobre el suelo y cubierto después con tierra. —Se agachó y limpió la tierra seca que cubría la losa.
Kim lanzó una exclamación ahogada.
—¡Dios mío, es Elizabeth! —logró articular.
Sacudió la cabeza. Eran demasiadas coincidencias.
—¿Es pariente suya? —preguntó George.
—Si —respondió Kim.
Examinó la lápida. Era parecida a la de Ronald, y al igual que ésta, sólo informaba de datos concretos, las fechas del nacimiento y muerte de Elizabeth.
—¿Tenía idea de que esta tumba estuviera aquí? —preguntó George.
Su tono no era acusador, sólo sentía curiosidad.
—Para nada —respondió Kim—. Hace muy poco que descubrí que no la habían enterrado en el cementerio familiar.
—¿Qué quiere que hagamos? Supongo que estará autorizada para cambiar de sitio una tumba.
—¿No pueden dar un rodeo y dejarla donde está?
—Supongo que sí. Podríamos ensanchar la zanja por aquí. ¿Hemos de vigilar que aparezcan otras?
—No lo creo. Elizabeth fue un caso especial.
—Espero que no le importe si le digo que está usted un poco pálida. ¿Se encuentra bien?
—Gracias —dijo Kim—. Estoy bien, sólo un poco impresionada. Creo que el hallazgo de la tumba de esta mujer hace que me sienta un poco… supersticiosa.
—A nosotros nos ocurre otro tanto, sobre todo al hombre que maneja la excavadora. Permítame que la saque de aquí. Hemos de colocar estas tuberías antes de echar el cemento.
George desapareció en el interior de la casa. Kim se acercó al borde de la zanja y echó un vistazo a la esquina del ataúd de Elizabeth. Sorprendentemente, la madera se encontraba en buen estado, teniendo en cuenta que llevaba trescientos años sepultada. Ni siquiera parecía podrida en el lugar donde la excavadora la había golpeado.
Kim no tenía ni idea de qué hacer con aquel descubrimiento inesperado. Primero, el retrato, y ahora, la tumba. Cada vez costaba más atribuir al azar aquellos descubrimientos.
El ruido de un coche que se acercaba llamó la atención de Kim. Se protegió los ojos del sol y vio que un coche levantaba una nube de polvo al circular por el camino de tierra que cruzaba el campo. No identificó el vehículo hasta que frenó a su lado.
Entonces, comprendió de qué lo conocía. Era el de Kinnard.
Kim, algo inquieta, se acercó al coche y metió la cabeza por la ventanilla del pasajero.
—Qué sorpresa —dijo—. ¿Por qué demonios no estás en el hospital?
—De vez en cuando, me dejan salir de la jaula —dijo Kinnard con una sonrisa.
—¿Qué haces en Salem? ¿Cómo has sabido que estaba aquí?
—Marsha me lo dijo. Esta mañana me encontré con ella en la unidad de cuidados intensivos. Le dije que iba a acercarme a Salem para buscar un apartamento, porque me destinan al hospital de aquí durante agosto y septiembre. No hay forma de que pueda vivir en el hospital esos dos meses. Recordarás que te lo dije.
—Creo que lo olvidé.
—Te lo comenté hace varios meses.
—Si tú lo dices…
Kim no tenía la menor intención de enzarzarse en una discusión. Ya se sentía bastante incómoda.
—Tienes buen aspecto —dijo Kinnard—. Supongo que salir con el doctor Edward Armstrong te sienta bien.
—¿Cómo sabes que salgo con él?
—Habladurías del hospital. Como has elegido a una celebridad científica, la noticia se ha propagado. La ironía es que conozco a ese tipo. Trabajé en su laboratorio el año que me tomé libre para dedicarme a la investigación, después del segundo curso de la facultad.
Kim enrojeció. Habría preferido evitar toda reacción, pero no pudo evitarlo. Era evidente que Kinnard intentaba que se sintiera molesta y, como de costumbre, lo estaba logrando.
—Edward es un científico estupendo —siguió Kinnard—, pero temo que es un poco seco, incluso raro. Bien, puede que sea injusto con él. Tal vez debería decir excéntrico.
—Yo le encuentro atento y considerado —replicó Kim.
—Me lo imagino. —Kinnard puso los ojos en blanco—. Ya me he enterado de las flores que te envía a diario. Personalmente, pienso que es absurdo. Un tipo ha de ser muy inseguro para llegar a esos extremos.
El rostro de Kim se tiñó de un rojo brillante. Tenía que ser Marsha quien había contado a Kinnard lo de las flores. Entre su madre y su compañera de piso, se preguntó si le quedaba algún secreto.
—Al menos, no te enfadarás con Edward Armstrong porque vaya a esquiar —dijo Kinnard—. Su coordinación es tal que un tramo de escalera supone todo un desafío.
—Creo que te comportas como un adolescente —replicó Kim en tono gélido, cuando recuperó la voz—. Francamente, pensaba que eras más maduro.
—Da igual —dijo Kinnard con una sonrisa cínica—. Me he pasado a pastos más verdes, por así decirlo. Disfruto de una nueva relación idílica.
—Me alegro por ti —contestó con sarcasmo Kim.
Kinnard se agachó para poder ver por el parabrisas la excavadora que se había puesto otra vez en movimiento.
—Marsha me dijo que estabas reformando la casa —dijo—. ¿Se vendrá a vivir contigo el bueno del doctor Armstrong?
Kim estuvo a punto de negar la posibilidad, pero se contuvo.
—Lo estamos pensando —respondió—. Aún no lo hemos decidido.
—Pase lo que pase, que te vaya bien —dijo Kinnard con igual sarcasmo.
Dio marcha atrás a su coche, salió disparado y frenó con un chirriar de neumáticos. Después, enfiló el coche y pisó con fuerza el acelerador. Surcó como un cohete el campo, acompañado por una nube de tierra, piedrecitas y polvo, y desapareció entre los árboles.
Al principio, Kim se concentró en protegerse de las piedras que volaban. Una vez pasado el peligro, siguió con la mirada el coche de Kinnard hasta perderlo de vista. Si bien había sabido desde el mismo momento de su aparición que venía con la intención de provocarla, no había sido capaz de evitarlo. Por un momento, se sintió derrotada emocionalmente. No empezó a calmarse hasta que se acercó a la zanja, que ya estaban ensanchando, y vio el ataúd de Elizabeth. Sus problemas se le antojaron triviales, comparados con los de Elizabeth a su misma edad.
Después de serenarse, Kim puso manos a la obra. La tarde transcurrió en un abrir y cerrar de ojos. Pasó la mayor parte del tiempo en el despacho de Mark Stevens, repasando los detalles del diseño de la cocina y el cuarto de baño. Supuso un auténtico placer para ella. Era la primera vez en su vida que creaba un entorno vital para habitarlo. Se preguntó por qué había soslayado tan fácilmente sus objetivos profesionales.
A las siete y media, Mark Stevens y George Harris estaban agotados, pero Kim había cobrado nuevos bríos. Los hombres tuvieron que decir a Kim que tenían la vista cansada, antes de que ella admitiera que debía regresar a la ciudad.
Cuando la acompañaron al coche, le dieron las gracias por venir y prometieron que las obras se llevarían a cabo con celeridad.
Al entrar en Cambridge, Kim no se molestó en buscar aparcamiento en la calle, sino que fue directamente al aparcamiento subterráneo de Charles Square y luego se dirigió a pie al bar Harvest. Estaba abarrotado de los clientes típicos de un viernes por la noche, la mayoría de los cuales se había instalado en el local desde la hora en que por cada consumición solicitada la casa invitaba a otra gratis.
Kim buscó a Edward, pero al principio no lo vio. Tuvo que abrirse paso entre la muchedumbre que se agolpaba delante de la barra. Por fin, lo descubrió en una mesa situada detrás de la barra, bebiendo una copa de Chardonnay. En cuanto la vio, su rostro se iluminó y se puso de pie de un salto para apartarle la silla.
Cuando Edward la acercó a la mesa para que tomara asiento, Kim comentó para sí que Kinnard ni se habría tomado la molestia.
—Tienes aspecto de necesitar una copa de vino blanco —dijo Edward.
Kim asintió. Adivinó al instante que Edward estaba nervioso, o tal vez cohibido. Su tartamudeo era más pronunciado de lo normal. Lo miró mientras llamaba a la camarera y pedía dos copas de vino.
—¿Has tenido un buen día? —preguntó Edward por fin.
—Atareado —respondió Kim—. ¿Y tú?
—¡Un día fantástico! —exclamó él—. Tengo buenas noticias. Las muestras de tierra procedentes de los recipientes de comida de Elizabeth producen un moho de propiedades alucinógenas. Creo que hemos descubierto lo que desencadenó los juicios de Salem. Aún ignoramos si fue ergotismo o algo nuevo.
Edward contó a Kim todo cuanto había ocurrido en el laboratorio de Kevin Scranton.
Kim reaccionó con asombro y preocupación.
—¿Tomaste una droga sin saber qué era? ¿No pudo ser peligroso?
—Ya empiezas a hablar como Kevin —dijo Edward, y rió—. Estoy rodeado de padres sustitutos. No, no fue peligroso. Era una dosis demasiado pequeña para resultar peligrosa. Lo que reveló la potencia alucinógena de este nuevo hongo fue, precisamente, la cantidad tan ínfima utilizada.
—Me parece una imprudencia —insistió Kim.
—No lo fue. Esta tarde me he sometido a un análisis de orina y a una prueba de creatinina para que Kevin se quedara tranquilo. Los dos salieron normales. Estoy bien, créeme. De hecho, estoy mejor que bien. Estoy exaltado. Al principio, esperaba que este nuevo hongo produciría la misma mezcla de alcaloides que el Claviceps, y así demostraría que el ergotismo fue el culpable. Ahora, abrigo la esperanza de que produzca sus propios alcaloides.
—¿Qué son los alcaloides? La palabra me suena, pero no sería capaz de definirla ni para salvar mi vida.
—Los alcaloides son un amplio grupo de componentes que contienen nitrógeno, y se encuentran en las plantas. Te suenan porque muchos de ellos son tan conocidos como la cafeína, la morfina y la nicotina. Como puedes suponer, la mayoría son farmacológicamente activos.
—¿Por qué te alegra tanto encontrar algunos nuevos, si son tan vulgares?
—Porque ya he demostrado que sea cual sea el alcaloide que se halla en este nuevo hongo, es activo desde un punto de vista psicotrópico. Descubrir una nueva droga alucinógena puede abrir toda una serie de puertas a la comprensión de la función cerebral. Se parecen e imitan, de forma invariable, a los neurotransmisores cerebrales.
—¿Cuándo sabrás si has descubierto un nuevo alcaloide?
—Pronto. Pero ahora dime cómo te ha ido el día.
Kim respiró hondo. Después, refirió todo lo que había pasado en orden cronológico, desde la conversación con su padre hasta la terminación del diseño del baño y la cocina nuevos.
—¡Guau! —exclamó Edward—. Has tenido un día muy ajetreado. El descubrimiento de la tumba de Elizabeth me asombra. ¿Dices que el ataúd estaba en buen estado?
—Por lo que pude ver, sí. Estaba enterrado muy hondo, a unos dos metros y medio de profundidad. La excavadora lo daño un poco.
—¿Te ha preocupado encontrar la tumba?
—En cierto modo —respondió Kim, y soltó una breve carcajada carente de alegría—. Encontrarla al poco tiempo de descubrir su retrato me impresiona. Una vez más tuve la sensación de que Elizabeth intenta comunicarse conmigo.
—Oh, oh. Me huele que tienes otro ataque de superstición.
Kim rió, pese a su semblante grave.
—Dime algo —bromeó Edward—. ¿Tienes miedo de los gatos negros que se cruzan en tu camino, o de pasar por debajo de una escalera, o de utilizar el número trece?
Kim vaciló. Era un poco supersticiosa, pero nunca se había parado a pensarlo.
—¡De modo que eres supersticiosa! —exclamó Edward—. Piensa en esto: en el siglo XVII te podrían haber considerado una bruja, porque tales creencias se relacionan con lo oculto.
—De acuerdo, tío listo. Bien, puede que sea un poco supersticiosa, pero aparecen demasiadas coincidencias con Elizabeth. Hoy también he descubierto que el calendario de 1692 coincide con el de este año, 1994. También he descubierto que Elizabeth murió a mi edad. Y por si fuera poco, cumplimos años con dos días de diferencia, así que somos del mismo signo del zodíaco.
—¿Qué pretendes decirme con eso?
—¿Puedes explicarme todas estas coincidencias?
—Por supuesto. Puro azar. Es como el viejo tópico de que si tienes bastantes monos y bastantes máquinas de escribir, puede que salga Hamlet.
—Me rindo —dijo Kim, y rió. Tomó un sorbo de vino.
—Lo siento. —Edward se encogió de hombros—. Soy un científico.
—Te contaré algo más que averigüé hoy. Las cosas no eran tan sencillas entonces. Ronald se casó tres veces. Su primera esposa murió y le legó una fortuna considerable, que le fue disputada sin éxito por un hijo de su mujer, fruto de un matrimonio anterior. Al cabo de un par de años se casó con Elizabeth, y el mismo año de la muerte de ésta, con su hermana.
—¿Y?
—¿No te parece un poco sospechoso?
—No. Recuerda que la vida era bastante dura en aquellos tiempos. Ronald tenía hijos que criar. Los matrimonios entre parientes políticos no eran inusuales.
—No estoy tan segura. Este descubrimiento ha dejado muchos interrogantes en mi mente.
Llegó la camarera e interrumpió su conversación para decirles que su mesa estaba preparada. Fue una agradable sorpresa para Kim. No sabía que iban a cenar en el Harvest. Estaba famélica.
Siguieron a la camarera hasta la terraza y se sentaron bajo los árboles, que estaban adornados con numerosas lucecitas blancas. La temperatura había descendido y en aquel momento era perfecta. No soplaba viento, de manera que la vela colocada sobre la mesa ardía con languidez.
Mientras esperaban a que llegaran los platos, Kim enseñó a Edward la fotocopia de la petición de Ronald. Edward la leyó con gran interés. Cuando terminó, felicitó a Kim por su trabajo detectivesco y dijo que había logrado demostrar la implicación de Elizabeth en el episodio de las brujas. Ella luego le refirió el comentario de su padre acerca de la posible relación de su antepasada con lo oculto.
—Eso es lo que yo sugerí —le recordó Edward.
—¿Crees que la prueba concluyente tiene algo que ver con lo oculto?
—Sin duda.
—Eso pensaba yo. Pero no tienes ninguna idea concreta.
—No sé lo bastante de brujería.
—¿Pudo ser un libro, algo que escribiera?
—Podría ser, o algo que hubiese dibujado. Tal vez una imagen.
—¿Una muñeca?
—Buena idea —dijo Edward. Hizo una pausa—. ¡Ya sé lo que debió de ser!
—¿Qué? —preguntó Kim, expectante.
—¡Su escoba! —exclamó Edward, y soltó una carcajada.
—Por favor —dijo Kim, pero no pudo evitar sonreír—. Estoy hablando en serio.
Edward se disculpó. Después, explicó los orígenes de las escobas de las brujas. Su antecedente directo, un palo impregnado con un ungüento mezclado con drogas alucinógenas, procedía de la Edad Media. Le contó que se utilizaba en los ritos satánicos para provocar experiencias psicodélicas cuando entraba en contacto con membranas mucosas íntimas.
—Ya he oído bastante —dijo Kim—. Me he hecho una idea.
Llegó la cena. No hablaron hasta que la camarera se alejó.
Edward fue el primero en hablar.
—El problema consiste en que la prueba pudo ser cualquier cosa, y no hay forma de saberlo con certeza a menos que encuentres la descripción. ¿Has pensado en echar un vistazo a las actas del tribunal?
—Sí, pero me dijeron que las actas del tribunal superior de jurisdicción comunal se perdieron.
—Qué lástima. Supongo que eso te devuelve a aquel montón de papeles guardados en el castillo.
—Sí —dijo Kim, sin el menor entusiasmo—, aunque no existe la menor garantía de encontrar algo.
Mientras cenaban, la conversación derivó hacia temas más cotidianos. Cuando terminaron el postre, Edward retomó el tema de la tumba de Elizabeth.
—¿Cuál era el estado de conservación del cadáver? —preguntó.
—No lo he visto. —La pregunta sorprendió a Kim—. No abrimos el ataúd. La excavadora chocó con una esquina y lo astilló un poco.
—Quizá deberíamos abrirlo. Me gustaría tomar una muestra, si quedara algo de donde tomarla. Si pudiéramos encontrar algún residuo del alcaloide que produce este nuevo hongo, tendríamos la prueba definitiva de que el diablo de Salem fue un hongo.
—No puedo creer que sugieras algo semejante. Lo último que deseo hacer es profanar el cadáver de Elizabeth.
—Ya volvemos con las supersticiones. Comprenderás que esa postura es como estar en contra de las autopsias.
—Esto es diferente. Ya está enterrada.
—Se exhuman cadáveres sin cesar.
—Supongo que tienes razón —dijo Kim a regañadientes.
—Quizá debería subir contigo mañana. Podríamos echar un vistazo.
—Hay que conseguir un permiso para exhumar un cadáver —dijo Kim.
—La excavadora casi se encargó del trabajo. Mañana echaremos un vistazo y decidiremos.
Llegó la cuenta y Edward pagó. Kim le dio las gracias y dijo que la siguiente cena iría por su cuenta. Él contestó que ya lo discutirían.
Al salir del restaurante, se produjo una situación embarazosa. Edward preguntó a Kim si quería ir a su apartamento, pero Kim puso reparos. Le recordó que por la mañana se había sentido incómoda. Finalmente, decidieron que irían al apartamento y hablarían.
Más tarde, ya en el piso de Edward, Kim le preguntó si se acordaba de un estudiante llamado Kinnard Monahan, que cuatro o cinco años antes había llevado a cabo investigaciones en su laboratorio.
—Kinnard Monahan —dijo Edward. Cerró los ojos para concentrarse—. Por los laboratorios han pasado muchos estudiantes, pero sí, lo recuerdo. Me parece que fue al General como interno de cirugía.
—Es él. ¿Qué más recuerdas?
—Que me llevé una decepción cuando aceptó el empleo. Era un chico listo. Esperaba que se dedicara a la investigación. ¿Por qué lo preguntas?
—Hemos salido juntos unos cuantos años —dijo Kim. Iba a contar a Edward su discusión en la finca, cuando Edward la interrumpió.
—¿Kinnard y tú erais amantes? —preguntó.
—Supongo que podría definirse así —dijo Kim, vacilante.
Comprendió al instante que Edward estaba disgustado. Tanto su comportamiento como su forma de hablar cambiaron de manera drástica. Kim tardó media hora en convencerlo de que se calmara y comprendiese que su relación con Kinnard había terminado. Hasta se disculpó por haber mencionado su nombre.
En un intento deliberado por cambiar de tema, Kim preguntó a Edward si había empezado a buscar un nuevo apartamento. Él admitió que no había tenido tiempo, y ella le advirtió que septiembre estaba al caer.
A medida que avanzaba la velada, ninguno de los dos abordó el tema de si Kim se quedaría a pasar la noche. El hecho de no tomar una decisión produjo el mismo resultado: se quedó. Más tarde, ya acostados, Kim empezó a pensar en lo que había dicho a Kinnard acerca de que Edward se iría a vivir con ella. Sólo pretendía provocarlo, pero de pronto empezó a considerar seriamente la idea. Su relación con Edward se iba consolidando. Además, la casa era más que amplia, y estaba aislada. Hasta podía resultar solitaria.
Kim despertó poco a poco. Antes de abrir los ojos, oyó la voz de Edward. Al principio, la incorporó a su sueño, pero a medida que recobraba la conciencia, comprendió que procedía de la otra habitación.
Abrió los ojos con cierta dificultad. Lo primero que advirtió fue que, en efecto, Edward no estaba en la cama. Después miró el reloj. ¡Eran las seis menos cuarto de la mañana!
Kim volvió a recostarse sobre la almohada, preocupada por si pasaba algo, y trató de oír lo que Edward decía, pero no pudo. Aunque su voz era ininteligible adivinó por su tono que estaba exaltado.
Edward regresó al cabo de pocos minutos. Iba en bata. Se encaminó de puntillas al cuarto de baño, pero Kim le avisó de que estaba despierta. Él cambió de dirección, se acercó y se sentó en el borde de la cama.
—Tengo estupendas noticias —susurró.
—Estoy despierta —repitió Kim—. Puedes hablar con normalidad.
—Acabo de hablar con Eleanor.
—¿A las seis menos cuarto de la mañana? ¿Quién demonios es Eleanor?
—Una de mis estudiantes de posgrado. Mi mano derecha en el laboratorio.
—Me parece espantosamente temprano para una conversación profesional. —Pensó sin querer en Grace Trators, la supuesta ayudante de su padre.
—Le tocó el turno de noche. Anoche, Kevin envió algunos esclerocios más del nuevo hongo. Eleanor se quedó para preparar y analizar una muestra con el espectógrafo de masas. No parece que los alcaloides sean los mismos del Claviceps purpúrea. De hecho, da la impresión de que son tres alcaloides nuevos.
—Me alegro por ti —contestó Kim. Era demasiado temprano para decir otra cosa.
—Lo más interesante es que, al menos uno, es psicoactivo. Incluso podrían serlo los tres. —Se frotó las manos, entusiasmado, como si fuera a ponerse a trabajar al instante, y prosiguió—: No puedes imaginarte lo importante que puede ser esto. Es posible que hayamos obtenido una nueva droga, incluso toda una familia de drogas nuevas. Aunque carezcan de utilidad clínica, serán muy valiosas como herramientas de investigación.
—Me alegro —dijo Kim. Se frotó los ojos. Tenía ganas de ir al cuarto de baño para cepillarse los dientes.
—Me asombra lo muy a menudo que la buena suerte juega un papel importante en el descubrimiento de las drogas —dijo Edward—. ¿Te imaginas descubrir una droga a causa de los juicios de Salem? Sería una forma de descubrimiento mejor que la del Prozac.
—¿Fue por accidente?
—Yo diría que sí —respondió Edward—. El investigador responsable principal estaba jugando con antihistamínicos y los sometía a prueba con protocolo experimental que mensuraba el efecto sobre el neurotransmisor, la norepinefrina. Por pura suerte, terminó descubriendo el Prozac, que no es un antihistamínico e influye en la serotonina, otro neurotransmisor, doscientas veces más de lo que influye en la norepinefrina.
—Asombroso —dijo Kim, pero no lo había escuchado.
Sin el café de la mañana, su mente no estaba preparada para tales disquisiciones.
—Ardo en deseos de ponerme a trabajar con esos alcaloides nuevos.
—¿Ya no quieres ir a Salem?
—Claro que sí —contestó Edward sin la menor vacilación—. Quiero ver esa tumba. ¡Ahora mismo! Ya que estás despierta, vámonos. —Sacudió en broma la pierna de Kim a través de las mantas.
Después de ducharse, secarse el cabello y aplicarse maquillaje, Kim salió a la calle detrás de Edward, para tomar otro desayuno, rico en colesterol pero sabroso, en Harvard Square. Después, entraron en una de las numerosas librerías de la plaza. Durante el desayuno, su conversación había incluido una discusión sobre el puritanismo, y los dos se habían dado cuenta de lo poco que sabían acerca del tema, de modo que compraron algunos libros esclarecedores. Pasaban ya de las nueve cuando emprendieron viaje hacia la orilla norte.
Kim condujo, pues una vez más se habían mostrado reticentes a dejar su coche en la única zona de aparcamiento, frente al apartamento de Edward. Como no había tráfico, llegaron a Salem antes de las diez. Siguieron la misma ruta del sábado anterior y volvieron a pasar por delante de la Casa de la Bruja.
Edward aferró el brazo de Kim.
—¿Has visitado alguna vez la Casa de la Bruja? —preguntó.
—Hace mucho tiempo. ¿Por qué? ¿Te interesa?
—No te rías, pero sí. ¿Te importa dedicarle unos minutos?
—En absoluto.
Kim dobló por Federal Street y aparcó cerca del palacio de justicia. Cuando llegaron, descubrieron que deberían esperar.
La Casa de la Bruja abría a las diez. No eran los únicos visitantes. Algunas familias y parejas ya hacían cola en el exterior del antiguo edificio.
—Es sorprendente el interés que despiertan los juicios de Salem —comentó Kim—. Me pregunto si la gente se para a pensar por qué les atraen tanto.
—Tu primo, Stanton, describió el episodio como siniestramente seductor —dijo Edward.
—Muy propio de Stanton.
—Dijo que la atracción reside en que es una ventana a lo sobrenatural —añadió Edward—. Estoy de acuerdo. Casi todas las personas son un poco supersticiosas, y las historias de brujería estimulan su imaginación.
—Estoy de acuerdo, pero me temo que ese atractivo posee un componente morboso. No me parece casual que hubiera muchas más brujas que brujos. Todo el episodio huele a machismo.
—No empecemos con manifiestos feministas. Creo que había más mujeres implicadas a causa del papel de la mujer en la cultura colonial. Se las asociaba con el nacimiento y la muerte, la salud y la enfermedad, mucho más que a los hombres, y esos aspectos de la vida estaban velados por la superstición y lo oculto. No se les ocurría otra explicación.
—Creo que los dos tenemos razón —dijo Kim—. Estoy de acuerdo contigo, pero me ha impresionado bastante la pequeña investigación que he llevado a cabo sobre la falta de derechos legales de las mujeres en tiempos de Elizabeth. Los hombres tenían miedo, y lo desahogaban con las mujeres. A eso se le llama misoginia.
En aquel momento, abrieron la puerta de la Casa de la Bruja. Los recibieron unas muchachas vestidas con indumentaria de la época. Fue entonces cuando Kim y Edward descubrieron que la visita iba a ser guiada. Todo el mundo se agolpó en el salón y esperó a que empezara la explicación.
—Pensaba que nos dejarían rondar a nuestro aire —susurró Edward.
—Yo también —dijo Kim.
Escucharon mientras las jóvenes describían los numerosos muebles de la casa, incluida la caja donde se guardaba la Biblia, indispensable en todos los hogares puritanos.
—Estoy perdiendo el interés —susurró Edward—. Quizá deberíamos irnos.
—Por mí, encantada.
Salieron. Cuando llegaron a la calle, Edward se volvió para contemplar el edificio.
—El motivo que me impulsó a entrar fue para ver hasta qué punto se parecía el interior al de tu casa —dijo—. Es asombroso. Es como si hubiera sido construida con los mismos planos.
—Bien, como tú dijiste, en aquel tiempo no se alentaba el individualismo.
Subieron al coche y recorrieron el resto del camino hasta la finca. Lo primero que vio Edward fue la zanja. Su longitud le asombró. Se extendía desde las cercanías del castillo hasta la antigua casa. Cuando se asomaron al borde, vieron que ya había penetrado bajo los cimientos de ésta.
—Ahí está el ataúd —indicó Kim.
En aquel punto, la zanja se ensanchaba de manera significativa.
—Qué buena suerte —comentó Edward—. Al parecer es la tapa del ataúd. Y tenías razón sobre la profundidad. Dos metros y medio, tal vez más.
—La zanja sólo es profunda cerca de la casa —explicó Kim—. Es mucho menos honda en el campo.
—Tienes razón —dijo Edward. Se alejó de la casa.
—¿Adónde vas? —preguntó Kim—. ¿No quieres echar un vistazo a la lápida?
—Voy a examinar más de cerca el ataúd —contestó Edward.
Saltó a la zanja, desanduvo el camino y descendió más a cada paso que daba.
Kim lo observó con creciente preocupación. Lo que tenía en mente empezaba a inquietarla.
—¿Estás seguro de que no se derrumbará? —preguntó sin poder disimular su nerviosismo. Cuando se acercó demasiado al borde, oyó fragmentos de tierra y piedras que caían.
Edward no contestó. Ya estaba agachado y examinaba la esquina astillada del ataúd. Arrancó un poco de tierra adyacente y la palpó.
—Muy alentador —dijo—. Está muy seca y sorprendentemente fría. —Introdujo los dedos en la juntura, parcialmente abierta, de la tapa del ataúd. De pronto, un extremo de la tapa se partió.
—¡Santo Dios! —murmuró para sí Kim.
—¿Quieres traer la linterna del coche? —pidió Edward. Estaba mirando el extremo abierto del ataúd.
Kim obedeció, pero lo que estaba ocurriendo no le hacía ninguna gracia. No le gustaba profanar más aún la tumba de Elizabeth. Después de acercarse al borde de la zanja todo cuanto se atrevió, arrojó la linterna a Edward.
Edward apuntó la luz al extremo abierto del ataúd.
—Estamos de suerte —dijo—. El frío y la sequedad del terreno han momificado el cadáver. Hasta la mortaja está intacta.
—Creo que ya es suficiente —dijo Kim, pero fue como si hablara a una pared. Edward no la escuchaba. Horrorizada, vio que dejaba la linterna en el suelo e introducía la mano en el ataúd—. ¡Edward! ¿Qué estás haciendo?
—Voy a mover un poco el cadáver —explicó él.
Cogió la cabeza y empezó a tirar. No sucedió nada, de manera que apoyó un pie en la pared de la zanja y tiró con más fuerza. Ante su sorpresa, la cabeza se desprendió de repente y Edward fue a dar contra la pared opuesta de la zanja. Terminó sentado, con la cabeza momificada de Elizabeth en el regazo. Una pequeña cascada de tierra cayó sobre su propia cabeza.
Kim se sintió débil. Tuvo que apartar la vista.
—Santo Dios —dijo Edward cuando se levantó. Echó un vistazo a la base del cráneo de Elizabeth—. Supongo que debió de romperse el cuello cuando la colgaron. Es un poco sorprendente, pues el método utilizado en aquellos tiempos consistía en dejar que la persona colgara y muriera estrangulada, en lugar de romperle el cuello.
Dejó la cabeza y devolvió el extremo de la tapa del ataúd a su posición original. Utilizó una piedra para fijarla. Cuando se convenció de que había recuperado su apariencia inicial, salió de la zanja con la cabeza del cadáver.
—Supongo que no considerarás esto divertido —dijo Kim. Se negó a mirar—. ¡Quiero que devuelvas eso a su sitio!
—Lo haré —prometió Edward—. Sólo quiero tomar una pequeña muestra. Entremos a ver si encontramos una caja.
Kim, exasperada, lo precedió. No entendía cómo había permitido que la metieran en aquella situación. Edward intuyó su estado de ánimo y no tardó en encontrar una caja del tamaño adecuado. Introdujo la cabeza y la llevó al coche.
—Bien, vamos a echar un vistazo —dijo cuando volvió a entrar en la casa.
—Quiero que devuelvas la cabeza lo antes posible —dijo Kim.
—Lo haré —repitió Edward.
Para cambiar de tema, se dirigió a la zona anexa de la casa y fingió admirar el entramado. Kim lo siguió. Concentró su atención en los progresos significativos de la renovación.
Descubrió que ya habían cubierto de cemento el suelo del sótano.
—Me alegro de haber cogido las muestras de tierra —comentó Edward.
Cuando se encontraban en la segunda planta inspeccionando las obras de instalación del lavabo, Kim oyó que un coche se detenía. Miró por una de las ventanas y el corazón se le aceleró. Era su padre.
—¡Oh no! —exclamó.
Una incómoda sensación de angustia se apoderó de ella. Sintió las palmas húmedas de sudor. Edward advirtió al instante su desazón.
—¿Te molesta que te encuentre conmigo? —preguntó.
—No, por favor. Es por la tumba de Elizabeth. No menciones la cabeza para nada. Lo último que quiero es darle una excusa para entrometerse en el proyecto de reformas.
Bajaron por la escalera y salieron. John se había acercado al borde de la zanja y contemplaba el ataúd de su antepasada.
Kim se encargó de las presentaciones. John se mostró educado, pero seco. Llevó a Kim aparte.
—Es una maldita coincidencia que George Harris haya tropezado con esta tumba —dijo—. Le advertí que mantuviera la boca cerrada, y confío en que tú harás lo mismo. No quiero que tu madre se entere de esto. Se llevaría un gran disgusto. Estaría enferma un mes.
—No tengo por qué decírselo a nadie —replicó Kim.
—La verdad, me sorprende que la hayan encontrado aquí. Me habían dicho que Elizabeth fue sepultada en una fosa común, al oeste del centro de Salem. ¿Quién es ese extraño que te has traído? ¿Sabe lo de la tumba?
—Edward no es un extraño, y sí, sabe lo de la tumba. Incluso conoce la historia de Elizabeth.
—Pensaba que habíamos llegado al acuerdo de que no irías por ahí hablando del tema.
—Yo no se lo dije. Fue Stanton Lewis.
—Malditos sean los parientes de tu madre —masculló John mientras daba la vuelta y se acercaba a Edward, que esperaba pacientemente—. La historia de Elizabeth Stewart es información confidencial —dijo John a Edward—. Espero que respete nuestro deseo.
—Comprendo —contestó Edward, evasivo.
Se preguntó qué diría John si supiera que tenía en el coche la cabeza de su antepasada.
John, al parecer satisfecho, desvió su atención hacia la casa. A sugerencia de Kim, se dignó echar un vistazo a las reformas. No tardó mucho. Al salir, vaciló un instante antes de subir al coche. Miró a Edward.
—Kim es una chica estupenda, muy sensible —dijo—. Es cariñosa y tierna.
—Opino lo mismo —contestó Edward.
John subió al coche y se marchó. Kim siguió el coche con la mirada hasta que desapareció entre los árboles.
—Tiene la peculiar habilidad de irritarme —resopló Kim—. El problema es que ni siquiera comprende lo humillante que es ser tratada como una adolescente.
—Al menos, ha sido lisonjero —dijo Edward.
—¡Y una mierda! Fue un comentario autohalagador, una manera de intentar adjudicarse el mérito de que yo haya salido así. Sin embargo, no tuvo nada que ver con eso. Nunca se preocupó por mí. No tiene ni idea de que ser un verdadero padre o marido implica algo más que proporcionar comida y alojamiento.
Edward rodeó con su brazo los hombros de Kim.
—Torturarse no sirve de nada —dijo.
Ella se volvió con brusquedad y dijo:
—Anoche tuve una idea. ¿Quieres mudarte a la casa conmigo a principios de septiembre?
Edward tartamudeó.
—Es muy generoso por tu parte —logró articular por fin.
—Creo que es una idea maravillosa. Hay espacio más que suficiente, y de todas maneras has de encontrar un apartamento nuevo. ¿Qué dices?
—Gra… gracias. No sé qué decir. Quizá deberíamos hablarlo.
—¿Hablarlo? —se extrañó Kim.
No esperaba una negativa. Edward seguía enviando flores a su apartamento cada día.
—Tengo miedo de que tu invitación sea impulsiva —explicó Edward—. Tengo miedo de que cambies de opinión y después no sepas cómo librarte de mí.
—¿Es el auténtico motivo de que te muestres reticente? —preguntó ella. Se puso de puntillas y lo abrazó—. Muy bien. Lo hablaremos, pero no voy a cambiar de opinión.
Más tarde, cuando terminaron de hablar acerca de las reformas, Kim preguntó a Edward si le apetecía ir al castillo a examinar los papeles. Explicó que su comentario de la noche anterior sobre el descubrimiento de la prueba utilizada contra Elizabeth le había proporcionado renovados ímpetus.
Edward contestó que no le importaba en absoluto y que estaría encantado de acompañarla.
Cuando llegaron al castillo, Kim sugirió que probaran en el desván, en lugar de la bodega. Edward accedió al principio, pero cuando subieron, descubrieron que hacía un calor insoportable. Abrieron las ventanas pero la situación no mejoró. Edward perdió al instante todo interés.
—¿Por qué tengo la sensación de que no te lo estás pasando bien? —preguntó Kim.
Edward había acercado un cajón a la ventana, pero en lugar de buscar, estaba mirando al exterior.
—Creo que estoy preocupado por los nuevos alcaloides —respondió él—. Ardo en deseos de ir al laboratorio para ponerme a trabajar.
—¿Por qué no vuelves en coche a la ciudad y te dedicas a ello? Yo cogeré el tren más tarde.
—Buena idea, pero seré yo quien coja el tren.
Después de una breve discusión que Edward ganó con el argumento de que más tarde Kim no tendría cómo ir a la estación de tren, volvieron a pie a la casa y subieron al coche. A mitad de camino, Kim recordó de repente que la cabeza de Elizabeth descansaba en el asiento trasero.
—No hay problema —dijo Edward—. Me la llevaré.
—¿En el tren?
—¿Por qué no? Va en la caja.
—Quiero que la devuelvas cuanto antes. Llenarán esa zanja en cuanto hayan colocado las tuberías.
—Acabaré enseguida —la tranquilizó Edward—. Espero poder tomar una muestra. Si no encuentro nada, quizá podría probar con el hígado.
—Sólo volveremos a ese ataúd para devolver la cabeza, considerando, además, que mi padre está al acecho. Para colmo, al parecer mantiene una estrecha relación con el contratista.
Kim dejó a Edward en lo alto de la escalera que descendía a la estación de tren. Edward cogió la caja del asiento trasero y preguntó:
—¿Quieres que nos encontremos para cenar?
—Será mejor que no —respondió Kim—. Debo volver a mi apartamento. Tengo ropa que lavar y he de levantarme temprano para ir a trabajar.
—Hablemos por teléfono, al menos.
—Hecho.
Pese a que Edward disfrutaba del tiempo que pasaba con Kim, se alegró de volver a su laboratorio. Se alegró en especial de ver a Eleanor, porque no esperaba encontrarla allí.
Había vuelto a casa, tomado una ducha y dormido apenas unas cuatro o cinco horas. Dijo que estaba demasiado excitada para mantenerse alejada del laboratorio.
Lo primero que hizo fue enseñarle los resultados de la espectrografía de masa. Ya estaba absolutamente segura de que habían conseguido tres alcaloides nuevos. Después de hablar con él por la mañana, se había dedicado a investigar los resultados. Era imposible que hubieran sido producidos por componentes conocidos.
—¿Hay más esclerocios? —preguntó Edward.
—Unos cuantos —respondió Eleanor—. Kevin Scranton dijo que iba a enviar más, pero no sabía cuándo. No quise sacrificar los nuevos de que disponemos hasta haber hablado contigo. ¿Cómo quieres separar los alcaloides, con solventes orgánicos?
—Vamos a utilizar electroforesis capilar. Si es necesario, acudiremos a la cromatografía capilar electrocinética micelular.
—¿Utilizo una muestra sin refinar, como con el espectógrafo de masa?
—No. Extraeremos los alcaloides con agua destilada y los precipitaremos con un ácido débil. Es lo que hice en el laboratorio de biología, y funcionó bien. Conseguiremos muestras más puras, que facilitarán el trabajo estructural.
Eleanor se encaminó a su mesa de trabajo, pero Edward la cogió por el brazo.
—Antes de que empieces la extracción, quiero que hagas otra cosa.
Sin más preámbulos abrió la caja y sacó la cabeza momificada. Eleanor retrocedió al verla.
—Podrías haberme avisado —dijo.
—Supongo que tienes razón —dijo Edward.
Por primera vez miró la momia con ojo crítico. Era bastante espeluznante. La piel era de un tono pardo oscuro, casi caoba. Se había resecado hasta adquirir una textura correosa, estirándose sobre las prominencias óseas y dejando al descubierto los dientes, en una sonrisa horripilante. El cabello estaba seco y enmarañado como virutillas de acero.
—¿Qué es? —preguntó Eleanor—. ¿Una momia egipcia?
Edward refirió toda la historia a Eleanor. También explicó que había llevado la cabeza al laboratorio para ver si se podía tomar alguna muestra de la bóveda craneal.
—Déjame adivinar —dijo Eleanor—. Quieres someterla al espectógrafo de masas.
—Exacto. Desde el punto de vista científico sería maravilloso encontrar picos correspondientes a los alcaloides nuevos. Sería la prueba definitiva de que esta mujer ingirió el hongo.
Mientras Eleanor corría al departamento de biología celular para pedir prestados instrumentos de disección anatómica, Edward se volvió hacia los estudiantes graduados y ayudantes, que esperaban nerviosos a que les concediera su atención. Contestó a todas las preguntas por turno y las envió de vuelta a sus respectivos experimentos. Cuando terminó, Eleanor ya había regresado.
—Un profesor de anatomía dijo que deberíamos extraer todo el calvarium —dijo Eleanor. Levantó una sierra vibratoria eléctrica.
Edward puso manos a la obra. Apartó el cuero cabelludo y dejó al descubierto el cráneo. Después, cogió la sierra y cortó un fragmento de cráneo. Eleanor y él miraron el interior. No había gran cosa. El cerebro se había contraído hasta formar una masa coagulada en el fondo de la bóveda craneal.
—¿Qué opinas? —preguntó Edward. Tocó la masa con el extremo del escalpelo. Era dura.
—Corta un trozo y lo disolveré en algo —dijo Eleanor.
En cuanto obtuvieron la muestra, probaron varios solventes. Sin saber bien qué tenían, empezaron a introducirlo en un espectógrafo de masas. Sus esfuerzos se vieron recompensados a la segunda muestra. Varios picos correspondían exactamente a los nuevos alcaloides hallados en el extracto sin refinar con que Eleanor había estado trabajando la noche anterior.
—¿No es una hazaña científica? —comentó Edward con júbilo.
—Es un paso adelante —admitió Eleanor.
Edward se acercó a su escritorio y llamó al apartamento de Kim. Tal como esperaba, oyó el contestador automático.
Después de la señal, dejó el mensaje de que, en lo referente a Elizabeth Stewart, el demonio de Salem había encontrado una explicación científica. Colgó el auricular y se volvió hacia Eleanor. Estaba de un humor peculiar.
—Muy bien, basta de tonterías —dijo—. Vamos a dedicarnos a la ciencia auténtica. Veamos si podemos separar estos alcaloides nuevos y descubrir qué tenemos entre manos.
—Esto es imposible —dijo Kim.
Cerró con la cadera el cajón del archivador. Estaba acalorada, cubierta de polvo y frustrada. Después de acompañar a Edward a la estación de tren, había regresado al desván del castillo y llevado a cabo una investigación de cuatro horas, desde el ala de la servidumbre hasta la de los invitados. No sólo no había descubierto nada significativo, sino que tampoco había encontrado material del siglo XVII.
—Este trabajo no va a ser nada sencillo —se dijo en voz alta.
Paseó la vista por la profusión de archivadores, baúles, cajas y cómodas que se extendía hasta que el desván giraba hacia la derecha. Estaba anonadada por el volumen de material.
En el desván había incluso más que en la bodega, y al igual que en esta no existía el menor orden cronológico o temático. De una página a la siguiente podía mediar un siglo, y los temas abarcaban datos mercantiles, registros comerciales, recibos domésticos, documentos oficiales del Gobierno y correspondencia personal. La única forma de proceder era página por página.
Enfrentada a esa realidad, Kim empezó a comprender la buena suerte que había tenido al encontrar la carta de 1679 que James Flanagan había enviado a Ronald Stewart. Le había dado la falsa impresión de que investigar la historia de Elizabeth en el castillo sería una tarea divertida, ya que no fácil.
Por fin, el hambre, el agotamiento y el desaliento acabaron temporalmente con su compromiso de descubrir la naturaleza de la prueba concluyente utilizada contra su antepasada.
Kim, que ardía en deseos de darse una ducha, bajó del desván y salió al calor del atardecer veraniego. Subió al coche y emprendió el regreso a Boston.
Edward abrió los ojos después de sólo cuatro horas de sueño. Eran las cinco de la mañana. Siempre que estaba entusiasmado con un proyecto su necesidad de dormir disminuía. Y ahora estaba más entusiasmado que nunca. Su intuición científica le decía que había topado con algo realmente grande, y su intuición científica nunca le había fallado.
Saltó de la cama y provocó que Buffer estallara en un paroxismo de ladridos. El pobre perro pensó que se trataba de una urgencia vital. Edward tuvo que darle una palmada para serenarlo.
Después de realizar sus rituales matinales, que incluían pasear a Buffer a toda prisa, Edward fue en coche al laboratorio. Entró antes de las siete, pero Eleanor ya había llegado.
—Me cuesta dormir —confesó.
Su largo cabello rubio, que solía llevar impecable, se veía algo desordenado.
—A mí también —dijo Edward.
Habían trabajado el sábado por la noche hasta la una y todo el domingo. Con el éxito a la vista, Edward había renunciado a ver a Kim el domingo por la noche. Cuando le explicó lo cerca que estaban Eleanor y él de su objetivo, ella lo había comprendido.
Por fin, poco después de medianoche, Edward y Eleanor habían perfeccionado una técnica de separación. La principal dificultad se reducía a que dos de los alcaloides poseían muchas propiedades físicas similares. Ahora, sólo necesitaban más material y, como en respuesta a una plegaria, Kevin Scranton había llamado para avisar de que enviaría otro grupo de esclerocios el lunes por la mañana.
—Quiero que todo esté preparado cuando el material llegue —dijo Edward—. Será alrededor de las nueve.
—Sí, sí —dijo Eleanor. Se cuadró y saludó. Edward intentó darle una palmada en la cabeza, pero ella fue más ágil que él.
Después de trabajar febrilmente durante más de una hora, Eleanor dio un golpecito en el brazo de Edward.
—¿Hoy has decidido ignorar a tu rebaño? —preguntó en voz baja, mientras señalaba por encima del hombro.
Edward se enderezó y miró a los estudiantes que se habían congregado a la espera de que advirtiese su presencia. No se había dado cuenta. El grupo había aumentado poco a poco.
Todos tenían preguntas preparadas y necesitaban su consejo.
—¡Escuchad! —gritó Edward—. Hoy os las tendréis que arreglar solos. Estoy muy ocupado con un proyecto que no puede esperar.
Los estudiantes, después de lanzar algunos gruñidos, se dispersaron. Edward no reparó en su reacción. Volvió al trabajo, y cuando trabajaba su capacidad de concentración era legendaria.
Pocos minutos después, Eleanor volvió a darle golpecitos en el brazo.
—Lamento molestarte —dijo—, pero tienes una clase a las nueve.
—¡Maldita sea! —exclamó Edward—. Lo había olvidado, gracias a Dios. Busca a Ralph Carter y dile que venga.
Ralph Carter era uno de sus principales ayudantes.
Al cabo de unos segundos, Ralph hizo acto de presencia. Era un individuo delgado y barbudo, de cara ancha y mejillas muy sonrosadas.
—Quiero que te encargues del curso de verano de bioquímica básica —dijo Edward.
—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó Ralph. No parecía muy entusiasmado.
—Ya te lo diré —contestó Edward.
Cuando Ralph se hubo marchado, Edward se volvió hacia Eleanor.
—Detesto esta clase de tonterías agresivas pasivas. Es la primera vez que pido a alguien una sustitución.
—Lo que ocurre es que no hay nadie que se haya comprometido con los estudiantes tanto como tú —respondió Eleanor.
Tal como Kevin había prometido, los esclerocios llegaron poco después de las nueve, en un pequeño recipiente de cristal. Edward desenroscó la tapa y depositó con sumo cuidado los granos oscuros, similares a arroz, sobre un filtro de papel, como si fueran pepitas de oro.
—Qué cosas más feas —comentó Eleanor—. Parecen excrementos de rata.
—Me gusta pensar que se parecen más a las semillas del pan de centeno —dijo Edward—. Es una metáfora de mayor significado histórico.
—¿Estás preparado para ponerte a trabajar? —preguntó ella.
—Vamos allá —dijo Edward.
Antes del mediodía habían logrado extraer una diminuta cantidad de cada alcaloide. Las muestras se encontraban en la base de pequeños tubos experimentales de forma cónica etiquetados A, B y C. Por fuera, parecían idénticos. Todos contenían un polvillo blanco.
—¿Cuál es el siguiente paso? —preguntó Eleanor mientras alzaba uno de los tubos a la luz.
—Hemos de descubrir cuáles son psicoactivos —explicó Edward—. En cuanto lo averigüemos, nos concentraremos en ellos.
—¿Qué utilizaremos para la prueba? Supongo que podríamos usar preparaciones de Aplasia fasciata ganglia. Nos revelarían cuales son neuroactivos.
Edward sacudió la cabeza.
—No basta —dijo—. Quiero saber cuáles provocan reacciones alucinógenas, y quiero respuestas rápidas. Para eso, necesitamos un cerebro humano.
—¡No podemos utilizar voluntarios pagados! —dijo Eleanor, consternada—. Sería antiético.
—Tienes razón, pero no tengo la menor intención de utilizar voluntarios pagados. Creo que bastará con nosotros dos.
—No estoy segura de querer participar en esto —dijo Eleanor con tono vacilante. Empezaba a comprender las intenciones de Edward.
—¡Perdón! —dijo otra voz. Eleanor y Edward se volvieron, y vieron a Cindy, una secretaria del departamento—. Lamento interrumpirlo, doctor Armstrong, pero el doctor Stanton Lewis está en el despacho, y quiere hablar con usted.
—Dile que estoy ocupado —contestó Edward—. Pensándolo mejor, hazlo entrar.
—No me gusta ese brillo de tus ojos —dijo Eleanor, mientras esperaban a que Stanton apareciera.
—Es del todo inocente —replicó Edward con una sonrisa—. Si el señor Lewis desea convertirse en un investigador destacado de este experimento, no me interpondré en su camino. La verdad, quiero hablar con él sobre lo que estamos haciendo aquí.
Stanton irrumpió en el laboratorio con su habitual exuberancia. Se sintió especialmente complacido de encontrar a Edward y Eleanor juntos.
—Mis dos personas favoritas —dijo—, pero para diferentes partes de mi cerebro.
Rió de lo que consideraba un chiste atrevido. Eleanor demostró ser más rápida que él cuando dijo que no estaba enterada de su cambio de orientación sexual.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Stanton, muy perplejo.
—Estoy segura de que te sientes atraído por mí a causa de mi intelecto —dijo Eleanor—. Eso deja tu cerebro instintivo para Edward.
Edward rió. Las réplicas agudas eran la especialidad de Stanton, y Edward nunca había visto que lo superaran. Stanton rió también y aseguró a Eleanor que su ingenio siempre había cegado sus demás encantos. Después, se volvió hacia Edward y dijo:
—Bien. Se acabó la diversión. ¿Qué opinas del dossier de Genetrix?
—Aún no he tenido tiempo de echarle una ojeada —confesó Edward.
—Me lo prometiste —advirtió Stanton—. Tendré que decirle a mi prima que deje de salir contigo, porque no eres de confianza.
—¿Quién es esa prima? —preguntó Eleanor, y dio a Edward un codazo suave en las costillas.
Edward se ruborizó. Pocas veces tartamudeaba en el laboratorio, pero en aquel momento lo hizo. No deseaba hablar de Kim.
—No he tenido tiempo para leer —repitió, con cierta dificultad—. Ha sucedido algo que tal vez te interese.
—Será mejor que sea bueno —bromeó Stanton. Palmeó la espalda de Edward y dijo que sólo estaba bromeando acerca de Kim—. Nunca me entrometería en vuestro romance, tortolitos. Mi tía me ha dicho que el viejo Stewart os sorprendió en Salem. Espero que no fuera en flagrante delito, bribón.
Edward tosió nervioso mientras indicaba a Stanton que acercara una silla. Cambió de tema al instante y procedió a narrar la historia del nuevo hongo y los nuevos alcaloides.
Dijo que al menos uno era psicótropo, y contó por qué lo sabía. Incluso tendió a Stanton los tres tubos de ensayo, y explicó que acababan de aislar los nuevos componentes.
—Menuda historia —comentó Stanton. Dejó los tubos sobre el mármol—. ¿Por qué crees que puede interesarme? Soy un tío práctico. No me apasionan las cosas exóticas y esotéricas que a vosotros los académicos tanto os enloquecen.
—Creo que esos alcaloides pueden tener una aplicación práctica —dijo Edward—. Tal vez estemos a punto de descubrir todo un grupo nuevo de drogas psicotrópicas susceptibles de ser aplicadas en el ámbito de la investigación.
Stanton se irguió en su asiento. Su aire de indiferencia desapareció.
—¿Drogas nuevas? Parece interesante. ¿Qué posibilidades existen de que sean clínicamente útiles?
—Excelentes, me parece. Sobre todo considerando las técnicas de modificación molecular que se encuentran a disposición de la química sintética moderna. Por otra parte, después del episodio psicodélico con el extracto sin refinar, experimenté una energía y una lucidez peculiares. Creo que estas drogas podrían ser algo más que meros alucinógenos.
—¡Oh, Dios! —exclamó Stanton. Su propensión a los negocios le había acelerado el pulso—. Esto podría ser extraordinario.
—Eso mismo pensamos nosotros —dijo Edward.
—Me refiero a que puede proporcionarnos una recompensa económica de campeonato.
—Nuestro principal interés reside en averiguar qué puede hacer un nuevo grupo de drogas psicoactivas por la ciencia. Todo el mundo intuye un inminente adelanto en la comprensión de la función cerebral. ¿Quién sabe? Tal vez podría ser eso. En ese caso, tendríamos que pensar en una forma de financiar su producción a gran escala. Los investigadores de todo el mundo la reclamarían a gritos.
—Me parece estupendo —dijo Stanton—. Me alegro de que tengas unas metas tan nobles, pero ¿por qué no las dos? Estoy hablando de ganar un montón de pasta.
—Convertirme en millonario no me quita el sueño. A estas alturas ya deberías saberlo.
—¿Millonario? —dijo Stanton con una risita despectiva—. Si esta nueva variedad de drogas son eficaces para la depresión, la angustia o alguna otra combinación, podrías estar contemplando una molécula de mil millones de dólares.
Edward iba a decir que tenían distintos sistemas de valores, pero se detuvo a mitad de la frase. Se quedó boquiabierto. Preguntó a Stanton si había dicho mil millones.
—He dicho una molécula de mil millones de dólares —repitió Stanton—. No exagero. La experiencia con el Librium, después con el Valium y ahora con el Prozac, ha demostrado el insaciable apetito de la sociedad por drogas psicotrópicas clínicamente eficaces.
Edward desvió la vista hacia el complejo de la Facultad de Medicina de Harvard. Cuando habló, lo hizo como si estuviese en estado de trance.
—Desde tu punto de vista y experiencia, ¿qué habría que hacer para aprovechar un descubrimiento semejante?
—No gran cosa. Bastaría con fundar una empresa y patentar la droga. Así de sencillo. Pero hasta que lo hagas, el secreto es fundamental.
—Se ha llevado en secreto —dijo Edward. Aún parecía desorientado—. Sólo hace unos días que sabemos que tenemos algo nuevo entre manos. Eleanor y yo somos los únicos enterados.
No mencionó a Kim por temor a que la conversación volviera a girar en torno a ella.
—Yo diría que cuanta menos gente mejor —afirmó Stanton—. Por otra parte, podría adelantarme y fundar una empresa, en caso de que las perspectivas empiecen a ser prometedoras.
Edward se frotó los ojos y después la cara. Respiró hondo y dio la impresión de salir del estado de trance.
—Creo que nos estamos precipitando —dijo—. Eleanor y yo tenemos mucho trabajo por delante antes de hacernos una idea de con qué hemos topado.
—¿Cuál es el siguiente paso? —preguntó Stanton.
—Me alegro de que lo preguntes —contestó Edward. Se acercó a una vitrina—. Eleanor y yo estábamos hablando de eso. Lo primero que hay que hacer es determinar cuál de estos componentes es psicotrópico.
Edward llevó tres frascos a donde estaban sentados. Después, vertió una minúscula cantidad de cada nuevo alcaloide en los respectivos frascos y los llenó con un litro de agua destilada. Los agitó vigorosamente.
—¿Cómo lo harás? —preguntó Stanton, aunque la historia de Edward ya le había dado una idea.
Edward sacó tres pipetas graduadas de un cajón.
—¿Alguien quiere acompañarme? —preguntó. Ni Eleanor ni Stanton dijeron nada—. Qué gallinas. —Rió—. Sólo bromeaba. De hecho, quiero que estéis delante, por si acaso. Esta fiesta es mía.
Stanton miró a Eleanor.
—¿Está chiflado o qué?
Eleanor miró a Edward. Sabía que no era una persona alocada, y nunca había conocido a alguien tan inteligente, sobre todo en lo tocante a bioquímica.
—Estás convencido de que no hay peligro, ¿verdad? —preguntó.
—Es tan inofensivo como dar unas cuantas caladas a un porro —contestó Edward—. A lo sumo, un milímetro contendrá unas millonésimas partes de un gramo. Además, escogí un extracto comparativamente sin refinar, sin efectos negativos. De hecho, me divertí y todo. Son muestras bastante puras.
—¡De acuerdo! —dijo Eleanor—. Dame una de esas pipetas.
—¿Estás segura? —preguntó Edward—. Aquí no se obliga a nadie. Me da igual tomar las tres.
—Estoy segura —dijo Eleanor, y cogió una pipeta.
—¿Y tú, Stanton? —preguntó Edward—. Aquí tienes la oportunidad de participar en un verdadero experimento científico. Además, si quieres que lea ese maldito dossier, podrías hacerme un favor.
—Supongo que si vosotros dos, cabezas de chorlito, creéis que no hay peligro, puedo hacerlo —dijo Stanton, poco convencido—. Pero será mejor que leas ese dossier, o recibirás noticias de algunos amigos míos de la mafia. —Cogió una pipeta.
—Que cada uno elija el veneno que más le apetezca —dijo Edward, e indicó los frascos con un ademán.
—Dilo de otra manera o me retiro —advirtió Stanton.
Edward rió. Le divertía el desconcierto de Stanton. En demasiadas ocasiones había ocurrido al revés.
Stanton dejó que Eleanor eligiera primero, y después cogió uno de los dos frascos restantes.
—Esto es como una especie de ruleta rusa farmacológica —comentó.
Eleanor soltó una carcajada. Dijo a Stanton que ser tan inteligente lo perjudicaba.
—Pero no lo bastante para mantenerme alejado de dos cretinos —replicó.
—Las damas primero —dijo Edward.
Eleanor llenó la pipeta y depositó un milímetro en su lengua. Edward la animó a tragarlo con un vaso de agua.
Los dos hombres la observaron. Nadie habló. Pasaron varios minutos. Por fin, Eleanor se encogió de hombros.
—Nada —dijo—, sólo que mi pulso se ha acelerado un poco.
—De puro terror —dijo Stanton.
—Ahora, tú. —Edward señaló a Stanton.
Stanton llenó su pipeta.
—Es un crimen lo que he de sufrir para meterte en una junta consultora científica —se lamentó. Depositó una diminuta cantidad de líquido en la lengua y después la engulló con un vaso de agua—. Es amarga —dijo—, pero no siento nada.
—Espera unos segundos a que circule por la sangre —dijo Edward.
Llenó su pipeta. Empezó a tener dudas y se preguntó si habría sido otro componente soluble en agua, contenido en el extracto sin refinar, el causante de su reacción psicodélica.
—Creo que me siento algo mareado —dijo Stanton.
—Bien —contestó Edward. Sus dudas se desvanecieron. Recordó que el mareo había sido el primer síntoma experimentado con el extracto sin refinar—. ¿Algo más?
De repente, Stanton se puso tenso. Hizo una mueca y contempló la habitación alrededor.
—¿Qué ves? —preguntó Edward.
—¡Colores! Veo colores que se mueven. —Empezó a describir los colores con más detalle, pero de pronto se interrumpió y lanzó un grito de miedo. Se puso de pie de un salto y se frotó frenéticamente los brazos.
—¿Qué pasa? —preguntó Edward.
—Siento mordeduras de insectos —dijo Stanton.
Siguió quitándose bichos imaginarios, hasta que empezó a ahogarse.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Edward.
—¡Siento una opresión en el pecho! —graznó Stanton—. No puedo respirar.
Edward cogió a Stanton del brazo. Eleanor levantó el auricular y empezó a marcar, pero Edward dijo que no pasaba nada.
Stanton ya se había calmado. Sus ojos se cerraron y una sonrisa apareció en su cara. Edward lo ayudó a sentarse en la silla.
Stanton respondió a sus preguntas poco a poco y de mala gana. Dijo que estaba ocupado y no quería que lo molestaran. Cuando le preguntaron en qué estaba ocupado, se limitó a contestar:
—En cosas.
Al cabo de veinte minutos, la sonrisa de Stanton se desvaneció. Dio la impresión de dormir durante unos cuantos minutos más, y después abrió lentamente los ojos.
Lo primero que hizo fue tragar saliva.
—Noto la boca como si fuera el desierto de Gobi —dijo—. Necesito beber.
Edward le sirvió un vaso de agua y se lo dio. Stanton lo bebió con avidez y tomó un segundo.
—Yo diría que han sido un par de minutos muy ocupados —comentó Stanton—. Fue divertido.
—Han sido más de veinte minutos —dijo Edward.
—¿Lo dices en serio? —preguntó Stanton.
—¿Cómo te sientes, en general?
—Maravillosamente tranquilo.
—¿Y clarividente?
—Es una buena manera de decirlo. Tengo la sensación de poder recordar toda clase de cosas con sorprendente claridad.
—Lo mismo que sentí yo. ¿Y la sensación de ahogo?
—¿Qué sensación de ahogo?
—Te quejaste de una sensación de ahogo, y también de que unos insectos te mordían.
—No me acuerdo de eso.
—Bien, da igual. La cuestión es que sabemos que el componente B es definitivamente alucinógeno. Probemos con el último.
Edward tomó su dosis. Al igual que en el caso de Eleanor, esperaron varios minutos. No pasó nada.
—Uno de tres ya me vale —dijo Edward—. Ahora, ya sabemos en qué alcaloide concentraremos nuestros esfuerzos.
—Tal vez deberíamos embotellar este brebaje y venderlo tal cual —bromeó Stanton—. A la generación de los sesenta le encantaría. Me siento genial, casi eufórico. Puede que sea la reacción al alivio de que la odisea haya terminado. Debo admitir que estaba asustado.
—Creo que yo también experimenté euforia —dijo Edward—. Como los dos la hemos sentido, quizá sea producto del alcaloide. Sea como sea, estoy animado. Creo que hemos conseguido una droga psicodélica de propiedades tranquilizantes, así como otras amnésicas.
—¿Y la sensación de clarividencia? —preguntó Stanton.
—Prefiero pensar que es el reflejo de un incremento de la función cerebral global. En ese sentido, tal vez posea efectos antidepresivos.
—Música para mis oídos —dijo Stanton—. Dime, ¿qué harás a continuación con este componente?
—Primero, nos concentraremos en su química. Eso significa estructura y propiedades físicas. Una vez hayamos obtenido la estructura, deduciremos la síntesis de la droga para evitar depender del hongo para extraerla. Después, seguiremos con la función fisiológica y estudios sobre su toxicidad.
—¿Toxicidad? —preguntó Stanton. Palideció.
—Tomaste una dosis minúscula —le recordó Edward—. No te preocupes. No te causará el menor problema.
—¿Cómo analizarás los efectos fisiológicos de la droga? —preguntó Stanton.
—Lo abordaremos desde múltiples ángulos. No olvides que la mayor parte de componentes que poseen un efecto psicodélico funciona a imitación de un neurotransmisor del cerebro. El LSD, por ejemplo, está relacionado con la serotonina. Nuestros estudios empezarán con neuronas unicelulares, seguirán con sinaptosomas, que son preparados cerebrales vivos centrifugados y completos, y por fin abarcarán sistemas celulares nerviosos enteros, como los ganglios de animales inferiores.
—¿Animales vivos? —preguntó Stanton.
—A la larga. Ratas y ratones, sobre todo. Tal vez algunos monos. Por otra parte, hemos de estudiarla también a un nivel molecular. Habrá que determinar los puntos de conexión y la transducción de mensajes a la célula.
—Ese proyecto puede llevaros años —dijo Stanton.
—Tenemos mucho trabajo que hacer —admitió Edward. Sonrió a Eleanor, que asintió—. Sin embargo, es muy emocionante. Podría ser la oportunidad de nuestra vida.
—Bien, mantenedme informado —dijo Stanton. Se puso de pie. Dio algunos pasos para comprobar su equilibrio—. Debo decir que me siento en plena forma.
Stanton llegó a la puerta del laboratorio, dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. Edward y Eleanor ya se habían puesto a trabajar.
—Recuerda que prometiste leer el maldito dossier —dijo—, y te voy a perseguir por más ocupado que estés.
—Lo leeré —contestó Edward—, pero no dije cuándo.
Stanton convirtió su mano en una pistola, se la llevó a la cabeza y fingió disparar.
—Kim, tienes una llamada por la línea uno —avisó el conserje de la sala.
—Coge el mensaje —gritó Kim.
Estaba junto al lecho de un paciente muy enfermo y ayudaba a la enfermera asignada al caso.
—Ve a coger la llamada —dijo la enfermera—. Gracias a ti, todo está controlado.
—¿Estás segura?
La enfermera asintió.
Kim atravesó el centro de la unidad de cuidados intensivos quirúrgicos y esquivó el continuo tráfico de camillas. Levantó el auricular, suponiendo que la llamaban del laboratorio de química o del banco de sangre. Había llamado a los dos sitios.
—Espero no pillarla en un mal momento —dijo una voz.
—¿Quién es?
—George Harris, su contratista de Salem. Le devuelvo la llamada.
—Lo siento —dijo Kim. Había olvidado que hace unas horas le telefoneó—. No he reconocido su voz.
—Siento haber tardado en contestar. Estaba en la obra. ¿Qué quería?
—Quería saber cuándo terminarán de llenar la zanja.
La pregunta se le había ocurrido la noche anterior, y le había causado cierta angustia. Su preocupación residía en qué iba a hacer si llenaban la zanja antes de devolver la cabeza de Elizabeth a su ataúd.
—Mañana por la mañana, probablemente.
—¿Tan pronto? —exclamó Kim.
—Están colocando los conductos, tal como convinimos. ¿Algún problema?
—No —se apresuró a contestar Kim—. Sólo quería saberlo. ¿Cómo van las obras?
—Sin problemas.
Después de colgar el auricular, Kim llamó a Edward. Su angustia aumentó cuando nadie contestó.
Fue difícil lograr que Edward se pusiera al teléfono. Al principio, la secretaria se negó incluso a localizarlo. Dijo que tomaría nota del mensaje y que el doctor Armstrong ya la llamaría. Kim insistió y, por fin, lo consiguió.
—Me alegro de que hayas llamado —dijo Edward en cuanto se puso al aparato—. Tengo más buenas noticias. No sólo hemos separado los alcaloides, sino que ya hemos determinado cuál es psicoactivo.
—Me alegro por ti —dijo Kim—, pero hay un problema. Hemos de devolver la cabeza de Elizabeth a su tumba.
—Lo haremos este fin de semana.
—Será demasiado tarde. Acabo de hablar con el contratista. Me dijo que llenarán la zanja mañana por la mañana.
—¡Caray! —exclamó Edward—. Las cosas se suceden a velocidad vertiginosa. Detesto interrumpir el trabajo. ¿No pueden esperar y llenar la zanja después del fin de semana?
—No lo pregunté, y no quiero hacerlo. Tendría que dar una excusa, y la única que se me ocurre estaría relacionada con el ataúd. El contratista está en contacto con mi padre, y no quiero que se entere de que la tumba ha sido violada.
—Maldita sea.
Siguió una incómoda pausa.
—Prometiste que devolverías esa cosa cuanto antes —dijo Kim.
—Es una cuestión de tiempo —dijo Edward—. ¿Por qué no la llevas tú misma?
—No sé si podría. No quiero verla, y mucho menos tocarla.
—No tendrás que tocarla. Sólo has de apartar el extremo del ataúd y meter dentro la caja. Ni siquiera has de abrirla.
—Edward, me lo prometiste.
—¡Por favor! Te compensaré de alguna manera. Ocurre que ahora estoy muy ocupado. Hemos empezado a analizar la estructura.
—De acuerdo —se rindió Kim. Cuando alguien cercano le pedía algo, casi nunca podía negarse. No era que le importara ir a Salem. Sabía que comprobaría los progresos de las obras muy a menudo. Además, meter la caja en el ataúd no sería tan horrible—. ¿Cómo voy a recuperar la caja?
—Te facilitaré las cosas. Te la enviaré por mensajero, y te llegará antes de que termines de trabajar. ¿Qué te parece?
—Te lo agradeceré.
—Llámame al laboratorio cuando vuelvas. Estaré aquí hasta medianoche, como mínimo, y puede que más.
Kim volvió al trabajo, pero no podía evitar sentirse preocupada. La angustia que había experimentado al enterarse de que iban a llenar la zanja tan pronto no se había disipado.
Como se conocía, supuso que duraría hasta que devolviera la cabeza al ataúd.
Mientras iba de una cama a otra para cuidar de sus pacientes, se sintió irritada por haber permitido que Edward cogiera la cabeza. Cuanto más pensaba en la idea de devolverla a su sitio, menos le gustaba. Si bien cuando habían hablado por teléfono la decisión de dejarla en la caja le había parecido razonable, ahora comprendía que su sentido de la decencia no lo permitiría. Se sentía obligada a devolver a la tumba la apariencia que tenía antes de ser removida, lo cual significaba prescindir de la caja y manipular la cabeza, y eso no le apetecía en absoluto.
Las exigencias de su trabajo arrinconaron sus preocupaciones por Elizabeth. Había pacientes de quienes ocuparse, y las horas pasaron volando. Más tarde, mientras se concentraba en un tubo intravenoso reacio, el conserje la tocó en el hombro.
—Te han enviado un paquete —dijo el hombre al tiempo que señalaba a un tímido mensajero que aguardaba junto al mostrador central—. Has de firmar el recibo.
Kim miró al mensajero. Estaba intimidado por el ambiente de la unidad de cuidados intensivos. Llevaba una tablilla apretada contra el pecho. Al lado de su brazo, descansaba una caja de papel para ordenador atada con una cuerda. Al instante, Kim comprendió cuál era el contenido de la caja y se le aceleró el corazón.
—En el mostrador de recepción intentaron que la dejase en la sala del correo —dijo el conserje—, pero el mensajero insistió en que sus instrucciones eran entregársela en mano.
—Ya voy —dijo Kim, nerviosa.
Se encaminó al mostrador, seguida por el conserje. Horrorizada, descubrió que la situación empeoraba a cada momento. Kinnard, que estaba detrás del mostrador, ocupado aparentemente en escribir en una gráfica, se levantó de repente y miró el recibo. Kim no lo veía desde el día en que habían discutido en la finca.
—¿Qué tenemos aquí? —dijo Kinnard.
Kim cogió la tablilla del mensajero y se apresuró a firmar.
—Una entrega especial —explicó el conserje.
—Ya lo veo —contestó Kinnard—. También veo que la envía el laboratorio del doctor Armstrong. La pregunta es ¿qué habrá dentro?
—El recibo no lo pone —dijo el conserje.
—Dame la caja —dijo Kim con severidad. Extendió la mano sobre el mostrador para cogerla, pero Kinnard retrocedió.
Sonrió con arrogancia y dirigiéndose al conserje, dijo:
—Es de uno de los numerosos admiradores de la señorita Stewart. Deben de ser bombones. Ha sido muy listo al ponerlos en una caja de papel para ordenador.
—Es la primera vez que alguien del personal recibe un paquete especial en la unidad de cuidados intensivos —dijo el conserje.
—Dame la caja —repitió Kim.
Tenía la cara congestionada, y en su mente se repetía una y otra vez la imagen de la caja cayendo al suelo y exponiendo la cabeza de Elizabeth a la vista de todos.
Kinnard agitó la caja y acercó el oído. Desde el otro lado del mostrador, Kim oyó que la cabeza chocaba contra los lados.
—No pueden ser bombones, a menos que sea una pelota de fútbol de chocolate —dijo Kinnard, y puso una expresión de confusión cómica—. ¿Qué opinas? —Acercó la caja al conserje.
Kim, atormentada, rodeó el mostrador y trató de apoderarse de la caja. Kinnard la sostuvo sobre la cabeza, lejos de su alcance.
Marsha Kingsley rodeó el mostrador desde el lado opuesto. Como todos los demás miembros del equipo, había sido testigo de lo ocurrido, pero fue la única que acudió al rescate de su compañera de apartamento. Se colocó detrás de Kinnard y le bajó el brazo. Él no opuso resistencia. Marsha cogió la caja y se la dio a Kim.
Adivinó que estaba disgustada y la condujo a la antesala. Detrás, oyeron las risas de Kinnard y el conserje.
—El sentido del humor de algunas personas es detestable —comentó Marsha—. Alguien debería darle una patada en su culo irlandés.
—Gracias por tu ayuda —dijo Kim. Ahora que tenía la caja en las manos se sentía mucho mejor, pero no podía dejar de temblar.
—No sé qué le pasa a ese hombre —continuó Marsha—. Qué fanfarrón. No mereces que te trate así.
—Está ofendido porque salgo con Edward.
—¿Acaso lo defiendes? Joder, no me trago el papel de amante desdeñado de Kinnard. En absoluto. Y esa Lothario tampoco.
—¿Con quién sale?
—Con la nueva rubia de urgencias.
—¡Fantástico! —exclamó Kim con sarcasmo.
—Él se lo pierde. Corre el rumor de que sirvió de modelo para esas estúpidas muñecas rubias.
—No para de darle marcha al cuerpo —dijo Kim, abatida.
—¿Y a ti qué más te da?
Kim suspiró.
—Tienes razón —dijo—. Supongo que detesto los sentimientos encontrados y las discusiones.
—Bien, ya tuviste bastante con Kinnard. Piensa en que Edward te trata de una forma muy diferente. Él no lo da todo por hecho.
—Tienes razón —repitió Kim.
Después de trabajar, Kim llevó la caja que contenía la cabeza de Elizabeth al coche y la metió en el maletero. Luego, reflexionó sobre lo que iba a hacer. Había pensado acercarse a la sede de la cámara legislativa del estado antes de que se suscitara el problema de la cabeza de su antepasada. Pensó en aplazar la visita para otra tarde. Después, decidió que podía hacer las dos cosas, teniendo en cuenta que para poder trabajar en la casa debería esperar a que los obreros se marcharan.
Dejó el coche en el aparcamiento subterráneo del hospital, subió a pie por Beacon Hill y se dirigió al edificio de la cámara legislativa del estado. Después de estar encerrada todo el día, tenía ganas de pasear. Era un día de verano caluroso, aunque agradable. Soplaba una débil brisa marina y el olor a sal impregnaba el aire. Cuando pasó cerca del mar, oyó los chillidos de las gaviotas.
Una pregunta en el servicio de información de la cámara legislativa condujo a Kim a los Archivos Estatales de Massachussets. Esperó su turno y se encontró cara a cara con un corpulento funcionario. Se llamaba William MacDonald.
Kim le enseñó las fotocopias de la petición de Ronald y la resolución denegatoria del magistrado Hathorne.
—Muy interesante —dijo MacDonald—. Me encantan estos documentos antiguos. ¿Dónde los encontró?
—En el palacio de justicia del condado de Essex.
—¿En qué puedo ayudarla?
—El magistrado Hathorne sugirió al señor Stewart que trasladara su petición al gobernador, pues la prueba que deseaba había sido enviada al condado de Suffolk. Me gustaría encontrar la respuesta del gobernador. Lo que de verdad me interesa es averiguar cuál era la prueba. Por algún motivo, no se describe ni en la petición ni en la resolución.
—Tuvo que ser el gobernador Phipps —contestó MacDonald con una sonrisa—. Soy bastante aficionado a la historia. Vamos a ver si encuentro algún Ronald Stewart en el ordenador.
MacDonald se concentró en su terminal. Kim contempló el rostro del hombre, ya que no podía ver la pantalla. Sacudía la cabeza cada vez que aparecía una entrada.
—Ningún Ronald Stewart —dijo por fin. Miró otra vez la resolución y sacudió la cabeza—. No sé qué más hacer. He intentado cruzar los datos de Ronald Stewart con los del gobernador Phipps, pero no logro nada. El problema es que no sobrevivieron todas las peticiones del siglo XVII, y las que aun conservamos están debidamente puestas en un índice o catalogadas. Hay montones de esas peticiones personales. En aquella época hubo muchas disputas y desacuerdos, y la gente se dedicaba a pleitear tanto como hoy.
—¿Podría servirle de algo la fecha 1 de agosto de 1692?
—Me temo que no. Lo siento. —Kim dio las gracias al funcionario y salió del edificio. Se sentía algo desalentada. Teniendo en cuenta la facilidad con que había encontrado la petición en Salem, había abrigado fervientes esperanzas de descubrir la resolución en Boston y así averiguar la naturaleza de la prueba usada contra Elizabeth—. ¿Por qué no describió Ronald Stewart la maldita prueba? —se preguntó en voz alta mientras bajaba por Beacon Hill. Entonces se le ocurrió que tal vez el hecho fuese significativo. Quizá encerraba una especie de pista o mensaje.
Suspiró. Cuanto más pensaba en la misteriosa prueba, más curiosidad sentía. De hecho, en aquel momento empezó a imaginar que podía estar relacionada con la intuición de que Elizabeth intentaba comunicarse de algún modo con ella.
Llegó a Cambridge Street y se desvió hacia el aparcamiento del hospital. El otro problema que implicaba su fracaso en la sede de la cámara legislativa era volver a sumergirse en el imposible océano de papeles del castillo, una tarea aterradora, en el mejor de los casos. Sin embargo, parecía claro que sólo allí podría averiguar algo más sobre Elizabeth.
Subió al coche y se dirigió a Salem, pero el viaje no fue fácil ni rápido. La visita a la cámara legislativa la había retrasado, y topó con el tráfico de la hora punta.
Mientras para intentar atravesar Leveritt Circle soportaba el embotellamiento de Storrow Drive, pensó en la rubia con quien salía Kinnard. Sabía que no debía molestarle, pero no era así. No obstante, pensar en ello hizo que se alegrase de haber invitado a Edward a compartir la casa con ella. No sólo sentía verdadero afecto por él, sino que le gustaba el mensaje que su convivencia enviaría tanto a Kinnard como a su padre.
Entonces, recordó que llevaba la cabeza de Elizabeth en el maletero. Cuando más pensaba en lo imposible que resultaba para Edward acompañarla a Salem aquella noche, más sorprendida estaba, en especial porque él había prometido responsabilizarse de la cabeza y sabía muy bien cuánto la desagradaba manipularla. Era un comportamiento contradictorio con sus atenciones y, unido a todo lo demás, la inquietaba.
—¿Qué es esto? —preguntó irritado Edward—. ¿He de llevarte de la mano continuamente?
Estaba hablando con Jaya Dawar, un brillante estudiante graduado nuevo de Bangalore, India. Jaya había llegado a principios de julio y se esforzaba por encontrar una dirección adecuada para su tesis doctoral.
—Pensé que podrías recomendarme más material de lectura —dijo Jaya.
—Puedo recomendar toda una biblioteca. Sólo está a cien metros de distancia. —Señaló hacia la Biblioteca Médica Countway—. Llega un momento en la vida de todo individuo en que debe cortar el cordón umbilical. Trabaja un poquito por tu cuenta.
Jaya agachó la cabeza y salió en silencio.
Edward devolvió su atención a los diminutos cristales que estaba produciendo.
—Quizá debería cargar con el peso del nuevo alcaloide —sugirió Eleanor, vacilante—. Puedes mirar por encima de mi hombro y ser la luz que me guíe.
—¿Y perderme toda esta diversión? —dijo Edward. Estaba utilizando un microscopio binocular para observar los cristales que se formaban en la superficie de una solución sobresaturada depositada en la concavidad de una platina para microscopio.
—Me preocupan tus responsabilidades habituales —dijo Eleanor—. Mucha gente depende de tu supervisión. También me han dicho que los estudiantes del curso de verano se quejaron de tu ausencia esta mañana.
—Ralph sabe lo que hace. Su forma de dar clase mejorará.
—A Ralph no le gusta dar clase.
—Agradezco tus observaciones, pero no voy a permitir que esta oportunidad se me escape. Este alcaloide es fundamental. Lo sé. ¿Cuántas veces cae en tus manos una molécula de mil millones de dólares?
—No tenemos ni idea de si este componente va a valer algo. Sólo se trata de una mera hipótesis.
—Cuanto más trabajemos, antes lo averiguaremos. Por el momento, los estudiantes se las tendrán que ingeniar sin mí. Quién sabe, puede que sea positivo para ellos.
A medida que Kim se acercaba a la finca su angustia fue en aumento. No podía olvidar que llevaba la cabeza de Elizabeth en el maletero, y cuanto más tiempo pasaba en su compañía, más experimentaba un vago e inquietante presagio acerca del curso de los acontecimientos recientes. Topar con la tumba de Elizabeth en un momento tan temprano de las obras se le antojaba como si la histeria desatada por la brujería en 1692 arrojase una sombra ominosa sobre el presente.
Al dejar atrás la entrada de la propiedad, Kim temió que los obreros siguieran en la casa. Cuando salió de los árboles, sus sospechas se confirmaron. Había dos vehículos aparcados frente al edificio. Aquello disgustó a Kim. Dada la hora, había esperado que todos los obreros se hubieran marchado.
Aparcó al lado de los vehículos y se apeó. Al instante, George Harris y Mark Stevens aparecieron en la puerta principal.
En contraste con su reacción, se sintieron complacidos al verla.
—Qué agradable sorpresa —dijo Mark—. Confiábamos en localizarla por teléfono más tarde, pero es mucho mejor que haya venido. Tenemos un montón de preguntas para hacerle.
Durante la siguiente media hora, Mark y George guiaron a Kim por las obras de renovación. Los sorprendentes progresos cambiaron su humor de forma radical. Complacida, descubrió que Mark había traído muestras de granito para la cocina y los baños. Dado su interés por el interiorismo y su sentido del color, Kim no tardó en tomar decisiones. Mark y George quedaron impresionados. Kim aún se asombró más de sí misma. Sabía que la capacidad de tomar tales decisiones era un tributo a los progresos que había realizado a lo largo de los años para adquirir seguridad en sí misma. Cuando empezó en la universidad, ni siquiera había sido capaz de decidir el color de su edredón.
Al terminar con el interior, salieron y dieron un paseo alrededor del edificio. Al contemplarlo desde fuera, Kim dijo que las nuevas ventanas de la zona anexa debían hacer juego con las ventanas pequeñas en forma de diamante de la parte principal de la casa.
—Habrá que hacerlas a medida —dijo George—. Serán mucho más caras.
—Las quiero —replicó Kim sin vacilar.
También dijo que quería reparar el techo de pizarra, en lugar de sustituirlo como sugería el contratista. Mark admitió que su aspecto sería mucho mejor. Kim también insistió en que quitaran las tejas de asfalto del cobertizo y las cambiaran por pizarra.
Rodearon el edificio y llegaron a la zanja. Kim echó un vistazo al fondo, por donde ahora corrían un tubo de desagüe, una cañería de agua, un conducto de electricidad, una línea telefónica y un cable de televisión. Experimentó alivio al comprobar que la esquina del ataúd aún sobresalía de la pared de tierra.
—¿Y la zanja? —preguntó.
—La llenaremos mañana —contestó George.
Kim sintió que un inesperado escalofrío recorría su espina dorsal, mientras imaginaba a regañadientes el terrible dilema al que se habría enfrentado de no haber llamado a George por la mañana.
—¿Estará todo terminado para principios de septiembre? —preguntó. Obligó a su mente a desechar pensamientos tan inquietantes.
—A menos que aparezcan problemas inesperados, lo estará —dijo George—. Mañana pediré las ventanas a bisagra nuevas. Si no llegan a tiempo, siempre podemos poner unas provisionales.
Después de que el contratista y el arquitecto se hubieron marchado, Kim entró en la casa para buscar un martillo. Con él en la mano, abrió el maletero del coche y sacó la caja de cartón.
Mientras caminaba junto al borde de la zanja buscando un lugar desde el que poder saltar, se quedó estupefacta de lo nerviosa que estaba. Se sentía como un ladrón en la noche, e incluso se detenía para oír si se acercaba un coche.
Ya dentro de la zanja, se dirigió hacia el ataúd. Una sensación de claustrofobia empeoraba la situación. Tenía la impresión de que las paredes se alzaban sobre ella como torres hasta curvarse por encima de su cabeza, y temía que se desplomaran de un momento a otro.
Con mano temblorosa, Kim se puso a manipular el extremo del ataúd. Introdujo las orejas del martillo y tiró hacia arriba. Después, se volvió hacia la caja.
A medida que se acercaba el momento de llevar a cabo la desagradable tarea, resucitó el debate sobre qué debía hacer con la caja, pero no duró mucho. Desanudó la cuerda a toda prisa. Por más que detestaba la idea de tocar la cabeza, tenía que hacer un esfuerzo para hacer que la tumba recobrara cierto parecido con su estado original.
Kim levantó las solapas de la caja y echó un vistazo al interior sin demasiadas ganas. La cabeza estaba con la cara hacia arriba, apoyada sobre la mata de cabello reseco. Elizabeth miró a Kim con sus ojos hundidos, semicerrados. Por un instante terrible, Kim intentó reconciliar la horripilante cara con el agradable retrato que había mandado restaurar, forrar de nuevo y enmarcar, pero fue en vano. Las imágenes eran tan opuestas que parecía inconcebible relacionarlas con la misma persona.
Kim contuvo el aliento y levantó la cabeza. Tocarla hizo que sintiera aún más escalofríos, como si estuviese tocando a la misma muerte. Descubrió que se estaba preguntando de nuevo qué habría ocurrido en realidad trescientos años antes.
¿Qué habría hecho Elizabeth para merecer un destino tan cruel?
Se volvió con cuidado para no tropezar con tuberías o cables e introdujo la mano en el ataúd. Dejó la cabeza con cautela. Notó que sus manos tocaban tela y otros objetos más sólidos, pero no quiso ver qué eran. Devolvió el extremo del ataúd a su antigua posición y lo clavó. Luego recogió la caja vacía y el cordel, y salió de la zanja. No empezó a serenarse hasta que los arrojó al maletero del coche. Por fin, aspiró una profunda bocanada de aire. Al menos, ya había terminado.
Volvió a la zanja y echó un vistazo al extremo del ataúd, para asegurarse de que no había dejado rastro de su paso. Vio sus pisadas, pero no creyó que constituyeran un problema.
Puso los brazos en jarras y contempló la casa, silenciosa y acogedora. Intentó imaginar cómo había sido la vida en aquellos oscuros días de la caza de brujas, cuando la pobre Elizabeth había ingerido sin saberlo el grano venenoso y alucinógeno. Gracias a los libros que había leído sobre el tema, había aprendido muchas cosas. En su mayoría, las jóvenes que, en teoría, se habían envenenado con el mismo contaminante que Elizabeth eran las «aquejadas», y quienes habían «acusado» a las brujas.
Kim volvió a mirar el ataúd. Estaba confusa. Las jóvenes aquejadas no habían sido acusadas de brujería como Elizabeth. La excepción había sido Mary Warren, aquejada y acusada a la vez, si bien la habían dejado en libertad. ¿En qué era diferente Elizabeth? ¿Por qué no había sido una de las aquejadas? ¿O tal vez fue una de las aquejadas, pero se rehusó a acusar a nadie? ¿O acaso practicaba el ocultismo, como su padre había insinuado?
Suspiró y sacudió la cabeza. Carecía de respuestas. Todo parecía reducirse a la misteriosa prueba concluyente y lo que pudiese haber sido. La mirada de Kim vagó hacia el solitario castillo, y reprodujo en su mente los innumerables archivadores, baúles y cajas.
Consultó su reloj. Aún quedaban varias horas de luz diurna. Guiada por un impulso, se acercó al coche, subió y se dirigió al castillo. Obsesionada por el misterio de su antepasada, pensó que dedicaría un poco más de tiempo a la inmensa tarea de examinar los papeles.
Kim empujó la puerta principal del castillo y silbó para hacerse compañía. Al llegar al pie de la gran escalinata, vaciló. El desván era mucho más agradable que la bodega, pero su última visita a aquél se había saldado con un fracaso absoluto. No había descubierto nada del siglo XVII, pese a casi cinco horas de esfuerzos.
Cambió de dirección, entró en el comedor y abrió la pesada puerta de roble que daba acceso a la bodega. Encendió los candelabros de pared y bajó por los peldaños de granito.
Mientras recorría el pasillo central, se iba asomando a las celdas individuales. Como sabía que no existía el menor orden en el material, pensó que sería importante concebir un plan racional. De una forma vaga, decidió que empezaría por la celda más alejada y empezaría a organizar los papeles por tema y antigüedad.
Al pasar por delante de una de las celdas, Kim dio media vuelta. Entró y contempló los muebles. Albergaba la habitual colección de archivadores, cómodas, baúles y cajas, pero había algo diferente. Sobre una de las cómodas descansaba una caja de madera que Kim creyó reconocer. Se parecía mucho a la caja de la Biblia que la guía de la Casa de la Bruja había descrito como elemento indispensable de una casa puritana.
Se acercó a la cómoda y acarició con los dedos la tapa de la caja, de forma que dejó huellas paralelas en el polvo. La madera era tosca pero perfectamente lisa. No cabía duda de que la caja era antigua. Colocó una mano en cada extremo y abrió la tapa de goznes.
Dentro, como cabía esperar, había una Biblia desgastada, encuadernada en piel gruesa. Levantó el libro y observó que debajo había sobres y papeles. Sacó la Biblia al pasillo, donde había más luz. Pasó la cubierta y la guarda para mirar la fecha. Había sido impresa en Londres en 1635. Inspeccionó el texto, con la esperanza de encontrar entre sus páginas alguna carta o nota, pero no encontró nada.
Kim estaba a punto de devolverla a su sitio, cuando notó que la contracubierta de la Biblia se abría en sus manos. Escrito en la última página, se leía: «Ronald Stewart, su libro, 1663». La caligrafía recordaba a la elegante escritura que Kim reconocía como la de Ronald. Imaginó que había escrito en la Biblia cuando era adolescente.
Pasó la guarda de la contracubierta y descubrió una serie de páginas en blanco con la palabra «Notas» escrita en la parte superior. En la primera página posterior al texto de la Biblia, se encontró de nuevo con la caligrafía de Ronald. Había anotado todos los matrimonios, nacimientos y fallecimientos de su familia. Kim se ayudó con el dedo índice y leyó cada una de las fechas, hasta que llegó a la de la boda de Ronald y Rebecca. Se había celebrado el sábado 1 de octubre de 1692.
Kim se quedó consternada. Aquello significaba que Ronald se había casado con la hermana de Elizabeth tan sólo diez semanas después de la muerte de ésta. Se le antojó demasiado apresurado, y de nuevo se interrogó sobre la conducta de Ronald. No pudo por menos que preguntarse si aquel hombre habría tenido algo que ver con la ejecución de su antepasada. Dadas las prisas por contraer nuevamente matrimonio, a Kim le costó imaginar que Ronald y Rebecca no mantuvieran relaciones.
Alentada por su descubrimiento, Kim sacó los sobres y los papeles que había en la caja que contenía la Biblia. Abrió los sobres con impaciencia, a la espera de descubrir correspondencia personal, pero cada uno supuso una decepción. Todo el material se refería a negocios efectuados entre 1810 y 1837.
Kim se dedicó a los papeles. Los repasó hoja por hoja: pese a que eran muy antiguos, no parecía haber ninguno interesante, hasta que llegó a uno doblado tres veces. Desdobló el documento de varias páginas, que aún guardaba señales de un sello de lacre, y descubrió que se trataba del título de propiedad de una enorme finca llamada Northfields Property.
Volvió la segunda página y vio un plano. No le costó reconocer la zona. Incluía la finca actual de los Stewart, así como la ocupada por el club de campo de Kernwood y el cementerio de Greenlawn. También cruzaba el río Danvers, en aquel tiempo llamado Wooleston, y abarcaba Beverly. Hacia el noroeste, se internaba en las actuales Peabody y Danvers, que en el título recibía el nombre de pueblo de Salem.
Volvió la página y descubrió la parte más interesante del título de propiedad. La firmante del documento era Elizabeth Flanagan Stewart, y la fecha, el 3 de febrero de 1692.
A Kim le pareció extraño que el comprador no fuese Stewart sino Elizabeth, aunque recordó el documento prematrimonial que había visto en el palacio de justicia del condado de Essex, concediendo a Elizabeth el derecho de firmar contratos a su nombre. ¿Por qué era Elizabeth la compradora, teniendo en cuenta que la finca era enorme y debía costar una fortuna?
Sujeta al final del título iba una hoja de papel más pequeña y escrita por una mano diferente. Kim reconoció la firma.
Era el magistrado Jonathan Corwin, el antiguo ocupante de la Casa de la Bruja.
Levantó el documento hacia la luz, porque le costaba leerlo, y descubrió que se trataba de una resolución del magistrado Corwin, mediante la cual rechazaba una petición de Thomas Putnam de que declarara nulo el contrato de compra de Northfields, basándose en la ilegalidad de la firma de Elizabeth.
A modo de conclusión, el magistrado Corwin escribió:
«La legalidad de la firma del susodicho contrato se basa en el contrato establecido entre Ronald Stewart y Elizabeth Flanagan, de fecha 11 de febrero de 1681».
—Santo Dios —murmuró Kim. Era como si se hubiera asomado por una ventana al último tramo del siglo XVII. Por sus lecturas, conocía el nombre de Thomas Putnam. Era uno de los principales protagonistas de las luchas intestinas que habían sacudido al pueblo de Salem antes de la caza de brujas, y que muchos historiadores citaban como causa social oculta de todo el asunto. La mujer y la hija de Thomas Putnam habían lanzado numerosas acusaciones de brujería. Era evidente que éste desconocía el contrato prematrimonial entre Ronald y Elizabeth cuando formuló su petición.
Kim dobló lentamente el título de propiedad y la resolución. Había averiguado algo que tal vez sería importante para llegar a comprender qué le había pasado a Elizabeth. La compra de la propiedad por parte de Elizabeth había irritado a Thomas Putnam y, considerando el papel que había jugado en la caza de brujas, su enemistad habría sido capital. Era probable incluso que hubiese desencadenado la tragedia de la infortunada Elizabeth.
Por un instante Kim reflexionó acerca de la posibilidad de que la prueba usada contra su antepasada en el juicio tuviera algo que ver con Thomas Putnam y la compra de la propiedad de Northfields. Al fin y al cabo, aquella compra, efectuada por una mujer, habría sido una acción inquietante en la época puritana, teniendo en cuenta el papel aceptado de la mujer. Quizá la prueba hubiese sido considerada evidencia suficiente de que Elizabeth era una especie de marimacho y, por ende, anormal. Por más que lo intentó, a Kim no se le ocurrió nada.
Dejó el título de propiedad y la resolución adjunta sobre la Biblia y examinó el resto de los papeles que contenía la caja. Para su regocijo, descubrió otro documento del siglo XVII, pero cuando lo leyó su entusiasmo se desvaneció. Era un contrato entre Ronald Stewart y Olaf Sagerholm, de Gotemburgo, Suecia. El contrato encargaba a Olaf que construyera una veloz fragata de nuevo diseño. El barco debía medir treinta y ocho metros de eslora, once metros y quince centímetros de manga, y seis metros de calado, cuando estuviera completamente cargado con quinientas cincuenta toneladas.
La fecha era el 12 de diciembre de 1691.
Kim dejó la Biblia y los documentos del siglo XVII en la caja, que trasladó a una consola situada al pie de la escalera que conducía al comedor. Pensaba utilizar la caja para guardar todos los papeles que encontrara relacionados con Elizabeth o Ronald. A tal fin, entró en la celda donde había encontrado la carta de James Flanagan a fin de sacar ésta y ponerla con los demás documentos.
Una vez hecho, volvió a la habitación donde había hallado la caja de la Biblia y empezó a registrar la cómoda sobre la cual había dejado la caja. Al cabo de varias horas de trabajo diligente, se incorporó y estiró los miembros. No había encontrado nada interesante. Una rápida mirada al reloj le informó de que eran casi las ocho, hora de regresar a Boston.
Subió poco a poco por la escalera y se dio cuenta de que estaba agotada. Había tenido un día muy ajetreado en el hospital, y examinar los papeles si bien no exigía grandes esfuerzos físicos, resultaba igualmente muy fatigoso.
El viaje de vuelta a Boston fue mucho más cómodo que la ida a Salem. Había poco tráfico, hasta que entró en la ciudad.
En lugar de salir de la autopista por Storrow Drive, que acortaba el trayecto, se desvió por la salida de Fenway. En lugar de telefonear a Edward al laboratorio se le ocurrió ir a verlo, pues la tarea de devolver la cabeza de Elizabeth a su lugar había sido tan sencilla que se sentía culpable de haberse enfadado antes con él.
Kim pasó los controles de seguridad de la facultad de medicina con la ayuda de su tarjeta de identidad del Hospital General, y subió por la escalera. Había visitado los laboratorios con Edward después de una cena, y conocía el camino.
La oficina del departamento estaba a oscuras, de manera que Kim llamó a una puerta de cristal mate que daba acceso directo al laboratorio.
Como nadie contestó, llamó un poco más fuerte. También empujó la puerta, pero estaba cerrada con llave. Después del tercer intento, vio a través del cristal que alguien se acercaba.
La puerta se abrió y Kim se encontró ante una mujer rubia, esbelta y atractiva, cuya figura curvilínea se destacaba pese a la amplia bata blanca de laboratorio.
—¿Sí? —preguntó Eleanor con brusquedad. Miró a Kim de arriba abajo.
—Busco al doctor Edward Armstrong.
—No recibe visitas. La oficina del departamento se abrirá mañana por la mañana. —Se dispuso a cerrar la puerta.
—Creo que a él le gustaría verme —dijo Kim, vacilante.
De hecho, no estaba muy segura, y por un instante se preguntó si habría debido llamar.
—¿Ahora? —preguntó Eleanor con altivez—. ¿Cómo se llama? ¿Es usted estudiante?
—No, no soy estudiante. —La pregunta era absurda, porque aún llevaba el uniforme de enfermera—. Me llamo Kimberly Stewart.
Eleanor no contestó y cerró la puerta. Kim esperó. Se removió inquieta, arrepentida de haber ido. Después, la puerta volvió a abrirse.
—¡Kim! —exclamó Edward—. ¿Qué demonios haces aquí?
Ella explicó que había preferido ir a verlo en lugar de llamar. Se disculpó por si le había pillado en un mal momento.
—En absoluto —dijo Edward—. Estoy ocupado, pero da igual. De hecho, estoy más que ocupado. Entra.
Se apartó de la puerta.
Kim entró y siguió a Edward hacia su escritorio.
—¿Quién ha salido a abrirme? —preguntó.
—Eleanor —contestó Edward sin volverse.
—No ha sido muy cordial —dijo ella, sin saber si debía mencionarlo.
—¿Eleanor? Te habrás equivocado. Es cordial con todo el mundo. Yo soy el único ogro en este lugar. Lo que ocurre es que los dos estamos algo cansados. No hemos parado de trabajar desde el sábado por la mañana. De hecho, Eleanor aún no ha descansado desde el viernes por la noche. Apenas hemos dormido.
Llegaron al escritorio de Edward, quien levantó un montón de periódicos de una silla de respaldo recto, los arrojó a un rincón e indicó a Kim que se sentara. Luego se acomodó en la silla del escritorio.
Kim examinó el rostro de Edward. Daba la impresión de estar muy excitado, como si hubiera bebido una docena de tazas de café. Masticaba chicle nerviosamente. Tenía unas profundas ojeras y en sus mejillas y mentón despuntaba una barba de dos días.
—¿A qué viene esta actividad frenética? —preguntó Kim.
—El nuevo alcaloide —contestó Edward—. Ya hemos averiguado algo sobre él, y parece estupendo.
—Me alegro por ti, pero ¿por qué tanta prisa? ¿Se acaba algún plazo?
—Los nervios de la anticipación. El alcaloide podría ser una droga increíble. Si nunca has llevado a cabo investigaciones, cuesta comprender lo emocionante que es descubrir algo por el estilo. Estamos en ascuas, y a cada hora que pasa más. Todo lo que descubrimos parece positivo. Es increíble.
—¿Puedes decirme lo que habéis descubierto? —preguntó Kim—. ¿O es un secreto?
Edward echó hacia delante la silla y bajó la voz. Kim miró alrededor, pero no vio a nadie. Ni siquiera sabía dónde estaba Eleanor.
—Hemos tropezado con un componente psicoactivo, eficaz por vía oral, que penetra la barrera de la sangre del cerebro como un cuchillo la mantequilla. ¡Es tan potente que un solo microgramo obra efecto!
—¿Crees que es el componente que afectó a las supuestas víctimas de brujería en Salem? —preguntó Kim. Elizabeth seguía presente en su mente.
—Sin duda. Es el demonio de Salem en persona.
—Pero quienes comieron el grano infectado se envenenaron. Fueron las «aquejadas» y sufrieron ataques terroríficos. ¿Cómo puede entusiasmarte tanto una droga de esas características?
—No cabe duda de que es alucinógena, pero estamos seguros de que hay mucho más. Tenemos motivos para creer que calma, fortalece y hasta puede que aumente la memoria.
—¿Cómo habéis averiguado tanto en tan poco tiempo?
Edward rió con timidez.
—Aún no sabemos nada con seguridad —admitió—. Muchos investigadores considerarían nuestro trabajo muy poco científico. Hemos intentado hacernos una idea general de las propiedades del alcaloide. Estos experimentos no han sido controlados, ni de lejos. No obstante, los resultados son terriblemente prometedores, casi sobrecogedores. Por ejemplo, descubrimos que la droga parece calmar a ratas estresadas mejor que la imipramina, que es el antidepresivo más eficaz.
—¿Crees que podría ser un antidepresivo alucinógeno?
—Entre otras cosas.
—¿Secuelas? —preguntó Kim.
Aún no entendía por qué Edward estaba tan entusiasmado.
Él volvió a reír, y dijo:
—No nos ha preocupado que las ratas tuvieran alucinaciones, pero, hablando en serio, aparte de las alucinaciones, no hemos detectado ningún problema. Hemos aplicado a varias ratas dosis comparativamente altas, y son tan felices como un cerdo en una pocilga. Hemos inyectado dosis aún más grandes en cultivos de células neuronales, sin ningún efecto en las células. Parece que no existe la menor toxicidad. Es increíble.
Mientras Kim escuchaba a Edward, el que no preguntara por su visita a Salem ni por lo que había pasado con la cabeza de Elizabeth la entristeció. Por fin, fue ella quien tuvo que sacar el tema a colación, cuando Edward hizo una pausa.
—Estupendo —se limitó a decir él cuando supo que Kim había devuelto la cabeza a su sitio—. Me alegro de que el problema esté resuelto.
Kim estaba a punto de describir las sensaciones que le había causado el episodio, cuando apareció Eleanor y monopolizó al instante la atención de Edward con una hoja impresa por ordenador. Eleanor ni siquiera reparó en la presencia de Kim, y él no las presentó. Kim los observó mientras comentaban animadamente la información. Era evidente que los resultados satisfacían a Edward. Por fin, éste hizo algunas sugerencias a su ayudante, le dio una palmada en la espalda, y Eleanor desapareció tan velozmente como había llegado.
—Bien, ¿dónde estábamos? —preguntó Edward.
—¿Más buenas noticias? —preguntó a su vez Kim, y señaló la hoja.
—Así es. Hemos empezado a determinar la estructura del compuesto, y Eleanor acaba de confirmar nuestra primera impresión de que se trata de una molécula tetracíclica con múltiples cadenas laterales.
—¿Cómo demonios podéis saber eso? —preguntó Kim. Pese a todo, estaba impresionada.
—¿De veras quieres saberlo?
—Con palabras sencillas, por favor.
—El primer paso consistió en hacernos una idea del peso molecular mediante una cromatografía normal. Fue sencillo. Después, rompimos la molécula con reactivos que rompen diversas clases de vínculos específicos. A continuación, mediante cromatografía, electroforesis y espectometría de masas intentamos identificar al menos algunos fragmentos.
—Ya me he perdido —admitió Kim—. He oído esos términos, pero no sé cuáles son los procedimientos.
—No son complicados. —Edward se levantó—. Los conceptos básicos son fáciles de comprender. Lo que es difícil de analizar son los resultados. Ven, te enseñaré las máquinas.
Cogió a Kim de la mano y la ayudó a ponerse de pie.
Edward, sin poder disimular su entusiasmo, arrastró a una reticente Kim por el laboratorio y le enseñó el espectógrafo de masa, la unidad de cromatografía líquida de alto rendimiento y el equipo de electroforesis capilar. Todo el rato fue explicándole cómo se utilizaban para identificar y separar fragmentos. Lo único que comprendió Kim de cabo a rabo fue la inclinación de Edward por la enseñanza.
Edward abrió una puerta lateral y señaló el interior. Kim se asomó. En el centro de la habitación había un enorme cilindro de un metro veinte de altura por sesenta centímetros de ancho. De él sobresalían cables y alambres, como serpientes de la cabeza de Medusa.
—Es nuestra máquina de resonancia magnética nuclear —dijo con orgullo Edward—. Resulta una herramienta esencial para un proyecto como éste. No es suficiente saber cuántos átomos de carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno posee un compuesto. Hemos de conocer la orientación tridimensional. Para eso sirve esta máquina.
—Estoy impresionada —murmuró Kim, sin saber qué decir.
—Te enseñaré otra máquina —dijo él, indiferente al estado mental de Kim. La guió hasta otra puerta. La abrió y señaló el interior.
Kim miró. Era un verdadero laberinto de aparatos electrónicos, cables y tubos de rayos catódicos.
—Interesante —comentó.
—¿Sabes qué es? —preguntó él.
—Creo que no —contestó ella. No quería revelar lo poco que sabía acerca de eso.
—Es una unidad de defracción de rayos X —dijo Edward, con el mismo orgullo que había puesto de manifiesto al referirse a la máquina de resonancia magnética—. Complementa lo que hacemos con la MRM. La utilizaremos con el nuevo alcaloide, porque el alcaloide cristaliza como la sal.
—Bien, supongo que debe de facilitaros el trabajo.
—Es un trabajo de lo más estimulante. En este momento estamos utilizando todos nuestros medios de investigación, y no paran de afluir datos. Descubriremos la estructura en un tiempo récord, sobre todo gracias al nuevo ordenador compatible con todos estos instrumentos.
—Buena suerte —dijo Kim.
Sólo se había hecho una idea esquemática de lo que él había explicado, pero había captado su entusiasmo.
—Bien, ¿qué más pasó en Salem? —preguntó Edward de repente—. ¿Cómo van las obras?
La pregunta pilló a Kim desprevenida. Teniendo en cuenta la preocupación por su trabajo, no pensaba que estuviera interesado en su insignificante proyecto. Estuvo a punto de excusarse, pero por fin contestó:
—Las reformas van bien. La casa quedará preciosa.
—Has tardado mucho en regresar. ¿Has vuelto a investigar en los papeles de la familia Stewart?
—Dediqué un par de horas —respondió Kim.
—¿Descubriste alguna otra cosa acerca de Elizabeth? Cada vez me interesa más. Me siento en deuda con ella. De no haber sido por Elizabeth nunca habría descubierto este nuevo alcaloide.
—Averigüé algunas cosas.
Contó a Edward que había pasado por la sede de la cámara legislativa antes de ir a Salem, y que no había otra petición relacionada con la misteriosa prueba. Después, habló del título de propiedad firmado por Elizabeth, que tanto había irritado a Thomas Putnam.
—Tal vez sea la información más significativa que hayas descubierto hasta el momento —dijo él—. De lo poco que he leído, se desprende que más valía no irritar a Thomas Putnam.
—Yo pensé lo mismo. Su hija, Ann, fue una de las primeras muchachas aquejadas, y acusó a mucha gente de brujería. El problema consiste en que ignoro qué relación puede haber entre la disputa con Thomas Putnam y la prueba concluyente.
—Quizá los Putnam eran lo bastante malignos para poner algo —sugirió Edward.
—Es probable, pero no explica qué pudo ser. Si pusieron algo, tiene lógica que fuera concluyente. Aún pienso que fue algo hecho por Elizabeth.
—Tal vez, pero la única pista que posees es la petición de Ronald, afirmando que fue desposeído de su propiedad. Creo que sin duda debió de tratarse de algo relacionado con la brujería.
—Hablando de Ronald, descubrí algo sobre él que volvió a despertar mis sospechas. Volvió a casarse sólo diez semanas después de la muerte de Elizabeth. Un período de luto increíblemente breve, por decirlo de una manera suave. Creo que Rebecca y él debían de estar liados.
—Quizá —dijo Edward sin el menor entusiasmo—. Pienso que no tenemos ni idea de lo difícil que era la vida en aquella época. Ronald tenía que criar a cuatro hijos y dirigir un próspero negocio. No debió de tener muchas alternativas. Sospecho que un período de luto era un lujo que no podía permitirse.
Kim asintió, pero sin gran convencimiento. Al mismo tiempo, se preguntó hasta qué punto el comportamiento de su propio padre influía en su actitud recelosa hacia Ronald.
Eleanor apareció con la misma brusquedad que antes y enzarzó de nuevo a Edward en una discusión privada pero animada. Cuando se fue, Kim se excusó.
—Será mejor que me vaya —dijo.
—Te acompañaré al coche.
Mientras bajaban por la escalera y cruzaban el patio, Kim detectó un cambio gradual en la conducta de Edward. Como en ocasiones anteriores, cada vez iba poniéndose más nervioso. Kim sabía que quería decirle algo, pero no intentó alentarlo. Había aprendido que no necesitaba ayuda.
Por fin, Edward habló cuando llegaron al coche.
—He estado pensando mucho sobre la oferta de ir a vivir contigo a la casa —dijo mientras movía un guijarro con el pie. Hizo una pausa. Kim esperó, impaciente, sin saber qué iba a decir—. Si aún no has cambiado de opinión, acepto —barbotó.
—Pues claro que no he cambiado de opinión —dijo Kim, aliviada, y lo abrazó.
—Podemos subir el fin de semana y hablar de los muebles —dijo él—. No sé si habrá algo en mi apartamento que quieras usar.
—Será divertido.
Se separaron con cierta torpeza, y Kim subió a su coche. Abrió la ventanilla del acompañante, y Edward se asomó.
—Lamento estar tan preocupado por este alcaloide —dijo.
—Lo comprendo. Ya he visto que estás muy entusiasmado. Tu dedicación me impresiona.
Después de despedirse, Kim condujo en dirección a Beacon Hill, mucho más contenta que media hora antes.