Lunes 18 de julio de 1994
Como de costumbre, el laboratorio de Edward Armstrong en el complejo médico de Harvard, situado en Longfellow Avenue, era el escenario de una actividad frenética. Tenía toda la apariencia de un manicomio, con gente en bata blanca que iba de un lado a otro entre un despliegue futurístico de equipos de alta tecnología. Sin embargo, sólo los no iniciados podían sentir que en ese lugar reinaba el desorden. Para los iniciados, era un hecho cierto que la ciencia estaba en continuo progreso.
Si bien Edward no era el único científico que trabajaba en la hilera de habitaciones a las que solía llamar con afecto el Feudo de Armstrong, en última instancia todo dependía de él. A causa de su fama de genio, su popularidad como experto en química sintética y su reputación como neurocientífico, las solicitudes para optar a un puesto de colaborador o simple ayudante sobrepasaban con mucho las plazas que Edward había conseguido arañar a su espacio, presupuesto y horarios, cuya limitación ya era crónica. En consecuencia, Edward contaba con los mejores y más brillantes colaboradores y estudiantes.
Otros profesores acusaban a Edward de ser un «glotón».
No sólo recibía el mayor número de estudiantes graduados, sino que insistía en dar un curso de química básica para no graduados, incluso en verano. Era el único profesor titular que lo hacía. Según sus propias palabras, sentía la obligación de estimular a las mentes jóvenes del momento lo antes posible.
Después de pronunciar una de sus legendarias lecciones para estudiantes, Edward entró en sus dominios por una puerta lateral del laboratorio. Como alguien aficionado a dar comida a los animales en un zoo, se vio asediado al instante por sus estudiantes graduados. Todos trabajaban en diferentes aspectos del objetivo global de Edward, consistente en dilucidar los mecanismos de la memoria a corto y largo plazo.
Cada uno tenía una pregunta o una cuestión que plantear, y Edward contestaba a todos como si fuese una ametralladora.
Los envió de vuelta a sus bancos para que continuaran sus esfuerzos investigadores.
Cuando la última pregunta fue respondida, Edward se acercó a su escritorio. No tenía un despacho privado, pues lo desdeñaba por considerarlo un desperdicio frívolo de espacio necesario. Se contentaba con un rincón que tuviera una superficie para trabajar, algunas sillas, un ordenador y un archivador. Lo acompañaba su colaborador más estrecho, Eleanor Youngman, una graduada que llevaba con él cuatro años.
—Tienes visita —dijo Eleanor al llegar a la mesa de Edward—. Te espera en el despacho de la secretaria del departamento.
Edward dejó caer su material de clase y cambió la chaqueta de tweed por una bata blanca de laboratorio.
—No tengo tiempo para visitas —gruñó.
—Temo que para ésta sí —contestó Eleanor.
Edward miró a su colaboradora. Exhibía una de aquellas sonrisas que sugerían que estaba a punto de estallar en carcajadas. Eleanor era una rubia alegre y ocurrente de Oxnard, California, cuyo aspecto era el de una amante del surf. Sin embargo, había obtenido el doctorado en bioquímica a la tierna edad de veintitrés años, y en Berkeley. Edward la consideraba imprescindible, no sólo por su inteligencia, sino por su grado de compromiso. Ella lo adoraba, pues estaba convencida de que daría el siguiente salto cuántico en la comprensión de los neurotransmisores y su papel en las emociones y la memoria.
—¿De quién demonios se trata? —preguntó Edward.
—Stanton Lewis. Me parto de risa con él cada vez que viene. Esta vez, dijo que yo debía invertir en una nueva revista de química que se llamará Enlace, con un desplegable de la molécula del mes. Nunca sé cuándo habla en serio.
—Nunca habla en serio —dijo Edward—. Está flirteando contigo. —Echó un rápido vistazo a su correo. No había nada estremecedor. Preguntó—: ¿Algún problema en el laboratorio?
—Temo que sí —respondió Eleanor—. El nuevo sistema de electroforesis capilar que estamos utilizando para la cromatografía capilar electrocinética micelar, se ha vuelto a poner temperamental. ¿Llamo al técnico de Bio-rad?
—Le echaré un vistazo. Dile a Stanton que venga. Me ocuparé de ambos problemas al mismo tiempo.
Edward se sujetó en la solapa el medidor de radiaciones y se encaminó hacia la unidad de cromatografía. Empezó a manipular el ordenador que controlaba la máquina. Algo no marchaba bien, desde luego. La máquina seguía rebelándose contra el menú introducido.
Absorto en lo que hacía, Edward no oyó que Stanton se acercaba ni se dio cuenta de su presencia hasta que éste le dio una palmada en la espalda.
—¡Oye, tío! Tengo una sorpresa para ti que te va a alegrar el día —dijo Stanton al tiempo que le tendía un lujoso dossier envuelto en plástico.
—¿Qué es esto?
—Justo lo que estabas esperando: el dossier de Genetrix.
Edward soltó una risita y sacudió la cabeza.
—Eres demasiado —dijo. Dejó a un lado el dossier y concentró su atención en el ordenador de la unidad de cromatografía.
—¿Cómo fue tu cita con la enfermera Kim? —preguntó Stanton.
—Fue un placer conocer a tu prima. Es una mujer increíble.
—¿Ya os habéis acostado?
Edward se volvió y dijo:
—Esa pregunta es muy poco delicada.
—Santo Dios —dijo Stanton con una sonrisa—. Estás un poco susceptible, diría yo. Traducido, eso significa que ligasteis, de lo contrario no estarías tan sensible.
—Creo que te precipitas al sacar conclusiones —dijo Edward con un leve tartamudeo.
—Oh, déjalo. Te conozco demasiado bien. Es lo mismo que cuando estabas en la facultad de medicina. En todo lo relacionado con ciencia o laboratorios, eres como Napoleón. En lo tocante a mujeres, eres como un espagueti. No lo entiendo. De todas formas, confiesa, ¿ligasteis o no?
—Kim es fantástica. De hecho, fuimos a cenar el viernes por la noche.
—¡Perfecto! En lo que a mí concierne, eso es tanto como irse a la cama juntos.
—No seas tan basto.
—De veras —dijo Stanton, muy risueño—. La idea era que te sintieras agradecido hacia mí, y ya lo estás. El precio, querido amigo, es leer este folleto.
Stanton levantó el dossier que Edward había desechado irreverentemente, y se lo entregó.
Edward gruñó. Comprendió que se había rendido.
—De acuerdo —dijo—. Leeré ese libelo.
—Bien —dijo Stanton—. Deberías saber algo sobre la empresa, porque estoy en posición de ofrecerte setenta y cinco mil dólares al año, más la posibilidad de entrar a formar parte de la junta consultiva científica.
—No tengo tiempo para asistir a reuniones.
—¿Quién te ha pedido que acudas a reuniones? Sólo quiero tu nombre en la propuesta de venta.
—Pero ¿por qué? La biología molecular y la biotécnica no son mi especialidad.
—¡Joder! ¿Cómo puedes ser tan inocente? Eres una celebridad científica. Da igual que no sepas nada sobre biología molecular. Lo importante es tu nombre.
—Yo no diría que no sé nada sobre biología molecular —replicó Edward, irritado.
—No te pongas quisquilloso conmigo. —Stanton señaló la máquina en que Edward estaba trabajando—. ¿Qué demonios es eso?
—Es una unidad de electroforesis capilar.
—¿Para qué se supone que sirve?
—Es una tecnología de separación relativamente nueva. Se usa para separar e identificar compuestos.
Stanton acarició el plástico moldeado de la unidad central.
—¿Qué hace que sea nueva?
—En realidad, no es del todo nueva. Los principios básicos son los mismos de una electroforesis convencional, pero el diámetro estrecho de los capilares evita la necesidad de un agente anticonceptivo, porque la disipación del calor es muy eficaz.
Stanton alzó la cabeza, en un gesto burlón de autodefensa.
—Basta —dijo—. Me rindo. Me has vencido. Dime sólo cómo funciona.
—Es fantástica. —Edward miró la máquina—. Al menos, casi siempre. En este momento, algo no va bien.
—¿Está enchufada? —dijo Stanton. Ante la mirada de exasperación que le lanzó su amigo, añadió—: Sólo intentaba ayudar.
Edward levantó la parte superior de la máquina y echó un vistazo a los filtros. Reparó al instante en que uno de los frascos de muestras estaba bloqueando el movimiento de uno de éstos.
—Bien, ¿a que es fantástico? La emoción del diagnóstico positivo de un problema terapéutico. —Ajustó el frasco. El filtro avanzó al instante. Edward bajó la tapa.
—Bien, puedo contar con que leerás el dossier —dijo Stanton—, y pensarás en la oferta.
—La idea de ganar dinero sin hacer nada me molesta.
—¿Por qué? Si las estrellas del atletismo firman contratos con empresas de calzado de deporte, ¿por qué los científicos no pueden hacer algo equivalente?
—Me lo pensaré.
—Es lo único que te pido. Llámame después de que lo hayas leído. Te aseguro que ganarás dinero.
—¿Has venido en coche?
—No, he caminado desde Concord. Pues claro que he venido en coche. Qué intento más torpe de cambiar de tema.
—¿Por qué no me llevas al campus principal de Harvard?
Cinco minutos después, Edward ocupó el asiento del pasajero del Mercedes 500 SEL de Stanton. Éste puso en marcha el motor y efectuó un veloz giro. Había aparcado en Huntington Avenue, cerca de la Biblioteca Médica Conway.
Dieron la vuelta al Fenway y siguieron por Storrow Drive.
—Déjame preguntarte algo —dijo Edward, tras unos minutos de silencio—. La otra noche, durante la cena, te referiste a la antepasada de Kim, Elizabeth Stewart. ¿Sabes con seguridad que la colgaron por bruja, o sólo es un rumor familiar perpetuado durante tanto tiempo que la gente ha llegado a creerlo?
—No podría jurarlo. He dado por bueno lo que he oído.
—No encuentro su nombre en ninguno de los tratados habituales sobre el tema. Y no es que escaseen.
—Mi tía me contó la historia. Según ella, los Stewart la han mantenido en secreto desde tiempo inmemorial. No es algo que se hubieran inventado para mejorar su reputación.
—De acuerdo, pongamos que ocurrió. ¿Por qué iba a importar ahora? Pasó hace mucho tiempo. Podría comprender que resultara violento durante una o dos generaciones, pero han pasado trescientos años.
Stanton se encogió de hombros.
—Me sorprende —dijo—, pero no tendría que haberlo mencionado. Mi tía pedirá mi cabeza si se entera de que he ido pregonándolo.
—Hasta Kim se mostró reticente a hablar de ello al principio.
—Por culpa de su madre, mi tía. Siempre ha sido muy puntillosa en lo que respecta a la reputación y toda esa basura social. Es una dama muy correcta.
—Kim me enseñó la finca familiar. Entramos en la casa donde Elizabeth, en teoría, vivió.
Stanton miró a Edward y sacudió la cabeza, admirado.
—¡Guau! —exclamó—. Trabajas deprisa, tigre.
—Todo fue muy inocente. No te dejes arrastrar por tu imaginación. Me pareció fascinante, y despertó el interés de Kim por Elizabeth.
—No estoy seguro de que a su madre le vaya a gustar.
—Yo podría cambiar la postura de la familia en lo que atañe a este asunto. —Abrió una bolsa que llevaba en el regazo y levantó uno de los recipientes de plástico que Kim y él habían traído de Salem. Explicó a Stanton lo que contenía.
—Debes de estar muy enamorado —dijo Stanton—. De lo contrario, no te tomarías tanto tiempo y molestias.
—La idea es que si soy capaz de demostrar que un envenenamiento por cornezuelo fue el origen de la demencial caza de brujas ocurrida en Salem, acabaría con todos los estigmas que la gente aún pueda asociar con el incidente, en especial los Stewart.
—Todavía insisto en que debes de estar enamorado. Es una justificación demasiado teórica para tanto esfuerzo. Yo no puedo conseguir que hagas un gesto por mí, ni siquiera con la promesa de que ganarás un montón de pasta.
Edward suspiró.
—Está bien —dijo—. Supongo que he de admitir que, como neurocientífico, estoy intrigado por la posibilidad de que un alucinógeno fuera el causante del asunto de Salem.
—Ahora lo entiendo —dijo Stanton—. La historia de las brujas de Salem posee un atractivo universal. No hace falta ser neurocientífico.
—El empresario se ha vuelto filósofo —dijo Edward con tono irónico—. Hace cinco minutos, habría considerado eso un oxímoron. Explícame lo del atractivo universal.
—El asunto es siniestramente atractivo. A la gente le gustan esas cosas. Es como las pirámides de Egipto. Tienen que ser algo más que simples montones de piedra. Son una puerta a lo sobrenatural.
—No estoy tan seguro al respecto —dijo Edward, mientras guardaba la muestra de tierra—. Como científico, sólo busco una explicación científica.
—Chorradas.
Stanton dejó a Edward en la Divinity Avenue de Cambridge. Un momento antes de que su amigo cerrara la puerta le recordó una vez más que leyese el dossier de Genetrix.
Edward rodeó Divinity Hall y entró en los laboratorios biológicos de Harvard. Una secretaria le explicó cómo llegar al laboratorio de Kevin Scranton. Encontró a su delgado y barbudo colega ocupado en su despacho. Kevin y Edward habían ido juntos a Wesleyan, pero no se veían desde que Edward había vuelto a Harvard para dar clases.
Dedicaron los primeros diez minutos a recordar los viejos tiempos, hasta que Edward explicó el motivo de su visita.
Dejó los tres recipientes en una esquina del escritorio de Kevin.
—Quiero que veas si puedes encontrar Claviceps purpúrea.
Kevin cogió un recipiente y levantó la tapa.
—¿Puedes decirme por qué? —preguntó. Removió con un dedo la tierra.
—Nunca lo adivinarías —dijo.
Luego procedió a contar a Kevin cómo había obtenido las muestras y los antecedentes de los juicios por brujería de Salem.
Por respeto a Kim decidió no mencionar a la familia Stewart.
—Parece intrigante —dijo Kevin cuando Edward terminó su relato. Se puso de pie y procedió a formar un montoncito húmedo con una pequeña muestra de tierra.
—He pensado que podría dar para un articulito en Science o Nature —dijo Edward—, siempre que encontremos esporas de Claviceps.
Kevin deslizó el montoncito húmedo bajo el microscopio de su despacho y empezó a examinar la muestra.
—Bien, hay un montón de esporas, pero es normal.
—¿Cuál es la mejor forma de ver si hay Claviceps?
—Existen varias. ¿Cuándo quieres que te dé la respuesta?
—Lo antes posible.
—El ADN tarda un poco. Habrá entre tres mil y cinco mil especies diferentes en cada muestra. Además, el mejor método sería poder cultivar algo de Claviceps. El problema es que no resulta tan fácil; pero lo intentaré.
Edward se levantó.
—Agradeceré cualquier cosa que hagas.
Kim dedicó unos segundos a tranquilizarse y levantó la mano enguantada para apartarse con el antebrazo desnudo el cabello de la frente. Había sido un día muy ajetreado en la unidad de cuidados intensivos quirúrgicos, gratificante pero intenso. Estaba agotada y ansiosa por marcharse; tan sólo quedaban veinte minutos. Por desgracia, su momento de descanso fue interrumpido cuando Kinnard Monahan entró en la unidad con un paciente enfermo.
Kim y las demás enfermeras que estaban libres en aquel momento ayudaron a instalar al recién ingresado. Kinnard colaboró, así como un anestesista que había entrado con él.
Mientras trabajaban, Kim y Kinnard evitaron mirarse, pero ella era muy consciente de su presencia, sobre todo porque debían trabajar codo con codo para que el paciente se sintiese bien. Kinnard, un hombre alto y nervudo, de facciones angulosas, tenía veintiocho años. Era ágil y caminaba a paso ligero, más como un boxeador entrenándose que como un médico adscrito a una unidad quirúrgica.
Después de instalar al paciente, Kim se encaminó al mostrador central. Sintió una mano sobre su brazo, se volvió y miró a los ojos oscuros y penetrantes de Kinnard.
—¿Aún estás enfadada? —preguntó él.
No le importaba sacar a colación temas delicados en plena unidad de cuidados intensivos.
Kim apartó la vista, algo nerviosa. Sentimientos encontrados se agitaban en su mente.
—No me digas que no vas a dirigirme la palabra nunca más —siguió Kinnard—. ¿No crees que exageras un poco?
—Te avisé —empezó Kim no sin esfuerzo—. Te dije que las cosas cambiarían si insistías en ir a pescar, cuando habíamos quedado para ir a Martha’s Vineyard.
—No habíamos hecho planes concretos, y no se me ocurrió que el doctor Markey pudiera incluirme en la excursión.
—Si no habíamos hecho planes —replicó Kim—, ¿cómo es que yo ya había pedido permiso? ¿Cómo es que había llamado a los amigos de mi familia para alojarnos en su chalet?
—Sólo lo habíamos hablado una vez.
—Dos, y la segunda vez te hablé del chalet.
—Escucha, para mí era importante ir a esa excursión. El doctor Markey es el número dos del departamento. Tal vez no nos entendimos, pero no deberíamos concederle mayor importancia.
—Lo que empeora aun más la situación es que no estas en absoluto arrepentido —dijo Kim. Su cara enrojeció.
—No pienso disculparme, pues creo que no hice nada malo.
—Estupendo.
Kim se encaminó de nuevo hacia el mostrador central.
Kinnard se lo impidió.
—Siento que te disgustaras —dijo—. Pensaba que a estas alturas ya te habrías calmado. Ya hablaremos de ello el sábado por la noche. No estoy de guardia. Quizá podríamos ir a cenar y al cine.
—Lo siento, pero ya he hecho planes —mintió Kim, y notó un nudo en el estómago. Detestaba los enfrentamientos y sabía que no eran su fuerte. Cualquier clase de discordia la afectaba visceralmente.
Kinnard se quedó boquiabierto.
—Ah, entiendo. —Entornó los ojos.
Kim tragó saliva. Era evidente que estaba irritado.
—En este juego pueden participar dos —dijo él—. Hace tiempo que pensaba en quedar con alguien. Ésta es mi oportunidad.
—¿Con quién? —preguntó ella. Nada más abrir la boca, ya se arrepintió de la pregunta.
Kinnard le dirigió una mirada maliciosa y se alejó.
Kim, mortificada por haber perdido la compostura, se refugió en la intimidad del almacén. Estaba temblando. Después de respirar hondo varias veces, se sintió más controlada y preparada para volver al trabajo. Estaba a punto de regresar a la unidad cuando la puerta se abrió y entró Marsha Kingsley, su compañera de piso.
—Oí por casualidad vuestra discusión —dijo Marsha.
Era una mujer menuda y vivaz, con una abundante cabellera rojiza que cuando trabajaba en la unidad de cuidados intensivos llevaba sujeta en un moño. No sólo eran compañeras de piso, sino colegas del SICU.
—Es un gilipollas —dijo Marsha. Conocía la historia de la relación entre Kim y Kinnard mejor que nadie—. No dejes que ese egoísta te tome el pelo.
La súbita aparición de Marsha destruyó el control de Kim sobre sus lágrimas.
—Detesto las discusiones —dijo Kim.
—Creo que tu comportamiento fue ejemplar —dijo Marsha al tiempo que tendía un pañuelo de papel a su amiga.
—Ni siquiera se disculpó —dijo Kim, mientras se secaba las lágrimas.
—Tiene la sensibilidad en el culo.
—No sé en qué me habré equivocado. Hasta hace poco, pensaba que era una buena relación.
—Tú no te has equivocado. Ha sido él. Es demasiado egoísta. Compara su comportamiento con el de Edward. Éste te ha enviado flores cada día.
—No necesito flores a diario.
—Claro que no. El gesto es lo que cuenta. Kinnard no piensa en tus sentimientos. Te mereces algo mejor.
—Bueno, no lo sé. —Kim se sonó la nariz—. Pero si de algo estoy segura es de que he de hacer cambios en mi vida. Pienso mudarme a Salem. Tengo el propósito de remozar la antigua casa de la familia. Mi hermano y yo la heredamos.
—Estupenda idea. Te irá bien cambiar de aires, sobre todo teniendo en cuenta que Kinnard vive en Beacon Hill.
—Eso pensaba yo. Iré allí en cuanto acabe de trabajar. ¿Quieres venir conmigo? Tu compañía me ayudará, y quizá se te ocurra alguna buena idea sobre las reformas.
—Lo siento, pero he quedado con una gente en el apartamento.
Después de terminar el trabajo y entregar su informe, Kim se fue del hospital. Entró en el coche y se dirigió a las afueras. Había poco tráfico y circulaba con rapidez, sobre todo después de pasar el puente de Tobin. Su primera parada fue en la casa donde había pasado su infancia, en el istmo de Marblehead.
—¿Hay alguien en casa? —preguntó cuando entró en el vestíbulo de la mansión, construida al estilo de un castillo francés.
Estaba emplazada en un lugar soberbio, dominando el océano. Existían algunas similitudes superficiales con el castillo, aunque era más pequeña y elegante.
—Estoy en el solárium, querida —contestó Joyce desde lejos.
Kim recorrió el largo pasillo central y entró en la habitación donde su madre pasaba casi todo el tiempo. Era un auténtico solárium, con ventanas en tres de los cuatro lados. Estaba orientado hacia el sur y daba a un jardín terraplenado, pero al este gozaba de una vista impresionante sobre el océano.
—Aún llevas el uniforme —observó Joyce. Su tono era despectivo, pero de una forma que sólo una hija podía captar.
—He venido directamente del trabajo —dijo Kim—. Quería evitar el tráfico.
—Bien, espero que no hayas traído contigo gérmenes del hospital. Sólo me faltaría volver a enfermar.
—No me dedico a las enfermedades infecciosas. En la unidad donde trabajo hay menos bacterias que aquí.
—No digas eso —espetó Joyce.
Las dos mujeres no se parecían en nada. Joyce tenía el rostro ancho, ojos hundidos y nariz algo aguileña. En otro tiempo su cabello había sido negro, pero ahora predominaba el gris. Nunca se lo había teñido. Pese a que estaban a mediados del verano, su tez lucía una palidez marmórea.
—Veo que aún vas en bata —dijo Kim. Se sentó en un sofá, frente a la tumbona de su madre.
—No tenía motivos para vestirme. Además, no me encuentro bien.
—Eso debe de significar que papá no está —dijo Kim.
Después de tantos años, conocía muy bien a su madre.
—Tu padre se fue anoche, en un breve viaje de negocios a Londres.
—Lo siento.
—Da igual. Cuando está aquí, tampoco me hace caso. ¿Querías verlo?
—Eso esperaba.
—Volverá el jueves. Si le va bien.
Kim reconoció el tono de víctima de la voz de su madre.
—¿Lo acompañó Grace Traters? —preguntó.
Grace Traters era la ayudante personal de su padre, la última de una larga serie de ayudantes personales.
—Pues claro que lo acompañó —respondió irritada Joyce—. John es incapaz de abrocharse los zapatos sin Grace.
—Si te molesta, ¿por qué lo aguantas, madre? —preguntó Kim.
—No tengo elección.
Kim se mordió la lengua. Notó que ella también empezaba a irritarse. Por una parte, sentía pena por lo que su madre debía soportar, pero, por otro, la encolerizaba que jugara a hacerse la víctima. Su padre siempre había tenido líos, algunos más descarados que otros. Siempre había ocurrido, desde que tenía memoria.
Kim cambió de tema y preguntó por Elizabeth Stewart.
Las gafas de leer de Joyce resbalaron de la punta de su nariz, donde se sostenían en precario equilibrio, y cayeron sobre su busto, donde quedaron suspendidas de la cadena que llevaba alrededor del cuello.
—Qué pregunta más extraña —dijo Joyce—. ¿Por qué demonios te interesas por ella?
—Resulta que encontré su retrato en la bodega del abuelo —contestó Kim—. Me sorprendió, sobre todo porque tengo el mismo color de ojos. Después, me di cuenta de que sabía muy poco acerca de ella. ¿De veras la ahorcaron por bruja?
—Prefiero no hablar de eso.
—¿Por qué, madre?
—Es un tema tabú, así de sencillo.
—Deberías recordárselo a tu sobrino Stanton. Lo sacó a colación en el curso de una cena, hace pocos días.
—Se lo recordaré. Eso es imperdonable. Debería saberlo.
—¿Cómo puede ser un tema tabú después de tantos años?
—No es como para estar orgulloso de ello. Fue un asunto sórdido.
—Ayer leí algo sobre los juicios por brujería celebrados en Salem. Existe una gran cantidad de material disponible, pero nunca se menciona a Elizabeth Stewart. Empiezo a preguntarme si de verdad estuvo implicada.
—Tengo entendido que sí, pero dejémoslo correr. ¿Cómo fue que encontraste el cuadro?
—Estuve en el castillo. El sábado fui a la finca. Tengo la intención de reformar la casa vieja y vivir en ella.
—¿Por qué se te ha ocurrido esa absurda idea? Es muy pequeña.
—Podría quedar muy bien, y es más grande que el apartamento en que vivo. Además, quiero salir de Boston.
—Creo que hacerla habitable supondrá un trabajo enorme.
—Por eso, en parte, quería hablar con papá. No está, claro. Nunca está cuando lo necesito, debería añadir.
—Él no sabría decirte nada sobre ese proyecto. Deberías hablar con George Harris y Mark Stevens. Son el contratista y el arquitecto que se encargaron de reformar esta casa, y no pudo salir mejor. Trabajan en equipo, y su oficina está en Salem, lo cual te irá de perlas. También deberías hablar con tu hermano Brian.
—Eso por descontado.
—Llámalo desde aquí. Mientras lo haces, iré a buscar el número del contratista y el arquitecto.
Joyce se puso de pie y se alejó. Kim sonrió, mientras apoyaba el teléfono sobre su regazo. Su madre nunca dejaba de asombrarla. En un momento dado podía parecer el epítome de la inmovilidad y el ensimismamiento, para transformarse al instante en un torbellino de actividad, entregada por completo al proyecto de otra persona. Kim intuía el problema: su madre no hacía gran cosa. Al contrario que sus amigas, nunca le habían interesado las obras de caridad o cualquier otra actividad voluntaria.
Kim consultó su reloj mientras llamaba y trató de calcular la hora de Londres. Daba igual. Su hermano era un insomne que trabajaba de noche y dormía a saltos durante el día, como una criatura nocturna.
Brian contestó al primer timbrazo. Después de saludarse, Kim explicó su idea. La reacción de Brian fue totalmente positiva, y alentó a su hermana a llevar adelante sus planes. Pensaba que tener a alguien en la propiedad sería mucho mejor.
Sólo le preguntó acerca del castillo y los muebles que contenía.
—No voy a tocar ese lugar —dijo Kim—. Ya nos ocuparemos de ello cuando regreses.
—Me parece perfecto —contestó Brian.
—¿Dónde está papá?
—John está en el Ritz.
—¿Y Grace?
—No hagas preguntas. Volverán el jueves.
Mientras Kim se despedía de Brian, Joyce reapareció y le tendió sin decir palabra una hoja de papel con un número de teléfono local. En cuanto Kim colgó el auricular, Joyce le dijo que marcara el número.
Kim obedeció.
—¿Por quién he de preguntar? —preguntó.
—Por Mark Stevens. Está esperando tu llamada. Le telefoneé por la otra línea mientras hablabas con Brian.
Kim experimentó cierto resentimiento hacia la intromisión de su madre, pero no dijo nada. Sabía que Joyce sólo intentaba ser útil. No obstante, Kim recordó que cuando iba a la escuela, en más de una ocasión se peleó con su madre porque se obstinaba en hacerle los deberes.
La conversación con Mark Stevens fue breve. Como Joyce le había dicho que Kim estaba por la zona, sugirió que se encontraran en la finca al cabo de media hora. Añadió que debería ver la propiedad antes de aconsejarla debidamente. Kim accedió.
—Si decides reformar esa casa, al menos estarás en buenas manos —dijo Joyce después de que su hija colgara el auricular.
Kim se puso de pie.
—Será mejor que me vaya —dijo.
Pese a un esfuerzo consciente por evitarlo, se sentía irritada con su madre. Lo que más la molestaba era la intromisión y la falta de respeto a su intimidad. Recordó que su madre había pedido a Stanton que le buscara pareja después de decirle que Kim había roto con Kinnard.
—Te acompañaré a la puerta —dijo Joyce.
—No hace falta, madre.
—Quiero hacerlo.
Salieron al largo pasillo.
—Cuando hables con tu padre sobre la casa antigua —dijo Joyce—, te aconsejo que no comentes el tema de Elizabeth Stewart. Sólo conseguirás que se enfade.
—¿Por qué?
—No lo tomes a mal. Sólo intento mantener la paz en el seno de la familia.
—Esto es ridículo —protestó Kim—. No lo entiendo.
—Sólo sé que Elizabeth procedía de una familia de granjeros pobres de Andover. Ni siquiera era miembro oficial de la Iglesia.
—Como si hoy eso importara algo. Lo más irónico es que pocos meses después de los procesos algunos miembros del jurado y magistrados se excusaron públicamente por haber ejecutado a gente inocente. Y resulta que al cabo de trescientos años aún nos negamos a hablar de nuestra antepasada. Es absurdo. ¿Por qué no consta su nombre en ninguno de los libros?
—Porque su familia no quiso, evidentemente. No creo que la familia la considerara inocente. Por eso habría que dejar en paz todo el asunto.
—Sigo creyendo que es una tontería.
Kim entró en el coche y se alejó del istmo de Marblehead.
Cuando entró en la ciudad de Marblehead, tuvo que disminuir la velocidad. Por culpa de una vaga sensación de inquietud y disgusto, había conducido demasiado deprisa. Cuando pasó frente a la Casa de la Bruja, ya en Salem, tuvo que admitir que su curiosidad acerca de Elizabeth y los juicios por brujería había aumentado una pizca, pese a las advertencias de su madre o, tal vez, a causa de ellas.
Cuando Kim frenó delante de la puerta de la propiedad familiar, un Chevrolet Bronco estaba aparcado a un lado del camino. En el momento en que salió del coche, con las llaves dispuestas para abrir el candado, dos hombres bajaron del otro vehículo. Uno era corpulento y musculoso, como si se ejercitara con pesas a diario. El otro se encontraba al borde de la obesidad, y parecía que el solo hecho de bajar del coche lo dejaba sin aliento.
El hombre gordo se presentó como Mark Stevens, y el musculoso como George Harris. Kim estrechó la mano de ambos. Luego abrió la puerta y volvió al coche. Guió a sus acompañantes hasta la casa antigua. Todos bajaron de sus vehículos al mismo tiempo.
—Esto es fabuloso —dijo Mark, como hechizado por el edificio.
—¿Le gusta? —preguntó Kim, complacida por su reacción.
—Me encanta —contestó Mark.
Lo primero que hicieron fue caminar alrededor de la casa para examinar el exterior. Kim explicó la idea de poner una cocina y un baño nuevos en la zona anexa, y dejar la parte principal del edificio prácticamente sin tocar.
—Necesitará calefacción y aire acondicionado —dijo Mark—, pero no supondrá problema alguno.
Después de inspeccionar el exterior, entraron. Kim les enseñó toda la casa, incluido el sótano. Los hombres se sintieron impresionados, en particular por la forma en que se acoplaban las vigas principales y los cabios.
—Es un edificio sólido y bien construido —comentó Mark.
—¿Costaría mucho renovarlo? —preguntó Kim.
—No habría ningún problema —dijo Mark. Miró a George, que asintió para expresar su acuerdo.
—Creo que será una casita fantástica —dijo George—. La verdad es que estoy alucinado.
—¿Puede hacerse sin estropear el aspecto histórico del edificio?
—Por supuesto —contestó Mark—. Esconderemos todas las cañerías, tuberías y conductos eléctricos en la zona anexa y en el sótano. Usted no los verá.
—Cavaremos una profunda zanja para pasar los conductos —dijo George—. Entrarán por debajo de los actuales cimientos, para no tener que tocarlos. Lo único que recomendaría es recubrir de hormigón el suelo del sótano.
—¿Podría estar terminado a principios de septiembre? —preguntó Kim.
Mark miró a George, quien asintió y dijo que no habría problema, siempre que utilizaran ebanistería normal.
—Se me ocurre una sugerencia —dijo Mark—. El cuarto de baño principal estará mejor situado en la zona anexa, como usted ha dicho, pero también podríamos poner uno pequeño en la segunda planta, entre los dos dormitorios, sin causar el menor perjuicio. Pienso que sería conveniente.
—Me parece bien —convino Kim—. ¿Cuándo podrían comenzar?
—De inmediato —respondió George—. De hecho, para tenerlo terminado a principios de septiembre habría que empezar mañana.
—Hemos trabajado mucho para su padre —dijo Mark—. Podríamos llevar a cabo este trabajo como otro cualquiera. La cuenta incluirá el tiempo empleado, los materiales y nuestros beneficios.
—Quiero hacerlo —dijo Kim, con repentina determinación—. El entusiasmo que han mostrado ha vencido todas mis reservas. ¿Qué hay que hacer para empezar?
—Empezaremos ahora mismo con un acuerdo verbal —dijo Mark—. Redactaremos los contratos, que se firmarán más adelante.
—Estupendo —dijo Kim, y estrechó la mano de los dos hombres.
—Tendremos que quedarnos un rato para tomar medidas —dijo Mark.
—Como si estuvieran en su casa. En cuanto al contenido, se puede almacenar en el garaje de la casa principal. Está abierto.
—¿Y la puerta que da acceso a la finca? —preguntó George.
—Si van a empezar ahora mismo, la dejaremos abierta.
Mientras los hombres se dedicaban a tomar las medidas, Kim salió. Se alejó unos quince metros y se volvió para contemplar la casa; hubo de reconocer que era muy hermosa. Al instante, se puso a pensar en lo divertido que sería decorarla, y debatió consigo misma los colores que elegiría para pintar los dormitorios. Esos detalles aumentaron su entusiasmo por el proyecto, pero el entusiasmo conjuró de inmediato el nombre de Elizabeth. Kim se preguntó qué habría sentido ella al ver por primera vez la casa y cuando se trasladó a vivir.
Se preguntó si habría estado igual de entusiasmada.
Volvió al interior y avisó a Mark y George de que estaría en el castillo si la necesitaban.
—Creo que hay bastante para mantenernos ocupados —dijo Mark—, pero tendré que hablar con usted mañana. ¿Me da su número de teléfono?
Kim le dio los números del apartamento y del trabajo.
Después, salió de la casa vieja, subió al coche y se dirigió al castillo. Pensar en Elizabeth la había espoleado a dedicar más tiempo a examinar los antiguos documentos. Abrió la puerta principal y la dejó algo entornada, por si Mark o George iban a buscarla. Ya dentro, no supo si decidirse por el desván o la bodega. Recordó la carta de porte del siglo XVII que había encontrado el sábado en la bodega, y decidió volver allí.
Cruzó el gran salón y el comedor, y abrió las pesadas puertas de roble. Cuando empezó a bajar por los peldaños de granito, se dio cuenta de que la puerta se había cerrado detrás de ella con un golpe sordo.
Kim se detuvo. Comprendió de pronto que era muy diferente estar sola en el enorme caserón que acompañada de Edward. Oyó lejanos crujidos y chasquidos; la casa reaccionaba ante el calor del día. Se volvió, miró hacia la puerta y sintió un temor irracional de que se hubiera cerrado dejándola atrapada en el sótano.
—No seas ridícula —se dijo en voz alta.
Sin embargo, no pudo sacudirse la preocupación con respecto a la puerta. Por fin, subió por la escalera. Se apoyó contra la puerta y, tal como esperaba, se abrió. Dejó que se cerrara de nuevo.
Kim se amonestó por su imaginación hiperactiva, bajó y se adentró en las profundidades de la bodega. Tarareó una de sus canciones favoritas, pero su serenidad era simple fachada.
Pese a sus esfuerzos, el lugar la asustaba. Daba la impresión de que era la enorme casa lo que provocaba que la atmósfera fuera asfixiante, dificultando la respiración. Y, como ya había notado, distaba mucho de ser silenciosa. Se obligó a hacer caso omiso de su inquietud. Sin dejar de tararear la misma canción, entró en la celda donde había encontrado la carta de porte del siglo XVII. El sábado había registrado el cajón donde había encontrado el documento, pero ahora se puso a investigar en el resto del archivador.
No tardó en comprender lo difícil que sería investigar los papeles de los Stewart. Había empezado con aquel único archivador, pero había muchísimos. Cada cajón estaba lleno a rebosar, y tuvo que alcanzar documento a documento. Muchos de los papeles estaban escritos a mano, y algunos eran difíciles de descifrar. En otros, la fecha era ilegible. Para colmo de males, la luz de los candelabros era muy poco apropiada. Decidió que, en sus futuras incursiones en la bodega, llevaría alguna luz adicional.
Después de examinar un solo cajón, Kim se rindió. La mayor parte de documentos en que constaba la fecha eran de finales del siglo XVIII. Con la esperanza de que existiera alguna clave de orden en aquel caos, empezó a abrir cajones al azar, en busca de algo que poseyera una antigüedad significativa.
Realizó su primer hallazgo en el cajón superior de una cómoda próxima a la puerta del pasillo.
Lo primero que llamó su atención fue una serie de cartas de porte del siglo XVII, cada una un poco más antigua que la que había enseñado a Edward el sábado. Después, encontró todo un fajo, atado con un hilo. Si bien estaban escritas a mano, la caligrafía era elegante y clara, y todas llevaban fecha. Se referían sobre todo a pieles, madera, pescado, ron, azúcar y grano. En mitad del paquete había un sobre. Iba dirigido a Ronald Stewart. La caligrafía era diferente: vertical y errática.
Kim cogió el sobre y se dirigió al pasillo, donde la iluminación era mejor. Extrajo la carta y la desdobló. Llevaba fecha del 11 de junio de 1679. Le resultó fácil leerla.
Señor:
Han pasado varios días desde que llegó su carta.
He hablado mucho con mi familia sobre el afecto que siente por nuestra amada hija Elizabeth, que es una joven alegre y vivaz. Si es la voluntad de Dios, concederemos su mano en matrimonio, siempre que me proporcione usted un trabajo y traslade a mi familia a la ciudad de Salem. La amenaza de ataques indios hace que nuestra vida en Andover corra peligro constantemente, lo cual nos provoca una profunda desazón.
Su humilde servidor, JAMES FLANAGAN.
Kim devolvió lentamente la carta al sobre. Estaba decepcionada, incluso conmocionada. No se consideraba una feminista, pero aquella carta la ofendía e impulsaba a adoptar posturas feministas. Habían vendido a Elizabeth como si de un mueble se tratara. La simpatía de Kim por su antepasada, que ya era grande, aumentó.
Volvió a la celda, dejó la carta de porte sobre la cómoda donde la había encontrado y empezó a inspeccionar con más detenimiento el cajón.
Ajena al tiempo que transcurría y a su entorno, examinó cada hoja de papel. Si bien encontró algunas cartas de porte de fechas próximas a la anterior, no descubrió más cartas personales. Decidida a no darse por vencida, se dedicó al segundo cajón. Fue entonces cuando oyó el inconfundible sonido de unos pasos en la escalera.
Se quedó petrificada. El vago temor que había experimentado al bajar a la bodega regresó como una venganza, sólo que ahora lo espoleaba algo más que la lobreguez de la enorme casa vacía, pues se mezclaba con el sentimiento de culpabilidad por haber irrumpido en un pasado turbulento y prohibido. En consecuencia, su imaginación se disparó y, cuando los pasos resonaron sobre su cabeza, imaginó que se trataba de un horripilante fantasma. Incluso pensó que podía tratarse de su difunto abuelo, que se acercaba para castigar su insolente y presuntuoso intento de sacar a la luz secretos ocultos.
El sonido de los pasos se alejó, para fundirse luego con los crujidos y chirridos de la casa. Kim se debatía entre dos impulsos contradictorios: por un lado, huir ciegamente a la bodega; por otro, esconderse entre los archivadores y cómodas.
Incapaz de decidirse, se acercó con sigilo a la puerta de la celda y se asomó al pasillo. Miró en dirección a los peldaños de granito. En ese instante oyó que la puerta de la bodega se abría con un crujido. Al menos, estaba segura de que era aquello lo que había oído.
Paralizada de terror, Kim vio que unos zapatos negros y unos pantalones comenzaban a bajar por la escalera. Se detuvieron a mitad de camino. Entonces, una silueta se agachó y apareció un rostro sin facciones, iluminado desde atrás.
—¿Kim? —llamó Edward—. ¿Estás ahí?
La primera reacción de ella fue dejar escapar un suspiro.
Hasta ese momento no se había dado cuenta de que estaba conteniendo el aliento. Se apoyó contra la pared de la celda porque creía que las piernas no la sostendrían y llamó a Edward para indicarle dónde estaba. Al cabo de unos segundos el voluminoso cuerpo de su amigo llenó el vano de la puerta.
—Me has asustado —dijo Kim con tanta serenidad como pudo reunir. Ahora que sabía que era Edward se sentía avergonzada por haber sido presa del terror.
—Lo siento —dijo Edward, vacilante—. No era mi intención.
—¿Por qué no me llamaste antes?
—Lo hice. Varias veces. Primero, cuando entré, y después en el salón. Creo que la bodega debe de estar aislada.
—Supongo que sí. Por cierto, ¿qué haces aquí? No te esperaba.
—Llamé a tu apartamento. Marsha me dijo que habías venido con la idea de reformar la casa antigua. Sin pensarlo dos veces, decidí venir. Me siento responsable, pues fui yo quien lo sugirió.
—Muy amable por tu parte —dijo Kim. Su pulso continuaba acelerado.
—Siento muchísimo haberte asustado.
—Da igual. La culpa es mía, por permitir que mi estúpida imaginación me dominara. Oí tus pasos y pensé que eras un fantasma.
Edward adoptó una expresión feroz y convirtió sus manos en garras. Kim, para seguir la broma, le dio un puñetazo en el hombro y dijo que no era nada divertido.
Ambos se sintieron aliviados. La tensión se evaporó.
—De modo que has iniciado la investigación sobre Elizabeth Stewart —dijo Edward al tiempo que echaba un vistazo al cajón abierto de la cómoda—. ¿Has encontrado algo?
—Pues sí —contestó Kim.
Se acercó al mueble, cogió la carta de James Flanagan dirigida a Ronald Stewart y se la tendió a Edward.
Él sacó la carta del sobre con sumo cuidado. La acercó a la luz. Tardó tanto en leerla como Kim.
—¡Ataques indios en Andover! —comentó—. ¿Te lo imaginas? La vida era muy diferente en aquellos tiempos. —Terminó la carta y se la devolvió a Kim—. Fascinante —dijo.
—¿No te irrita?
—Pues no mucho. ¿Por qué?
—A mí sí. La pobre Elizabeth aún tuvo menos poder de decisión sobre su trágico destino de lo que yo pensaba. Su padre la utilizó como moneda de cambio en un negocio. Es deplorable.
—Creo que te precipitas un poco en tus conclusiones. En el siglo XVII no existían las oportunidades con que hoy contamos. La vida era más dura e insustancial. La gente tenía que unirse para sobrevivir. Los intereses individuales no constituían una prioridad importante.
—Eso no justifica regatear con la vida de tu hija. Da la impresión de que su padre la estuviera tratando como una vaca o cualquier otra propiedad.
—Aún pienso que vas demasiado lejos. Sólo porque James y Ronald llegaran a un acuerdo no significa necesariamente que Elizabeth no tuviera arte ni parte acerca de su matrimonio. Además, has de pensar que para ella debió de suponer un gran consuelo y una satisfacción saber que contribuía al bienestar de su familia.
—Tal vez. El problema es lo que le pasó al final —le recordó Kim.
—Aún no sabes con seguridad si la ahorcaron.
—Es verdad, pero esta carta sugiere un motivo por el que pudo ser acusada de brujería. A partir de mis lecturas, he deducido que en la época de los puritanos no estaba bien visto cambiar de posición social, y si eso ocurría, se sospechaba automáticamente que aquellas personas no acataban la voluntad de Dios. Elizabeth pasó de ser hija de un granjero pobre a esposa de un comerciante rico, y encaja en esa categoría.
—Ser vulnerable y ser acusada de brujería son dos cosas muy diferentes. Como no he visto su nombre en los libros, sigo dudando.
—Mi madre insinuó que el motivo de que no se mencione reside en que la familia se tomó muchas molestias para borrar su nombre. Incluso dio a entender que la familia la consideraba culpable.
—Eso nos proporciona otro enfoque, pero en cierto sentido es lógico; la gente del siglo XVII creía en la brujería. Tal vez Elizabeth la practicaba.
—Espera un momento. ¿Estás insinuando que Elizabeth era de verdad una bruja? Admito que pudiera ser culpable de cambiar de posición social, pero no de practicar la brujería.
—Quiero decir que tal vez practicaba cierta clase de magia. En aquella época existía la magia blanca y la magia negra. La diferencia residía en que la magia blanca servía para el bien, como curar personas o animales. La magia negra, sin embargo, poseía intenciones maléficas, y era llamada brujería. Es evidente que, en determinadas ocasiones, era una simple cuestión de opinión si una poción o conjuro correspondía a magia blanca o negra.
—Es probable que estés en lo cierto —dijo Kim. Pensó un momento, y luego sacudió la cabeza—. Pero a mí no me convences. Mi intuición me dice otra cosa. Tengo la sensación de que Elizabeth era una persona completamente inocente que por alguna insidiosa jugarreta del destino se vio atrapada en una tragedia terrible. Fuera cual fuese, debió de ser espantosa, y el hecho de que ni siquiera se respetase su memoria sólo aumenta la injusticia. —Echó un vistazo a las vitrinas, cómodas y cajas—. La cuestión es: ¿se encuentra la explicación en este mar de documentos?
—Yo diría que haber encontrado esta carta personal es alentador. Si hay una, tiene que haber más. Si vas a encontrar la respuesta, tendrá que ser en la correspondencia personal.
—Ojalá esos papeles tuvieran un orden cronológico.
—¿Has tomado alguna decisión sobre las reformas de la casa antigua?
—Sí. Ven, te lo explicaré.
Dejaron el coche de Edward aparcado frente al castillo y cogieron el de Kim para acercarse a la casa vieja. Kim guió a Edward por el edificio, muy entusiasmada, y explicó que iba a seguir su sugerencia de colocar el cuarto de baño moderno en la zona anexa. La información inédita más importante era la ubicación de un lavabo entre los dos dormitorios.
—Creo que será una casa maravillosa —dijo Edward cuando salieron del edificio—. Estoy celoso.
—Y yo entusiasmada. Lo que más me apetece es decorarla. Creo que pediré vacaciones, e incluso un permiso, en septiembre, para dedicarme a fondo.
—¿Lo harás sola?
—Por completo.
—Admirable. Yo no podría.
Subieron al coche de Kim, quien vaciló antes de encender el motor. Veían la casa por el parabrisas.
—De hecho, siempre he deseado ser interiorista —dijo Kim en tono melancólico.
—¿Bromeas?
—Fue una oportunidad perdida. Mi principal interés cuando era adolescente, sobre todo en la escuela secundaria, era el arte, en una forma u otra. Debo decir que en aquellos tiempos era una artista caprichosa, y no estaba integrada en los grupos de moda.
—Yo tampoco.
Kim puso en marcha el coche y dio media vuelta. Se dirigieron hacia el castillo.
—¿Por qué no llegaste a ser interiorista? —preguntó Edward.
—Mis padres me disuadieron. Sobre todo mi padre.
—Hay algo que no logro entender. El viernes, durante la cena, dijiste que tu padre y tú nunca estuvisteis muy unidos.
—No, pero ejercía una gran influencia sobre mí. Yo creía que no estábamos unidos por mi culpa, así que me esforcé mucho por complacerle, hasta el punto de estudiar enfermería. Él deseaba que estudiase enfermería o pedagogía porque consideraba que eran profesiones respetadas, no así el interiorismo.
—Los padres pueden ejercer una gran influencia sobre los hijos. Yo también experimentaba una necesidad similar de complacer a mi padre. Era como una locura. No tendría que haberle hecho caso. El problema es que se burlaba de mí a causa de mi tartamudeo y mi torpeza para los deportes de competición. Supongo que lo decepcioné.
Llegaron al castillo y Kim frenó junto al coche de Edward.
Éste se dispuso a salir, pero volvió a sentarse.
—¿Has cenado? —preguntó.
Kim negó con la cabeza.
—Yo tampoco. ¿Qué te parece si vamos a Salem y buscamos un buen restaurante?
—De acuerdo.
Se dirigieron hacia la ciudad. Kim fue la primera en hablar.
—Atribuyo mi falta de desenvoltura social en la universidad a mi relación con mis padres. ¿No pudo pasarte a ti lo mismo?
—No me atrevería a dudarlo.
—Es asombroso lo importante que es el amor propio, y asusta un poco la facilidad con que se socava el de los niños.
—Incluso el de los adultos. Y una vez que ha sido socavado, afecta al comportamiento, que a su vez afecta el amor propio. El problema es que puede llegar a ser funcionalmente autónomo y bioquímicamente determinado. Eso es lo positivo de los fármacos: rompen el círculo vicioso.
—¿Hablas otra vez del Prozac?
—Sólo de manera indirecta. El Prozac es capaz de estimular el amor propio de algunos pacientes.
—¿Habrías tomado Prozac en la universidad si hubiera estado disponible?
—Es posible. Habría supuesto una diferencia en mi experiencia.
Kim miró un momento a Edward, quien sonrió, y tuvo la sensación de que acababa de contarle algo personal.
—No tienes por qué contestar —dijo—, y tal vez no deberías, pero ¿has probado el Prozac alguna vez?
—No me importa contestar —dijo Edward—. Lo utilicé un tiempo, hace un par de años. Mi padre murió y tuve una depresión moderada. Fue una reacción que no me esperaba, considerando nuestra historia. Un colega sugirió que tomara Prozac, y lo hice.
—¿Eliminó la depresión?
—Por completo. No de una manera inmediata, pero a la larga sí. Lo más interesante fue que me proporcionó una dosis inesperada de seguridad. No lo había previsto, de modo que no pudo ser un efecto placebo. Me gustó, además.
—¿Alguna secuela?
—Algunas, pero ninguna terrible, y muy aceptables en relación con la depresión.
—Interesante —dijo con sinceridad Kim.
—Espero que el que haya admitido que he tomado drogas psicotrópicas no te alarme, teniendo en cuenta tu puritanismo farmacológico.
—No seas tonto. Todo lo contrario. Respeto tu sinceridad. Además, ¿quién soy yo para juzgar? Nunca he tomado Prozac, pero sí algunos psicótropos, en la universidad. Yo diría que eso nos pone a la par.
Edward rió.
—¡Exacto! —exclamó—. ¡Los dos estamos locos!
Encontraron un pequeño restaurante popular que servía pescado fresco. Estaba abarrotado, y tuvieron que ocupar taburetes en la barra. Los dos tomaron bacalao al horno y jarras heladas de cerveza. De postre, eligieron un budín de maíz, a la antigua usanza, con helado.
Después de la atmósfera ruidosa del local, gozaron del silencio que reinaba en el coche mientras regresaban a la finca.
Sin embargo, al traspasar el portal Kim percibió que Edward estaba bastante nervioso. Se removía y se apartaba con frecuencia el cabello de la frente.
—¿Ocurre algo? —preguntó Kim.
—No —respondió Edward, pero tartamudeaba otra vez.
Kim paró junto al coche de Edward. Puso el freno de mano, pero dejó encendido el motor. Esperó, consciente de que algo pasaba por la mente de Edward.
—¿Querrás venir a mi apartamento cuando volvamos a la ciudad? —balbuceó por fin Edward.
La invitación puso a Kim en un embarazoso apuro. Adivinó la valentía de Edward, y no deseaba que se sintiera rechazado.
Al mismo tiempo, pensó en las necesidades de los pacientes que vería por la mañana. Al final, su profesionalismo ganó.
—Lo siento —dijo—. Se ha hecho un poco tarde. Estoy agotada. Me he levantado a las seis. —En un intento por aclarar la situación, añadió—: Además, aún no he terminado mis deberes de clase.
—Sólo un rato —insistió Edward—. Sólo son poco más de las nueve.
Kim se sintió sorprendida e inquieta al mismo tiempo.
—Creo que las cosas se están precipitando demasiado para mi gusto —dijo—. Me siento muy bien contigo, pero no quiero ir deprisa.
—Por supuesto —contestó Edward—. Es evidente que yo también me siento bien contigo.
—Me gusta tu compañía. El viernes y el sábado de esta semana tengo libre, por si se acomoda a tus horarios.
—¿Qué te parece si cenamos el jueves por la noche? Al día siguiente no tendrás… deberes.
Kim rió.
—Será un placer. Procuraré terminarlos antes.