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Sábado 16 de julio de 1994

Edward aparcó en doble fila en Beacon Street, frente al Boston Commons, y entró corriendo en el vestíbulo del edificio de Kim. Después de pulsar el timbre, vigiló si aparecía algún guardia de tráfico. Conocía su reputación por experiencia propia.

—Lamento haberte hecho esperar —dijo Kim cuando apareció.

Iba vestida con unos pantalones cortos color caqui y una sencilla camisa blanca. Llevaba la abundante cabellera recogida en una cola de caballo.

—Lamento haber llegado tarde —contestó Edward. Como si se hubieran puesto de acuerdo, los dos se habían vestido de manera informal—. Tuve que pasar por el laboratorio.

Se miraron por un instante, y después se echaron a reír.

—Somos demasiado —dijo Kim.

—No puedo evitarlo —rió Edward—. Siempre estoy pidiendo perdón. Incluso cuando está injustificado. Es ridículo, pero ¿sabes una cosa? Ni siquiera era consciente de ello, hasta que tú me lo señalaste la noche de la cena.

—Me di cuenta porque tengo la misma costumbre. Pensé en ello después de que me acompañases a casa anoche. Creo que es consecuencia de sentirse demasiado responsable.

—Puede que tengas razón. Cuando era joven pensaba que siempre que algo salía mal o alguien se enfadaba, era por mi culpa.

—Las similitudes son aterradoras —dijo Kim con una sonrisa.

Subieron al Saab de Edward y se dirigieron hacia la salida norte de la ciudad. La mañana era clara y despejada, y pese a ser temprano el sol ya daba indicios de su poderío veraniego.

Kim bajó la ventanilla del asiento del pasajero y sacó el brazo.

—Me da la impresión de que son unas minivacaciones —dijo.

—Sobre todo para mí —convino Edward—. Me avergüenza admitirlo, pero suelo pasar casi todos los días en el laboratorio.

—¿Los fines de semana también?

—Siete días a la semana —respondió él—. Me entero de que es domingo porque casi no hay nadie. Creo que soy un tipo muy aburrido.

—Yo diría que te entregas a lo que te interesa. También diría que eres muy considerado. Las flores que me has enviado cada día son fantásticas, pero no estoy acostumbrada a esas galanterías, y no las merezco, desde luego.

—Oh, no es nada.

Kim percibió su intranquilidad. Se apartó el cabello de la frente varias veces.

—Para mí sí es algo. Quiero darte las gracias de nuevo.

—¿Te costó mucho conseguir las llaves de la casa antigua? —preguntó Edward, para cambiar de tema.

Kim negó con la cabeza.

—Nada. Ayer, después de salir del trabajo fui a ver a los abogados.

Se dirigieron al norte por la carretera 93, y después tomaron el desvío hacia el este por la I28. Había poco tráfico.

—Disfruté mucho nuestra cena de anoche —dijo Edward.

—Yo también —contestó Kim—. Gracias. Sin embargo, cuando esta mañana me di cuenta de que monopolicé la conversación, tuve deseos de disculparme. Creo que hablé demasiado sobre mí y mi familia.

—Ya empezamos a pedir perdón otra vez.

Kim se golpeó el muslo, a modo de castigo burlón.

—Temo que soy un caso desesperado —dijo, y soltó una carcajada.

—Además, tendría que ser yo quien pidiese disculpas. Fue culpa mía, porque te bombardeé sin piedad con preguntas que tal vez eran demasiado personales.

—No me ofendiste en absoluto. Sólo espero no haberte asustado cuando hablé de aquellos ataques de angustia que me daban cuando entré en la universidad.

—¡Por favor! —Edward rió—. Creo que todos los padecemos, especialmente quienes tendemos a ser compulsivos, como los médicos. En la universidad sufría ataques de ansiedad antes de cada examen, aunque nunca tuve problemas con las notas.

—De todos modos, creo que los míos no eran normales. Durante un tiempo hasta me costó conducir un coche, porque tenía miedo de chocar con otro mientras me dominaba ese estado de ánimo.

—¿Tomabas algo para controlarlo?

—Xanax, pero lo dejé enseguida.

—¿Probaste alguna vez el Prozac, cuando salió al mercado?

Kim se volvió y miró a Edward.

—¡Jamás! ¿Por qué iba a tomar Prozac?

—Acabas de decir que padecías angustia y timidez. El Prozac te habría ayudado a superar ambas.

—Nunca me sugirieron el Prozac, y aunque lo hubieran hecho no lo habría tomado. No estoy a favor de utilizar fármacos para defectos sin importancia de la personalidad, como la timidez. Creo que los fármacos deberían reservarse para problemas graves, no para pequeñas dificultades cotidianas.

—Lo siento —dijo Edward—. No pretendía ofenderte.

—No me has ofendido, pero estoy absolutamente en contra. Como enfermera, me encuentro con demasiada gente que toma demasiados fármacos. Las compañías farmacéuticas intentan convencernos de que existe una píldora para cada problema.

—En general, estoy de acuerdo contigo, pero como neurocientífico, considero que el comportamiento y el estado de ánimo son de origen bioquímico, y he cambiado mi actitud hacia los fármacos psicotrópicos limpios.

—¿Qué se supone que es un «fármaco limpio»?

—Uno que deja pocas o ninguna secuela.

—Todos los fármacos producen secuelas.

—Supongo que es verdad, pero algunas secuelas son mínimas y suponen un riesgo aceptable en relación con las ventajas potenciales.

—Imagino que es el punto crucial del argumento filosófico.

—Ah, eso me recuerda que te he traído los dos libros que te prometí. —Extendió la mano hacia el asiento trasero, cogió los libros y los depositó sobre el regazo de Kim.

Ella los hojeó y se quejó en broma de que no había ilustraciones. Edward rió.

—Busqué a tu antepasada en el que trata acerca de los juicios por brujería en Salem —dijo Edward—, pero en el índice no consta ninguna Elizabeth Stewart. ¿Estás segura de que la ejecutaron? Los autores llevaron a cabo una investigación exhaustiva.

—Por lo que yo sé, sí. —Kim repasó el índice de Las poseídas de Salem. No encontró ningún Stewart.

Al cabo de media hora, entraron en Salem. Pasaron por delante de la Casa de la Bruja. El interés de Edward se despertó de inmediato, y detuvo el coche en la cuneta.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—La llaman la Casa de la Bruja —respondió Kim—. Es una de las principales atracciones turísticas de la zona.

—¿De veras es del siglo XVII, o se trata de una reproducción al estilo Disneylandia? —preguntó Edward mientras contemplaba el antiguo edificio.

—Es auténtica. Continúa en su emplazamiento original, además. Hay otra casa del siglo XVII cerca del Instituto Peabody-Essex, pero fue trasladada desde otro sitio.

—Es fantástica —dijo Edward.

El edificio poseía una estética de libro de cuentos ilustrado. La forma en que sobresalía la planta superior, así como los cristales en forma de diamante, lo fascinaron.

—Llamarla «fantástica» te define —dijo Kim con una sonrisa—. Prefiero calificarla de pavorosa.

—De acuerdo —admitió Edward—. Es pavorosa.

—También se parece de una forma sorprendente al caserón que voy a enseñarte en el terreno de la familia Stewart, pero en rigor no debería llamarse así porque en ella no vivió ninguna bruja. Era la residencia de Jonathan Corwin, uno de los magistrados que se encargó de los primeros juicios.

—Su nombre aparece en Las poseídas de Salem. Cuando ves el lugar auténtico, es como si la historia cobrara vida. —Se volvió hacia Kim—. ¿Está muy lejos el terreno de los Stewart?

—No mucho. Unos diez minutos, a lo sumo.

—¿Has desayunado?

—Un poco de zumo y fruta.

—¿Qué te parece si paramos a tomar café y una rosquilla?

—Estupendo.

Como era temprano y la mayoría de los turistas aún tenía que llegar, no les costó nada encontrar aparcamiento en Salem. Al otro lado de la calle había una cafetería. Después, pasearon por el centro de la ciudad, echaron un vistazo al Museo de las Brujas y a otras atracciones turísticas. Mientras caminaban por la zona peatonal de Essex Street se fijaron en la cantidad de tiendas y puestos ambulantes que vendían recuerdos relacionados con la brujería.

—Los juicios por brujería desencadenaron toda una industria —comentó Edward—. Temo que es un poco abusivo.

—Trivializa lo ocurrido —dijo Kim—, pero es como un testamento de su atracción. Todo el mundo lo considera fascinante.

Mientras paseaban por el centro de servicios al visitante del Parque Nacional, Kim topó con una completa biblioteca de libros y folletos sobre los juicios.

—No tenía ni idea de que hubiera tanta literatura disponible —dijo.

Tras curiosear unos minutos, compró varios libros. Explicó a Edward que, en cuanto se interesaba por algo, se entregaba en cuerpo y alma.

Volvieron al coche, tomaron North Street, pasaron de nuevo ante la Casa de la Bruja y doblaron por Orne Road. Al pasar por delante del cementerio de Greenlawn, Kim comentó que en otro tiempo había formado parte del terreno de los Stewart.

Kim indicó a Edward que se desviara a la derecha, por un camino de tierra. Mientras traqueteaban hacia su destino, Edward se vio obligado a luchar con el volante. Era imposible evitar todos los baches.

—¿Estás segura de que vamos bien? —preguntó.

—Por completo.

Al cabo de varias curvas, divisaron una impresionante puerta de hierro forjado. La puerta colgaba de enormes montantes tallados toscamente en bloques de granito. Una verja de hierro alta, coronada por púas afiladas, desaparecía en el espeso bosque que crecía a ambos lados de la carretera.

—¿Es esto? —preguntó Edward.

—Sí —contestó Kim, mientras bajaba del coche.

—Bastante impresionante —comentó Edward, en tanto Kim se esforzaba por abrir el pesado candado que protegía la puerta—. Y muy poco atractivo.

—Una manía de la época —contestó Kim—. La gente pudiente deseaba proyectar una imagen señorial. —Sacó el candado y abrió la puerta. Los goznes chirriaron.

La joven volvió al coche y dejaron atrás la puerta. Al cabo de unas cuantas curvas más, el camino desembocó en un amplio prado. Edward frenó.

—Santo Dios —exclamó—. Ahora comprendo por qué la llamaste señorial.

Dominando el prado, se alzaba una enorme mansión de piedra, con múltiples plantas, provista de torrecillas, almenas y aspilleras. El tejado estaba inclinado, sembrado de adornos caprichosos y gabletes rematados por florones. Por todos los lados del edificio surgían chimeneas, cubiertas de malas hierbas.

—Una interesante mezcla de estilos —dijo Edward—. Parte castillo medieval, parte mansión Tudor, parte castillo francés. Asombroso.

—La familia siempre se ha referido a ella como el castillo —explicó Kim.

—No me extraña. Cuando lo describiste como un lugar enorme y lleno de rincones, no imaginé que pudiese tener este aspecto. Sería más propio de Newport, con los Rompientes.

—En la orilla norte de Boston todavía quedan algunas de estas casas enormes. Algunas han sido derruidas, por supuesto. Otras han sido convertidas en urbanizaciones, pero el mercado anda flojo en este momento. Ahora comprenderás por qué significa un engorro para mí y mi hermano.

—¿Dónde está la casa antigua?

Kim señaló a su derecha. A lo lejos, Edward divisó un edificio pardo oscuro, medio oculto en un bosquecillo de abedules.

—¿Qué es ese edificio de piedra que hay a la izquierda? —preguntó él.

—Antes era un molino —contestó Kim—, pero hace unos doscientos años lo transformaron en caballerizas.

—Es sorprendente que te tomes todo esto con tanta naturalidad —dijo Edward—. Para mí, cualquier cosa que sobrepase los cincuenta años es una reliquia. —Puso en marcha el coche, pero frenó a los pocos segundos. Tenía delante un muro de piedra invadido por la maleza—. ¿Qué es esto? —preguntó, y señaló el muro.

—El antiguo cementerio de la familia —respondió Kim.

—No bromees. ¿Podemos echar un vistazo?

—Por supuesto.

Salieron del coche y saltaron el muro. Era imposible utilizar la entrada, porque estaba bloqueada por un espeso matorral de zarzamoras.

—Hay muchas lápidas rotas. De hace poco —dijo Edward.

Cogió un fragmento de mármol.

—Vandalismo —dijo Kim—. No podemos hacer gran cosa, porque el lugar está abandonado.

—Es una pena —se lamentó Edward. Miró la fecha. 1843. El nombre era Nathaniel Stewart.

—La familia utilizó esta parcela hasta mediados del siglo pasado —explicó Kim.

Pasearon lentamente por el cementerio invadido de maleza. Cuanto más se adentraban, más sencillas y antiguas eran las lápidas.

—¿Ronald Stewart está aquí? —preguntó Edward.

—Sí —respondió Kim, y lo guió hasta una sencilla lápida redondeada, grabada con una calavera y dos tibias cruzadas. La inscripción rezaba: «Aquí yace el cuerpo de Ronald Stewart, hijo de John y Lydia Stewart, fallecido a los 81 años, el 1 de octubre de 1734».

—Ochenta y un años —musitó Edward—. Un tipo saludable. Para alcanzar una edad tan avanzada, debió de ser lo bastante listo para mantenerse alejado de los médicos. En aquel tiempo, cuando depositaban toda su confianza en las sangrías y la farmacopea primitiva, los médicos eran tan mortíferos como la mayor parte de las enfermedades.

Al lado de la tumba de Ronald se encontraba la de Rebecca Stewart. La lápida proclamaba que era la esposa de Ronald.

—Supongo que volvió a casarse —dijo Kim.

—¿Elizabeth está enterrada aquí? —preguntó Edward.

—No lo sé. Nadie me ha enseñado nunca la tumba.

—¿Estás segura de que esta Elizabeth existió?

—Creo que sí, pero no puedo jurarlo.

—Vamos a ver si la encontramos —propuso Edward—. Debería de estar cerca.

Investigaron en silencio durante unos minutos, cada uno por un lado.

—¡Edward! —llamó Kim.

—¿La has encontrado?

—Más o menos.

Edward se reunió con ella. Kim estaba mirando una lápida similar en diseño a la de Ronald. Pertenecía a Jonathan Stewart, quien, según estaba escrito, había sido hijo de Ronald y Elizabeth Stewart.

—Al menos, sabemos que existió —comentó Kim.

Buscaron durante otra media hora, pero sin éxito. Por fin, se rindieron y regresaron al coche. Pocos minutos después, frenaban ante la casa antigua. Los dos salieron.

—No bromeabas cuando asegurabas que parecía la Casa de la Bruja —dijo Edward—. Tiene la misma enorme chimenea central, el mismo tejado de dos aguas inclinado, las mismas tablas de chilla y los mismos cristales en forma de diamante. Lo más curioso es que la planta superior sobresale. Me pregunto por qué lo habrán hecho así.

—Creo que nadie lo sabe con seguridad. La casa Ward, del Instituto Peabody-Essex, tiene las mismas características.

—Los pinjantes que hay debajo del saliente son mucho más decorativos que los de la Casa de la Bruja.

—El que los hizo era muy hábil.

—Es una casa encantadora —dijo Edward—. Tiene mucha más clase que el castillo.

Pasearon con parsimonia alrededor del antiguo edificio y se fijaron en los detalles. En la parte posterior, Edward reparó en una construcción más pequeña. Preguntó si era tan vieja como la casa.

—Creo que sí —contestó Kim—. Me dijeron que era para los animales.

—Un establo en miniatura.

Regresaron a la puerta principal; Kim tuvo que probar varias llaves hasta encontrar la que abría la puerta. Cuando la abrió, rechinó como la verja de entrada a la propiedad.

—Tiene todo el aspecto de una casa encantada —comentó Edward.

—No digas eso —protestó Kim.

—No me dirás que crees en fantasmas.

—Dejémoslo en que los respeto —dijo Kim con una sonrisa—. Tú primero.

Edward pasó a un pequeño vestíbulo. Delante, se veía un tramo de escalera que caracoleaba hasta perderse de vista.

Había sendas puertas a ambos lados. La de la derecha conducía a la cocina, la de la izquierda al salón.

—¿Adónde vamos primero? —preguntó Edward.

—Tú diriges la expedición —respondió Kim.

—Vamos al salón.

El salón estaba dominado por un gigantesco hogar de dos metros de anchura. Muebles coloniales, herramientas de jardinería y otros objetos estaban diseminados por la estancia.

El mueble más interesante era una cama con dosel. Aún conservaba restos de sus colgaduras primitivas.

Edward se acercó al hogar y miró por el cañón.

—Todavía funciona —dijo. Después, echó un vistazo a la pared que se alzaba sobre la repisa. Retrocedió y volvió a examinarla—. ¿Ves ese tenue rectángulo? —preguntó.

Kim se acercó a donde él estaba, en el centro del salón, y contempló la pared.

—Ya lo veo —dijo—. Da la impresión de que antes colgaba un cuadro.

—Lo mismo pienso yo. —Edward se humedeció la yema del dedo y trató de borrar la marca. No pudo—. Debió de estar colgado mucho tiempo para que el humo dejara esa marca.

Salieron del salón y subieron por la escalera. En lo alto había un pequeño estudio, construido sobre el vestíbulo delantero. Sobre el salón y la cocina había dormitorios, cada uno con su correspondiente hogar. Todo su mobiliario consistía en unas cuantas camas y una rueca.

Kim y Edward regresaron a la cocina de la primera planta y se quedaron asombrados al ver el tamaño de la chimenea.

Edward calculó que debía de medir unos tres metros de anchura. A la izquierda había una cadena para sostener ollas, a la derecha un horno. Incluso había algunas ollas, sartenes y potes.

—¿Te imaginas cocinar aquí? —dijo Edward.

—Ni en un millón de años —replicó Kim—. Ya tengo bastantes problemas en una cocina moderna.

—Las mujeres coloniales debían de ser unas expertas en cuidar del fuego —comentó él. Echó un vistazo al interior del horno—. Me pregunto cómo calculaban la temperatura. Es fundamental cuando se hornea pan.

Pasaron por una puerta que conducía a la zona anexa de la casa. Se quedaron sorprendidos al descubrir una segunda cocina.

—Creo que la utilizaban durante el verano —explicó Kim—. Habría hecho demasiado calor si hubieran encendido ese enorme hogar.

—Buena observación.

Volvieron a la parte principal de la casa y Edward se detuvo en el centro de la cocina, mientras se mordisqueaba el labio inferior. Kim la observó. Adivinó que estaba pensando en algo.

—¿Qué pasa por tu cabeza? —preguntó.

—¿Has pensado alguna vez en vivir aquí?

—No, la verdad. Sería como vivir en una tienda de campaña.

—No me refiero a vivir aquí tal como está ahora. Costaría poco cambiarla.

—¿Te refieres a renovarla? Sería una vergüenza destruir su valor histórico.

—Estoy completamente de acuerdo, pero no sería necesario. Podrías hacer una cocina y un baño modernos en la zona anexa de la casa, que además es posterior. No estropearías la integridad de la parte principal.

—¿De veras lo crees?

Kim paseó la vista alrededor. No cabía duda de que era una vivienda encantadora, y decorarla sería todo un desafío, y divertido por añadidura.

—Además —siguió Edward—, has de dejar tu actual apartamento. Es una pena que esto siga deshabitado. Tarde o temprano, entrarán gamberros y con toda seguridad harán destrozos.

Kim y Edward dieron otro paseo por el edificio, imaginando cómo convertirlo en un lugar habitable. Edward se entusiasmaba cada vez más, y Kim descubrió que la idea empezaba a atraerle.

—Sería una excelente oportunidad de encontrar tus raíces —dijo Edward—. Yo lo haría sin dudarlo.

—Lo consultaré con la almohada —dijo por fin Kim—. Es una idea fascinante, pero tendré que hablar con mi hermano. Al fin y al cabo, somos copropietarios.

—Hay algo que me desconcierta. —Edward paseó la vista alrededor de la cocina por tercera vez—. Me pregunto dónde guardaban la comida.

—Imagino que en el sótano —dijo Kim.

—No creía que lo hubiera. Busqué a propósito una entrada cuando recorrimos la casa nada más llegar, pero no vi ninguna, ni tampoco escaleras que bajaran.

Kim pasó ante la larga mesa de caballete y apartó una gruesa esterilla de sisal.

—Se accede mediante esta trampilla —dijo.

Se agachó, pasó un dedo por un agujero practicado en el suelo y abrió la trampilla. La apoyó sobre el suelo. Una escalerilla se hundió en la oscuridad.

—Me acuerdo muy bien —agregó— porque una vez, cuando éramos pequeños, mi hermano amenazó con encerrarme en el sótano. Estaba fascinado por la trampilla.

—Un hermano encantador. No me extraña que te diera miedo quedar encerrada. Habría aterrorizado a cualquiera —dijo Edward.

Se agachó y trató de escudriñar el sótano, pero sólo distinguió una pequeña parte.

—No tenía intención de hacerlo —dijo Kim—. Sólo bromeaba. De hecho, no debíamos estar aquí, y sabía que yo ya estaba asustada. Ya sabes que a los chicos les gusta asustarse mutuamente.

—Tengo una linterna en el coche —dijo Edward—. Voy por ella.

Edward volvió con la linterna y bajó la escalera. Al llegar al suelo, levantó la vista y preguntó a Kim si iba a bajar.

—¿Es preciso? —preguntó ella, medio en broma. Bajó y se quedó a su lado.

—Frío, húmedo y mohoso —susurró Edward.

—Bien dicho —comentó Kim—. ¿Qué vamos a hacer?

El sótano era pequeño. Sólo abarcaba la zona situada debajo de la cocina. Las paredes eran de piedra con un poco de mortero. El suelo era de tierra. Una serie de recipientes con los costados de piedra o madera se alineaban contra la pared del fondo. Edward se acercó y dirigió el haz de luz hacia varios de ellos. Kim no se apartaba de su lado.

—Tenías razón —dijo Edward—. Aquí se guardaba la comida.

—¿Qué clase de comida podía ser?

—Manzanas, maíz, harina y centeno. Quizá también productos lácteos. El tocino debían de colgarlo en la zona anexa.

—Interesante —dijo Kim, sin el menor entusiasmo—. ¿Ya has visto bastante?

Edward se inclinó sobre uno de los recipientes y rascó un poco de la tierra amontonada. La palpó entre sus dedos.

—La tierra está húmeda —dijo—. No soy botánico, pero apuesto que sería estupenda para cultivar Claviceps purpúrea.

Intrigada, Kim preguntó si sería posible demostrarlo.

Edward se encogió de hombros.

—Es posible —dijo—. Supongo que todo dependería de si pudieran encontrarse esporas de Claviceps. Si cogiéramos algunas muestras, se las llevaría a un amigo botánico para que les echara un vistazo.

—Imagino que podríamos encontrar algún recipiente en el castillo —sugirió Kim.

—Vamos a ello.

Salieron de la casa antigua y se dirigieron hacia el castillo.

Como el día era espléndido, fueron andando. La hierba les llegaba a la altura de las rodillas. Saltamontes y otros insectos inofensivos revoloteaban a su alrededor.

—De vez en cuando, veo agua entre los árboles —observó Edward.

—Es el río Danvers —dijo Kim—. Hubo un tiempo en que la propiedad llegaba al borde del agua.

Cuanto más se acercaban al castillo, más impresionado se sentía Edward por el edificio.

—Este lugar es aún más grande de lo que pensaba —dijo—. Si hasta tiene un foso falso.

—Me dijeron que se inspiraron en el de Chambord, en Francia —dijo Kim—. Tiene forma de U, con aposentos para invitados en un ala y los criados en otra.

Cruzaron el puente que salvaba el foso seco. Mientras Edward admiraba los detalles góticos de la puerta, Kim fue probando las llaves, al igual que había hecho en la casa antigua.

Del llavero pendía una docena de llaves. Por fin, una abrió la puerta.

Cruzaron un vestíbulo de entrada con paneles de roble y después pasaron por debajo de un arco que daba acceso al gran salón. Era una estancia de tamaño natural, con un techo de dos plantas y chimeneas góticas en cada extremo. En la pared del fondo, entre ventanales dignos de una catedral, ascendía una gran escalera. En lo alto, un rosetón bañaba la sala con una luz pálida y amarillenta.

Edward soltó una carcajada que sonó como un gruñido.

—Esto es increíble —dijo admirado—. No tenía ni idea de que continuaba amueblado.

—No se ha tocado nada —dijo Kim.

—¿Cuándo murió tu abuelo? Todo está como si alguien lo hubiera abandonado hacia los años veinte.

—Murió la pasada primavera, pero era un hombre excéntrico, sobre todo tras la muerte de su mujer, hace casi cuarenta años. Dudo que cambiara algo de la casa. Debió de dejar todo tal como cuando sus padres la ocupaban. De hecho, fue su padre quien la construyó.

Edward recorrió la sala contemplando los muebles, los cuadros de marcos dorados y los objetos decorativos. Incluso había una armadura medieval. La señaló y preguntó si se trataba de una antigüedad auténtica.

—No tengo la menor idea —confesó Kim encogiéndose de hombros.

Edward se acercó a una ventana y acarició la tela de la cortina.

—Nunca había visto cortinajes como éstos en mi vida. Debe de haber kilómetros.

—Es muy antigua —explicó Kim—. Es seda adamascada.

—¿Puedo seguir explorando?

—Estás en tu casa —dijo Kim con un majestuoso ademán.

Edward pasó del gran salón a la biblioteca cuyas paredes estaban cubiertas de paneles de madera oscura. Tenía un entresuelo al que se accedía mediante una escalera circular de hierro forjado. Se llegaba a las estanterías más altas gracias a una escalerilla que se movía sobre un riel. Todos los libros estaban encuadernados en piel.

—Ésta es mi idea de una biblioteca —dijo Edward—. Aquí sí que podría dedicarme a la lectura.

Desde la biblioteca, Edward accedió al comedor principal.

Como el gran salón, tenía un techo de dos pisos, con chimeneas a juego en cada extremo. Pero al contrario que aquél, albergaba una gran cantidad de banderas heráldicas colgadas de astas que sobresalían de las paredes.

—Puede que este lugar posea casi tanto interés histórico como la casa antigua —dijo Edward—. Parece un museo.

—El interés histórico se concentra en la bodega y en el desván —dijo Kim—. Están llenos de papeles hasta los topes.

—¿Periódicos?

—Algunos, pero sobre todo correspondencia y toda clase de documentos.

—Vamos a echar un vistazo.

Subieron por la escalera principal hasta el equivalente de la tercera planta, puesto que casi todas las habitaciones de la primera planta tenían techos de dos pisos. Después, subieron dos pisos adicionales por otra escalera, hasta llegar al desván.

Kim tuvo que esforzarse para abrir la puerta. Nadie había entrado en años.

El espacio del desván era enorme, ya que ocupaba todo el plano de piso en forma de U de la casa, excepto la zona de las torres. Cada torre era un piso más alta que el resto del edificio, y contaba con su propio desván de forma cónica. El desván principal tenía un techo de catedral, en consonancia con la extensión del tejado. Estaba bastante bien iluminado gracias a las numerosas ventanas.

Kim y Edward avanzaron por un pasillo central. A ambos lados había innumerables archivadores, cómodas, baúles y cajas. Kim se detuvo al azar y enseñó a Edward que todos estaban llenos de libros mayores, álbumes de recortes, carpetas, documentos, correspondencia, fotos, libros, periódicos y revistas viejas. Era un auténtico tesoro oculto de documentación.

—Aquí hay material suficiente para llenar varios vagones de tren —dijo Edward—. ¿Hasta qué época se remonta?

—Hasta la época de Ronald Stewart. Fue él quien fundó la empresa. Gran parte del material está relacionado con el negocio, pero no todo. Hay correspondencia personal. Mi hermano y yo vinimos a escondidas algunas veces, cuando éramos pequeños, para ver quién encontraba la fecha más antigua. El problema era que no nos estaba permitido, y cuando mi abuelo nos descubría se ponía furioso.

—¿Hay tanto como en la bodega?

—Tanto o más. Ven, te lo enseñaré. En cualquier caso, vale la pena ver la bodega. Su decoración armoniza con la casa.

Volvieron a bajar por la escalera hasta el comedor principal. Abrieron una pesada puerta de roble con enormes goznes de hierro forjado y bajaron por una escalera de granito hasta la bodega. Edward comprendió de inmediato por qué había afirmado Kim que la decoración armonizaba con la casa. Había sido diseñada como una mazmorra medieval. Las paredes eran de piedra, los candelabros de pared parecían antorchas y los botelleros habían sido construidos alrededor de habitaciones individuales que bien habrían podido ser celdas.

Tenían puertas de hierro y barrotes sobre las aberturas que daban al pasillo.

—Alguien tenía sentido del humor —dijo Edward mientras caminaba por el largo pasillo central—. Lo único que le falta a este lugar son instrumentos de tortura.

—A mi hermano y a mí no nos pareció nada divertido. No hacía falta que mi abuelo nos disuadiera de bajar aquí. No queríamos saber nada de este lugar. Nos aterrorizaba.

—¿Y todos esos baúles y cosas están llenos de papeles, como en el desván?

—Hasta el último.

Edward se detuvo y abrió la puerta de una de las habitaciones similares a celdas. Entró. Casi todos los botelleros estaban vacíos. Los archivadores, baúles y cómodas habían sido empujados contra ellos. Cogió una botella.

—Santo Dios —exclamó—. ­¡Cosecha de 1896! Puede ser valioso.

Kim resopló e hizo un gesto despectivo.

—Lo dudo —dijo—. Es probable que el tapón se haya desintegrado. Hace medio siglo que nadie las cuida.

Edward devolvió a su sitio la polvorienta botella y abrió el cajón de una cómoda. Cogió al azar una hoja de papel. Era un documento de aduanas del siglo XIX. Cogió otro. Se trataba de una carta de porte del siglo XVIII.

—Tengo la impresión de que el orden brilla por su ausencia —comentó.

—Me temo que sí. De hecho, no existe el menor orden. Cada vez que se construía una casa nueva, lo cual fue bastante frecuente hasta llegar a esta monstruosidad, todos estos papeles eran trasladados a otro sitio, y así siempre. A lo largo de los siglos, se fue mezclando sin remedio.

Como prueba, Kim abrió un archivador y sacó un documento. Era otra carta de porte. Se la tendió a Edward y dijo que mirara la fecha.

—¡Que me aspen! —exclamó Edward—. Es de 1689. Tres años antes de que se desencadenara la histeria de la brujería.

—Lo cual demuestra mi afirmación. Sólo hemos mirado tres documentos y ya hemos cubierto varios siglos.

—Creo que esta firma es de Ronald —dijo Edward. Se la enseñó a Kim, y ella asintió.

—Se me acaba de ocurrir una idea —dijo Kim—. Has conseguido que me interese en este fenómeno de la brujería, y sobre todo en mí antepasada, Elizabeth. Tal vez consiga averiguar algo acerca de ella con la ayuda de todos esos papeles.

—¿Por qué no está enterrada en el cementerio familiar, por ejemplo?

—Y más. Cada vez siento más curiosidad por el velo de misterio que la envuelve, aunque la ejecutaran de verdad. Como tú señalaste, en el libro que me diste no la mencionan. Es muy misterioso.

Edward paseó la vista por la celda donde se encontraban.

—Considerando la cantidad de material, no sería tarea fácil. Y al fin y al cabo puede que sea una pérdida de tiempo, puesto que la mayor parte del material está relacionado con los negocios.

—Será una especie de desafío —dijo Kim, cada vez más atraída por la idea. Miró de nuevo en el cajón del archivador donde había encontrado la carta de porte del siglo XVII, por si había material más contemporáneo—. Creo que hasta me lo pasaría bien. Será un ejercicio de autodescubrimiento o, como dijiste en relación con la casa vieja, una excelente oportunidad de encontrar mis raíces.

Mientras Kim rebuscaba en el archivador, Edward salió de la celda y se adentró más en la extensa bodega. Aún llevaba la linterna, y cuando se acercó al fondo de la estancia, la encendió. Algunas bombillas de los candelabros estaban fundidas.

Asomó la cabeza en la última celda y la examinó. El haz de luz resbaló sobre los habituales baúles, cómodas y cajas, hasta detenerse en un óleo apoyado contra la pared.

Al recordar todos los cuadros que había visto arriba, Edward sintió curiosidad por saber el motivo por el cual aquél había merecido un trato tan desconsiderado. Consiguió abrirse paso, no sin ciertas dificultades, hasta el lienzo. Lo apartó de la pared y apuntó el haz de luz hacia su superficie polvorienta. Daba la impresión de ser el retrato de una joven.

Levantó el cuadro de su ignominioso lugar, lo sujetó sobre la cabeza y lo sacó de la celda. Ya en el pasillo, lo apoyó contra la pared. Era de una joven, en efecto. El escote que exhibía desmentía su edad. Estaba pintado con un estilo afectado y primitivo.

Quitó con la yema del dedo el polvo que cubría una plaquita de peltre situada en la base del cuadro, y después la alumbró. A continuación, cogió el cuadro y lo llevó a la celda que Kim aún ocupaba.

Kim se volvió y miró el cuadro. Captó el nerviosismo de Edward, siguió el haz de luz y leyó la placa.

—¡Santo cielo! —exclamó—. ­¡Es Elizabeth!

Kim y Edward, emocionados por el descubrimiento, transportaron el cuadro hasta el gran salón, donde la iluminación era mayor. Lo apoyaron contra la pared y retrocedieron para contemplarlo.

—Lo que más me sorprende —dijo Edward— es lo mucho que se parece a ti, sobre todo en los ojos verdes.

—Tal vez el color de los ojos sea el mismo —replicó Kim—, pero Elizabeth era mucho más guapa y, desde luego, mucho más exuberante que yo.

—La belleza se encuentra en el ojo del espectador. Personalmente, creo que es al revés.

Kim estaba embelesada por el rostro de su infausta antepasada.

—Existen ciertos parecidos —dijo—. Nuestro cabello parece similar, incluso la forma de la cara.

—Podríais ser hermanas —admitió Edward—. Es un cuadro muy atractivo. ¿Por qué demonios lo escondieron en el mismísimo fondo de la bodega? Es mucho más agradable que la mayor parte de los cuadros que hay en esta casa.

—Es extraño. Mi abuelo debía de conocer su existencia; no creo que fuera un descuido. Dado lo excéntrico que era, no creo que le preocuparan los sentimientos de los demás, sobre todo los de mi madre. Nunca se llevaron bien.

—El tamaño se parece mucho al de la marca que observamos sobre la repisa de la chimenea de la casa antigua. Sólo por diversión, podríamos llevarlo allí y comprobarlo.

Edward levantó el cuadro, pero antes de que pudiera dar un paso, Kim le recordó los recipientes que habían ido a buscar al castillo. Edward le dio las gracias y bajó el cuadro. Los dos fueron a la cocina. En la despensa del mayordomo Kim encontró tres recipientes de plástico provistos de tapa.

Recogieron la pintura y se encaminaron hacia la casa vieja.

Kim insistió en cargar con el lienzo. Su marco negro era bastante estrecho, y no pesaba mucho.

—Tengo un presentimiento extraño pero bueno acerca del descubrimiento de este cuadro —dijo Kim mientras andaban—. Es como encontrar a un pariente largo tiempo extraviado.

—Debo admitir que es una coincidencia —dijo Edward—, sobre todo porque ella es el motivo de nuestra presencia aquí.

De pronto, Kim se detuvo. Sostuvo la pintura frente a ella y contempló la cara de Elizabeth.

—¿Qué ocurre? —preguntó Edward.

—Mientras pensaba en nuestro parecido recordé lo que, por lo visto, le ocurrió. Hoy es imposible imaginar que alguien sea acusado de brujería, juzgado y ejecutado.

Kim se imaginó delante de un lazo que colgaba de un árbol. Estaba a punto de morir. Se estremeció. Después, pegó un salto cuando notó que la soga la tocaba.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Edward, que había apoyado la mano sobre su hombro.

Kim sacudió la cabeza y respiró hondo.

—De pronto tuve una visión espantosa. Imaginé cómo sería ser sentenciada a morir ahorcada.

—Tú encárgate de los recipientes —dijo Edward—. Yo llevaré el cuadro.

Intercambiaron la carga y continuaron caminando.

—Debe de ser el calor —comentó Edward para alegrar el ambiente—. O puede que te haya entrado hambre. Tu imaginación trabaja demasiado.

—Encontrar esta pintura me ha afectado mucho —confesó Kim—. Es como si Elizabeth intentara hablarme desde el pasado, tal vez para limpiar su reputación.

Edward miró a Kim mientras se abrían paso entre la hierba alta.

—¿Bromeas? —preguntó.

—No —contestó ella—. Dijiste que había sido una coincidencia encontrar este cuadro. Creo que ha sido más que una coincidencia. Si te paras a pensarlo, es asombroso. No puede haber sido por casualidad. Ha de significar algo.

—¿Sufres un súbito ataque de superstición o eres siempre así?

—No lo sé. Sólo trato de comprender.

—¿Crees en fenómenos extrasensoriales?

—Nunca había pensado en ello. ¿Y tú?

Edward rió.

—Pareces una psiquiatra, dándole la vuelta a la pregunta. Bien, no creo en lo sobrenatural. Soy un científico. Creo en lo que puede demostrarse racionalmente y reproducirse experimentalmente. No soy una persona religiosa ni supersticiosa, y supongo que me considerarás cínico si digo que ambas cosas están relacionadas.

—Yo tampoco soy terriblemente religiosa, pero abrigo vagas creencias en lo que respecta a fuerzas sobrenaturales.

Llegaron a la casa antigua. Kim abrió la puerta y la sostuvo para que Edward pasara. Llevó el cuadro al salón. Cuando lo levantó hasta la marca que había sobre la repisa, vieron que encajaba a la perfección.

—Al menos, teníamos razón sobre el lugar que ocupaba este cuadro —dijo Edward al tiempo que lo dejaba sobre la repisa.

—Y yo me encargaré de que vuelva a ocuparlo —replicó Kim—. Elizabeth merece regresar a su hogar.

—¿Significa eso que has decidido remozar este lugar?

—Tal vez. Tendré que hablar con mi familia, sobre todo con mi hermano.

—Por mi parte, pienso que es una gran idea.

Edward cogió los recipientes de plástico y anunció que bajaba al sótano para recoger algunas muestras de tierra. Se detuvo en la puerta del salón.

—Si encuentro Claviceps purpúrea ahí abajo —dijo con una sonrisa irónica—, sé que la información tendrá un efecto: como mínimo hará que la historia de los juicios por brujería de Salem tengan un aspecto menos sobrenatural.

Kim no contestó. Estaba hechizada por el retrato de Elizabeth y absorta en sus pensamientos. Edward se encogió de hombros. Fue a la cocina y bajó a la fría y húmeda oscuridad del sótano.