18

Martes 4 de octubre de 1994

Un trueno descomunal despertó a Kim. La casa aún vibraba a causa del horroroso sonido, cuando se dio cuenta de que estaba sentada muy rígida en la cama. La reacción de Saba había consistido en saltar de la cama y esconderse debajo.

Pocos minutos después se desencadenó una tromba de agua, acompañada de un viento huracanado. La tormenta, después de contenerse durante tanto tiempo, estalló con particular ferocidad. Gotas lo bastante grandes para imitar el ruido de piedras golpeteaban contra el tejado de pizarra. Kim también oyó que la lluvia repiqueteaba contra la red metálica de la ventana abierta de la parte oeste.

Kim se precipitó hacia la ventana y la cerró. Notó que el viento empujaba la lluvia al interior de la habitación. Cuando estaba a punto de encajar la ventana, un rayo cayó en el pararrayos de una torrecilla del castillo, y bañó toda la finca de una luz azul.

En aquel instante, el campo que separaba la casa del castillo quedó iluminado, y Kim vio una imagen sorprendente.

Era una silueta espectral, apenas vestida, que corría sobre la hierba. Aunque Kim no estaba segura, pensó que podía tratarse de Eleanor.

Kim se encogió cuando un trueno ensordecedor siguió al rayo. Mientras sus oídos zumbaban, se esforzó por escudriñar la oscuridad, pero debido a la lluvia no vio nada. Esperó a que otro rayo surcara la negrura, pero no hubo más.

Corrió hacia el dormitorio de Edward. Estaba convencida de que no se había tratado de una alucinación. Allí fuera había alguien. Daba igual que fuese Eleanor o no. Nadie debía estar a merced de aquella tormenta, teniendo en cuenta, además, que un animal salvaje merodeaba por los alrededores.

Edward tenía que saberlo. Kim se llevó una sorpresa al comprobar que la puerta de su habitación estaba cerrada, cosa que nunca hacía. Llamó con los nudillos. Al no obtener respuesta, golpeó con más fuerza, sin éxito. Contempló la cerradura de la vieja puerta. Una llave sobresalía del ojo, lo cual significaba que la puerta no estaba cerrada con llave. Kim la abrió.

Desde donde estaba, oyó la respiración estentórea de Edward. Lo llamó varias veces, cada vez en voz más alta, pero él no se movió.

Otro rayo bañó la habitación de luz. Kim vislumbró a Edward, tendido de espaldas y con los miembros extendidos.

Iba en ropa interior. No había acabado de quitarse una pernera del pantalón, que colgaba a un lado de la cama.

Kim se encogió en espera del trueno, que no tardó en llegar. Era como si el centro de la tormenta se encontrara sobre la finca.

Encendió la luz del pasillo, que iluminó la habitación de Edward, y corrió a su lado. Lo llamó otra vez, y después empezó a sacudirlo con suavidad. No sólo no despertó, sino que en su respiración no se produjo cambio alguno. Kim lo sacudió vigorosamente, y como no consiguió nada, empezó a sentirse preocupada. Era como si estuviese en estado de coma.

Kim encendió la lámpara de la mesilla de noche. Edward era la viva imagen de la tranquilidad. Tenía la cara relajada, con la boca abierta. Ella apoyó una mano en cada hombro y lo sacudió, sin dejar de gritar su nombre.

Sólo entonces la respiración de Edward cambió. Abrió los ojos.

—¿Estás despierto, Edward? —preguntó Kim. Volvió a agitarlo y la cabeza de Edward se movió de un lado a otro, como una muñeca de trapo.

Parecía confuso y desorientado, hasta que dio la impresión de ver a Kim, que seguía sujetándolo por los hombros.

Ella advirtió que Edward tenía las pupilas dilatadas, como un gato a punto de saltar. Después, entornó los ojos y su labio superior se curvó como el de un animal que fuera a gruñir. El rostro, relajado hasta ese momento, se deformó en una expresión de pura rabia.

Kim, horrorizada por aquella súbita metamorfosis, soltó sus hombros y retrocedió. No concebía que pudiera estar tan furioso por haber sido despertado. Edward emitió un sonido gutural, muy similar a un gruñido, y se incorporó. La miró sin parpadear.

Kim corrió hacia la puerta, consciente de que él había saltado tras ella. Oyó que caía al suelo, enredado en sus pantalones. Ella cerró la puerta y echó la llave.

Después de bajar como un rayo la escalera, Kim se precipitó hacia el teléfono de la cocina. Sabía que algo terrible le ocurría a Edward. No sólo estaba enfadado porque le hubiera despertado. Algo se había roto en su mente.

Kim marcó el 911 pero al mismo tiempo oyó que la puerta de la habitación de Edward se astillaba y golpeaba contra la pared. Un instante después, oyó que él lanzaba un rugido en lo alto de la escalera, antes de comenzar a bajar por ella.

Aterrorizada, Kim soltó el auricular y corrió hacia la puerta posterior. Cuando llegó, miró hacia atrás. Vislumbró a Edward cuando tropezaba con la mesa del comedor y la apartaba de un empujón. Estaba fuera de sí.

Kim abrió la puerta y salió a la lluvia, que caía como una cortina. Su único pensamiento era conseguir ayuda, y la posibilidad más cercana era el castillo. Rodeó la casa y corrió por el campo todo lo rápido que pudo en la densa oscuridad.

Un rayo espantoso iluminó el mojado paisaje y dibujó por un momento el contorno del castillo. El trueno inmediato despertó ecos en su fachada. Kim no paró de correr. Vio luces en algunas ventanas del ala de la servidumbre.

Cuando llegó a la zona de gravilla situada delante del castillo, se vio obligada a aminorar el paso. Aunque su pánico la había protegido de la incomodidad de correr descalza, las piedras resultaban demasiado dolorosas. Se encaminó hacia un lado del edificio, pero cuando se acercó al falso puente levadizo, observó que la puerta de entrada estaba entreabierta.

Entró a toda prisa, casi sin aliento. Corrió por el vestíbulo a oscuras hasta el gran salón, donde las enormes ventanas proporcionaban una tenue iluminación. Era la luz de las ciudades cercanas que se reflejaba en la masa de nubes bajas.

Kim había pensado ir por el comedor hasta la cocina y los aposentos de la servidumbre, pero de pronto tropezó con Eleanor. Iba cubierta con un camisón blanco de encaje que se pegaba a su cuerpo como una segunda piel.

Kim quedó paralizada. Ahora sabía que estaba en lo cierto, que había visto a Eleanor correr por el campo. Quiso advertirle sobre Edward, pero las palabras murieron en su garganta cuando vio la cara de la mujer a la débil luz. Tenía la misma expresión feroz que había observado en la de Edward cuando lo despertó. Para colmo, la boca de Eleanor estaba manchada de sangre, como si hubiera comido carne cruda.

El encuentro con Eleanor había retrasado a Kim. Edward irrumpió en la sala, falto de aliento, vaciló y dirigió una mirada salvaje a Kim. Tenía el cabello aplastado contra la cabeza mojada. Tan sólo iba vestido con camiseta y calzoncillos, ambos manchados de barro.

Kim se volvió hacia él. Contuvo la respiración al percibir el cambio en su apariencia. No sólo sus rasgos se habían alterado; su cara reflejaba una transformación interior, una rabia bestial.

Edward avanzó hacia Kim, pero se detuvo cuando reparó en la presencia de Eleanor. Olvidó a Kim por un instante y se acercó tambaleándose a la otra mujer. Cuando los separaba la distancia de su brazo extendido, echó la cabeza hacia atrás con cautela, como si olfateara el aire. Eleanor lo imitó, y cada uno empezó a describir un círculo alrededor del otro.

Kim se estremeció. Era como si estuviese atrapada en una pesadilla y contemplara dos animales salvajes que se observaban para dilucidar cuál era la presa y cuál el depredador.

Retrocedió poco a poco, aprovechando la distracción de Edward y Eleanor. En cuanto vio una ruta despejada de acceso al comedor, se volvió, pero su brusco movimiento sobresaltó a los otros dos, que impulsados por un reflejo primitivo y feroz echaron a correr tras ella.

Mientras Kim corría por el comedor, iba tirando sillas con la esperanza de retrasar a sus perseguidores. La táctica resultó más efectiva de lo que imaginaba. Como confusos por la aparición inesperada de las sillas, incapaces de ajustar sus movimientos, Edward y Eleanor tropezaron con ellas. Cayeron, lanzando chillidos inhumanos, pero la treta no los retrasó mucho. Cuando Kim cruzó la puerta de acceso al ala de la servidumbre y miró hacia atrás, vio que ya se habían puesto de pie y apartaban las sillas de su camino, indiferentes a sus contusiones.

Kim pidió socorro a gritos sin dejar de correr. Llegó a la escalera y subió a la segunda planta. Entró sin vacilar en la habitación que ocupaba Francois. Estaba dormido, con la luz encendida. Corrió hacia él y gritó su nombre. Lo sacudió frenéticamente, sin lograr despertarlo. De pronto, quedó petrificada. Recordó que había pasado lo mismo con Edward.

Retrocedió un paso. Los ojos de Francois se abrieron poco a poco. Su rostro sufrió una transformación salvaje. Entornó los ojos y enseñó los dientes. De su boca surgió un gruñido inhumano. En apenas un instante se había convertido en un animal furioso y enloquecido.

Kim giró en redondo para huir, pero Edward y Eleanor ya habían llegado a la puerta. Sin pensarlo dos veces, Kim se precipitó por la puerta de acceso a la habitación contigua, y de allí al pasillo. Subió por la escalera a la siguiente planta y entró en otra habitación que sabía ocupada.

Se detuvo en el umbral, con la mano todavía apoyada en la puerta abierta. Curt y David estaban en el suelo, apenas vestidos y cubiertos de barro. Tenían el cabello mojado, lo cual indicaba que habían estado fuera. Junto a ellos había un gato descuartizado. Como Eleanor, tenían la cara manchada de sangre.

Kim cerró la puerta con violencia. Oyó que sus perseguidores subían por la escalera. Abrió la puerta que comunicaba con la parte principal de la casa. Al menos, conocía bien el edificio.

Recorrió a grandes zancadas el vestíbulo. Como se hallaba orientado hacia el sur, estaba envuelto en una luz similar a la del salón. Esquivó las consolas, las sillas de respaldo recto y los sofás, pero tropezó con una alfombra pequeña y fue a parar de cabeza contra la puerta que conducía al ala de los invitados. Después de forcejear un instante con el pomo, abrió la puerta. El pasillo estaba a oscuras, pero como sabía que no había muebles corrió a ciegas por él.

De pronto, chocó contra una mesa inesperada que se hundió en su estómago. Cayó con tremendo estrépito. Permaneció inmóvil un segundo, mientras se preguntaba si había recibido alguna herida grave. Le dolía el estómago y sentía entumecida la rodilla derecha. Notó que algo resbalaba por su brazo, y supuso que era sangre.

Tanteó en la oscuridad. Entonces, comprendió con qué había tropezado. Eran las herramientas y el banco de trabajo de los fontaneros. Habían trasladado su equipo al ala de los invitados para examinar y reparar los tubos de desagüe de aquella zona.

Kim escuchó. Oyó el ruido lejano de puertas que se abrían y cerraban en el ala de la servidumbre. Los ruidos sugerían que los seres a quienes se negaba a llamar personas la buscaban. No habían seguido la única ruta posible, lo cual demostraba que no actuaban con inteligencia. Kim supuso que el uso de sus cerebros era limitado y sólo se movían por instinto y reflejos.

Se levantó. El entumecimiento de su rodilla derecha se convirtió en un dolor agudo. La tocó y notó que empezaba a hincharse.

Cuando su vista se adaptó a la oscuridad, consiguió distinguir el banco de trabajo y algunas herramientas. Vio un trozo de tubo y lo cogió a modo de arma, pero lo desechó cuando comprobó que era de plástico. Eligió un martillo, pero lo cambió por un soplete de acetileno y un mechero de fricción.

Si aquellos seres que la perseguían actuaban guiados por un instinto animal, el fuego los aterrorizaría.

Con el soplete en la mano, caminó como pudo hasta la escalera del ala de los invitados. Se inclinó sobre la balaustrada y miró hacia abajo. Había luces encendidas en el piso inferior. Aguzó el oído. Los ruidos parecían provenir del extremo opuesto de la casa.

Kim empezó a bajar por la escalera, pero no llegó muy lejos. Dio unos pocos pasos y vio a Gloria dos pisos más abajo, en la planta baja. Paseaba de un lado a otro al pie de la escalera, como un gato delante de una ratonera. Por desgracia, Gloria vio a Kim, lanzó un chillido y comenzó a subir corriendo por las escaleras.

Kim cambió de dirección y retrocedió como pudo por el pasillo. Esta vez esquivó las herramientas de los fontaneros.

Volvió a entrar en la parte principal de la casa y cojeó hasta lo alto de la escalera. Oyó a sus espaldas un golpe y un aullido, y supuso que Gloria había tropezado con los útiles de los fontaneros.

Descendió por la escalera principal pegada a la pared, para evitar que la vieran desde abajo. Después de llegar al descansillo, avanzó poco a poco, mientras el salón se iba revelando a su vista. Comprobó con alivio que no había nadie.

Respiró hondo y bajó el tramo final. Cuando llegó al pie de la escalera, cojeó hacia el vestíbulo principal. Se detuvo a tres metros de su objetivo. Vio desolada que Eleanor paseaba de un lado a otro al final del pasillo, justo delante de la entrada principal, como había hecho Gloria al pie de la escalera del ala de los invitados. Sin embargo, no vio a Kim, que se apartó para ocultarse de ella. En ese instante, Kim advirtió que alguien bajaba por la escalera principal y no tardaría en llegar al rellano.

Kim se deslizó a toda prisa en el lavabo de señoras, encajado bajo la escalinata. Cerró la puerta con el mayor silencio posible y giró la llave. Al mismo tiempo, oyó pasos en la escalera, encima de ella. Intentó controlar el sonido de su respiración, mientras oía que los pasos continuaban descendiendo, para desaparecer después en la mullida alfombra oriental que cubría el suelo del salón.

Kim estaba asustada. De hecho, ahora que tenía tiempo para meditar sobre la gravedad de la situación, estaba aterrorizada, y también preocupada por su rodilla. Para colmo, estaba mojada, tenía frío y temblaba de pies a cabeza.

Pensó en los acontecimientos de los últimos días y se preguntó si el estado primitivo que Edward y los investigadores padecían se había dado cada noche. En ese caso, y si lo habían sospechado, aquello explicaba el cambio significativo en la atmósfera del laboratorio. Kim comprendió horrorizada que existían bastantes posibilidades de que los investigadores fueran responsables de los recientes problemas ocurridos en el vecindario, imputados a animales rabiosos y gamberros adolescentes. Se estremeció de asco. Era evidente que la causa de todo aquello era Ultra. Al tomar la droga, los investigadores habían resultado «poseídos» de una forma irónicamente similar a las «aquejadas» de 1692.

Aquellas reflexiones proporcionaron cierta esperanza a Kim. Si lo que pensaba era cierto, recobrarían su personalidad normal por la mañana, como en las viejas películas de terror gótico. Sólo tenía que permanecer escondida hasta entonces. Se agachó y dejó en el suelo el soplete de acetileno y el mechero. Tanteó en la oscuridad y encontró el toallero. Utilizó la toalla para secarse lo mejor posible. Tenía el camisón empapado. Después, se colocó la toalla sobre los hombros para calentarse un poco y rodeó su cuerpo con los brazos para controlar los temblores. Se sentó en la tapa del inodoro para aliviar la presión sobre su rodilla hinchada.

Transcurrió un rato. Kim ignoraba cuánto. La casa se encontraba en silencio. De pronto, el ruido de un cristal al romperse la sobresaltó. Confiaba en que hubieran dejado de buscarla, pero por lo visto no era así. Al instante, oyó ruidos que sugerían que volvían a abrir puertas y armarios.

Pocos minutos después, Kim se puso en tensión cuando oyó que alguien bajaba por la escalera situada sobre su cabeza. Descendía poco a poco y se detenía con frecuencia. Kim se levantó. Ataques ocasionales pero violentos de estremecimientos habían provocado que la tapa golpeara la taza de porcelana, y no quería que sucediera si uno de ellos estaba cerca.

Tomó conciencia de otro ruido insistente que no pudo precisar de inmediato. Por fin, lo consiguió, y sus temblores se intensificaron. Alguien estaba olfateando, como Edward había hecho dos noches antes junto al cobertizo. Recordó que Edward había comentado que sus sentidos se habían agudizado como consecuencia de la droga. Kim sintió la boca seca. Si Edward había sido capaz de oler su colonia la otra noche, quizá la oliese ahora.

Mientras intentaba controlar sus temblores, la persona que bajaba por la escalera llegó al pie de ésta. Se detuvo y se volvió hacia el lavabo.

Kim oyó unos olfateos más intensos. Después, la puerta vibró, como si alguien intentara abrirla. Kim contuvo el aliento.

Pasaron los minutos. Kim tuvo la impresión de que los demás se habían agrupado delante de la puerta, a juzgar por los ruidos que producían. Se encogió cuando alguien golpeó la puerta con el puño varias veces. La puerta resistió, pero por poco. Era muy delgada. Kim sabía que no aguantaría un asalto colectivo.

El pánico se apoderó de ella. Se puso en cuclillas y tanteó en la oscuridad en busca del soplete. Como no lo encontró, su pulso se aceleró. Su mano describió un arco más amplio y experimentó un inmenso alivio cuando sus dedos tocaron el aparato. Al lado del soplete estaba el encendedor.

Mientras Kim se incorporaba con el soplete y el encendedor en las manos, los golpes se reanudaron. A juzgar por su rapidez, comprendió que había más de una persona. Comprobó el encendedor con dedos temblorosos. Cuando lo frotó, una chispa saltó en la negrura. Pasó el soplete a la mano derecha, giró el tornillo y oyó un siseo prolongado. Extendió los brazos y frotó el mechero. El soplete se encendió con un siseo. En ese instante la puerta comenzó a astillarse a causa de los repetidos golpes. A la luz azulada del soplete, Kim vio con horror que unas manos ensangrentadas aparecían por las hendiduras. Apartaron a toda prisa las tablas. La puerta saltó en pedazos.

Edward y sus colegas estaban frenéticos como animales salvajes ante una presa, y todos intentaron entrar en el lavabo al mismo tiempo. En la confusión de brazos y piernas, sólo consiguieron entorpecerse mutuamente.

Kim sujetó el soplete con ambas manos y lo extendió hacia ellos. El aparato emitió un sonido gutural y siseante. Su luz iluminó las caras rabiosas. Edward y Curt eran los que estaban más cerca de ella. Apuntó el soplete en su dirección y vio que su expresión cambiaba de la rabia al miedo.

Los atacantes retrocedieron horrorizados, como demostración de su miedo atávico al fuego. Sus ojos brillantes no se apartaron ni por un instante de la llama azul que surgía del soplete.

Kim, alentada por su reacción, salió del lavabo sin bajar el soplete. Sus perseguidores retrocedieron. Kim avanzó. El grupo reculó hasta el salón y pasó bajo las enormes arañas.

Después de retroceder unos pasos más, los investigadores empezaron a desplegarse. Kim habría preferido que siguieran formando un grupo compacto o que huyeran juntos, pero no tenía forma de obligarlos. A medida que avanzaba lentamente hacia el vestíbulo, fueron rodeándola. Tuvo que mover el soplete en círculo para mantenerlos alejados.

El miedo abyecto que aquellos seres habían demostrado ante la llama empezó a disiparse cuando se acostumbraron a ella, sobre todo si no apuntaba en su dirección. Cuando Kim había sobrepasado ya la mitad del salón, algunos se volvieron más osados, en especial Edward.

En un momento dado, cuando Kim desvió el soplete en otra dirección, Edward se lanzó hacia adelante y la cogió por el camisón. Al instante, Kim dirigió la llama al dorso de su mano. Edward lanzó un chillido espantoso y la soltó.

Curt saltó hacia adelante. Kim acercó el soplete a su frente, y la llama prendió en su pelo. El hombre lanzó un alarido de dolor y se llevó las manos a la cabeza.

En uno de sus giros, Kim vio que sólo la separaban seis metros del vestíbulo, pero las vueltas constantes estaban afectando su equilibrio. Se sentía mareada. Intentó alternar la dirección en que giraba después de cada vuelta, pero la maniobra no era tan efectiva a la hora de mantener alejados a sus agresores.

Gloria consiguió adelantarse durante uno de los giros de Kim y la agarró por el brazo.

Kim se soltó, pero el brazo que sostenía el soplete golpeó con el canto de una mesa. El soplete cayó sobre el suelo de mármol y resbaló sobre su superficie pulida. Fue a parar contra la pared del fondo, bajo una enorme colgadura de seda damasquina.

Kim se protegió el brazo dolorido con la otra mano y logró incorporarse. Los atacantes la rodearon para consumar el crimen. Cayeron sobre ella al mismo tiempo chillando como animales de presa que atacaran a un ciervo herido e indefenso.

Kim gritó y se debatió mientras la arañaban y mordían.

Un ruido fuerte y ensordecedor, acompañado de una repentina luz brillante, interrumpió el frenesí, y Kim se apartó.

Apoyó la espalda contra un sofá y miró a sus agresores. Todos miraban más allá de Kim, y en sus caras se reflejaba una luz dorada.

Kim vio un muro de llamas que se propagaba con fuerza explosiva. El soplete había prendido en las colgaduras, que ardían como si hubieran sido rociadas con gasolina.

Edward y los demás aullaron al unísono. Kim advirtió una expresión de terror en sus ojos. Edward fue el primero en huir, seguido de sus compañeros, pero en lugar de salir por la puerta principal, el pánico los impulsó escaleras arriba.

—¡No, no! —gritó Kim, pero sin éxito. No sólo no le entendieron, sino que ni siquiera la oyeron. El rugido del muro de llamas ahogó su voz del mismo modo que un agujero negro devora la materia.

Kim levantó su brazo sano para protegerse del calor. Se puso de pie y fue cojeando hasta la puerta principal. Cada vez le costaba más respirar, como si el fuego estuviese consumiendo todo el oxígeno.

Una explosión la arrojó al suelo. Gritó a causa del dolor que sintió en el brazo. Supuso que había sido el depósito del soplete. Se levantó con un enorme esfuerzo y se tambaleó hacia adelante.

Salió a la noche lluviosa. Caminó tambaleándose hasta la zona de gravilla, con los dientes apretados para soportar el dolor del brazo y la rodilla. Miró hacia el castillo. El viejo edificio ardía como una tea. Se veían llamas por las ventanas.

Un rayo iluminó la escena. Después de la experiencia que acababa de padecer, para Kim fue como una imagen del infierno.

Sacudió la cabeza, desolada y afligida. ­¡En verdad, el diablo había vuelto a Salem!