17

Lunes 3 de octubre de 1994

Kim casi había olvidado lo duro que era un día normal en la unidad de cuidados intensivos. Fue la primera en admitir que después de un mes de vacaciones no estaba en forma para los esfuerzos físicos y emocionales que se requerían, pero a medida que el fin de la jornada se acercaba reconoció que había disfrutado de la intensidad, el desafío y la sensación de ayudar a gente muy necesitada, por no mencionar la camaradería del empeño común.

Kinnard había aparecido varias veces durante el día con pacientes recién salidos del quirófano. Kim se esforzó por estar siempre disponible. Le dio las gracias por la mejor noche de sueño que había tenido desde hacía semanas. Kinnard respondió que sería bienvenida siempre que quisiera, incluso aquella misma noche, pese a que él estaba de guardia y pasaría la noche en el hospital.

A ella le habría gustado quedarse. Después de su aislamiento en la finca, le gustaba estar en Boston, y sentía nostalgia por la época vivida en la ciudad, pero sabía que debía volver. No abrigaba ilusiones respecto de Edward, pero creía tener la obligación de estar allí.

En cuanto terminó su turno, Kim se encaminó a la esquina de Charles y Cambridge Street y cogió la línea roja a Harvard Square. Los trenes eran frecuentes a aquella hora, y al cabo de sólo veinte minutos andaba por Massachussets Avenue en dirección a la facultad de derecho de Harvard.

Aminoró el paso cuando se dio cuenta de que estaba sudando. Era un día caluroso pero sin la claridad cristalina del anterior. No soplaba la menor brisa, y un dosel brumoso y sofocante cubría la ciudad, de forma que parecía más un día de verano que de otoño. Los partes meteorológicos habían alertado sobre la posibilidad de tormentas violentas Un estudiante indicó a Kim el camino a la biblioteca. La encontró sin dificultad. El aire acondicionado del interior constituyó un alivio.

Otra pregunta la dirigió a la oficina de Helen Arnold. Kim dio su nombre a la secretaria, y ésta dijo que debería esperar.

Apenas se había sentado cuando una mujer negra, alta, delgada y muy atractiva apareció en la puerta de su despacho. Le hizo señas de que entrase.

—Soy Helen Arnold, y tengo buenas noticias para usted —dijo la mujer con entusiasmo. Indicó a Kim que se sentara.

Kim estaba impresionada por la apariencia de la mujer. No era lo que esperaba encontrar en una biblioteca de derecho.

Llevaba el cabello rizado de una forma exquisita, y un vestido de seda en tonos brillantes, que se anudaba en la cintura con una cadena de oro.

—Esta mañana temprano he hablado con la señora Sturburg, que por cierto es una mujer maravillosa, y me habló de su interés por una obra de Rachel Bingham.

Kim asintió durante el rápido monólogo de Helen.

—¿La ha encontrado? —preguntó Kim en cuanto Helen hizo una pausa.

—Sí y no. —Helen le dedicó una sonrisa radiante—. La buena noticia es que he confirmado la creencia de Katherine Sturburg de que la obra sobrevivió al incendio de 1764. Estoy absolutamente segura, créame. Por lo visto, había sido alojada de forma permanente en los aposentos de un profesor que no vivía en el recinto de la universidad. ¿A que es una buena noticia?

—Estoy contenta. De hecho, me emociona que no fuese destruida. Lo que pasa es que aún no me ha contestado si la ha encontrado o no. ¿Qué quiere decir «sí y no»?

—Simplemente, que si bien no he encontrado el libro, descubrí referencias al hecho de que el libro vino a parar a la biblioteca de esta facultad. También averigüé que archivar la obra creó confusión y dificultades acerca de la forma y el lugar, aunque tenía algo que ver con el derecho eclesiástico, como sugiere la carta de Increase Mather. A propósito, creo que la carta es fabulosa, y comprendo que haya pensado donarla a Harvard. Es muy generoso por su parte.

—Es lo menos que puedo hacer, después de todos los problemas que he causado. ¿Sabe alguien dónde puede estar la obra de Rachel Bingham?

—Sí. Después de investigar un poco más descubrí que había sido trasladada desde la biblioteca de derecho a la facultad de teología en 1815, poco después de construirse el Divinity Hall. Ignoro el motivo; quizá estaba relacionado con la dificultad de clasificarla en esta biblioteca.

—¡Dios mío! —exclamó Kim—. Cuántos viajes ha hecho ese libro.

—Me tomé la libertad de llamar a mi colega de la biblioteca de la facultad de teología antes del mediodía. Espero que no le importe.

—Por supuesto que no —contestó Kim. Se alegraba de que Helen hubiera tomado la iniciativa.

—Se llama Gertrude Havermeyer. Es un poco antipática, pero tiene un corazón de oro. Prometió que lo miraría.

Helen cogió una hoja de papel y escribió el nombre y el número telefónico de Gertrude. Después, sacó un plano del campus de Harvard y rodeó con un círculo la facultad de teología.

Pocos minutos después, Kim cruzó el terreno de la universidad. Dejó atrás el laboratorio de física y rodeó el museo para llegar a la Divinity Avenue. Desde allí, la oficina de Gertrude Havermeyer sólo distaba unos pasos.

—De modo que usted es el motivo de que haya desperdiciado toda mi tarde —dijo Gertrude cuando Kim se presentó.

Estaba de pie frente a su escritorio, con los brazos en jarras. Tal como Helen Arnold había insinuado, Gertrude aparentaba un carácter severo e inflexible. No obstante, su aspecto físico desmentía sus bravuconadas. Era una mujer menuda, de cabello blanco, que miraba a Kim a través de sus gafas trifocales con montura de acero.

—Lamento haberle causado algún inconveniente —se disculpó Kim, invadida por un sentimiento de culpabilidad.

—Desde que contesté a la llamada de Helen Arnold, no he podido dedicar ni un segundo a mi trabajo —se lamentó Gertrude—. Me ha ocupado horas, literalmente.

—Espero que sus esfuerzos no hayan sido en vano.

—Encontré un recibo en un libro mayor de ese período, así que Helen tenía razón. La obra de Rachel Bingham fue enviada desde la facultad de derecho y llegó a la facultad de teología. Sin embargo, no encontré ninguna referencia al libro en el ordenador, el antiguo catálogo de fichas, ni el antiquísimo catálogo que guardamos en el sótano.

Kim se sintió desfallecer.

—Siento que se haya esforzado tanto para nada —dijo.

—Bien, no me rendí. Nunca en la vida. Cuando me comprometo en algo, no doy el brazo a torcer, de modo que empecé a repasar todas esas viejas fichas escritas a mano de cuando se organizó la biblioteca. Fue frustrante, pero encontré otra referencia, más por suerte que por otra cosa, excepto perseverancia. Aún no entiendo por qué no lo incluyeron en el índice principal de la biblioteca.

Las esperanzas de Kim aumentaron. Seguir la pista de la prueba de Elizabeth era como desplazarse histéricamente sobre una montaña rusa.

—¿La obra sigue aquí? —preguntó.

—Cielos, no —replicó Gertrude, indignada—. En ese caso, saldría en el ordenador. Aquí lo tenemos todo controlado. No, la referencia final que encontré indicaba que había sido enviada a la facultad de medicina en 1826, después de permanecer aquí menos de un año. Por lo visto, nadie sabía dónde ponerla. Es todo muy misterioso, porque ni siquiera había una indicación de a qué categoría pertenecía.

—Por el amor de Dios —dijo Kim, frustrada—. Buscar ese libro, o lo que sea, se está convirtiendo en una especie de broma pesada.

—¡Arriba esos ánimos! —ordenó Gertrude—. Me he esforzado mucho por usted. Incluso telefoneé a la Biblioteca Médica Countway y hablé con John Moldavian, que está a cargo de los libros y manuscritos raros. Le conté la historia, y me aseguró que investigaría.

Después de dar las gracias a Gertrude, Kim volvió a Harvard Square y cogió la línea roja hacia Boston.

Era una hora punta, y Kim tuvo que apretarse en el vagón.

No había asientos libres, de modo que permaneció de pie.

Empezó a pensar seriamente en abandonar la investigación sobre Elizabeth. Era como perseguir a un espejismo. Cada vez que creía estar cerca, se trataba de una pista falsa.

Se dirigió al aparcamiento del hospital, subió a su coche, puso en marcha el motor y pensó en el denso tráfico que la esperaba. A aquella hora, pasar el cruce de Leverett Circle le llevaría unos treinta minutos.

Cambió de opinión y fue en dirección opuesta, hacia la Biblioteca Médica Countway. Prefería seguir la pista de Gertrude antes que quedar atrapada en un embotellamiento de tráfico.

John Moldavian parecía perfectamente apropiado para trabajar en una biblioteca. Era un hombre educado que hablaba sin alzar la voz, y cuyo amor por los libros se revelaba en el cuidado con que los manejaba. Kim se presentó y mencionó el nombre de Gertrude. La reacción de John fue buscar de inmediato algo entre la confusión que reinaba en su escritorio.

—Tengo algo para usted —dijo—. ¿Dónde demonios lo habré metido?

Kim lo miró mientras revisaba sus papeles. Tenía la cara delgada, dominada por unas gafas de montura negra y cristales gruesos. Su fino bigote parecía casi tan perfecto como si lo hubieran dibujado con lápiz de cejas.

—¿La obra de Rachel Bingham se encuentra en esta biblioteca? —se atrevió a preguntar Kim.

—No, ya no. —El rostro de John se iluminó—. Ah, aquí está. —Levantó una hoja de papel.

Kim suspiró en silencio. «Vaya con la pista de Gertrude», pensó.

—Busqué 1826 en los registros de la biblioteca de la facultad —dijo John—, y encontré esta referencia a la obra que busca.

—Déjeme adivinar. La enviaron a otra parte.

John miró a Kim por encima de la hoja que sujetaba.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó.

Kim lanzó una breve carcajada.

—Es lo que suele ocurrir —contestó—. ¿Adónde fue a parar?

—Al departamento de anatomía. Hoy se llama departamento de biología celular, por supuesto.

Kim sacudió la cabeza con incredulidad.

—¿Por qué demonios la enviaron allí? —preguntó.

—No tengo ni idea. La anotación que encontré era bastante extraña. Adoptaba la forma de una tarjeta escrita a mano apresuradamente, anexa al libro, manuscrito o dibujo. Le he hecho una fotocopia.

John tendió el papel a Kim.

Kim lo cogió. Costaba leerlo. Tuvo que volverse para aprovechar la luz que entraba por la ventana. Parecía decir: «Curiosidad de Rachel Bingham concedida en 1691». Al ver la palabra «curiosidad», Kim recordó que Mary Custland le había hablado de un «depósito de curiosidades» que se había perdido en el incendio de 1764, y sugería que la obra de Rachel Bingham había formado parte de aquella colección. Pensó en la carta que Jonathan había dirigido a su padre y supuso que tenía ante sí una nota escrita a mano por aquél. Recreó en su mente a un nervioso Jonathan Stewart garrapateando rápidamente en la tarjeta, presa del pánico y ansioso por huir de la habitación del profesor donde había entrado a escondidas para cambiar el nombre de Elizabeth por el de Rachel Bingham. De haberlo descubierto, tal vez lo habrían expulsado de la universidad.

—Llamé al jefe del departamento —explicó John, que interrumpió las elucubraciones de Kim—. Me remitió a otro caballero llamado Carl Nebolsine, que es el conservador del Museo Anatómico Warren. Lo llamé. Me dijo que si quería ver el objeto me acercara al edificio de la administración.

—¿Quiere decir que lo tiene? —preguntó Kim, incrédula.

—Por lo visto. El Museo Anatómico Warren está en la quinta planta del edificio A, justo enfrente de la biblioteca. ¿Le interesa ir?

—Ya lo creo —contestó Kim. Notó que su pulso se aceleraba al pensar que por fin había encontrado la prueba de Elizabeth.

John cogió el teléfono.

—Vamos a ver si el señor Nebolsine aún sigue allí. Estaba hace un ratito, pero creo que tiene varios despachos. Al parecer, se ocupa de algunos museos y colecciones menores dispersos por la comunidad de Harvard.

John sostuvo una veloz conversación, en medio de la cual alzó el pulgar en dirección a Kim.

—Está de suerte —dijo después de colgar el auricular—. Sigue allí, y la recibirá en el museo si va ahora mismo.

—Me marcho —dijo Kim. Dio las gracias a John y se encaminó a toda prisa al edificio A, una construcción de estilo neoclásico con un enorme frontón sostenido por columnas dóricas. Un guardia la detuvo en la puerta, pero la dejó pasar cuando vio su tarjeta de identidad del hospital.

Kim salió del ascensor en la quinta planta. El museo en sí estaba pegado a la pared de la izquierda, y consistía en una serie de vitrinas. Contenían la habitual colección de instrumentos quirúrgicos primitivos, capaces de hacer temblar a un estoico, fotos antiguas y especímenes patológicos. Había montones de cráneos, incluido uno con un agujero en la cuenca orbital izquierda y otro en la parte superior de la cabeza.

—Un caso muy interesante —dijo una voz. Kim se volvió y vio a un hombre mucho más joven de lo que suponía para ser conservador de museo—. Usted debe de ser Kimberly Stewart. Yo soy Carl Nebolsine.

Kim le estrechó la mano.

—¿Ve esa varilla? —dijo Carl, señalando una vara de acero de metro y medio de largo—. Se llama vara de apisonar. Se utilizaba para embutir pólvora negra y arcilla en un orificio practicado con el propósito de disparar. Hace cien años o así, la vara atravesó la cabeza de ese hombre. —Carl indicó la calavera—. Lo más asombroso es que el hombre sobrevivió.

—¿Quedó bien?

—Dicen que su personalidad no era agradable después de recuperarse del trauma, pero me parece lógico.

Kim examinó algunos objetos. Al fondo, observó que se exhibían varios libros.

—Tengo entendido que está usted interesada en el objeto de Rachel Bingham —dijo Carl.

—¿Está aquí?

—No.

Kim miró al hombre como si no hubiese oído bien lo que decía.

—Está abajo, en el almacén —explicó Carl. No recibimos muchas peticiones para verlo, y carecemos de espacio suficiente para exhibir todo lo que tenemos. ¿Le gustaría verlo?

—Muchísimo.

Bajaron en ascensor al sótano y siguieron una ruta laberíntica que Kim no habría sido capaz de desandar sola. Carl abrió una pesada puerta de acero. Encendió las luces, que se limitaban a varias bombillas desnudas.

La sala estaba llena de vitrinas antiguas y polvorientas.

—Lamento el desorden —dijo Carl—. Está muy sucio. Casi nadie baja.

Kim siguió a Carl entre las vitrinas, que contenían huesos, libros, instrumentos y frascos con órganos conservados en formaldehído. Carl se detuvo, y Kim lo imitó. Se apartó a un lado y señaló la vitrina que tenía delante.

Kim retrocedió con una mezcla de horror y asco. No estaba preparada para lo que veía. Embutido en un frasco de cristal ancho, lleno de un líquido de color pardo, había un feto de cuatro o cinco meses que parecía un monstruo.

Carl abrió la vitrina, indiferente a la reacción de Kim. Introdujo la mano y acercó el pesado frasco, de forma que el contenido se agitó grotescamente. Fragmentos de tejido remolinearon como la falsa nieve de las bolas de cristal infantiles.

Kim se llevó la mano a la boca, sin dejar de mirar el feto anencefálico, que carecía de cerebro y tenía el cráneo aplastado. Tenía el paladar hendido, y daba la impresión de que la boca estuviera hincada en la nariz. Sus rasgos se habían deformado aún más por estar comprimido dentro del recipiente de cristal. Desde sus ojos saltones hacia atrás, la cabeza era plana y estaba cubierta por una mata de cabello negro como el carbón. La enorme mandíbula era desproporcionada en relación con el resto de la cara. Las rechonchas extremidades superiores del feto terminaban en manos similares a palas de dedos cortos, algunos de ellos fusionados. Recordaban a patas hendidas. Del trasero surgía una cola larga, como la de un pez.

—¿Quiere que lo saque para examinarlo con una luz mejor? —se ofreció Carl.

—¡No! —exclamó Kim con cierta brusquedad. Explicó a Carl, en un tono más reposado, que ya lo veía bien.

Kim comprendió que la mente del siglo XVII había considerado aquella malformación bestial la encarnación del diablo. De hecho, había visto tallas de madera que representaban al diablo y eran idénticas al feto.

—¿Quiere que le de la vuelta para ver el otro lado? —preguntó Carl.

—No, gracias —contestó Kim. Retrocedió instintivamente.

Ahora, ya sabía por qué la facultad de derecho y la facultad de teología no habían sabido qué hacer con aquello. También recordó la nota que John Moldavian le había enseñado en la biblioteca médica. No decía «Curiosidad de Rachel Bingham concedida en 1691». La palabra no era «concedida», sino «concebida».

Recordó que Elizabeth, en su diario, expresaba preocupación por el inocente Job. No era una referencia bíblica. Elizabeth sabía que estaba embarazada y ya había llamado Job al niño. Una coincidencia trágica, pensó Kim.

Dio las gracias a Carl y volvió hacia su coche con paso vacilante. Mientras caminaba, pensó en la doble tragedia de Elizabeth, estar embarazada al tiempo que, sin saberlo, un hongo que había crecido en su almacén de centeno la envenenaba lentamente. En aquella época todo el mundo habría creído a pies juntillas que su antepasada había mantenido relaciones con el demonio para concebir un monstruo que era una manifestación del pacto, sobre todo porque los «ataques» habían empezado en casa de Elizabeth para luego propagarse a las casas de los niños que habían comido el pan que ella preparaba. La determinación de Elizabeth, su desdichado litigio con la familia Putnam y su cambio de posición social habían contribuido a que la situación empeorase.

Puso en marcha el motor del coche. Ya tenía claro por qué habían acusado a Elizabeth de ser una bruja, y por qué la habían condenado.

Kim condujo como en estado de trance. Empezaba a comprender el motivo por el cual su antepasada no había confesado para salvar su vida, como sin duda le habría suplicado Ronald. Sabía que no era una bruja, pero la confianza en su inocencia había sido socavada, en especial porque todo el mundo se había puesto en su contra: amigos, magistrados, incluso el clero. Con su marido ausente, Elizabeth carecía de todo apoyo. Se habría considerado culpable de alguna horrorosa transgresión a la ley de Dios. ¿De qué otro modo explicar la concepción de un ser tan demoníaco? Tal vez había llegado a pensar que su destino era justo.

Kim quedó atrapada en el tráfico de Storrow Drive y se vio obligada a avanzar metro a metro. El tiempo no había mejorado. De hecho, hacía más calor. Se sintió cada vez más angustiada por el embotellamiento.

Por fin, consiguió salir en el semáforo de Leverett Circle, y aceleró hacia el norte por la interestatal 93. La liberación literal vino acompañada de una nueva revelación y la insinuación de una libertad figurada. Kim empezaba a creer que la conmoción provocada por su encuentro visual con el monstruo de Elizabeth había logrado que captara el mensaje de ésta: Kim debía creer en sí misma. Al igual que la desdichada Elizabeth, lo que creyeran los demás no debía ser motivo para que perdiese la confianza en sí misma. No debía permitir que figuras autoritarias dominaran su vida. Elizabeth no había tenido otra alternativa, pero Kim sí.

La mente de Kim funcionaba a toda máquina. Recordó las tediosas horas que había pasado con Alice McMurray, hablando sobre su escaso amor propio. Recordó las teorías que Alice había apuntado para explicar su origen, una combinación de la indiferencia sentimental de su padre, sus vanos intentos por complacerlo y la pasividad de su madre ante los amoríos de su esposo. De repente, toda aquella cháchara se le antojó trivial. Era como si se refiriese a otra persona. Aquellas discusiones nunca la habían afectado tanto como la conmoción final de la odisea de Elizabeth.

Ahora todo le parecía claro. Daba igual que su débil amor propio proviniese de la dinámica familiar, su temperamento tímido o una combinación de ambas circunstancias. La realidad era que Kim no había permitido que sus aptitudes y sus propios intereses dirigieran su vida. La elección de su carrera era un buen ejemplo, al igual que su actual situación vital.

Kim tuvo que frenar de repente. Comprobó con sorpresa y disgusto que se había producido otro embotellamiento en la interestatal, por lo general despejada. Una vez más se vio obligada a avanzar a paso de tortuga. El calor, más propio de verano, se colaba por la ventanilla abierta. Hacia el oeste, vio que enormes nubes de tormenta se acumulaban sobre el horizonte.

Mientras avanzaba lentamente, Kim tomó una súbita decisión. Debía cambiar de vida. Primero, había permitido que su padre la gobernara, pese al hecho de que apenas existía relación entre ambos. Y ahora, había dejado que Edward repitiese la jugada. Vivían juntos, pero sólo en teoría. De hecho, estaba aprovechándose de ella y no daba nada a cambio. El laboratorio de Omni debería pertenecerle, y los investigadores no tendrían que vivir en la mansión de la familia Stewart.

A medida que el tráfico se descongestionaba, Kim fue acelerando, y se prometió que pondría remedio a la situación.

Lo primero que haría cuando llegase a la finca sería hablar con Edward.

Consciente del temor que le producían las confrontaciones y su inclinación a aplazar cualquier decisión, Kim puso énfasis en la importancia de hablar con Edward lo antes posible, sobre todo teniendo en cuenta que Ultra podía ser teratológico o perjudicial para los fetos en desarrollo. Kim sabía que esa información era vital para el estudio de una droga experimental, no sólo en lo que a las mujeres se refería, sino porque muchas drogas teratológicas podían producir cáncer.

Cuando Kim entró en la finca, eran casi las siete. Las nubes de tormenta que seguían acumulándose hacia el oeste hacían que estuviese más oscuro de lo normal para la época del año. Mientras conducía hacia el laboratorio, advirtió que ya habían encendido las luces.

Aparcó, pero no salió del coche al instante. Pese a su decisión, se debatió entre el impulso de entrar o no. De pronto, se le ocurrieron montones de excusas para aplazar la visita, pero no cedió. Apretó los dientes, abrió la puerta del coche y salió.

—Has de hacer esto aunque vaya la vida en ello —dijo en voz alta.

Después de alisar las arrugas del uniforme y echarse el cabello hacia atrás, entró en el laboratorio.

En cuanto la puerta interior se cerró a sus espaldas, Kim se dio cuenta de que en la atmósfera del laboratorio se había producido un nuevo cambio. Estaba segura de que David, Gloria y, tal vez, Eleanor, la habían visto llegar, pero no la saludaron. Volvieron la cara a propósito. Nadie reía ni conversaba. La tensión se palpaba en el ambiente.

La angustia de Kim aumentó, pero se obligó a ir en busca de Edward. Lo encontró en un rincón oscuro, ante su ordenador. La pálida luz verdosa del monitor iluminaba su rostro de un modo siniestro.

Kim se acercó y permaneció inmóvil un momento a su lado. No se decidía a interrumpirlo. Mientras miraba, las manos de Edward volaban sobre el teclado, pero detectó un temblor en sus dedos. También oyó que respiraba más deprisa que ella.

—Edward, por favor —dijo por fin, con voz vacilante—. He de hablar contigo.

—Después —contestó él sin mirarla.

—Es importante que hablemos ahora —insistió Kim.

Edward sorprendió a Kim cuando se puso de pie de un salto. El brusco movimiento provocó que su silla ergonómica saliese disparada sobre sus ruedas y se estrellara contra una vitrina. Acercó tanto la cara a Kim que ella pudo ver telarañas rojas en el blanco de sus ojos saltones.

—¡He dicho después! —repitió con los dientes apretados, y la miró como si la retara a contradecirlo.

Kim retrocedió y chocó contra el banco. Extendió la mano para sostenerse y tiró una cubeta al suelo. Se rompió en mil pedazos y crispó los nervios de Kim, que ya estaba bastante alterada.

Ésta no se movió. Miró a Edward con aprensión. Una vez más actuaba como si estuviera a punto de perder el control, como cuando había tirado su copa de vino en el apartamento de Cambridge. Pensó que había ocurrido algo desagradable en el laboratorio. Fuera lo que fuera, todo el mundo estaba tenso, y especialmente Edward.

La primera reacción de Kim fue sentirse solidaria con él. Sabía lo mucho que había trabajado. Pero después, se serenó.

Gracias a lo que había descubierto, aquellos pensamientos representaban una vuelta a las viejas costumbres, y se había comprometido a hacer caso del mensaje de Elizabeth. Por primera vez en su vida, debía defenderse y pensar en sus necesidades.

Al mismo tiempo, Kim era capaz de ser realista. Sabía que provocar a Edward en el momento más inoportuno no iba a reportarle beneficios. A juzgar por el modo en que se comportaba, en aquel momento no estaba de humor para hablar sobre su relación.

—Siento interrumpirte —dijo Kim, cuando comprendió que Edward había recuperado parte de su control—. Es evidente que no es el momento adecuado para hablar contigo. Estaré en casa. Necesito que hablemos, de modo que ven cuando te veas con fuerzas. —Dio media vuelta y se dispuso a salir. Apenas había dado unos pasos, cuando se detuvo, giró en redondo, y añadió—: Hoy he averiguado algo que deberías saber. Tengo motivos para creer que Ultra puede ser teratológico.

—Probaremos la droga en ratas preñadas —replicó Edward con rudeza—. Por el momento, tenemos un problema más acuciante.

Kim reparó en que Edward tenía una erosión en la parte izquierda de la cabeza. Después, vio que tenía cortes en las manos, como Curt.

Avanzó instintivamente.

—Te has hecho daño —dijo. Extendió la mano para examinar la herida.

—No es nada —contestó él, mientras le apartaba la mano.

Dio media vuelta, se sentó ante su ordenador y reanudó el trabajo.

Kim abandonó el laboratorio, consternada. El humor y el comportamiento de Edward eran impredecibles. Cuando salió, advirtió que había oscurecido de forma significativa. No soplaba la menor brisa. Las hojas de los árboles estaban inmóviles. Algunos pájaros surcaban el cielo amenazador en busca de refugio.

Corrió hacia el coche. Escudriñó las nubes ominosas, que se habían acercado aún más, y distinguió tenues rayos en la lejanía. Para recorrer la corta distancia que la separaba de la casa encendió los faros delanteros.

Lo primero que hizo cuando llegó a la casa fue entrar en el salón. Clavó la vista en el retrato de Elizabeth y contempló a la mujer con simpatía, admiración y gratitud renovadas.

Después de mirar unos instantes el enérgico rostro de su antepasada, empezó a tranquilizarse. La imagen fortaleció su resolución. Esperaría a Edward, pero sostendría una conversación definitiva con él.

Apartó los ojos del cuadro y paseó por la casa que Elizabeth y ella habían compartido. Pese a su reciente sensación de soledad, era una vivienda romántica y encantadora, y no pudo por menos que preguntarse hasta qué punto vivir allí con Kinnard habría sido diferente a hacerlo con Edward.

Entró en el comedor, que en tiempos de Elizabeth había sido la cocina, y se lamentó de las pocas veces que había utilizado la mesa. No cabía duda de que septiembre había sido un fracaso, y Kim se reprendió por haber permitido que Edward la arrastrase en su cruzada por el desarrollo de una droga.

Impulsada por una rabia repentina, Kim dio un paso más, y por primera vez admitió que sentía asco por la codicia incipiente de Edward y por su nueva personalidad, determinada por Ultra. En su mente no había lugar para el conocimiento de sí misma, la seguridad o la alegría inducidas por las drogas. Todo era falso. La idea de una psicofarmacología meramente cosmética le repugnaba.

Tras haber afrontado sus verdaderos sentimientos hacia Edward, Kim pensó en Kinnard. A la luz de sus nuevos descubrimientos, comprendió que era bastante responsable de sus dificultades recientes. Se reprendió por permitir que su miedo al rechazo la hubiera empujado a malinterpretar los intereses infantiles de Kinnard, con la misma energía que había empleado para rechazar la codicia de Edward.

Suspiró. Estaba física y mentalmente agotada. Al mismo tiempo, experimentaba una calma interior. Por primera vez en meses, no sentía la angustia vaga y acuciante que la había asolado. Si bien sabía que su vida era un desastre, se había comprometido a cambiar, y creía saber por dónde empezar.

Se entregó al placer de un baño largo y reparador; no recordaba cuándo había sido la última vez. Luego, se puso un chándal y se preparó la cena.

Después de comer, Kim se acercó a la ventana del salón y miró hacia el laboratorio. Se preguntó en qué estaría pensando Edward y cuándo lo vería.

Apartó los ojos del laboratorio y se fijó en las negras siluetas de los árboles. Estaban completamente inmóviles, como embutidos en cristal; no soplaba nada de viento. La tormenta, que cuando había llegado parecía inminente, se había desplazado hacia el oeste. No obstante, vio un rayo. Esta vez, describió una curva hasta el suelo, y un trueno lejano retumbó al cabo de un instante.

Kim volvió a entrar en la sala y contempló el retrato de Elizabeth. Pensó en el feto deforme, nadando en su frasco.

Kim se estremeció. No era de extrañar que la gente de los tiempos de Elizabeth creyese en la brujería y la magia. No encontraba otra explicación para sucesos tan inquietantes.

Gran parte del mundo era un misterio absoluto, incluido el rayo que Kim acababa de ver por la ventana.

Se acercó más al cuadro y estudió las facciones de su antepasada. La línea de la mandíbula, la forma de los labios y la mirada franca eran una señal de energía. Kim se preguntó si la cualidad se había debido al temperamento o al carácter, si era innata o adquirida, natural o producto del aprendizaje.

Reflexionó sobre su reciente seguridad, que atribuía a Elizabeth, y se preguntó si sería capaz de conservarla. Pensó que el hecho de que por la tarde hubiera ido al laboratorio era un primer paso. Estaba segura de que no podría haber hecho eso en el pasado.

A medida que avanzaba la noche, Kim empezó a pensar en la posibilidad de introducir un cambio en su vida profesional, y se preguntó si poseía el valor de correr el riesgo. Teniendo en cuenta la herencia que había recibido sabía que no podía utilizar la situación económica como excusa. Consideraba que la posibilidad de dedicarse al arte era atractiva, aunque arriesgada.

Una de las consecuencias inesperadas de los esfuerzos de Kim por clasificar trescientos años de documentos mercantiles en el castillo, consistía en darse cuenta de lo poco que había contribuido su familia a la comunidad. La montaña de papeles y el desabrido edificio que los alojaba eran los dos legados principales. No había existido ningún artista, músico o escritor. Por lo que ella sabía, no tenían colecciones de arte, una biblioteca importante ni se habían caracterizado por su actividad filantrópica. De hecho, no habían realizado ninguna contribución a la cultura, a menos que la afición por los negocios constituyese una forma de cultura en sí misma.

A las nueve, Kim estaba más que agotada. Media hora antes, había acariciado la idea de volver al laboratorio, pero la descartó de inmediato. Si Edward quería hablar, tendría que venir a casa. Le escribió una nota en una hoja adhesiva y la pegó en el espejo del lavabo. Sólo decía: «Me levantaré a las cinco, y entonces podremos hablar».

Después de sacar un rato a la gata, Kim se metió en la cama. No intentó leer, ni siquiera pensó en tomar algo para dormir y se durmió al cabo de pocos minutos.