Domingo 2 de octubre de 1994
A la luz brumosa que precede al alba, Edward y los investigadores se encontraron a mitad de camino entre el castillo y el laboratorio, y desfilaron en silencio entre la hierba húmeda hasta su lugar de trabajo. Todos exhibían un semblante sombrío. Cuando llegaron, se prepararon el café de la mañana.
Nadie habló más de unas pocas palabras. Se comunicaban mediante gestos y gruñidos.
Edward estaba mucho más serio que los demás, y había mejorado desde el momento de despertarse, media hora antes. Cuando salió de la cama, se quedó sorprendido al ver en el suelo los huesos de un pollo, que al parecer alguien había sacado de un cubo de basura, pues había restos de café incrustados en ellos. Después, se fijó en que tenía las uñas muy sucias, como si hubiera removido tierra. En el cuarto de baño, se miró en el espejo y vio que su cara y su camiseta estaban sucias.
Todos llevaron sus tazas de café a la zona del laboratorio que utilizaban para sus reuniones.
—Aunque he reducido a más de la mitad mi dosis de Ultra, esta noche he salido —dijo Edward con aire lúgubre—. Cuando desperté esta mañana, estaba tan sucio como siempre. Debí de arrastrarme por el barro. ¡Tuve que lavar mis sábanas!
Y fijaos en mis manos. —Las extendió con las palmas hacia arriba, para que vieran la miríada de cortes y arañazos—. Mi pijama estaba tan sucio que tuve que tirarlo.
—Yo también salí —admitió Curt.
—Me temo que yo también —dijo David.
—¿Qué posibilidades existen de que vayamos más allá de los límites de la finca? —preguntó Francois.
—No hay forma de saberlo —contestó David—, pero es una idea muy inquietante. ¿Tuvimos algo que ver con ese vagabundo?
—Ni siquiera menciones la posibilidad —intervino Gloria—. Hay que descartarlo.
—El problema inmediato podría ser la policía o algún vecino —dijo Francois—. Si todos los habitantes de la ciudad están tan preocupados como Kim asegura, cualquiera de nosotros podría tener problemas si sale de la finca.
—Es muy preocupante —dijo David—. Supongo que no hay forma de saber cómo reaccionaríamos.
—Si funcionamos bajo la guía de nuestro cerebro reptiliano, es fácil de imaginar —dijo Curt—. Predominaría el instinto de supervivencia. Nos resistiríamos, sin la menor duda. No debemos engañarnos. Seríamos violentos.
—Hay que parar esto —dijo Francois.
—Bien, yo no salí —dijo Eleanor—. Por lo tanto, existe una relación con las dosis.
—Estoy de acuerdo —dijo Edward—. Reduzcamos otra vez a la mitad nuestras dosis, lo cual equivaldrá, como máximo, a una cuarta parte de la dosis primera de Eleanor.
—Temo que no sea suficiente —dijo Gloria. Todos se volvieron a mirarla—. Ayer no tomé Ultra, y me temo que también salí. Traté de mantenerme despierta para evitarlo, pero me resultó imposible.
—Desde que tomo Ultra, caigo dormido a las primeras de cambio —admitió Curt—. Lo achacaba al nivel de actividad del día. Tal vez esté relacionado con la droga.
Todos se mostraron de acuerdo con Curt y añadieron que cuando despertaban por la mañana tenían la sensación de haber dormido muy bien.
—Esta mañana, hasta me sentí descansado —dijo Francois—. Me sorprendió especialmente, sobre todo debido a la evidencia de que había salido, pese a la lluvia.
Todos guardaron silencio durante unos minutos, mientras meditaban acerca del dilema suscitado por la revelación de Gloria, en el sentido de que, pese a haber dejado de tomar la droga, aún sufría sonambulismo.
Edward rompió por fin el silencio.
—Todos nuestros estudios demuestran que Ultra se metaboliza a un nivel razonable, y mucho más deprisa que el Prozac. La experiencia de Gloria sólo indica que la concentración en su cerebro inferior todavía es más alta de lo necesario. Tal vez deberíamos reducir más nuestras dosis. En una centésima parte.
Francois volvió a extender las manos para que todos las vieran.
—Estos cortes me dicen algo. No quiero volver a correr ese riesgo. Es evidente que he salido a merodear sin saber qué hacía. No quiero que me disparen o persigan por comportarme como un animal. Voy a dejar de tomar la droga.
—Yo pienso lo mismo —dijo David.
—Es razonable —dijo Curt.
—De acuerdo —dijo Edward a regañadientes—. Tenéis razón. Es absurdo que pongamos en peligro nuestra seguridad o la seguridad de otra persona. A todos nos gustaba considerarnos animales en la universidad, pero creo que ya se nos han pasado las ganas.
Todos sonrieron. La tensión y la tristeza que habían presidido la reunión habían ido remitiendo poco a poco, y ahora ya habían desaparecido.
—Dejemos de tomar la droga y hagamos una nueva valoración dentro de unos días —dijo Edward—. En cuanto nuestro organismo la haya eliminado podremos plantearnos empezar de nuevo con dosis mucho más bajas.
—No voy a tomar la droga hasta que descubramos un organismo animal que imite este efecto de sonambulismo —dijo Gloria—. Creo que debería estudiarse a fondo antes de plantear su uso en humanos.
—Respetamos tu opinión —contestó Edward—. Como siempre he dicho, la automedicación es totalmente voluntaria. Debo recordarte que mi intención primitiva era ser el único en tomar la droga.
—¿Qué vamos a hacer mientras tanto para reforzar la seguridad? —preguntó Francois.
—Quizá deberíamos hacernos electroencefalogramas mientras dormimos —sugirió Gloria—. Podríamos conectarnos a un ordenador para que nos despertase si cambian las pautas normales de sueño.
—Brillante idea —dijo Edward—. El lunes me ocuparé de pedir el equipo.
—¿Y esta noche? —preguntó Francois.
Todos meditaron por unos segundos.
—Por suerte, no habrá problemas —dijo finalmente Edward—. Al fin y al cabo, Gloria tomaba la segunda dosis más alta y debía de tener niveles en la sangre significativamente altos en relación a su peso. Creo que deberíamos comparar nuestros niveles con el de ella. Si son más bajos, tal vez estemos bien. La única persona que debe plantear un riesgo significativo es Curt.
—Muchas gracias —respondió con una sonrisa el aludido—. ¿Por qué no me encierras en una jaula con los monos?
—No es mala idea —dijo David.
Curt dirigió un puñetazo amistoso a la cabeza de David.
—Quizá deberíamos dormir por turnos —sugirió Francois—. Nos vigilaríamos mutuamente.
—Dormir por turnos es buena idea —dijo Edward—. Además, si averiguamos hoy los niveles en la sangre, podremos establecer la relación con los efectos de sonambulismo que puedan ocurrir esta noche.
—No hay mal que por bien no venga, ¿sabes? —dijo Gloria—. Al dejar de tomar Ultra, tendremos una estupenda oportunidad de vigilar los niveles de sangre y orina, y relacionarlos con los efectos psicológicos residuales. Todo el mundo debería estar atento a cualquier síntoma depresivo, por si hay fenómenos reactivos. Los estudios con monos sugieren que no existen síntomas de retirada, pero hay que confirmarlo.
—Aprovecharemos todo lo que podamos —dijo Edward—. Entretanto, hay mucho que hacer. Insisto en que debemos mantener el secreto de todo lo que hemos hablado, hasta que tengamos la posibilidad de aislar el problema y eliminarlo.
Kim miró el reloj y parpadeó. No dio crédito a sus ojos.
Eran casi las diez. No había dormido tanto desde que iba a la universidad.
Se sentó en el borde de la cama y recordó de pronto el escalofriante episodio del cobertizo. La había aterrorizado.
Después, los nervios impidieron que volviera a dormirse. Al fin, tras casi dos horas de intentos, se rindió y tomó otro medio comprimido de Xanax. Cuando se calmó, se puso a pensar en la carta de Thomas Putnam que describía la huida de Elizabeth al cobertizo, sin duda bajo la influencia del hongo venenoso. Kim consideró que era otra coincidencia el que, presa del pánico, hubiera huido al mismo cobertizo.
Tomó una ducha, se vistió y desayunó, con la esperanza de recuperarse lo bastante para disfrutar del día. Sólo tuvo éxito en parte. Se sentía perezosa a causa de la dosis doble de medicación. También se sentía angustiada, pese al Xanax. El fármaco era incapaz de combatir la acción combinada del terror que padecía por la noche y su inquietud general. Necesitaba algo más, y examinar documentos antiguos en el castillo no iba a servir de nada. Kim necesitaba un contacto humano, y echaba de menos las facilidades y recursos de la ciudad.
Se sentó al teléfono y llamó a varias amigas de Boston, pero no tuvo suerte. Siempre respondía un contestador automático. Dejó su número en algunos, pero no esperaba que la llamasen hasta la noche. Sus amigas eran personas activas, y había mucho que hacer un domingo de otoño de Boston.
Kim, cada vez más ansiosa por alejarse de la finca, llamó a Kinnard casi confiando en que no contestara. No sabía qué iba a decirle. Descolgó al segundo timbrazo.
Intercambiaron saludos. Kim estaba nerviosa. Intentó disimularlo, pero sin demasiado éxito.
—¿Estás bien? —preguntó Kinnard después de una pausa—. Pareces un poco rara.
Kim se esforzó por pensar en algo, pero no pudo. Se sentía confusa, avergonzada e hipersensible.
—El que no contestes, ya me dice algo —siguió Kinnard—. ¿Puedo ayudarte? ¿Ocurre algo?
Kim respiró hondo para recuperar su control.
—Puedes ayudarme —dijo por fin—. Necesito huir de Salem. He llamado a varias amigas, pero ninguna está en casa. Se me ha ocurrido ir a la ciudad y pasar la noche ahí, porque por la mañana he de ir a trabajar.
—¿Por qué no te quedas aquí? —preguntó Kinnard—. Sacaré mi bicicleta de ejercicios y los ochenta mil ejemplares del New England Journal of Medicine del cuarto de los invitados, y será todo tuyo. Además, tengo el día libre. Estoy seguro de que podríamos pasarlo bien.
—¿De veras crees que es una buena idea?
—Me portaré bien, si es eso lo que te preocupa. —Kinnard rió.
Kim se preguntó si era ella la que estaba preocupada por portarse bien.
—Vamos —la animó él—. Creo que te vendrá de perlas pasar un día y una noche en la ciudad.
—De acuerdo —dijo Kim con repentina determinación.
—¡Fantástico! ¿A qué hora llegarás?
—¿Te va bien dentro de una hora?
—Hasta luego.
Kim colgó el auricular. No estaba segura de lo que hacía, pero se sentía bien. Se levantó, subió por la escalera y recogió sus cosas, sin olvidar el uniforme. Dejó comida de más en la cocina para Saba y cambió la caja de serrín de la puerta trasera.
Después de poner sus cosas en el coche, Kim condujo hasta el laboratorio. Antes de entrar en el edificio se detuvo a pensar si debía decir que iba a quedarse en casa de Kinnard.
Decidió callarlo, aunque lo admitiría si Edward preguntaba.
En el laboratorio reinaba una atmósfera de concentración aun mayor que en su última visita. Todo el mundo estaba absorto en su trabajo, y apenas perdieron tiempo en saludarla.
A Kim no le importó; de hecho, lo prefirió así. Lo último que deseaba era una larga conferencia sobre algún experimento críptico.
Encontró a Edward en su impresora. Su ordenador no paraba de escupir datos. Dedicó a Kim una sonrisa fugaz, y al instante volvió a concentrarse en la impresora.
—Me voy a Boston a pasar el día —anunció Kim, muy animada.
—Estupendo —contestó Edward.
—Pasaré también la noche. Te dejaré el número, si quieres.
—No es necesario. Si hay algún problema, llámame. Estaré aquí, como de costumbre.
Kim se despidió y caminó hacia la puerta. Edward la llamó. Ella se detuvo.
—Lamento muchísimo estar tan ocupado —dijo él—. Ojalá fuera distinto, pero ha surgido una emergencia.
—Comprendo —dijo Kim. Estudió la expresión de Edward.
Percibió un asomo de timidez que no veía desde hacía tiempo.
Salió a toda prisa del laboratorio y subió al coche. Salió de la finca sin poder olvidar el comportamiento de Edward. Era como si su antigua personalidad, la que la había atraído en el momento de conocerse, volviera a emerger.
Kim no tardó en tranquilizarse y, cuanto más avanzaba hacia el sur, mejor se sentía. El tiempo colaboraba. Era un caluroso día del veranillo de San Martín, iluminado por el sol y teñido con los colores del otoño. El follaje otoñal revestía los árboles. El cielo era tan azul que Kim experimentó la sensación de estar contemplando un inmenso océano celestial.
No era difícil aparcar los domingos, y Kim encontró un hueco a escasa distancia del apartamento de Kinnard, en Revere Street. Estaba nerviosa cuando llamó al timbre, pero él se las ingenió para que se sintiera cómoda. La ayudó a llevar sus cosas al cuarto de los invitados, que se había ocupado de limpiar y ordenar.
Kinnard y Kim dieron un paseo por la ciudad, y al cabo de unas horas felices, ella se olvidó de Omni, Ultra y Elizabeth.
Empezaron en la parte norte con un desayuno en un restaurante italiano, seguido de unos cafés en un bar también italiano.
Como interludio divertido, entraron en Filene’s Basement para echar un rápido vistazo a la mercancía. Ambos eran clientes habituales de aquella tienda. Kim se sorprendió a sí misma cuando compró una falda holgada que procedía del Saks de la Quinta Avenida.
Después de las compras, pasearon por Boston Gardens y admiraron el follaje y las flores otoñales. Se sentaron un rato en un banco del parque y contemplaron las barcas que surcaban el lago.
—Quizá no debería decirlo —empezó Kinnard—, pero me pareces un poco cansada.
—No me sorprende. Duermo mal. Vivir en Salem no ha sido muy idílico.
—¿Te apetece hablar de algo en particular?
—Por el momento, no —respondió Kim—. Supongo que estoy confusa por un montón de cosas.
—Me alegro de que hayas venido.
—Quiero dejar claro que pienso quedarme en el cuarto de invitados —se apresuró a decir ella.
—Oye, tranquila. —Kinnard levantó las manos como para defenderse—. Lo comprendo. Somos amigos, ¿te acuerdas?
—Lo siento. Debo parecerte hipersensible. La verdad es que hacía semanas que no me sentía tan relajada. —Apretó la mano de Kinnard—. Gracias por ser mi amigo.
Salieron del parque, caminaron por Newbury Street y miraron escaparates. Después, se dedicaron a uno de los pasatiempos favoritos de ella. Entraron en la librería Waterstone’s y curiosearon. Kim compró una edición de bolsillo de una novela de Dick Francis, en tanto que Kinnard se decidió por una guía turística de Sicilia. Dijo que era un lugar al que siempre había deseado ir.
Ya avanzada la tarde, se detuvieron en un restaurante hindú y disfrutaron de una deliciosa cena al estilo tandoori. El único problema era que el restaurante no tenía permiso para servir alcohol. Los dos se mostraron de acuerdo en que la especiada comida habría sido mucho más agradable acompañada de cerveza fría.
Desde el restaurante hindú volvieron a pie a Beacon Hill.
Se acomodaron en el sofá de Kinnard y tomaron una copa de vino blanco frío. Kim no tardó en sentir sueño.
Se acostó temprano, porque al día siguiente debía madrugar para ir al trabajo. No necesitó ningún Xanax cuando se deslizó entre las sábanas recién lavadas de Kinnard. Casi al instante, se sumió en un sueño profundo y reparador.