15

Sábado 1 de octubre de 1994

Kim se liberó del leve sopor causado por el Xanax. Una vez más, se sorprendió de lo mucho que había dormido. Eran casi las nueve.

Después de tomar una ducha y vestirse, sacó un poco a Saba. Como se sentía culpable por haber negado al animal sus correrías habituales, fue paciente con ella y le permitió que fuera donde quisiese. La gata se encaminó al otro lado de la casa. Kim la siguió.

Cuando llegó a la parte posterior, se detuvo de repente, con los brazos en jarras, y soltó un taco. Acababa de descubrir que había sido víctima de los gamberros o del animal sobre el cual la policía le había advertido. Sus dos cubos de basura estaban volcados y vacíos. Habían diseminado la basura por el patio.

Se olvidó de Saba por un momento y enderezó los dos cubos de plástico. Mientras lo hacía, descubrió que habían rajado los dos por la parte superior, tal vez cuando habían arrancado las tapas.

—¡Hay que joderse! —exclamó mientras devolvía los dos cubos a su lugar habitual. Los examinó con más detenimiento y comprendió que debería sustituirlos, pues las tapas ya no servían de nada.

Kim rescató a Saba justo antes de que desapareciera en el bosque, y la llevó a la casa. Recordó que la policía había dicho que llamase si ocurría algo, de modo que telefoneó a la comisaría. Para su sorpresa, insistieron en enviar a alguien.

Kim cogió unos guantes de jardinería, volvió a salir y recogió la basura durante media hora. La devolvió a los dos cubos rotos. Estaba acabando, cuando llegó un coche de la policía de Salem.

Esta vez, sólo venía un agente. Se llamaba Tom Malick y Kim pensó que debía de tener su misma edad. Era un tipo serio y pidió que le enseñara el lugar de los hechos. Ella pensó que el policía exageraba la importancia del incidente, pero le enseñó los cubos. Explicó que acababa de recogerlo todo.

—Habría sido mejor que esperase a mi llegada —dijo Tom.

—Lo siento —se disculpó Kim, aunque no entendía qué diferencia podía haber.

—Hechos como éste han estado ocurriendo en la zona —explicó Tom. Se agachó junto a los cubos y los examinó con atención. Después, inspeccionó las tapas.

Kim lo observó con algo de impaciencia.

Él se levantó.

—Esto ha sido obra de un animal, o de varios —dijo—. No han sido gamberros. Creo que hay marcas de dientes en los bordes de las tapas. ¿Quiere verlo?

—Bueno.

Tom levantó una tapa y señaló una serie de muescas paralelas.

—Debería comprar unos cubos más seguros —dijo Tom.

—Pensaba cambiarlos. Miraré lo que hay.

—Tendrá que ir a Burlington para encontrarlos. En la ciudad se han agotado.

—Al parecer se ha creado un verdadero problema.

—Ya lo creo. La ciudad está conmocionada. ¿No ha visto las noticias de la mañana?

—No.

—Hasta anoche, los únicos cadáveres que aparecían eran de perros y gatos. Esta mañana encontramos la primera víctima humana.

—¡Qué horror! —exclamó Kim—. ¿Quién era?

—Un vagabundo muy conocido en la ciudad. Se llamaba John Mullins. Lo descubrieron no lejos de aquí, cerca del puente Kernwood. Lo más horripilante es que estaba devorado en parte.

Kim sintió la boca seca e involuntariamente evocó la horrible imagen de Buffer tendido en la hierba.

—John tenía un grado de alcoholemia elevadísimo —siguió Tom—. Es posible que estuviera muerto antes de que el animal lo sorprendiese, pero conoceremos más detalles después de la autopsia. Enviaron el cadáver a Boston, con la esperanza de que las marcas de dientes en los huesos den un indicio de la clase de animal con que nos las tenemos que ver.

—Es horrible —dijo Kim, estremecida—. No sabía que fuese tan grave.

—Al principio, suponíamos que era un mapache, pero con esta víctima humana y el aumento de los actos de gamberrismo, pensamos que se trata de un animal más grande; un oso, tal vez. Se ha producido un considerable aumento en la población de osos de New Hampshire, de modo que no es una posibilidad disparatada. Sea lo que sea, la industria que se ha montado en torno a la brujería está de parabienes. Andan diciendo que es el diablo y tonterías por el estilo, para que la gente piense que se está repitiendo lo de 1692. El problema es que lo están haciendo muy bien, y su negocio va viento en popa. Igual que el nuestro.

Después de advertir a Kim de que fuera con mucho cuidado, pues los bosques de la propiedad podían dar cobijo a un oso, Tom se marchó.

Antes de salir hacia Burlington, Kim entró en la casa y llamó a la ferretería de Salem, donde compraba la mayor parte de las herramientas. En contra de lo que Tom había dicho, aseguraron que tenían cubos de basura nuevos, pues habían recibido una remesa el día anterior.

Contenta de tener una excusa para ir a la ciudad, Kim se marchó en cuanto terminó de comer algo. Fue directamente a la ferretería. El empleado la felicitó por su previsión. Desde que había hablado con ella, una hora antes, había vendido una buena parte de la remesa.

—Este animal está causando estragos —comentó Kim.

—Ya lo creo —dijo el empleado—. En Beverly empiezan a tener el mismo problema. Todo el mundo se pregunta qué clase de animal es. Incluso corren apuestas, por si quiere invertir un poco de dinero. Sin embargo, para nosotros es fantástico. No sólo hemos vendido una tonelada de cubos de basura, sino que nuestra sección de deportes ha agotado las existencias de municiones y rifles.

Mientras Kim esperaba en la caja para pagar, oyó que varios clientes hablaban del mismo tema. La excitación que reinaba en el ambiente era casi palpable.

Al salir de la tienda, experimentó una incómoda sensación.

Pensó que si se desataba la histeria a causa de la muerte del vagabundo, gente inocente podía salir malparada. Se estremeció al pensar en personas dispuestas a apretar el gatillo por cualquier motivo, agazapadas detrás de sus cortinas, a la espera de oír algo o alguien que removiera su basura. Como al parecer podía haber críos de por medio, la posibilidad de una tragedia era muy real.

Volvió a la casa y transfirió la basura de los cubos rotos a los nuevos, que se cerraban mediante un ingenioso mecanismo de compresión. Guardó los viejos en la parte posterior del cobertizo. Los utilizaría para acumular hojas. Mientras trabajaba, ardía en deseos de estar en la ciudad, y recordaba con nostalgia su antigua vida, tan sencilla en comparación.

Sólo tenía que preocuparse por rateros, no por osos.

Solucionado el problema de la basura, Kim se dirigió al laboratorio. No le hacía ninguna gracia, pero debía informar de las novedades.

Antes de entrar, echó un vistazo a los cubos donde se arrojaba la basura del laboratorio. Eran dos pesadas cajas de acero de tamaño industrial que el camión de la basura alzaba.

Las tapas eran macizas. Kim apenas pudo levantarlas. Miró el interior y vio que nadie había tocado la basura del laboratorio.

Kim vaciló delante de la puerta y trató de pensar en una excusa, si se desataba de nuevo el entusiasmo de los joviales investigadores. Sólo se le ocurrió la comida. También se recordó que debía mencionar el tema de la tierra arrastrada al interior del castillo.

Cruzó el área de recepción y entró en el laboratorio. Experimentó una nueva sorpresa. La última vez se había tratado de una fiesta, ahora, una reunión improvisada el motivo de la cual debía de ser algo importante. La atmósfera alegre y festiva que esperaba encontrar había desaparecido. En su lugar, reinaba una solemnidad casi propia de un funeral.

—Lamento muchísimo interrumpiros —dijo Kim.

—No pasa nada —contestó Edward—. ¿Has venido por algo en particular?

Ella les contó el problema de la basura y la visita de la policía. Después, preguntó si alguien había visto u oído algo raro durante la noche.

Todos se miraron entre sí, expectantes. Luego, negaron con la cabeza.

—Duermo tan profundamente que no oiría ni un terremoto —dijo Curt.

—Tú pareces un terremoto —bromeó David—, pero tienes razón, yo duermo igual.

Kim escrutó los rostros de los investigadores. Daba la impresión de que el ánimo sombrío que había detectado al entrar ya estaba mejorando. Entonces, contó que, en opinión de la policía, el culpable podía ser un animal rabioso, tal vez un oso, pero que algunos gamberros se habían aprovechado de la situación para divertirse. También describió la excitación, rayana con la histeria, que se había apoderado de la ciudad.

—Sólo en Salem podría pasar esto —dijo Edward, y rió—. Esta ciudad nunca se ha recuperado por completo de lo que ocurrió en 1692.

—En parte, su preocupación está justificada —dijo Kim—. El problema ha tomado una nueva dimensión. Esta mañana encontraron un hombre muerto no lejos de aquí, y su cuerpo estaba devorado.

Gloria palideció.

—¡Qué grotesco! —exclamó.

—¿Se sabe cuál fue la causa de la muerte? —preguntó Edward.

—Aún no —respondió Kim—. Han enviado el cuerpo a Boston para examinarlo. Algunos consideran que el hombre ya estaba muerto cuando el animal lo atacó.

—En ese caso, el animal sólo habría actuado como un simple carroñero —dijo Edward.

—Es cierto —admitió Kim—, pero aún creo que era importante avisaros. Sé que volvéis a pie tarde por la noche. Quizá deberíais ir en coche hasta que el problema se solucione. Entretanto, estad alerta, por si veis un animal salvaje o a los gamberros.

—Gracias por avisarnos —dijo Edward.

—Otra cosa —dijo Kim, y cambió de tema con un esfuerzo—. Se ha presentado un problema de poca importancia en el castillo. Hay un poco de tierra amontonada en las entradas a las alas. Quería pediros que os sacudierais los pies.

—Lo sentimos mucho —dijo Francois—. Está oscuro cuando volvemos y oscuro cuando nos vamos. Iremos con más cuidado.

—Estoy segura —dijo Kim—. Bien, eso es todo. Lamento haberos molestado.

—Ningún problema —dijo Edward. La acompañó hasta la puerta—. Tú también ve con cuidado, y vigila a Saba.

Edward se despidió de Kim y regresó con el grupo. Los miró uno a uno y advirtió que estaban preocupados.

—Un cadáver humano cambia las cosas —dijo Gloria.

—Estoy de acuerdo —dijo Eleanor.

Siguieron unos minutos de silencio, mientras todos reflexionaban sobre la situación. Por fin, David habló.

—Creo que deberíamos afrontar el hecho de que tal vez seamos responsables de algunos de los problemas que padece la zona.

—Sigo pensando que es una idea absurda —dijo Edward—. Irracional, incluso.

—¿Cómo explicas lo de mi camiseta? —preguntó Curt. La sacó de un cajón donde la había escondido cuando Kim apareció de repente. Estaba rota y manchada—. Analicé una de las manchas. Es sangre.

—Se trata de tu sangre —señaló Edward.

—Sí, pero ¿cómo me la hice? No lo recuerdo.

—También son difíciles de explicar los cortes y moraduras que hay en nuestros cuerpos cuando despertamos —dijo Francois—. Encontré ramas y hojas muertas en el suelo de mi habitación.

—Debemos de sufrir sonambulismo, o algo así —dijo David—. Sé que no queremos admitirlo.

—Bien, yo no he sufrido sonambulismo —dijo Edward. Miró a los demás—. No estoy seguro de que no se trate de una broma pesada, después de los jueguecitos que os habéis llevado entre manos.

—Esto no es una broma —intervino Curt mientras doblaba la camiseta destrozada.

—No hemos observado nada en ninguno de los animales experimentales que sugiera una reacción como la que insinúas —contraatacó Edward—. Carece de sentido científico. Aparecería algún resultado. Por eso experimentamos con animales.

—Estoy de acuerdo —dijo Eleanor—. No he encontrado nada en mi habitación, y tampoco tengo cortes o cardenales.

—Bien, pues yo no estoy alucinando —dijo David—. Yo sí tengo cortes, aquí. —Extendió las manos para que todo el mundo las viera—. Como dice Curt, esto no es una broma.

—Yo no he sufrido cortes, pero he despertado con las manos sucias —dijo Gloria—. Y todas las uñas se me han roto.

—Pasa algo, aun cuando no lo hayamos observado en los animales —insistió David—. Sé que nadie quiere sugerir lo evidente, pero yo sí. Ha de ser Ultra.

Edward tensó la mandíbula y sus manos se transformaron en puños.

—Me ha costado dos días admitirlo —siguió David—, pero está muy claro que he salido por las noches sin recordarlo después. Tampoco sé qué he hecho, excepto que por la mañana, cuando despierto, estoy sucio. Os aseguro que nunca me había pasado algo por el estilo.

—¿Insinúas que no es un animal lo que está causando problemas en los alrededores? —preguntó Gloria con timidez.

—¡Oh! Hablemos en serio —se lamentó Edward—. No nos dejemos llevar por la imaginación.

—Sólo estoy insinuando que he salido y no sé qué he hecho —dijo David.

Un estremecimiento de miedo recorrió a los congregados cuando empezaron a afrontar la realidad de la situación. De inmediato fue evidente que había dos grupos: Edward y Eleanor temían por el futuro del proyecto, mientras que los demás temían por su cordura.

—Hemos de pensar en esto con racionalidad —dijo Edward.

—Sin duda —admitió David.

—La droga ha funcionado a la perfección —siguió Edward—. Solo hemos experimentado con reacciones positivas. Tenemos razones para creer que es una sustancia natural o algo muy próximo a una sustancia natural, que ya existe en nuestro cerebro. Los monos no han mostrado la menor tendencia al sonambulismo. Me gusta cómo me hace sentir Ultra.

Todos manifestaron su acuerdo.

—De hecho, considero que debemos a los efectos de Ultra el que podamos pensar racionalmente en estas circunstancias —dijo Edward.

—Puede que tengas razón —dijo Gloria—. Hace un momento, estaba fuera de mí, preocupada y asqueada. Ya me siento más serena.

—Exactamente —dijo Edward—. Es una droga fantástica.

—Pero el problema aún persiste —insistió David—. Si el sonambulismo que hemos insinuado ocurre, y si es un efecto de la droga, la única explicación posible ha de ser una secuela que no habíamos previsto. Debe obrar un efecto único en nuestro cerebro.

—Voy a buscar mis escáneres —dijo Francois de repente. Se dirigió a su abarrotado espacio de trabajo, pero no tardó en regresar. Empezó a desplegar una serie de escáneres cerebrales de un mono al que se había administrado Ultra.

—Quiero enseñaros algo que observé esta mañana. Aún no he tenido tiempo de pensar mucho acerca de ello, y no me habría fijado si el ordenador no lo hubiera registrado cuando estas imágenes se encontraban en formato digital. Si miráis con atención, la concentración de Ultra en el metencéfalo, el mesencéfalo y el sistema límbico crece poco a poco desde la primera dosis, y cuando llega a un cierto nivel, la concentración aumenta de una forma muy marcada, lo cual significa que no se ha llegado a un estado estable.

Todo el mundo se inclinó sobre la fotografía.

—Tal vez la concentración aumenta de manera marcada cuando el sistema enzimático que lo metaboliza se sobresatura —sugirió Gloria.

—Creo que tienes razón —dijo Francois.

—Lo cual significa que deberíamos echar un vistazo a la clave que nos indica cuánto Ultra hemos tomado cada uno —terminó Gloria.

Todos miraron a Edward.

—Me parece razonable —dijo. Se acercó a su escritorio y extrajo una cajita cerrada con llave. En su interior había una tarjeta de siete por quince, con el código de las dosis.

El grupo no tardó en averiguar que Curt había tomado la dosis más alta, seguido de David. Eleanor, en el otro extremo de la escala, había tomado la menor, seguida de Edward.

Después de una discusión larga y racional, elaboraron una teoría de lo que estaba pasando. Dedujeron que cuando la concentración de Ultra alcanzaba determinado punto bloqueaba progresivamente la variación normal de los niveles de serotonina que tenía lugar durante el sueño, los suprimía y alteraba las pautas de éste.

Gloria sugirió que cuando la concentración aumentaba aún más, tal vez hasta el punto donde aparecía el giro hacia arriba de la curva, Ultra bloqueaba las radiaciones del cerebro inferior, o reptiliano, a los centros superiores de los hemisferios cerebrales. El sueño, como otras funciones autónomas, era regulado por las zonas inferiores del cerebro donde se acumulaba Ultra.

El grupo permaneció un rato en silencio, mientras todos reflexionaban sobre la hipótesis. Pese a su pasajera recuperación, todos consideraban la idea inquietante.

—Si ése fuera el caso —dijo David—, ¿qué ocurriría si despertáramos mientras tiene lugar el bloqueo?

—Sería como si experimentáramos una retroevolución —dijo Curt—. Sólo funcionarían nuestros centros cerebrales inferiores. ­¡Seríamos como reptiles carnívoros!

Todos enmudecieron ante las horripilantes connotaciones de aquella afirmación.

—Un momento —dijo Edward, con la intención de animar al grupo, incluido él—. Creo que nos apresuramos a sacar conclusiones que no se basan en datos. Sólo son suposiciones. Hemos de recordar que no hemos observado problemas con los monos, que poseen hemisferios cerebrales, aunque más pequeños que los humanos, al menos que la mayoría.

Todos, excepto Gloria, sonrieron.

—Aunque hubiera un problema con Ultra —les recordó Edward—, hemos de considerar el aspecto positivo de la droga en nuestras emociones, capacidad mental, agudización de los sentidos y memoria a largo plazo. Quizá hemos tomado demasiada droga, y deberíamos reducir la dosis. Quizá deberíamos descender al nivel de Eleanor, puesto que sólo ha experimentado los efectos psicológicos positivos.

—Yo no pienso disminuirla —dijo Gloria con tono desafiante—. Renuncio ahora mismo. Me horroriza pensar en la posibilidad de que un ser primitivo aceche en mi interior sin que yo sea consciente, y que salga a merodear por la noche.

—Una descripción muy colorida —comentó Edward—. No hace falta decir que nadie te obligará a seguir tomando la droga. Nadie obligará a nadie a actuar contra su voluntad. Todos lo sabéis. Cada persona decidirá si sigue tomando o no Ultra, y yo sugiero lo siguiente: para mayor seguridad, creo que deberíamos fijar como límite la mitad de la dosis de Eleanor, e ir descendiendo en pasos de una centésima de miligramo.

—A mí me parece razonable y seguro —dijo David.

—A mí también —dijo Curt.

—Y a mí —dijo Francois.

—Bien —dijo Edward—. Estoy absolutamente seguro de que si el problema coincide con nuestra teoría, ha de estar relacionado con las dosis, y tiene que existir un punto donde las posibilidades de causar problemas constituyan un riesgo aceptable.

—Yo no la tomaré —repitió Gloria.

—Ningún problema —contestó Edward.

—¿Te enfadarás conmigo? —preguntó Gloria.

—En absoluto.

—Efectuaré el control, y vigilaré a los demás por la noche.

—Una idea excelente.

—Tengo una sugerencia —dijo Francois—. Quizá deberíamos tomar todos Ultra identificado radiactivamente, para que yo pueda seguir el proceso de concentración en nuestros cerebros. La dosis máxima de Ultra debería ser la que se limita a mantener un nivel específico sin que aumente.

—Me adhiero a la idea —dijo Gloria.

—Otra cosa —intervino Edward—. Estoy seguro de que no debo recordaros vuestra profesionalidad, pero esta reunión ha de ser un secreto para todo el mundo, incluidas vuestras familias.

—Ni que decir tiene —contestó David—. Lo último que deseamos es comprometer el futuro de Ultra. Puede que surjan algunas dificultades, pero aún está en condiciones de ser la droga del siglo.

Kim tenía la intención de pasar un rato en el castillo por la mañana, pero cuando volvió a la casa se dio cuenta de que ya era la hora de comer. Mientras tomaba algo, sonó el teléfono.

Era Katherine Sturburg, la archivera de Harvard interesada en Increase Mather.

—Creo que tengo buenas noticias para usted —dijo—. ­¡Acabo de encontrar una referencia a una obra de Rachel Bingham!

—¡Es maravilloso! —exclamó Kim—. Había perdido la esperanza de recibir ayuda de Harvard.

—Hacemos lo que podemos.

—¿Cómo la encontró?

—Eso es lo mejor. Volví a leer la carta de Increase Mather que nos dejó fotocopiar. Debido a su referencia a una facultad de derecho, accedí al banco de datos de la biblioteca de la facultad, y el nombre apareció. No tengo ni idea de por qué no existe una referencia en nuestro banco de datos, pero la buena noticia es que la obra parece haber sobrevivido al incendio de 1764.

—Pensaba que todo se había quemado.

—Casi todo. Por suerte para nosotros, sobrevivieron unos doscientos libros de los cinco mil que contenía la biblioteca, porque estaban prestados. Alguien debió de leer el libro que usted busca. En cualquier caso, la referencia que encontré indicaba que fue trasladado de la facultad de leyes a la biblioteca de Harvard en 1818, un año después de que se fundara la facultad.

—¿Encontró el libro? —preguntó Kim, excitada.

—No, no he tenido tiempo. Además, sería mejor que usted lo sacara de aquí. Le recomiendo que llame a Helen Arnold. Es una archivera de la facultad de derecho. La llamaré a primera hora del lunes por la mañana para avisarle.

—Iré nada más salir del trabajo —prometió Kim—. Termino a las tres.

—Estoy segura de que le irá bien. Avisaré a Helen.

Kim dio las gracias a Katherine antes de colgar.

Se sentía jubilosa. Había abandonado toda esperanza de que el libro de Elizabeth hubiera sobrevivido al incendio de Harvard. Después, se preguntó por qué Katherine se había mostrado tan segura acerca del libro. ¿Tan explícita era la referencia?

Kim llamó a Katherine. Por desgracia, no pudo localizarla.

Una secretaria dijo que asistía a una comida de trabajo y no volvería a la oficina hasta el lunes.

Kim colgó el auricular. Estaba decepcionada, pero pronto se recuperó. La idea de que el lunes por la tarde descubriría por fin la naturaleza de la prueba usada contra Elizabeth le proporcionaba una gran satisfacción. Daba igual que fuera o no un libro.

Pese a la buena noticia, Kim fue al castillo a trabajar. De hecho, atacó el caos de papeles con entusiasmo renovado.

A media tarde, hizo una pausa para calcular cuánto tardaría en terminar de distribuir el material. Después de contar todos los baúles y cajas restantes, y dar por sentado que existía un número similar en la bodega, imaginó que le ocuparía otra semana si trabajaba ocho horas al día.

El cálculo robó a Kim parte de su entusiasmo. Ahora que estaba a punto de volver al trabajo, sería difícil encontrar tiempo. Estaba a punto de rendirse por aquella tarde, cuando un golpe de suerte similar al de Kinnard la sorprendió. Había abierto un cajón al azar y en él dio con una carta dirigida a Ronald.

Se sentó sobre un baúl, cerca de una ventana, y extrajo la carta de su sobre. Era otra carta de Samuel Sewall. Miró la fecha y comprendió que había sido enviada pocos días antes de la ejecución de Elizabeth.

Boston, 11 de julio de 1692

Señor,

Acabo de llegar de una agradable cena con el reverendo Cotton Mather. Ambos hemos hablado del lamentable pacto de su esposa y estamos muy preocupados por usted y sus hijos. El reverendo Mather accedió con suma generosidad a acoger a su desdichada esposa en su hogar para curarla como hizo con la muy afligida hija de Goodwin, con la única condición de que Elizabeth confiese y se arrepienta públicamente del pacto al que ha llegado con el Príncipe de las Mentiras. El reverendo Mather está convencido de que Elizabeth puede proporcionar pruebas y argumentos como testigo decisivo para refutar el escepticismo de esta época turbulenta. Si fracasa, el reverendo Mather no podrá ni querrá impedir que se ejecute la sentencia del tribunal. Sabed que no hay tiempo que perder. El reverendo Mather está dispuesto y cree que su esposa, señor Stewart, puede darnos lecciones a todos sobre asuntos del mundo invisible que amenazan nuestra tierra. Dios bendiga sus esfuerzos.

Su leal amigo, SAMUEL SEWALL.

Kim miró por la ventana durante varios minutos. El día había empezado despejado, pero negros nubarrones se acercaban por el oeste. Desde donde estaba sentada podía ver la casa que se alzaba entre abedules cuyas hojas se habían teñido de un amarillo brillante. La combinación de la casa, y la carta misiva firmada por Samuel Sewall transportó a Kim trescientos años atrás, y sintió el pánico provocado por la inminente realidad de la ejecución de Elizabeth. Si bien la carta que acababa de leer iba dirigida a Ronald, tuvo la impresión de que era la respuesta a una anterior escrita por él para salvar la vida de su mujer, espoleado por la desesperación.

Los ojos de Kim se llenaron de lágrimas. Costaba imaginar la agonía sufrida por Ronald. Kim se sintió culpable por haber sospechado de él cuando empezó a averiguar la verdad sobre Elizabeth.

Se levantó por fin. Devolvió la carta a su sobre y bajó a la bodega para depositarla con los demás materiales, en la caja de la Biblia. Después, salió del castillo y regresó a la casa.

Aminoró el paso a mitad de camino. Miró hacia el laboratorio y se detuvo. Aún no eran las cuatro. De pronto, se le ocurrió que sería un bonito gesto intentar mejorar la dieta de los investigadores. Por la mañana, había pensado que parecían deprimidos, tal vez hartos de comer pizza. Kim pensó que no le costaría nada cocinar para ellos unos filetes y algo de pescado como había hecho un par de semanas antes.

Con aquella idea en la cabeza, cambió de dirección y se desvió hacia el laboratorio. Cuando cruzó el área de recepción experimentó una leve aprensión, pues nunca sabía qué esperar. Entró en el laboratorio y cerró la puerta a sus espaldas. Observó que nadie salía corriendo a su encuentro.

Se encaminó a la zona de Edward. Pasó junto a David, que la saludó con cordialidad, pero sin la vehemencia de la vez anterior. Kim saludó también a Gloria, quien le devolvió la atención para volver de inmediato al trabajo.

Kim continuó su camino, cada vez con más cautela. Si bien el comportamiento de David y Gloria era el más normal desde que habían llegado al laboratorio, representaba un nuevo cambio.

Edward estaba tan absorto en su trabajo que Kim tuvo que darle dos golpecitos en el hombro para atraer su atención. Observó que estaba fabricando cápsulas nuevas de Ultra.

—¿Algún problema? —preguntó él. Sonrió y reaccionó con razonable alegría a su presencia.

—Quería haceros una proposición —dijo Kim—. ¿Qué os parece si repetimos la cena de hace unas semanas? Iré a la ciudad a comprar lo que haga falta.

—Es muy amable por tu parte, pero esta noche no. No podemos perder tiempo. Encargaremos pizzas.

—Te prometo que no os robaré mucho tiempo.

—¡He dicho que no! —siseó Edward entre dientes. Kim retrocedió. Edward recobró al instante la compostura y sonrió de nuevo—. Con pizzas será suficiente.

—Como quieras —dijo Kim, con una mezcla de confusión y miedo. Era como si por un instante él hubiera estado a punto de perder el control—. ¿Te encuentras bien? —preguntó, vacilante.

—¡Sí! —casi gritó Edward, pero volvió a sonreír enseguida—. Estamos un poco preocupados. Tuvimos un pequeño revés, pero está controlado.

Kim retrocedió varios pasos.

—Bien, si cambias de opinión durante la siguiente hora, aún me dará tiempo de ir a la ciudad —dijo—. Estaré en casa. Llámame.

—Estamos muy ocupados. Gracias por la oferta. Diré a todos que te has preocupado por ellos.

Cuando Kim salió, ninguno de los investigadores la despidió ni levantó la vista de su trabajo. Ya en el exterior, Kim suspiró y sacudió la cabeza. Estaba asombrada de los cambios que se producían en la atmósfera del laboratorio. Se preguntó cómo se las apañarían para soportarse los unos a los otros. Kim estaba llegando a la conclusión de que tenía poco en común con la personalidad científica. Después de cenar aún había mucha luz para volver al castillo, pero Kim no se decidió. En cambio, optó por mirar la televisión con la esperanza de que varias descerebradas comedias de situación le hiciesen olvidar la experiencia del laboratorio. Pero cuanto más pensaba en su relación con Edward y los demás, más inquieta se sentía.

Intentó leer, pero no pudo concentrarse. Se arrepintió de no haber seguido por la tarde la pista relacionada con la facultad de derecho.

Cada vez más nerviosa, a medida que avanzaba la noche, empezó a pensar en Kinnard. Se preguntó con quién estaría y qué haría en aquel momento. Se preguntó si pensaría alguna vez en ella.

Despertó sobresaltada, pese a haber tomado otro Xanax para calmar su ansiedad. Una oscuridad total reinaba en la habitación, y una mirada al reloj le informó de que llevaba muy poco tiempo durmiendo. Se recostó de nuevo y escuchó los sonidos nocturnos de la casa, mientras intentaba averiguar por qué había despertado tan bruscamente.

Entonces, oyó unos golpes sordos en la parte posterior de la casa, como si sus nuevos cubos de basura golpearan contra las tablas de chilla. Se puso rígida al pensar que un oso negro o un mapache rabioso intentaba apoderarse de su basura, que contenía huesos y piel de pollo.

Encendió la luz de la mesilla y saltó de la cama. Se puso la bata y las zapatillas. Acarició a Saba para tranquilizarla. Se alegró de haber dejado la gata dentro de casa.

Oyó los golpes de nuevo y corrió hacia la habitación de Edward. Encendió la luz y descubrió que la cama estaba vacía. Pensó que debía de seguir en el laboratorio, y que volvería a pie en la oscuridad. Descolgó el teléfono y llamó al laboratorio. Nadie respondió.

Kim sacó la linterna que guardaba en la mesilla de noche y bajó por la escalera. Su intención era apuntar la luz de la linterna a través de la ventana de la cocina hacia los cubos de basura, con la esperanza de asustar al animal.

Cuando Kim dobló la curva de la escalera, desde la que podía ver el vestíbulo, se quedó petrificada. Vio algo que heló la sangre en sus venas. La puerta principal estaba abierta de par en par.

Al principio, no pudo moverse. La idea de que el animal, fuera lo que fuera, había entrado en la casa y acechaba en la oscuridad, la había paralizado de terror.

Aguzó el oído, pero sólo oyó el coro de las últimas ranas de la estación. Una brisa fría y húmeda se colaba por la puerta abierta y remolineaba alrededor de sus piernas desnudas. Lloviznaba.

Un silencio sepulcral reinaba en la casa, y alimentó la esperanza de que el animal no hubiese entrado. Bajó por los peldaños de uno en uno. Después de cada paso, vacilaba y aguzaba el oído para percibir algún sonido que delatara la presencia del animal, pero la casa seguía en silencio.

Kim llegó a la puerta abierta y cogió el pomo. Paseó la vista entre el comedor a oscuras y el salón, y empezó a cerrar la puerta. Lo hizo muy lentamente, pues temía provocar un ataque. Casi había cerrado la puerta cuando echó un vistazo al exterior. Lanzó una exclamación ahogada.

Saba estaba sentada a unos seis metros de la fachada, en mitad del camino de losas. Hacía caso omiso de la lluvia, mientras se lamía la pata y la frotaba contra su cabeza.

Al principio, Kim no dio crédito a sus ojos, pues acababa de ver a la gata en su cama. Era evidente que Saba había intuido que la puerta estaba abierta, mientras Kim iba en busca de Edward, y había aprovechado la oportunidad para salir.

Kim respiró hondo varias veces para sacudirse de encima la pegajosa sensación que nublaba su mente. Aterrorizada por lo que podía acechar en las sombras cercanas, no se decidía a llamar al animal, que de todas formas tampoco le habría hecho caso.

Salió, pues sus alternativas eran escasas. Miró alrededor, corrió hacia la gata, la cogió y, al volverse, vio que la puerta se estaba cerrando.

Dejó escapar un gemido y corrió hacia la puerta, pero ya era demasiado tarde. Se cerró con un golpe sordo, seguido del chasquido metálico del pestillo.

Kim forcejeó con el tirador en vano. Tal como sospechaba, la puerta se había cerrado. La empujó con el hombro, pero fue inútil.

Kim se estremeció a causa de la fría lluvia y se volvió poco a poco hacia la negrura de la noche. Se estremeció de miedo y frío, mientras pensaba en su desesperada situación. Iba en bata y pijama, sin poder entrar en casa, bajo la lluvia, con una gata furiosa en una mano y una linterna inútil en la otra, a merced de un animal nocturno que acechaba entre los arbustos.

Saba se removió para que la bajara y protestó. Kim siseó que callara. Sin acercarse a la casa, miró por las ventanas, pero todas estaban cerradas. Se volvió y calculó la distancia que la separaba del laboratorio, cuyas luces ya estaban apagadas.

Después, miró en dirección al castillo. Estaba más lejos, pero sabía que las puertas de las alas no estaban cerradas con llave.

Ignoraba si ocurría lo mismo con la puerta del laboratorio.

De pronto, oyó el ruido producido por un animal de gran tamaño que avanzaba sobre la grava por el lado derecho de la casa. Kim corrió en dirección contraria para huir del animal o lo que fuera.

Desesperada, trató de abrir la puerta de la cocina, pero estaba cerrada con llave, como debía ser. La empujó con el hombro varias veces, en vano. Sólo consiguió que la gata aullara.

Desvió la vista hacia el cobertizo. Apretó a Saba contra el pecho, sujetó la linterna como si fuera un garrote y corrió a tanta velocidad como le permitían sus zapatillas. Cuando llegó al cobertizo, sacó el gancho que cerraba la puerta, la abrió y se refugió dentro. Luego cerró la puerta a sus espaldas. A su derecha había una ventana, diminuta y sucia, que permitía ver parte del patio trasero. La única iluminación procedía de la luz que se filtraba por la ventana de su dormitorio y del tenue resplandor de las nubes bajas.

Mientras miraba, una figura voluminosa rodeó la casa desde la misma dirección por la que ella había venido. Era una persona, pero actuaba de una forma muy extraña. Kim vio que se detenía para olfatear el viento, como un animal. Desesperada, observó que se volvía hacia el cobertizo y daba la impresión de mirarla. En la oscuridad, no distinguió sus rasgos, solo su silueta oscura.

La desesperación se convirtió en terror cuando la figura avanzó hacia ella arrastrando los pies, sin dejar de olfatear el aire como si siguiera el rastro de un olor. Kim contuvo el aliento y rezó para que la gata se quedase quieta. Cuando la figura estuvo a sólo tres metros de distancia, Kim se acurrucó en la oscuridad del cobertizo, entre herramientas y bicicletas.

Oyó sus pasos en la grava. Se acercaron y luego se detuvieron. Siguió una pausa agónica. Kim retuvo el aliento.

De pronto, la puerta se abrió. Kim perdió el control y chilló. Saba la imitó y saltó de sus brazos. El hombre también gritó.

Kim cogió la linterna con las dos manos y dirigió el haz de luz a la cara del hombre, quien se protegió del resplandor con los brazos.

Kim cerró la boca, sorprendida y aliviada. ­¡Era Edward!

—Gracias a Dios —susurró, y bajó la linterna.

Kim, que estaba acurrucada entre bicicletas, la cortadora de césped y viejos cubos de basura se levantó y abrazó a Edward. El haz de luz erró al azar sobre los árboles.

Por un momento, él no se movió. La miró sin expresión.

—No sabes cuánto me alegro de ver tu rostro —dijo Kim. Se echó hacia atrás para mirarlo a los ojos—. Nunca había sentido tanto miedo.

Edward no reaccionó.

—¿Edward? —preguntó ella, y movió la cabeza para verlo mejor—. ¿Te encuentras bien?

Edward exhaló aire ruidosamente.

—Estoy bien —dijo por fin. Estaba irritado—. Pero no es gracias a ti, desde luego. ¿Qué demonios haces en el cobertizo en plena noche y con bata? Me has dado un susto de muerte.

Kim se deshizo en disculpas al comprender cuánto debía de haberlo asustado. Explicó lo ocurrido. Cuando terminó, vio que él sonreía.

—No es divertido —protestó Kim, pero ahora que ya estaba a salvo también sonrió.

—No puedo creer que arriesgaras tu vida por esa gata perezosa —dijo Edward—. ­¡Vámonos! Protejámonos de la lluvia.

Kim entró de nuevo en el cobertizo y, con la ayuda de la linterna, localizó a Saba. Estaba escondida en un rincón, bajo una hilera de herramientas de jardinería. Kim la hizo salir y la cogió entre sus brazos. Después, volvió con Edward a la casa.

—Estoy helada —dijo—. Necesito algo caliente, como un té. ¿Te apetece?

—Me sentaré contigo un momento.

Mientras Kim ponía a hervir el agua, Edward explicó su versión de la historia.

—Tenía la intención de trabajar toda la noche, pero a la una y media comprendí que era imposible. Mi cuerpo está tan acostumbrado a dormirse alrededor de la una que no conseguía mantener los ojos abiertos. Hice lo que pude por recorrer la distancia del laboratorio a la casa sin caer rendido en la hierba. Cuando llegué a la casa, abrí la puerta y recordé que llevaba una bolsa llena de restos de pizza, que debería haber dejado en el cubo del laboratorio. Decidí tirarla en los nuestros. Supongo que dejé la puerta abierta, cosa mal hecha, como mínimo por los mosquitos. Comoquiera que sea, no conseguí levantar la tapa de ninguno de los dos cubos, y cuanto más lo intentaba, más frustrado me sentía. Los golpeé un par de veces.

—Son nuevos —explicó Kim.

—Bien, espero que lleves instrucciones.

—Con luz es fácil.

—Finalmente, me rendí. Cuando volví a la puerta, estaba cerrada. Me pareció oler tu colonia. Desde que tomo Ultra, mi sentido del olfato ha mejorado muchísimo. Seguí el perfume de la colonia hasta el cobertizo.

Kim se sirvió una taza de té caliente.

—¿Seguro que no quieres? —preguntó.

—No podría —dijo él—. Estar sentado ya representa un esfuerzo. Todo lo que deseo es dormir. Es como si mi cuerpo pesara cinco toneladas, incluidos mis párpados. —Bajó del taburete y se tambaleó. Kim lo sostuvo—. Estoy bien. Cuando estoy así de cansado, me cuesta un segundo recuperarme.

Mientras guardaba el té y la miel, Kim escuchó cómo ascendía penosamente por la escalera. Cogió la taza y lo siguió.

Cuando llegó arriba, miró hacia su habitación. Estaba dormido en la cama, medio vestido.

Kim entró en el cuarto y, con grandes dificultades, le quitó los pantalones y la camisa y lo cobijó bajo las sábanas. Apagó la luz. Se preguntó por qué ella no podía dormirse con la misma facilidad que él.