14

Viernes 30 de septiembre de 1994

A las tres de la madrugada había poco tráfico en las oscuras calles de Salem, y Dave Halpern experimentó la sensación de ser el dueño del mundo. Desde la medianoche vagaba de un lado a otro sin rumbo en su Chevrolet Camaro rojo del 89.

Había ido a Marblehead dos veces, llegó a Danvers y giró en Beverly.

Dave tenía diecisiete años y acudía a la escuela secundaria de Salem. Había comprado el coche gracias a un préstamo importante y al dinero que había reunido trabajando en un McDonald’s después de la escuela, y era el actual amor de su vida. Disfrutaba de la sensación de libertad y poder que el coche le proporcionaba. También le gustaba la atención que despertaba en sus amigos, sobre todo en Christina McElroy.

Christina era una estudiante de segundo año y tenía un cuerpo fantástico.

Dave consultó el reloj del tablero de instrumentos. Casi era la hora. Dobló por Dearborn, la calle de Christina, se detuvo en silencio bajo un gran arce, encendió las luces y apagó el motor.

No tuvo que esperar mucho. Christina apareció entre los setos que corrían a lo largo de su casa de tablas de chilla, corrió hacia el coche y entró. El blanco de sus ojos y dientes brilló a la tenue luz. Temblaba de emoción.

Se inclinó sobre el asiento de vinilo para que su muslo, ceñido por unos pantalones de dril, se apretara contra el de Dave.

Él intentó aparentar indiferencia, como si aquella cita en plena noche fuera de lo más normal para él, y no habló. Se limitó a poner en marcha el motor, pero su mano tembló y las llaves tintinearon. Miró a Christina con el rabillo del ojo, por si se había dado cuenta. Captó una sonrisa. Le preocupaba que ella pudiese pensar que iba colocado.

Cuando Dave llegó a la esquina, encendió los faros delanteros. Al instante, el paisaje nocturno se iluminó revelando hojas que volaban y sombras profundas.

—¿Algún problema? —preguntó, concentrado en la carretera.

—Como una seda —dijo Christina—. No entiendo por qué estaba tan asustada de salir de casa. Mis padres duermen como troncos. Habría podido salir por la puerta de la calle, en lugar de por la ventana.

Recorrieron una calle flanqueada por casas a oscuras.

—¿Adónde vamos? —preguntó Christina.

—Ya lo verás. Llegaremos en un segundo.

Pasaron por delante del oscuro y extenso cementerio de Greenlawn. Christina, apretada contra Dave, miró hacia el cementerio, con sus lápidas sobresalientes.

Dave aminoró la velocidad y Christina se irguió al instante.

—No iremos ahí.

Él sonrió en la oscuridad y descubrió sus dientes blancos.

—¿Por qué no? —dijo.

Casi antes de que las palabras surgieran de su boca, giró el volante a la izquierda y el coche entró traqueteando en el cementerio. Dave apagó las luces y aminoró la velocidad al mínimo. Era difícil ver el camino bajo el follaje.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Christina cuando sus grandes ojos exploraron la zona que rodeaba el coche. Las lápidas se erguían en la noche como espectros. Las pulidas superficies de algunas proyectaban siniestros destellos de luz.

Instintivamente, Christina se arrimó aún más a Dave, y aferró con una mano la parte interna de su muslo. Él sonrió, satisfecho.

Dave frenó junto a un estanque silencioso e inmóvil, bordeado por sauces llorones, apagó el motor y cerró las puertas.

—Toda precaución es poca —dijo.

—Quizá deberíamos bajar un poco las ventanillas —sugirió Christina—. De lo contrario, nos ahogaremos de calor.

Él aceptó la sugerencia, si bien manifestó la esperanza de que no hubiera mosquitos.

Los dos adolescentes se miraron durante un instante de turbada vacilación. Después, Dave se inclinó hacia Christina y se besaron con dulzura. El contacto atizó de inmediato el fuego de su pasión, y se fundieron en un abrazo frenético.

Tantearon con torpeza en busca de sus mutuos secretos físicos, mientras las ventanas se cubrían de vapor.

Pese a la energía de sus jóvenes hormonas, ambos captaron un movimiento del coche que no era obra suya. Levantaron la vista al mismo tiempo y miraron por el brumoso parabrisas. Lo que vieron los aterrorizó al instante.

Un espectro pálido se arrojó sobre ellos impulsado por el aire nocturno. Fuera lo que fuese el ser preternatural, se estrelló con un impacto estremecedor contra el parabrisas, y luego cayó por el lado del acompañante.

—¿Qué coño…? —dijo Dave mientras se esforzaba frenéticamente por subirse los pantalones, que se habían deslizado hasta medio muslo.

Entonces, Christina chilló mientras rechazaba una mano mugrienta que se había introducido por el resquicio de la ventanilla y le había arrancado un mechón de cabello.

—¡Joder! —aulló Dave mientras olvidaba sus pantalones para repeler una mano que se había introducido por su lado.

Unas uñas se hundieron en la piel de su cuello y arrancaron un pedazo de camisa; hilillos de sangre resbalaron por su espalda.

Presa del pánico, Dave puso en marcha el Camaro. Dio marcha atrás y rebotó sobre el terreno pedregoso. El coche chocó contra una lápida, que se desprendió por la base y cayó al suelo con un golpe sordo.

Dave aceleró. Luchó con el volante mientras el poderoso motor impulsaba el coche hacia adelante. Christina rebotó contra la puerta y fue a parar sobre el regazo de Dave, que la apartó a tiempo de esquivar otra lápida de mármol.

Dave encendió los faros delanteros, al tiempo que tomaba una curva cerrada del camino que serpenteaba a través del cementerio. Christina se recuperó lo bastante para empezar a llorar.

—¿Qué mierda era eso? —exclamó Dave.

—Había dos —dijo Christina entre sollozos.

Llegaron a la carretera y Dave se desvió hacia la ciudad, con un chirrido de los neumáticos. Los sollozos de Christina fueron menguando. Giró el retrovisor en su dirección y examinó los daños infligidos a su pelo.

—Me han estropeado el peinado —dijo.

Dave ajustó de nuevo el retrovisor y miró hacia atrás para comprobar que nadie los seguía. Se secó el cuello con la mano y contempló la sangre con incredulidad.

—¿Qué demonios llevaban? —preguntó, irritado.

—¿Qué más da?

—Llevaban sábanas blancas o algo por el estilo, como un par de fantasmas.

—No tendríamos que haber ido allí —gimió Christina—. Lo supe desde el primer momento.

—Ya vale. No sabías nada.

—Sí, pero no me lo preguntaste.

—Tonterías.

—Debían de estar enfermos.

—Puede que tengas razón. Quizá son del hospital de Danvers. Claro que, en ese caso, ¿cómo fueron a parar al cementerio de Greenlawn?

Dave pisó el freno y se detuvo a un lado de la carretera.

Christina bajó la ventanilla y vomitó en la calle. Dave rogó en silencio que no le ensuciase el coche.

Christina se incorporó. Apoyó la cabeza contra el respaldo y cerró los ojos.

—Quiero ir a casa —dijo con tono lastimero.

—Llegaremos dentro de nada —contestó Dave. Salió de la cuneta. Olía el aroma amargo del vómito y temió por la integridad de su amado coche.

—No podemos contarlo a nadie —dijo Christina—. Si mis padres se enteran, me encerrarán durante seis meses.

—De acuerdo —dijo Dave.

—¿Lo prometes?

—Claro, no hay problema.

Dave encendió las luces cuando entraron en la calle de Christina. Se detuvo a varias puertas de distancia de su casa.

Confió en que la muchacha no lo besara, y se alegró de que bajara al instante.

—Me lo has prometido —dijo Christina.

—No te preocupes.

Dave la vio correr a través del césped y desaparecer entre los setos por los que había salido.

Se apeó e inspeccionó el coche a la luz de una farola cercana.

El parachoques posterior estaba abollado como consecuencia de la colisión contra la lápida, pero no era grave. Rodeó el coche, abrió la puerta del acompañante y olfateó con cuidado.

Experimentó alivio cuando no olió a vómito. Cerró la puerta y examinó la parte delantera. Observó que el limpiaparabrisas de la parte del acompañante había desaparecido.

Apretó los dientes y masculló para sí. Qué noche, y ni siquiera había sacado nada en limpio. Subió al coche y se preguntó si sería capaz de despertar a George, su mejor amigo.

Ardía en deseos de contarle lo ocurrido. Era tan siniestro que parecía una vieja película de horror. En cierto sentido, Dave prefería que el limpiaparabrisas hubiera desaparecido. De lo contrario, George tal vez no creería su historia.

Como había tomado el Xanax a la una y media de la madrugada, Kim durmió mucho más de lo normal, y cuando despertó se sentía como drogada. No le gustó la sensación, pero estaba convencida de que debía pagar algún precio por poder dormir.

Dedicó la primera parte de la mañana a preparar su uniforme para el lunes, el día que se reincorporaba al trabajo. Comprobó con asombro que deseaba que llegase el momento, y no sólo por su creciente angustia, debida a lo que ocurría en el laboratorio. Durante las dos últimas semanas se había ido cansando de la vida solitaria y aislada que llevaba en Salem, sobre todo cuando terminó de decorar la casa.

El principal problema de ambos aspectos era Edward, pese a que desde que tomaba Ultra estaba de mejor humor. Vivir con él no había sido como esperaba, si bien cuando lo pensaba no estaba segura de qué había esperado cuando lo invitó a mudarse a la casa. Había esperado verlo más a menudo y compartir con él lo que tenía, desde luego. En ningún momento había imaginado que se preocuparía porque él tomaba una droga experimental. Era una situación de lo más ridícula.

Una vez que el uniforme estuvo listo, se encaminó al castillo. Lo primero que hizo fue ir a ver a Albert. Confiaba en que los trabajos de fontanería terminaran aquel día, pero el hombre dijo que era imposible, a causa del trabajo adicional en el ala de los invitados. Añadió que necesitaría otros dos días. Le preguntó si podrían dejar las herramientas en el castillo durante el fin de semana. Ella accedió.

Bajó por la escalera de la entrada de la servidumbre y examinó la entrada. Miró hacia afuera y observó que la alfombrilla estaba limpia, como si la hubiesen ignorado.

Cogió de nuevo la fregona y se reprendió por no haber hablado del problema a los investigadores el día anterior, cuando estuvo en el laboratorio.

Cruzó el patio e inspeccionó la entrada de los invitados.

Había menos tierra que en la de la servidumbre, pero en algunos aspectos era incluso peor. La escalera del ala de los invitados estaba alfombrada. Para limpiarla, Kim tuvo que ir a buscar un viejo aspirador al ala de la servidumbre. Cuando terminó, se juró que hablaría con el personal de Omni.

Después de guardar los útiles de limpieza, contempló la posibilidad de acercarse al laboratorio, pero decidió que no.

La ironía consistía en que, a principios de mes, no había querido visitar el laboratorio porque se sentía rechazada. Ahora, se resistía a ir porque eran demasiado cordiales.

Por fin, subió por la escalera y fue al desván a trabajar. Encontrar la carta de Thomas Goodman el día anterior había renovado su entusiasmo. Las horas pasaron con rapidez, y cuando se dio cuenta ya era hora de comer.

Volvió a la casa, desvió la vista hacia el laboratorio, pensó de nuevo en ir y tampoco se decidió. Pensó que lo mejor sería esperar. Sabía que estaba aplazando la solución al problema, pero no podía evitarlo. Incluso consideró la posibilidad de contar a Edward lo de la tierra para que hablara él con los investigadores.

Después de comer, volvió al desván y trabajó toda la tarde.

Lo único que encontró del período que le interesaba fueron las notas de la universidad de Jonathan Stewart. Por ellas supo que Jonathan era un estudiante normal. Según uno de los profesores de lenguaje más florido, Jonathan era «más apto para nadar en Fresh Pond o patinar en el río Charles que para la lógica, la retórica o la ética».

Aquella noche, mientras Kim devoraba con apetito pescado a la parrilla, acompañado de ensalada, vio que una furgoneta de reparto de pizzas entraba en la finca y se dirigía al laboratorio. Se maravilló de que Edward y su equipo subsistieran a base de comida «basura». Dos veces al día llegaba una entrega de comida rápida, como pizzas, pollo frito o platos chinos. A principios de mes, Kim se había ofrecido a preparar la cena a Edward cada noche, pero él había rechazado la propuesta por considerar que debía comer con los demás.

Por una parte, Kim estaba impresionada por su dedicación, pero, por otra, pensaba que eran unos fanáticos y estaban un poco chiflados.

Hacia las once, Kim sacó a Saba. Se quedó en el porche mientras el animal deambulaba por la hierba. Sin dejar de vigilar a la gata, miró hacia el laboratorio y vio que salía luz por las ventanas. Se preguntó hasta cuándo se ceñirían a aquel horario insensato.

Cuando creyó que Saba ya había tomado bastante el aire, la llevó dentro. A la gata no le gustó, pero después de lo que la policía había dicho, Kim no estaba dispuesta a permitir que el animal vagara a sus anchas por la finca.

Se preparó para ir a la cama. Leyó durante una hora, pero al igual que la noche anterior, no lograba relajarse. De hecho, estar acostada parecía aumentar su angustia. Saltó de la cama, entró en el cuarto de baño y tomó otra píldora de Xanax. No le gustaba, pero decidió que hasta que empezara a trabajar necesitaría la serenidad que proporcionaban.