Jueves 29 de septiembre de 1994
A lo largo de los días siguientes, Kim se sintió tentada en numerosas ocasiones de probar Ultra. Su creciente angustia había empezado a perturbar su sueño. Sin embargo, cada vez que estaba a punto de tomar la droga, se echaba atrás.
A cambio, intentó utilizar su angustia como motivador.
Cada día pasaba más de diez horas en el castillo, y sólo se marchaba cuando le costaba leer las páginas escritas a mano.
Por desgracia, sus redoblados esfuerzos no sirvieron de nada.
Tenía ganas de encontrar documentos del siglo XVII, aunque no estuvieran relacionados con Elizabeth. Sólo para cobrar más ánimos.
La presencia de los fontaneros resultó ser una agradable diversión, en lugar de una molestia. Siempre que Kim se tomaba un descanso, tenía alguien con quien hablar. Incluso llegó a mirar cómo trabajaban durante un rato, intrigada por el uso del soplete para soldar tubos de cobre.
El único indicio de que los investigadores dormían en el castillo era la tierra pisoteada ante las entradas a las alas. Si bien era de esperar un poco de suciedad, Kim pensó que la cantidad daba cuenta de una sorprendente falta de consideración.
El comportamiento seguro, alegre y cariñoso de Edward continuó, y el martes incluso le envió un enorme ramo de flores, con una nota que rezaba: «Con amor y gratitud».
La única alteración en su comportamiento tuvo lugar el jueves por la mañana, cuando Kim estaba a punto de marchar al castillo. Edward entró por la puerta principal hecho una furia y dejó bruscamente su agenda sobre la mesa contigua al teléfono. Kim se puso nerviosa al instante.
—¿Ocurre algo? —preguntó.
—Ya lo creo que ocurre algo. He tenido que subir aquí para usar el teléfono. Cada vez que llamo desde el laboratorio, todos aquellos idiotas escuchan mi conversación. ¡Me tienen harto!
—¿Por qué no utilizas el teléfono del área de recepción, que está vacía?
—También me escuchan cuando voy allí.
—¿A través de las paredes?
—He de llamar al jodido jefe de la oficina de licencias de Harvard —se lamentó Edward, sin hacer caso del comentario de Kim—. Ese cabrón ha decidido vengarse personalmente de mí.
Edward abrió la agenda para buscar el número.
—¿No podría ser que simplemente se limite a hacer su trabajo? —preguntó Kim, a sabiendas de que la controversia era inacabable.
—¿Crees que su trabajo consiste en ordenar mi suspensión? —aulló Edward—. Es increíble. Nunca había imaginado que ese jodido burócrata tuviera los huevos de hacerme eso.
Kim notó que su corazón se aceleraba. El tono de Edward le recordó el día en que había roto la copa en su apartamento.
Tuvo miedo de seguir hablando.
—Bueno —dijo Edward con un tono de voz repentinamente sereno. Sonrió—. La vida es así. Siempre hay altibajos. —Se sentó y marcó el número.
Kim se tranquilizó un poco, pero no apartó los ojos de él.
Escuchó mientras sostenía una educada conversación con el hombre al que acababa de vituperar. Cuando colgó el auricular, dijo que había sido muy razonable, después de todo.
—Aprovechando que estoy aquí —continuó—, subiré a reparar la lavadora, tal como me pediste ayer. —Se encaminó a la escalera.
—Pero si ya la arreglaste —dijo Kim—. Has debido de hacerlo esta mañana, porque funcionaba bien cuando subí.
Edward se detuvo y parpadeó, como si se sintiese confuso.
—¿Sí? Bien por mí, en ese caso. De todos modos, he de volver al laboratorio ahora mismo.
—Edward —llamó Kim, antes de que saliera—. ¿Te encuentras bien?, últimamente, tienes pequeños olvidos.
Él rió.
—Es verdad —dijo—. He estado un poco olvidadizo, pero nunca me he sentido mejor. Sólo estoy un poco preocupado. El problema es que mi mente está tan saturada de detalles y datos que no queda espacio para lo mundano. Pero se ve una luz al final del túnel, y todos vamos a ser muy ricos. Y eso te incluye a ti. Hablé con Stanton sobre lo de regalarte algunas acciones, y accedió, de modo que tendrás tu parte del botín.
—Me siento halagada.
Kim se acercó a la ventana y vio a Edward alejarse hacia el laboratorio. Reflexionó sobre su conducta; aunque volvía a ser cariñoso con ella, también era impredecible.
Guiada por un impulso, cogió las llaves del coche y condujo hasta la ciudad. Necesitaba hablar con algún profesional cuya opinión valorara. Por fortuna, Kinnard aún no se había ido. Lo llamó desde el mostrador de recepción del hospital de Salem.
Media hora más tarde se encontraron en la cafetería. Iba vestido con la indumentaria del equipo quirúrgico. Kim estaba tomando una taza de té.
—Espero no molestarte mucho —dijo en cuanto Kinnard se sentó.
—Me alegro de verte.
—Quería hacerte una pregunta. ¿La pérdida de memoria podría ser una secuela de una droga psicotrópica?
—Desde luego, pero debo matizar que la memoria reciente puede verse afectada por muchas cosas. Es un síntoma no específico. ¿Debo suponer que Edward padece ese problema?
—¿Puedo confiar en tu discreción?
—Ya te lo dije. ¿Edward y su equipo siguen tomando la droga?
Kim asintió.
—Están chiflados. Eso es como pedir problemas a gritos. ¿Has notado algún otro efecto?
Kim lanzó una breve carcajada.
—No te lo vas a creer —dijo—. Todos han experimentado una reacción fantástica. Antes de empezar a tomar la droga reñían todo el día. Ahora, todos están muy contentos. No podrían ser más felices. Actúan como si se lo pasaran en grande, pese a que trabajan a un ritmo febril.
—Me parece un buen efecto.
—En algunos aspectos, pero después de pasar con ellos un rato, presientes algo raro, como si todos fuesen demasiado parecidos o aburridos, pese a su júbilo y laboriosidad.
—Me recuerda «Un mundo feliz» —dijo Kinnard, y rió.
—No te burles. He pensado lo mismo, pero hay algo más que preocupaciones filosóficas, que no son las más acuciantes para mí. Lo que me preocupa son los pequeños olvidos de Edward relacionados con cosas cotidianas, y parece que va a más. Ignoro si a los otros les pasa lo mismo.
—¿Qué vas a hacer?
—No lo sé. Esperaba a que confirmaras mis temores o los despejaras. Supongo que no puedes hacer ninguna de las dos cosas.
—Con certeza, no —admitió Kinnard—, pero puedo darte algo para que pienses. Las expectativas influyen de una forma extraordinaria en las percepciones. Por eso en la investigación médica se han instituido los estudios a doble ciego. Existe la posibilidad de que tu expectativa de ver efectos negativos en la droga de Edward afecte lo que ves. Sé que Edward es muy inteligente, y me parece absurdo que se lance a riesgos irracionales.
—Tienes razón. Es verdad que, por el momento, no sé qué veo. Todo podría estar en mi cabeza, pero no lo creo.
Kinnard miró al reloj de pared y se excusó.
—Lamento tener que interrumpir nuestra conversación, pero aún seguiré en el hospital unos pocos días más, por si quieres continuar la charla. Si no, nos veremos en la unidad de cuidados intensivos de Boston.
En el momento de separarse, Kinnard apretó la mano de Kim, quien le correspondió y agradeció su atención.
Cuando llegó a la finca, Kim fue directamente al castillo.
Habló con los fontaneros, que insistieron en que el trabajo iba bien pero aún necesitarían tres días más para terminar.
También sugirieron echar un vistazo al ala de los invitados, por si existía el mismo problema. Ella les dio carta blanca.
Antes de bajar a la bodega, Kim fue a comprobar el estado de las entradas a las alas. Se quedó consternada cuando vio la de la servidumbre. No sólo había tierra en la escalera, sino también ramitas y hojas. Incluso había un recipiente de comida china para llevar, en un rincón próximo a la puerta.
Kim maldijo en silencio, se encaminó al cuarto de la limpieza, sacó una fregona y un cubo, y lavó la escalera. La tierra se había acumulado hasta el primer rellano.
Después de lavarlo todo, Kim se acercó a la puerta principal, cogió la esterilla y la llevó a la entrada del ala de la servidumbre. Pensó en dejar una nota, pero luego supuso que la esterilla ya era en sí suficiente mensaje.
Por fin, Kim descendió a las profundidades de la bodega y se puso a trabajar. Si bien no encontró ningún documento del siglo XVII, su concentración sirvió para alejar las preocupaciones de su mente, y poco a poco empezó a tranquilizarse.
A la una se tomó un descanso. Volvió a la casa y dejó que Saba saliera mientras ella comía. Antes de regresar al castillo comprobó que la gata hubiera vuelto. En el castillo, habló con los fontaneros unos minutos y vio cómo Albert sellaba con el soplete algunas brechas de las cañerías de agua. Finalmente, volvió al trabajo, esta vez en el desván.
Empezaba a sentirse otra vez desalentada cuando descubrió una carpeta de material perteneciente a la época que le interesaba. La acercó a una de las ventanas de gablete.
No le sorprendió descubrir que los papeles estaban relacionados con negocios. En algunos reconoció la letra de Ronald. Pero de pronto vio algo que le cortó la respiración. De entre los documentos de aduanas y las cartas de porte, extrajo una carta de Thomas Putnam a Ronald.
Ciudad de Salem, 17 de agosto de 1692
Señor:
Muchas son las vilezas que han asolado nuestra ciudad temerosa de Dios. Me han causado una gran aflicción pues yo mismo me he visto involucrado sin desearlo. Me apena que haya usted pensado mal de mí y de mi deber como miembro fiel de nuestra congregación y que haya rehusado a hablar conmigo de asuntos de mutuo interés. Es cierto que de buena fe y en nombre de Dios testifiqué contra su difunta esposa en la audiencia y en su juicio.
A petición de usted la visité en su casa para ofrecerle ayuda si la necesitaba. En aquel fatídico día encontré la puerta de su morada entreabierta, pese al frío, y la mesa dispuesta con alimentos y bebidas como si una comida hubiera sido interrumpida, y otros objetos volcados o destrozados, así como gotas de sangre en el suelo. Imaginé un ataque indio y temí por la seguridad de los suyos, pero en la planta superior vi a sus hijos y a las niñas refugiadas. Estaban muertos de miedo y dijeron que su esposa había sido presa de un ataque mientras comía y no estaba en su sano juicio y había ido a refugiarse al establo. Me dirigí allí muy agitado y grité su nombre en la oscuridad. Vino a mí como una mujer enloquecida y me asustó muchísimo. Había sangre en sus manos y su vestido, y pude ver su obra. Con el espíritu conturbado la tranquilicé a riesgo de mi seguridad. Hice lo mismo con su ganado, que estaba muy asustado pero sano y salvo. Le he dicho la verdad en el nombre de Dios.
Su fiel amigo y vecino, THOMAS PUTNAM.
—Pobre gente —murmuró Kim.
Era la carta que, hasta el momento, expresaba con mayor precisión el horror de los hechos de Salem, y Kim sintió compasión por todos los implicados. Adivinó que Thomas estaba confuso y afligido por haberse visto atrapado entre la amistad y lo que él consideraba la verdad. El corazón de Kim se partió por la pobre Elizabeth, a quien el hongo había sacado de quicio hasta el punto de aterrorizar a sus propios hijos.
Para Kim, resultaba fácil comprender que la mentalidad del siglo XVII hubiera atribuido un comportamiento tan horrible e inexplicable a la brujería.
Después, comprendió que la carta aportaba algo nuevo e inquietante. Era la mención de la sangre, que implicaba violencia. Kim no quiso ni imaginar lo que había hecho Elizabeth con el ganado, si bien admitió que debía de ser significativo.
Volvió a releer la carta, especialmente la frase en que Thomas describía que todo el ganado estaba a salvo, pese a la presencia de la sangre. Se le antojó confuso, a menos que Elizabeth se hubiera autolesionado. Aquella idea la estremeció.
La mención de gotas de sangre en el suelo de la casa daba mayor fuerza a la posibilidad. Sin embargo, en la misma frase se hablaba de objetos rotos, lo cual sugería que la sangre podía proceder de una herida involuntaria.
Kim suspiró. Su mente era un caos, pero una cosa estaba clara: el efecto del hongo iba asociado a la violencia, y Kim pensó que Edward y los demás debían de saberlo cuanto antes.
Cogió la carta y corrió al laboratorio. Cuando entró, estaba sin aliento. Se llevó una sorpresa: había irrumpido en mitad de una celebración.
Todos saludaron a Kim con grandes muestras de alegría.
La arrastraron hacia uno de los bancos, donde había una botella de champán descorchada. Kim intentó rechazar un vaso que le ofrecían, pero no le hicieron caso. De nuevo, se sintió como rodeada por un grupo de colegiales histéricos. Observó que habían derramado champán sobre las cabezas de Eleanor, Gloria y Francois.
En cuanto pudo, se abrió paso hacia Edward, para preguntarle qué sucedía.
—Eleanor, Gloria y Francois acaban de llevar a cabo una hazaña de química analítica —explicó él—. Han determinado la estructura de una proteína de enlace de Ultra. Supone un avance gigantesco. Nos permitirá modificar Ultra en caso de que sea necesario, o diseñar otras drogas que enlazaran en el mismo punto.
—Me alegro por ti, pero quiero enseñarte algo que te interesará.
Le tendió la carta.
Edward leyó a toda prisa. Cuando levantó la vista, guiñó el ojo a Kim.
—Felicidades —dijo—. Ésta es la mejor. —Se volvió hacia el grupo—. Escuchad, chicos. Kim ha encontrado la prueba definitiva de que el hongo envenenó a Elizabeth. Será aún mejor que la anotación del diario para el artículo de Science.
Los investigadores se congregaron alrededor de él. Edward les dio la carta y los animó a leerla.
—Es perfecto —dijo Eleanor, y se la pasó a David—. Hasta menciona que estaba comiendo. Es una descripción gráfica de la velocidad con que actúa el alcaloide. Debió de comer un pedazo de pan.
—Es estupendo que hayáis eliminado la cadena lateral alucinógena —dijo David—. No me gustaría despertar y encontrarme a mi mismo fuera con las vacas. Todos rieron excepto Kim, miró a Edward y tras esperar que dejara de reír, le preguntó si la sugerencia de la violencia en la carta le molestó.
Edward tomó la carta de nuevo y la leyó con más cuidado.
—Sabes que tienes un buen punto —le dijo a Kim cuando terminó de leerla por segunda vez—. No creo que deba utilizar esta carta para el artículo después de todo. Eso puede causar problemas que no necesitamos. Hace algunos años apareció en la televisión un desafortunado rumor que asociaba el Prozac con la violencia. Fue un problema hasta que se desacreditó estadísticamente. No deseo que algo por el estilo le ocurra a Ultra.
—Si un alcaloide inalterado causó la violencia, tuvo que haber sido la misma cadena que causó las alucinaciones, —dijo Gloria. Podrías mencionar esto en tu artículo.
—¿Por qué dar esta oportunidad? No quiero que algún periodista sensacionalista lo use como base para asociar el Ultra a la violencia.
—Quizás lo concerniente a la violencia deba ser incluido en los protocolos clínicos, —sugirió Kim.
—Entonces si la cuestión aparece, ya se ha dejado constancia. Sabes que es una buena idea, —dijo Gloria.
Por varios minutos el grupo discutió la sugerencia de Kim. El hecho de que el grupo la estuviera escuchando la permitió sugerir que se incluyeran también los lapsus de memoria reciente. Citó como base para su sugerencia los recientes olvidos de Edward.
Edward se rió afablemente junto con los otros.
—¿Así que me cepillé los dientes dos veces? —dijo, causando más risa.
—Creo que incluir la perdida de memoria reciente es una idea tan buena como incluir la violencia —dijo Curt—. David también se ha vuelto olvidadizo. Lo sé porque nuestras habitaciones son contiguas.
—Mira quién habla —dijo David, y rió.
Entonces, contó al grupo que la noche anterior Curt había llamado dos veces a su novia porque había olvidado la primera llamada.
—Apuesto a que le gustó —dijo Gloria.
Curt golpeó en broma el hombro de David.
—Te fijaste por el único motivo de que tú habías hecho lo mismo la noche anterior, cuando llamaste a tu mujer.
Mientras Kim contemplaba la amistosa discusión de Curt y David, observó que las manos y los dedos del primero estaban surcados de cortes y cicatrices. Su reacción automática como enfermera fue de preocupación. Se ofreció a curarlo.
—Gracias, pero no es tan grave como parece —dijo Curt—. No me molestan para nada.
—¿Te caíste de la moto? —preguntó Kim.
Curt rió.
—Espero que no —dijo—. No me acuerdo cómo me lo hice.
—Son los riesgos del oficio —dijo David. Enseñó sus manos, que tenían un aspecto similar, aunque no tan malo—. Es la prueba de que trabajamos hasta dejarnos la piel.
—Es la consecuencia de trabajar diecinueve horas diarias bajo presión —intervino Francois—. Resulta asombroso que funcionemos tan bien.
—Me parece que la pérdida de memoria reciente debe de ser una secuela de Ultra —dijo Kim—. Da la impresión de que todos la padecéis.
—Yo no —dijo Gloria.
—Ni yo —añadió Eleanor—. Mi mente y mi memoria han mejorado desde que tomo Ultra.
—A mí me pasa lo mismo —corroboró Gloria—. Creo que Francois tiene razón. Trabajamos demasiado.
—Espera un momento, Gloria —dijo Eleanor—. Te has vuelto olvidadiza. Anteayer por la mañana te dejaste el albornoz en el cuarto de baño, y al cabo de dos minutos te dio un ataque cuando no lo viste colgado en la puerta de tu habitación.
—No me dio un ataque —la contradijo Gloria con serenidad—. Además, eso es diferente. Me olvidaba la bata mucho antes de tomar Ultra.
—En cualquier caso, Kim tiene razón —dijo Edward—. Los lapsus de la memoria reciente podrían estar relacionados con Ultra, y por lo tanto habría que incluirlo en los protocolos clínicos. Tampoco es que debamos perder el sueño por ello. Aún si se demuestra que ocurre de vez en cuando, será un riesgo aceptable a la luz de los beneficios que la droga produce a la función mental en general.
—Estoy de acuerdo —dijo Gloria—. Es el equivalente del caso de Einstein, que olvidaba nimiedades cotidianas mientras formulaba la teoría de la relatividad general. La mente elabora juicios de valor en cuanto a lo que debe procesar, y la cantidad de veces que te cepilles los dientes no es importante.
El ruido de la puerta de fuera al cerrarse atrajo la atención de todos, porque pocos visitantes acudían al laboratorio. Todas las cabezas se volvieron hacia la puerta del área de recepción. Era Stanton.
Un espontáneo «Hip, hip, hurra» se elevó de los investigadores. Stanton, confuso, se paró en seco.
—¿Qué demonios pasa aquí? —preguntó—. ¿Nadie trabaja hoy?
Eleanor se acercó a él con un vaso de champán.
—Un pequeño brindis —dijo Edward, y levantó su vaso—. Nos gustaría beber por tu carácter quisquilloso, que nos impulsó a tomar Ultra. Los beneficios aumentan día a día.
Todos bebieron entre risas, incluido Stanton.
—Nos has hecho un favor —siguió Edward—. Nos hemos sacado sangre mutuamente y reservado la orina para las pruebas.
—Todos, excepto Francois —bromeó Gloria—. La mitad de las veces se olvida.
—Al respecto hemos tenido un pequeño problema de conformidad —admitió Edward—, pero lo solucionamos sujetando con cinta adhesiva las tapas de los inodoros y poniendo un letrero que decía «guárdalo».
Todos volvieron a reír. Gloria y David tuvieron que dejar los vasos sobre una mesa por temor a derramarlos.
—Sois un grupo muy alegre —comentó Stanton.
—Y motivos hay —dijo Edward. Contó a Stanton las buenas noticias sobre el descubrimiento de la proteína de enlace. Concedió cierto mérito a Ultra por agudizar la mente de todos.
—¡La noticia es maravillosa! —exclamó Stanton. Se adelantó a estrechar las manos de Gloria, Eleanor y Francois. Después, dijo a Edward que quería hablar con él.
Kim aprovechó la oportunidad para marcharse. Su visita al laboratorio le había dejado buen sabor de boca. Tenía la sensación de haber conseguido algo al sugerir que la violencia y la pérdida de la memoria reciente debían incluirse en la evaluación clínica de Ultra.
Volvió al castillo. Lo primero que quería hacer era guardar la carta de Thomas Putnam en la caja de la Biblia, junto con los demás objetos concernientes a Elizabeth. Cuando se acercaba al edificio, vio que un coche de la policía de Salem salía de entre los árboles. El conductor debió de verla, porque el vehículo se desvió al instante y se dirigió hacia ella.
Kim se detuvo y esperó. El coche frenó y de él se apearon los dos agentes de la vez anterior.
Billy se llevó la mano al ala del sombrero a modo de saludo.
—Espero no molestarla —dijo.
—¿Pasa algo? —preguntó Kim.
—Queríamos preguntarle si había tenido más problemas desde la muerte del perro. Una ola de vandalismo se ha desatado sobre la zona, como si Halloween se hubiera adelantado un mes.
—Halloween es bestial aquí, en Salem —añadió Harry—. Los policías hemos aprendido a odiar esta época del año.
—¿Qué clase de vandalismo? —preguntó Kim.
—Las gamberradas habituales —contestó Billy—. Cubos de basura volcados, basura esparcida. Han desaparecido más animales domésticos y algunos de los cadáveres han aparecido en mitad de la carretera que va al cementerio de Greenlawn.
—Todos estamos preocupados por la posibilidad de que un animal rabioso merodee por los alrededores —explicó Harry—. Será mejor que encierre a su gata, teniendo en cuenta la extensión de su propiedad y sus zonas boscosas.
—Creemos que algunos chicos de la localidad se han sumado a la juerga, por así decirlo —siguió Billy—. Están imitando las andanzas del animal. Es demasiado para un solo animal. ¿Cuántos cubos de basura puede cargarse un mapache en una noche?
—Agradezco que hayan venido a advertirme —dijo Kim—. No hemos tenido más problemas desde la muerte del perro. Encerraré a mi gata en casa.
—Si surgen más problemas, llámenos —dijo Harry—. Nos gustaría llegar al fondo del asunto antes de que se nos escape de las manos.
Kim esperó a que el coche patrulla diera media vuelta y saliera de la finca. Estaba a punto de entrar en el castillo cuando oyó que Stanton la llamaba. Se volvió y vio que venía del laboratorio.
—¿Qué demonios hacía la policía aquí? —preguntó.
Kim le contó que era posible que por la zona merodease un animal rabioso.
—Siempre pasa algo —dijo Stanton—. Escucha, quiero hablar contigo acerca de Edward. ¿Tienes un minuto?
—De acuerdo —dijo Kim, intrigada—. ¿Dónde quieres hablar?
—Aquí ya me va bien. ¿Por dónde empiezo? —Desvió la vista unos instantes, y luego miró a Kim a los ojos—. Estoy un poco perplejo por el comportamiento de Edward, y también de los demás. Cada vez que entro en el laboratorio, me siento como si estuviera de más. Hace un par de semanas, aquello era como una funeraria. Ahora, se lo pasan en grande. Parece un lugar de veraneo, sólo que trabajan más que antes, mucho más, incluso. Su conversación es difícil de seguir, porque todos son muy listos e ingeniosos. De hecho, me siento como un idiota. —Lanzó una carcajada burlona antes de proseguir—. ¡Edward se ha vuelto tan extrovertido y enérgico que me recuerda a mí!
Kim se llevó la mano a la boca y rió de la perspicacia autoparódica de Stanton.
—No es divertido —se quejó Stanton, sin dejar de reír—. El siguiente paso es que quiera convertirse en un capitalista. Al parecer los negocios le interesan cada vez más, y por desgracia no damos pie con bola. Ahora, vamos de cabeza por conseguir más capital. El buen doctor se ha vuelto tan avaricioso que no quiere sacrificar más acciones. De la noche a la mañana ha dejado de ser un ascético académico para convertirse en un insaciable capitalista.
—¿Por qué me dices eso? No tengo nada que ver con Omni, ni quiero.
—Confiaba en que pudieras hablar con él. En buena conciencia, no puedo pedir prestado dinero de fuentes turbias a través de bancos extranjeros, e incluso lamento haber mencionado la posibilidad. Es demasiado peligroso, y no me refiero a peligros financieros. Estoy hablando de peligro para la vida y la familia. No vale la pena. O sea, el aspecto financiero de este proyecto debería quedar en mis manos, de la misma forma que la parte científica ha de quedar en manos de Edward.
—¿Te parece olvidadizo?
—No, joder. Está agudo como un clavo. Es sólo que, en lo referente a los entresijos del mundo económico, es un inocente.
—Se olvida de cosas sin importancia. Y casi todos los demás admiten que se han vuelto distraídos.
—No lo he notado en Edward, pero parecía un poco paranoico. Hace tan sólo unos minutos tuvimos que salir fuera para hablar sin que nadie nos escuchara.
—¿Quién iba a escucharos?
Stanton se encogió de hombros.
—Supongo que los demás investigadores. No lo dijo, y yo no pregunté.
—Esta mañana vino a casa para llamar sin que lo escucharan. Tenía miedo de utilizar el teléfono del área de recepción porque pensaba que alguien podía escuchar a través de las paredes.
—Ahora me parece todavía más paranoico. En su defensa, debo decir que le metí en la cabeza la conveniencia de la discreción en esta fase.
—Empiezo a estar preocupada, Stanton.
—No digas eso. He acudido a ti para tranquilizarme, no para angustiarme aún más.
—Me preocupa que los olvidos y la paranoia sean secuelas de Ultra.
—No quiero ni oír eso —dijo Stanton. Se tapó los oídos con las manos.
—No deberían tomar la droga en esta fase, y tú lo sabes. Creo que tendrías que impedírselo.
—¿YO? Ya te he dicho hace un momento que lo mío son las finanzas. No me meto en la parte científica, sobre todo porque me han dicho que tomar la droga acelerará su proceso de evaluación. Además, estos leves olvidos y la paranoia es probable que se deban a lo mucho que trabajan. Edward sabe lo que hace. Dios mío, es el mejor de su especialidad.
—Haremos un trato. Si tú intentas convencer a Edward de que deje de tomar la droga, yo intentaré convencerlo de que deje las finanzas en tus manos.
Stanton hizo una mueca, como si lo hubieran apuñalado por la espalda.
—Esto es ridículo —dijo—. He de negociar con mi propia prima.
—A mí me parece razonable. Nos ayudaremos mutuamente.
—No puedo prometerte nada.
—Ni yo.
—¿Cuándo hablarás con él?
—Esta noche. ¿Y tú?
—Supongo que podría volver y hablar con él ahora.
—¿Trato hecho?
—Supongo que sí —dijo Stanton a regañadientes. Extendió la mano y ella se la estrechó.
Kim siguió con la mirada a Stanton mientras éste regresaba al laboratorio. En lugar de caminar con paso decidido, parecía cansado, con los brazos caídos a ambos lados del cuerpo, como si cargara enormes pesas en las manos. Kim sintió pena por él, pues sabía que estaba angustiado. El problema residía en que había invertido todo su dinero en Omni, violando sus propios principios.
Después de subir al desván, Kim se acercó a una de las ventanas que daban al laboratorio. Llegó a tiempo para ver que Stanton desaparecía en el interior del edificio. Kim no abrigaba grandes esperanzas de que consiguiera impedir que Edward siguiera tomando Ultra, pero al menos lo había intentado.
Aquella noche, Kim tomó la decisión de seguir despierta hasta que Edward regresase, aunque fuera a la una de la madrugada. Estaba leyendo cuando oyó que la puerta principal se cerraba, y a continuación los pasos de Edward en la vieja escalera.
—Santo Dios —dijo él cuando asomó la cabeza en el dormitorio de Kim—. Debe de tratarse de un libro muy bueno para que estés despierta a estas horas.
—No estoy cansada —contestó Kim—. Entra.
—Estoy agotado. —Edward entró en la habitación y mientras bostezaba acarició con aire ausente a Saba—. Me muero de ganas de ir a la cama. Me ocurre justo después de medianoche, como un reloj. Lo asombroso es la rapidez con que me duermo cuando llega el cansancio. He de ir con cuidado si me siento. Y si me acuesto, olvídalo.
—Ya me he fijado. El domingo por la noche ni siquiera apagaste la luz.
—Supongo que debería estar enfadado contigo —dijo Edward con una sonrisa—. Pero no es así. Sé que lo haces con buena intención.
—¿Quieres decirme de qué estás hablando?
—Como si no lo supieras —se burló Edward—. Estoy hablando del repentino interés de Stanton por mi salud. Supe que era cosa tuya en cuanto abrió la boca. Él nunca es tan solícito.
—¿Te habló de nuestro trato?
—¿Qué clase de trato?
—Accedió a intentar convencerte de que dejaras de tomar Ultra si yo te convencía de que las finanzas de Omni eran cosa de Stanton.
—Et tu Brute —bromeó Edward—. Una situación maravillosa. Las dos personas que considero más cercanas están conspirando a mis espaldas.
—Como tú has dicho, es con las mejores intenciones.
—Creo que soy capaz de decidir qué es mejor para mí —replicó Edward con tono afable.
—Pero has cambiado. Stanton dijo que has cambiado tanto que ya eres como él.
Edward rió de buena gana.
—Es fantástico. Siempre había querido ser tan decidido como Stanton. Es una pena que mi padre haya muerto. Quizá por fin se sentiría complacido conmigo.
—No es para bromear.
—Y no estoy bromeando. Me gusta ser seguro, en lugar de tímido y vergonzoso.
—Pero es peligroso tomar una droga que no ha sido probada. Además, ¿no estás cuestionando la ética de adquirir rasgos de carácter por mediación de una droga, en lugar de hacerlo por medio de la experiencia? Creo que es una falsedad, como engañarse.
Edward se sentó en el borde de la cama.
—Si caigo dormido, llama a una grúa para meterme en la cama —dijo Edward. Rió. Bostezó de nuevo y se llevó la mano a la boca—. Escucha, queridísima. Ultra ya ha sido probada, aunque no del todo, pero no es tóxica, y eso es lo importante. Voy a seguir tomándola, a menos que aparezca una secuela grave, cosa que dudo mucho. En cuanto a tu segundo punto, tengo claro que los rasgos de carácter indeseables, como en mi caso la timidez, pueden afianzarse con la experiencia. Prozac, hasta cierto punto, y ahora Ultra, mucho más, han dejado en libertad a mi yo auténtico, la persona cuya personalidad quedó sumergida por una serie de experiencias vitales desafortunadas que me convirtieron en la persona torpe que fui. Mi personalidad actual no es un invento de Ultra y no es falsa. Ha conseguido emerger, pese a una maraña de reacciones neuronales facilitadas, que yo llamaría una «red inferior». —Rió, palmeó la pierna de Kim por encima de las sábanas, y agregó—: Te aseguro que nunca me he sentido mejor. Confía en mí. Mi única preocupación es saber hasta cuándo tendré que tomar Ultra para afianzar este nuevo yo, de forma que cuando deje de tomarla no retroceda a mi antiguo yo, tímido y torpe.
—Lo dices de una forma que parece muy razonable.
—Es que lo es. Quiero ser así. Así habría sido, probablemente, si mi padre no hubiera sido tan pesado.
—¿Qué me dices de los olvidos y la paranoia?
—¿Qué paranoia?
Kim le recordó que por la mañana se había acercado a la casa para utilizar el teléfono, y luego había tenido que salir del laboratorio para hablar con Stanton.
—Eso no era paranoia —dijo Edward, indignado—. Esos personajillos del laboratorio se han convertido en la peor pandilla de chismosos que he conocido en mi vida. Sólo intento preservar mi privacidad.
—Tanto Stanton como yo pensamos que era un comportamiento paranoico.
—Bien, puedo asegurarte que no. —Edward sonrió. La punzada de irritación experimentada al ser acusado de paranoico ya había pasado—. Admito los olvidos, pero no lo otro.
—¿Por qué no dejas de tomar la droga y vuelves a empezar por la fase clínica?
—Eres una persona difícil de convencer. Por desgracia, carezco de energías. No puedo mantener los ojos abiertos. Lo siento. Continuaremos mañana, si quieres, pues no es más que una prolongación de una discusión anterior. Ahora he de irme a la cama.
Edward se inclinó, besó a Kim en la mejilla y salió con paso vacilante de la habitación. Kim lo oyó moverse en su habitación unos escasos minutos. Después, oyó la respiración profunda y fuerte de alguien que se ha dormido muy deprisa.
Asombrada por la rapidez de la transformación, Kim saltó de la cama. Se puso la bata y corrió al dormitorio de Edward.
Una hilera de prendas de vestir estaban tiradas por la habitación, y Edward había caído con los brazos y piernas extendidos sobre la cama, en ropa interior. Como el domingo por la noche, la lámpara de la mesilla estaba encendida.
Kim se acercó a la lámpara y apagó la luz. Se paró al lado de Edward y escuchó con asombro sus potentes ronquidos.
Se preguntó por qué nunca la habían despertado cuando dormían juntos.
Volvió a su cama. Apagó la luz y trató de dormir, pero le resultó imposible. Su mente no desconectaba, y oía a Edward como si estuviera en su cuarto.
Al cabo de media hora, se levantó y fue al cuarto de baño.
Encontró el antiguo frasco de Xanax que había guardado durante años y tomó una de las píldoras rosadas en forma de barco. No le gustaba la idea de recurrir al fármaco, pero pensó que lo necesitaba. De lo contrario, no podría dormir.
Salió del cuarto de baño, cerró la puerta de Edward y también la suya. Cuando volvió a meterse en la cama, aún oía a Edward, pero al menos de una forma más apagada. Al cabo de quince minutos notó que una ansiada serenidad se apoderaba de ella. Poco después, se sumió en un sueño profundo.