Lunes 26 de septiembre de 1994
Cuando Kim abrió por fin los ojos, se llevó una sorpresa al ver que eran casi las nueve. No se había despertado tan tarde en lo que llevaba de mes. Saltó de la cama y echó un vistazo a la habitación de Edward, pero él se había levantado mucho antes. El dormitorio se veía limpio y ordenado. Edward tenía la buena costumbre de hacerse la cama por la mañana.
Antes de ducharse, Kim llamó al fontanero, Albert Bruer, que había trabajado en la casa y en el laboratorio. Dejó su número en el contestador automático.
Albert llamó al cabo de media hora, y se presentó ante la puerta de Kim justo cuando ésta terminaba de desayunar.
Fueron al castillo en la camioneta de Albert.
—Creo que ya sé cuál es el problema —dijo el hombre—. De hecho, ya lo sabía cuando vivía su abuelo. Se trata de los tubos de desagüe. Son de hierro fundido, y algunos se han oxidado.
Albert condujo a Kim a cada cuarto de baño del ala de la servidumbre y sacó las tapas de los paneles de acceso. En cada uno señaló las cañerías oxidadas.
—¿Pueden arreglarse? —preguntó Kim.
—Por supuesto, pero no será fácil. Puede que mi chico y yo tardemos una semana.
—Hágalo. Tengo algunos invitados.
—En ese caso, llevaré agua al cuarto de baño del tercer piso. Esas tuberías parecen muy buenas. Lo más probable es que allí arriba no haya vivido nadie.
Cuando el fontanero se hubo marchado, Kim se acercó al laboratorio para informar de que el cuarto de baño del tercer piso funcionaba. Hacía tiempo que no iba al laboratorio, y la visita no le hacía gracia. Siempre se sentía de más.
—¡Kim! —exclamó David, exaltado. Fue el primero en verla entrar por la puerta que conducía desde la zona de recepción vacía al laboratorio propiamente dicho—. Qué agradable sorpresa.
David avisó a los demás que Kim acababa de llegar. Todos, incluido Edward, abandonaron sus quehaceres y salieron a recibirla.
Kim se ruborizó. No le gustaba ser el centro de atención.
—Tenemos café recién hecho y rosquillas —dijo Eleanor—. ¿Te apetece?
Kim declinó la invitación, pero le dio las gracias y explicó que acababa de desayunar. Después, pidió disculpas por molestarlos y se apresuró a contar que el problema de las cañerías se había resuelto.
Los hombres expresaron su satisfacción y le aseguraron que utilizar el cuarto de baño del tercer piso no era ninguna molestia. Hasta intentaron convencerla de que no hiciera más reparaciones.
—Creo que no hay que dejarlos tal como están —dijo Kim—. Prefiero que los arreglen.
Se dispuso a marcharse, pero no se lo permitieron. Todos insistieron en enseñarle lo que hacía cada uno.
David fue el primero. Condujo a Kim a su banco y la obligó a mirar por un microscopio de disección un preparado de ganglio abdominal extraído de un molusco llamado Aplasia fasciata. A continuación, le enseñó sus imágenes impresas de Càm Ultra. Controlaba la descarga espontánea de ciertas neuronas del ganglio. Antes de que Kim supiera qué estaba mirando, David le arrebató de la mano las imágenes impresas y la arrastró hacia la incubadora de cultivos de tejidos. Allí, le explicó cómo evaluaba los cultivos en busca de señales de toxicidad.
Después, fue el turno de Gloria y Curt. Bajaron a Kim a la zona de los animales. Le enseñaron algunos seres desdichados, ratas y monos que habían sido sometidos a situaciones estresantes para padecer una angustia severa. Después, le enseñaron animales similares que habían sido tratados con Ultra e imipramina.
Kim intentó fingir interés, pero los experimentos con animales le desagradaban.
Francois sustituyó a Gloria y Curt, y guió a Kim hasta la habitación protegida donde habían aislado la máquina de resonancia magnética nuclear. Intentó explicar con toda exactitud cómo intentaba determinar la estructura de la proteína de enlace de Ultra. Se limitó a asentir y sonreír cada vez que él hacía una pausa.
Luego, Eleanor condujo a Kim arriba, donde tenía su ordenador. Ofreció a Kim una detallada explicación sobre diseño molecular y el modo en que trataba de crear drogas que fueran permutaciones de la estructura básica de Ultra, las cuales, en teoría, poseerían algo de la bioactividad de ésta.
Mientras Kim iba de un lado a otro del laboratorio, empezó a darse cuenta de que los investigadores no sólo se mostraban cordiales, sino pacientes y respetuosos entre sí.
Aunque estaban ansiosos por complacerla, se resignaban a esperar su turno.
—Ha sido muy interesante —dijo Kim cuando Eleanor terminó por fin su conferencia. Retrocedió hacia la puerta—. Gracias por desperdiciar vuestro valioso tiempo en enseñarme todo esto.
—¡Espera! —dijo Francois. Corrió hacia su escritorio, cogió un fajo de fotografías y volvió a toda prisa. Se las enseñó a Kim y le preguntó cuál era su opinión. Se trataba de escáneres de colores brillantes.
—Creo que son… —Kim buscó una palabra que no la dejara en ridículo—… espectaculares —concluyó.
—Sí, ¿verdad? —dijo Francois, y ladeó la cabeza para mirarlas desde un ángulo diferente—. Son como arte moderno.
—¿De qué te informan, exactamente? —preguntó Kim. Habría preferido marcharse, pero todos la miraban, y se sintió obligada a parecer interesada.
—Los colores están relacionados con las concentraciones de Ultra radiactiva. El rojo es la concentración más alta. Estas imágenes muestran con toda claridad que la máxima localización de la droga se encuentra en el tallo cerebral superior, el mesencéfalo y el sistema límbico.
—Recuerdo que Stanton se refirió al sistema límbico durante la cena —dijo Kim.
—En efecto. Tal como insinuó, constituye la parte del cerebro más primitiva o reptiliana, y está relacionado con la función autónoma, que incluye el estado de ánimo, las emociones e incluso los olores.
—Y el sexo —añadió David.
—¿Qué quiere decir «reptiliana»? —preguntó Kim.
Para ella, la palabra contenía connotaciones muy desagradables. Nunca le habían gustado las serpientes.
—Se utiliza para referirse a las partes del cerebro que son similares a los cerebros de los reptiles —explicó Francois—. Es una simplificación excesiva, pero no deja de tener sentido. Si bien el cerebro humano evolucionó a partir de algún lejano antepasado de los reptiles actuales, no es como coger un cerebro de reptil y añadirle un par de hemisferios cerebrales.
Todos rieron. Kim los imitó. Era difícil resistirse al ambiente general.
—En lo referente a los instintos básicos —intervino Edward—, los humanos los poseemos tanto como los reptiles. La diferencia es que los nuestros están recubiertos por varias capas de socialización y civilización. Traducido, eso significa que los hemisferios cerebrales poseen conexiones que controlan el comportamiento reptiliano.
Kim consultó su reloj.
—He de irme —dijo—. Debo coger el tren de Boston.
Gracias a aquella excusa pudo librarse por fin de los investigadores, aunque todos la alentaron a volver. Edward la acompaño fuera.
—¿De veras te marchas a Boston? —preguntó.
—Sí. Anoche decidí regresar para probar en Harvard una vez más. Encontré otra carta que incluía una referencia a la prueba de Elizabeth. Me dio otra pista.
—Buena suerte. Que te diviertas.
Edward dio un beso a Kim y volvió a entrar en el laboratorio. No hizo ninguna pregunta acerca de la carta que había encontrado.
Kim regresó a la casa, intrigada por las muestras de camaradería de que acababa de ser objeto. Pensó que tal vez el problema residiese en ella. No le había gustado su anterior hosquedad, pero ahora le desagradaba su excesiva sociabilidad. ¿O acaso era que nada la complacía?
Cuanto más pensaba Kim en la reacción de los investigadores, más se daba cuenta de que estaba muy relacionada con su súbita uniformidad. En el momento de conocerlos le sorprendió lo excéntricos y caprichosos que eran. Ahora, sus personalidades se habían fundido en una cordialidad que envolvía sus individualidades.
Mientras se cambiaba de ropa para el viaje a Boston, no pudo por menos que reflexionar sobre lo que estaba ocurriendo en la finca. Advirtió que la misma inquietud que la había impulsado a ver a Alice, se intensificaba de nuevo.
Entró en el salón para coger un jersey, se detuvo ante el retrato de Elizabeth y miró la cara femenina pero enérgica de su antepasada. No se veía ni el menor rastro de angustia en la faz de Elizabeth. Kim se preguntó si habría perdido alguna vez el control de sí misma.
Entró en el coche y se dirigió a la estación de tren, incapaz de sacudirse a Elizabeth de la mente. De pronto, pensó que existían asombrosas similitudes en los mundos de ambas, pese al abismo de siglos que las separaban. Elizabeth había vivido bajo la continua amenaza de los ataques indios, en tanto Kim era consciente del omnipresente peligro del crimen. En aquella época, había existido la amenaza misteriosa y aterradora de la viruela, cuyo equivalente actual era el sida. En los tiempos de Elizabeth, los puritanos perdieron el control de la sociedad con la imparable ascensión del materialismo; hoy, era el paso de la estabilidad de la guerra fría a la aparición de los nacionalismos y las religiones fundamentalistas. Entonces, el papel de la mujer era confuso y cambiante; en la actualidad ocurría lo mismo.
—Cambiarlo todo para que nada cambie —dijo Kim en voz alta.
Se preguntó si aquellas similitudes estarían relacionadas con el mensaje que, en su opinión, Elizabeth intentaba enviarle desde el pasado. Kim experimentó un escalofrío y se preguntó si acaso le esperaba un destino similar al de Elizabeth. ¿Podía ser eso lo que su antepasada intentaba comunicarle? ¿Se trataba de una advertencia?
Cada vez más angustiada, Kim realizó un esfuerzo consciente para dejar de meditar obsesivamente. Lo consiguió hasta que subió al tren. Entonces, los pensamientos volvieron como un alud.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Kim. La mujer sentada a su lado la miró con suspicacia.
Kim miró por la ventana. Se reprendió por dar rienda suelta a su imaginación. Al fin y al cabo, las diferencias entre su vida y la de Elizabeth eran mucho mayores que los parecidos, sobre todo en lo referente al control sobre sus vidas. Elizabeth apenas si había controlado la suya. Ya de jovencita la habían obligado a casarse por conveniencia, y no tuvo acceso al control de natalidad, las dos principales restricciones a la libertad de la mujer desde tiempos inmemoriales. En contraste, Kim tenía libertad para elegir con quién se casaba y controlar su cuerpo en lo que a la reproducción se refería.
Aquellos pensamientos la tranquilizaron hasta que el tren se acercó a la estación de Boston. Entonces, empezó a preguntarse si tenía tanta libertad como pensaba. Recordó algunas de las decisiones fundamentales de su vida, como estudiar para enfermera en lugar de dedicarse al arte o al diseño.
Luego, se recordó que vivía con un hombre una relación que estaba adquiriendo una inquietante similitud con la vivida con su padre. Para colmo, también se recordó que estaba atada de pies y manos a un laboratorio de investigación construido en su propiedad, más cinco investigadores que vivían en la mansión familiar, y en ninguno de los dos casos había sido ella quien decidió que así fuera.
El tren se detuvo. Kim caminó hacia el metro, absorta en sus pensamientos. Sabía cuál era el problema. Casi podía oír la voz de Alice, diciendo que era su personalidad. Carecía de la autoestima adecuada; era demasiado dócil; pensaba en las necesidades de los demás y olvidaba las suyas. La combinación de aquellas inclinaciones coartaba su libertad.
«Qué ironía», pensó. La personalidad de Elizabeth, segura y decidida, habría sido perfecta para el mundo actual, mientras que en su tiempo había contribuido, sin duda, a su muerte prematura. En contraste, la personalidad de Kim, más obediente y sumisa, habría encajado en el siglo XVII, pero en el presente no funcionaba muy bien.
Kim se reafirmó en su deseo de descubrir la historia de Elizabeth, subió al metro y bajó en Harvard Square. Al cabo de quince minutos de su llegada, se encontraba de nuevo en el despacho de Mary Custland, en la Biblioteca Widener, a la espera de que Mary terminara de leer la carta de Jonathan.
—Su casa debe de ser un tesoro de antigüedades. —Mary levantó la vista de la página—. Esta carta no tiene precio. —Llamó de inmediato a Katherine Sturburg para que la leyera.
—Qué placer —dijo Katherine cuando terminó.
Las dos mujeres explicaron a Kim que la carta era de un período de la historia de Harvard poco documentado. Pidieron permiso para fotocopiarla, y Kim aceptó.
—Bien, hemos de encontrar una referencia a Rachel Bingham —dijo Mary, y tomó asiento frente al ordenador.
—En eso confiaba —dijo Kim.
Mary introdujo el nombre, en tanto Kim y Katherine miraban por encima de su hombro. Kim descubrió que había cruzado los dedos sin darse cuenta.
Dos Rachel Bingham aparecieron en pantalla, pero ambas habían vivido en el siglo XIX y era imposible que estuvieran relacionadas con Elizabeth. Mary cruzó algunas informaciones, pero fracasó.
—Lo siento muchísimo —dijo—. Comprenderá que aunque encontráramos una referencia el problema del incendio de 1764 supondría una dificultad insuperable.
—Lo entiendo —dijo Kim—. No esperaba encontrar algo, pero como ya dije en mi primera visita, me siento obligada a seguir cualquier pista nueva.
—Ahora que tenemos un nombre nuevo, investigaré en mis fuentes de consulta —la tranquilizó Katherine.
Kim dio las gracias a las dos mujeres y se marchó. Volvió en metro a la estación y tuvo que esperar al tren de Salem.
Mientras paseaba por el andén, se juró que durante los siguientes dos días redoblaría sus esfuerzos en inspeccionar la maraña de papeles guardados en el castillo. En cuanto se reincorporara al trabajo, tendría pocas oportunidades para ello, excepto los días festivos.
Volvió a la finca con la intención de ir directamente al castillo, pero cuando pasaba entre los árboles, vio un coche de la policía de Salem aparcado frente a la casa. Picada por la curiosidad, avanzó en aquella dirección.
Al acercarse, vio a Edward y Eleanor, que conversaban con dos policías en mitad del prado, a unos cincuenta metros de la casa. Eleanor rodeaba con su brazo la espalda de Edward.
Kim aparcó junto al coche patrulla y se apeó. El grupo no advirtió la llegada; quizá estaban todos demasiado preocupados para fijarse en ella. Aún más picada por la curiosidad, Kim caminó hacia ellos. Cuando estuvo más cerca, vio que algo tendido en la hierba ocupaba su atención.
Kim lanzó una exclamación ahogada, y entonces la vieron.
Era Buffer. El pobre perro estaba muerto. Lo más horripilante de la escena era que parte de la carne que recubría los cuartos traseros había desaparecido y dejaba al descubierto los huesos sanguinolentos.
Kim dirigió una mirada apenada a Edward, quien la saludó con serenidad, lo cual le sugirió que había superado la conmoción inicial. Vio lágrimas secas en sus mejillas. Por desagradable que fuera el perro, sabía que lo apreciaba.
—Será mejor que un médico forense eche un vistazo a los huesos —estaba diciendo Edward—. Existe la posibilidad de que alguien reconozca las marcas de dientes, y qué clase de animal ha podido hacer esto.
—No sé cómo reaccionaría la oficina del médico forense a una llamada sobre un perro muerto —dijo uno de los agentes, cuyo nombre era Billy Selvey.
—Pero acaba de decir que han ocurrido un par de episodios similares durante las últimas noches —insistió Edward—. Creo que deberían averiguar de qué clase de animal se trata. Por mi parte, pienso que ha podido ser un perro o un mapache.
A Kim le sorprendió lo sereno que se mostraba Edward a pesar de la pérdida. Se había recuperado lo suficiente para lanzarse a una discusión técnica sobre las marcas de dientes en los huesos expuestos.
—¿Cuándo fue la última vez que vio al perro? —preguntó Billy.
—Anoche —contestó Edward—. Solía dormir conmigo, pero quizá lo dejé salir. No me acuerdo. A veces, el perro se quedaba fuera toda la noche. Nunca sospeché que supusiese un problema, porque la finca es muy grande y el animal no molestaba a nadie.
—Di de comer al perro a eso de las once y media de anoche —intervino Kim—. Lo dejé en la cocina, comiendo.
—¿Lo dejaste salir? —preguntó Edward.
—No, ya he dicho que lo dejé en la cocina.
—Bien, esta mañana cuando desperté no lo vi. No pensé nada especial. Supuse que se presentaría en el laboratorio.
—¿Tienen puertas para animales domésticos? —preguntó Billy.
Kim y Edward negaron con la cabeza.
—¿Oyeron algo extraño anoche? —preguntó Billy.
—Estaba fuera de este mundo —dijo Edward—. Últimamente, duermo como un tronco.
—Yo tampoco oí nada —dijo Kim.
—En la comisaría se ha hablado de que esos incidentes tal vez sean causados por un animal rabioso —dijo el otro agente, que se llamaba Harry Conners—. ¿Tienen más animales?
—Yo tengo una gata —dijo Kim.
—Les aconsejamos que la mantengan encerrada durante unos días —dijo Billy.
Los policías guardaron sus libretas y bolígrafos, se despidieron y volvieron a su coche.
—¿Y el cadáver? —preguntó Edward—. ¿No quieren llevarlo al forense?
Los dos agentes intercambiaron una mirada, con la esperanza de que el otro contestara. Por fin, Billy respondió a gritos que era mejor no hacerlo.
Edward saludó con la mano.
—Les doy una buena propina, ¿y qué hacen? —dijo—. Se largan.
—Bien, he de volver al trabajo —dijo Eleanor. Era la primera vez que hablaba. Miró a Kim—. No olvides que prometiste visitar otra vez el laboratorio, y muy pronto.
—Lo haré —prometió Kim. El interés de Eleanor la asombró, aunque parecía sincera.
Eleanor se encaminó hacia el laboratorio.
Edward contempló un rato a Buffer. Kim desvió la vista.
El espectáculo era horrible y le provocaba arcadas.
—Siento muchísimo lo de Buffer —dijo, y apoyó la mano sobre el hombro de Edward.
—Vivió bien. Creo que separaré las patas traseras y las enviaré a uno de los patólogos que conozco en la facultad de medicina. Tal vez nos diga qué clase de animal hay que buscar.
Kim tragó saliva al oír la sugerencia de Edward. No esperaba que quisiera mutilar más al pobre animal.
—Tengo una manta vieja en el maletero —dijo Edward—. Voy a buscarla para envolver el cadáver.
Sin saber qué hacer, Kim permaneció junto a los restos de Buffer mientras Edward iba por la manta. Estaba afligida por el cruel destino del perro, aunque Edward aparentaba indiferencia. En cuanto envolvió al animal, Kim acompañó a Edward al laboratorio.
Cuando estuvieron cerca, Kim pensó en una posibilidad aterradora. Detuvo a Edward.
—Se me acaba de ocurrir algo. ¿Es posible que la muerte de Buffer y las mutilaciones estén relacionadas con la brujería?
Edward la miró por un instante y luego echó la cabeza hacia atrás, sin poder contener las carcajadas. Kim se descubrió riendo con él, al tiempo que se avergonzaba por haber sugerido algo semejante.
—Espera un momento —protestó—. Recuerdo haber leído en algún sitio que la magia negra y los sacrificios de animales estaban íntimamente relacionados.
—Considero tu melodramática imaginación muy divertida —consiguió articular Edward entre nuevas carcajadas. Cuando por fin logró controlarse, se disculpó por reírse de ella. Al mismo tiempo, le dio las gracias por aquel momento de alivio—. Dime, ¿de veras piensas que, después de trescientos años, el diablo ha decidido volver a Salem, y que la brujería va dirigida contra mí y Omni?
—Me he limitado a establecer una relación entre sacrificios de animales y brujería —dijo Kim—. No lo pensé mucho, y tampoco quería dar a entender que creía en ello, sólo que tal vez hay alguien que sí cree.
Edward puso a Buffer en el maletero y abrazó a Kim.
—Creo que pasas demasiado tiempo escondida entre los viejos papeles del castillo. Cuando todo el proyecto esté bajo control, deberíamos irnos de vacaciones. A un lugar cálido, donde podamos tendernos al sol. ¿Qué te parece?
—Suena bien —contestó Kim, si bien se preguntó en qué momento del futuro estaba pensando Edward.
Kim no quiso contemplar la disección de Buffer, de manera que se quedó fuera del laboratorio cuando Edward entró para proceder. Salió al cabo de pocos minutos cargado con una pala y el cadáver todavía envuelto. Cavó una fosa poco profunda cerca de la entrada del laboratorio. Cuando terminó de enterrar a Buffer, dijo a Kim que esperara un momento, pues había olvidado algo. Desapareció en el interior del laboratorio.
Cuando salió de nuevo, enseñó a Kim una botella de reactivo químico. Depositó con un gesto majestuoso la botella sobre la tumba de Buffer.
—¿Qué es eso? —preguntó Kim.
—Un amortiguador químico llamado TRIS. Un amortiguador para Buffer. —Rió con tantas ganas como cuando Kim había hablado de brujería.
—Me impresiona lo bien que te has tomado este desdichado incidente —dijo Kim.
—Estoy seguro de que está relacionado con Ultra —dijo Edward, sin dejar de reír—. Cuando me enteré de lo sucedido, me quedé destrozado. Buffer era como de la familia para mí. Pero la pena se me pasó enseguida. Lamento su muerte, pero no siento esa espantosa vacuidad que acompaña al dolor. Mi razón me dice que la muerte es un complemento natural de la vida. Al fin y al cabo, Buffer tuvo una buena vida, para ser un perro, y su carácter no era el mejor del mundo.
—Era un animal leal —dijo Kim. No quería contarle cuáles eran sus verdaderos sentimientos hacia el perro.
—Ése es otro ejemplo de por qué deberías darle una oportunidad a Ultra. Garantizo que te calmará. Quién sabe, quizá despejaría tu mente lo bastante para ayudarte en tu investigación sobre el misterio de Elizabeth.
—Creo que sólo el trabajo duro lo conseguirá.
Edward le dio un beso fugaz, agradeció su apoyo moral y desapareció en el laboratorio. Kim se encaminó al castillo.
Apenas había recorrido una breve distancia, cuando empezó a preocuparse por Saba. De pronto, recordó que la había dejado salir la noche anterior, después de dar de comer a Buffer, y que por la mañana no la había visto.
Cambió de dirección y se dirigió a la casa. Aceleró el paso.
La muerte de Buffer había aumentado su inquietud. No era capaz de imaginar cuánto sufriría si Saba sucumbía a un destino similar al del perro de Edward.
Entró en la casa y llamó a Saba. Subió por la escalera a toda prisa y fue a su dormitorio. Vio con gran alivio que la gata estaba aovillada en el centro de la cama. Kim se precipitó sobre ella y la acarició. Saba le dedicó una de sus miradas desdeñosas.
Después de mimar a la gata durante varios minutos, Kim se acercó a la cómoda y cogió el frasco de Ultra con dedos temblorosos. Una vez más, sacó una cápsula azul y la examinó. Ansiaba un poco de alivio. Acarició la idea de tomar la droga durante veinticuatro horas para ver cuál era su efecto.
La capacidad de Edward para sobrellevar tan bien la muerte de Buffer constituía un testimonio impresionante. Fue a buscar un vaso de agua.
Pero no tomó la cápsula, sino que empezó a preguntarse si la reacción de Edward había sido demasiado serena. Tanto sus lecturas como su intuición le decían que un poco de dolor era una emoción humana necesaria, lo cual la llevó a pensar si bloquear los procesos normales del dolor traería consecuencias en el futuro.
Con aquella idea en mente, Kim devolvió la cápsula al frasco y decidió visitar de nuevo el laboratorio. Con el temor a ser asediada, literalmente, por los investigadores, se deslizó en el interior con el mayor sigilo.
Por suerte, sólo Edward y David se encontraban en el piso de arriba, y en extremos opuestos de la enorme sala. Kim pudo sorprender a Edward sin que los demás se enteraran de su llegada. Cuando él la vio, Kim se llevó un dedo a los labios.
Cogió su mano y lo condujo fuera del edificio.
En cuanto la puerta del laboratorio se cerró tras ellos, Edward sonrió.
—¿Qué demonios te pasa? —preguntó.
—Sólo quiero hablar contigo —explicó ella—. Se me ha ocurrido una idea que tal vez puedas incluir en el protocolo clínico de Ultra.
Kim explicó a Edward lo que había pensado acerca del dolor, al que añadió la melancolía y la angustia, y dijo que un grado moderado de aquellos sentimientos jugaba un papel positivo, como motivadores de la maduración, el cambio y la creatividad humanas.
—Lo que me preocupa —concluyó— es que la posibilidad de tomar una droga como Ultra, capaz de atemperar esos estados mentales, exija un coste oculto y provoque graves e inesperadas secuelas negativas.
Edward sonrió y asintió lentamente. Estaba impresionado.
—Agradezco tu colaboración. Has tenido una idea interesante, pero no la comparto. Se basa en la falsa premisa de que la mente está separada del cuerpo material. Esa vieja hipótesis ha sido desmentida por experiencias recientes, que demuestran que la mente y el cuerpo forman una unidad en lo relativo a la disposición de ánimo y los sentimientos. Se ha demostrado que las emociones están biológicamente determinadas por el hecho de que son afectadas por drogas como el Prozac, que alteran los niveles de los neurotransmisores. Ha revolucionado las ideas sobre la función cerebral.
—Esa clase de pensamiento es deshumanizador —protestó Kim.
—Te lo diré de otra manera. Piensa en el dolor. ¿Crees que se debe tomar drogas para el dolor?
—El dolor es diferente —dijo Kim, pero comprendió la trampa filosófica que Edward le estaba tendiendo.
—Yo no opino lo mismo. También el dolor es biológico. Como el dolor físico y el psíquico son biológicos, deberían tratarse de la misma manera, en especial con drogas bien diseñadas dirigidas sólo a aquellas partes del cerebro responsables.
Kim se sintió frustrada. Deseó preguntar a Edward dónde estaría el mundo si Mozart y Beethoven hubieran tomado drogas para combatir su angustia o depresiones, pero no dijo nada. Sabía que era inútil. El científico que había en él lo cegaba.
Edward dio a Kim un fuerte abrazo y reiteró lo mucho que le agradecía el que se interesase por su trabajo. Después, le dio una palmada en la cabeza.
—Seguiremos hablando sobre este tema, si quieres —dijo—, pero ahora será mejor que vuelva al trabajo.
Kim se disculpó por molestarlo y regresó a la casa.