Finales de septiembre de 1994
El que Edward reconociera el esfuerzo que había supuesto para ella preparar la cena contando con tan poco tiempo alentó a Kim a pensar que la situación entre ambos mejoraría. Pero no fue así. Durante la semana que siguió a la noche de la cena, las cosas parecieron empeorar. De hecho, Kim no vio en ningún momento a Edward. Llegaba muy tarde por la noche, bastante después de que Kim se hubiera acostado, y se levantaba antes de que ella despertara. No hizo el menor esfuerzo por comunicarse con ella, si bien le dejó numerosos mensajes.
Hasta Buffer parecía más desagradable de lo habitual. Apareció inesperadamente el miércoles por la noche, cuando Kim se estaba preparando la cena. Daba la impresión de estar hambriento, de modo que Kim llenó un plato con su comida y lo tendió hacia el animal, con la intención de dejarlo en el suelo.
Buffer reaccionó enseñando los dientes y lanzándole una dentellada. Ella tiró la comida a la basura.
Como no mantenía contacto con nadie del laboratorio, Kim empezó a sentirse más ajena que a principios de mes a todo cuanto sucedía en la finca. También empezó a sentirse sola.
Advirtió sorprendida que esperaba ansiosamente el momento de volver a trabajar, algo que jamás le había ocurrido. De hecho, cuando se fue del trabajo a finales de agosto, pensaba que le costaría bastante volver.
El jueves, Kim tomó conciencia de que estaba algo deprimida, y la angustia resultante la asustó. Había sufrido una depresión durante el segundo año de universidad, y la experiencia había dejado en ella una cicatriz duradera. Temerosa de que los síntomas empeoraran, llamó a Alice McMurray, una terapeuta del hospital general a la que conocía desde hacía años. Alice accedió a concederle media hora al día siguiente, durante la pausa para almorzar.
El viernes por la mañana, Kim se sintió algo mejor que las mañanas anteriores. Supuso que se debía a la exaltación de haber hecho planes para ir a la ciudad. Decidió tomar el tren, pues lo más probable era que no encontrase sitio en el aparcamiento del hospital.
Llegó a Boston poco después de las once. Como tenía mucho tiempo por delante, fue a pie desde la estación al hospital. Era un agradable día de otoño, en que los claros se turnaban con las nubes. En contraste con Salem, las hojas de los árboles ya habían empezado a cambiar.
Kim se sintió bien al encontrarse en el entorno familiar del hospital, sobre todo cuando topó con varios colegas que bromearon sobre su bronceado. El despacho de Alice se encontraba en un edificio perteneciente al hospital. Cuando llegó al mostrador de recepción, Kim lo descubrió desierto.
Casi al instante, la puerta del despacho de Alice se abrió y ésta asomó la cabeza.
—Hola —dijo—. Entra. —Señaló el escritorio de la secretaria—. Todo el mundo ha salido a comer, por si era eso lo que te preguntabas.
El despacho de Alice era sencillo pero cómodo. Había cuatro sillas y una mesa de café agrupadas en el centro de la habitación, sobre una alfombra oriental. Un pequeño escritorio estaba apoyado contra la pared. Cerca de la ventana había una palmera en una maceta. Las paredes estaban cubiertas de reproducciones de pintores impresionistas y algunos diplomas enmarcados.
Alice era una mujer entrada en carnes, cuya actitud comprensiva emanaba de ella como un campo magnético. Como ella misma había admitido a Kim, toda su vida había luchado con un problema de peso. No obstante el esfuerzo la había dotado de mayor eficacia a la hora de ser sensible a los problemas de los demás.
—Bien, ¿en qué puedo ayudarte? —preguntó Alice cuando tomaron asiento.
Kim procedió a explicar la situación en que se encontraba.
Intentó ser sincera y admitió su decepción porque las cosas no resultaban como había esperado. Mientras hablaba, se oyó asumir casi toda la culpa. Alice también lo oyó.
—Esto me suena —dijo Alice. A continuación, preguntó por la personalidad y hábitos sociales de Edward.
Kim describió a Edward y, con la ayuda de la presencia de Alice, se oyó defenderlo al instante.
—¿Crees que existe un parecido entre la relación con tu padre y la relación con Edward? —preguntó Alice.
Kim meditó un momento y confesó su comportamiento durante la cena reciente, que sugería cierta analogía.
—Me parece que en apariencia son muy parecidos —dijo Alice—. Recuerdo haberte oído describir una frustración similar cuando intentabas complacer a tu padre. Da la impresión de que ambos poseen un interés exagerado en sus asuntos profesionales, que se imponen a su vida personal.
—En Edward, es algo transitorio.
—¿Estás segura?
Kim reflexionó un instante antes de contestar.
—Creo que nunca se sabe con seguridad qué piensa la gente.
—Exacto. Edward podría cambiar, quién sabe. No obstante, tengo la impresión de que necesita tu apoyo social, y tú se lo das. No hay nada de malo en ello, pero creo que tus necesidades no están satisfechas.
—Por decirlo de una manera suave —admitió Kim.
—Deberías pensar en lo que es bueno para ti y obrar en consecuencia. Sé que es fácil de decir y de hacer. Tu autoestima se siente aterrorizada ante la posibilidad de perder su cariño. En cualquier caso, deberías pensarlo seriamente.
—¿Estás diciendo que no debería vivir con Edward?
—En absoluto. No soy yo quien debe decidirlo, sino tú. No obstante, tal como hablamos en el pasado, deberías reflexionar en el tema de la dependencia.
—¿Crees que existe un problema de dependencia?
—Sólo quiero que pienses en ello. Ya sabes que la gente que padeció malos tratos durante la infancia es propensa a recrear las circunstancias de esos malos tratos en su vida cotidiana.
—Pero sabes que a mí no me maltrataron.
—Sé que no fuiste maltratada, en el sentido habitual de la palabra, pero no tuviste una buena relación con tu padre. Los malos tratos pueden adoptar muchas formas, a causa de la enorme diferencia de poder entre padres e hijos.
—Entiendo.
Alice se inclinó y apoyó las manos sobre las rodillas. Dedicó a Kim una cálida sonrisa.
—Creo que deberíamos hablar de algunos asuntos. Por desgracia, la media hora ha terminado. Ojalá pudiera dedicarte más tiempo, pero como me avisaste con el tiempo tan justo, esto es lo máximo que he podido hacer. Espero haberte animado a pensar sobre tus nuevas necesidades.
Kim se puso de pie. Consultó su reloj y se asombró de la rapidez con que había transcurrido el tiempo. Dio las gracias a Alice.
—¿Cómo va tu angustia? —preguntó la terapeuta—. Puedo darte algunos Xanax, si crees que vas a necesitarlos.
Kim negó con la cabeza.
—Gracias, pero estoy bien. Además, aún me quedan un par de los que me diste hace años.
—Llama si quieres concertar una cita auténtica.
Kim le aseguró que la próxima vez le avisaría con más tiempo y se marchó. Mientras volvía a la estación de tren, pensó en que la sesión había sido muy corta. Cuando terminó, tuvo la sensación de que acababa de empezar. No obstante, Alice le había dado mucho en qué pensar, y ése era el motivo por el que Kim había querido verla.
De regreso a Salem, Kim miró por la ventanilla y decidió que debía hablar con Edward. Sabía que no sería fácil, porque tales confrontaciones le resultaban muy difíciles. Además, la presión a que él se veía sometido impedía que estuviera de humor para hablar de temas relacionados con los sentimientos, como si debían vivir juntos, por ejemplo. Sin embargo, sabía que debía hablar con él antes de que la situación empeorara.
Cuando entró en la finca, echó un vistazo al laboratorio y deseó poseer suficiente seguridad en sí misma para ir allí directamente y pedir a Edward que hablaran de inmediato, pero sabía que era incapaz de una cosa así. De hecho, sabía que no podría hablar con él si aparecía aquella tarde por casa, a menos que anunciara de alguna forma su predisposición a hablar.
Kim se resignó a esperar que esa ocasión llegase.
Pero no vio a Edward el jueves por la noche, ni el viernes, ni el sábado. Sólo descubrió algunas señales de que llegaba después de medianoche y se iba antes de que amaneciera. La idea de que debía hablar con él pendía sobre ella como una nube de tormenta, y su angustia aumentó poco a poco.
Kim pasó el domingo por la mañana ocupada en el desván del castillo, revisando documentos. La tarea inútil le proporcionó cierta distracción, y por unas horas hizo que se olvidase de su situación insatisfactoria. A la una menos cuarto, su estómago le informó de que había transcurrido mucho rato desde que tomara su café matinal acompañado de un cuenco de cereales fríos.
Salió del polvoriento interior del castillo, se detuvo en el falso puente levadizo y dejó que sus ojos se deleitaran en el paisaje otoñal que se extendía alrededor. Algunos árboles ya poseían un color bonito, pero aún carecían de la intensidad que adquirirían al cabo de pocas semanas. En el cielo, algunas gaviotas se dejaban arrastrar perezosamente por las corrientes de aire.
Los ojos de Kim vagaron por la propiedad y se detuvieron en el punto de entrada del camino de tierra. Vio el morro de un coche entre las sombras de los árboles.
Picada por la curiosidad, Kim cruzó el terreno. Se acercó con cautela al automóvil por un costado. Se quedó sorprendida al ver que era Kinnard Monahan.
Cuando él la vio, se apeó rápidamente del coche e hizo algo que ella nunca había presenciado: enrojeció.
—Lo siento —dijo con timidez—. No quiero que pienses que estaba al acecho como un vulgar fisgón. La verdad es que intentaba reunir valor para conducir hasta aquí.
—¿Por qué? —preguntó Kim.
—Por el modo estúpido en que me comporté las dos últimas veces que nos vimos, supongo.
—Parece que haya pasado mucho tiempo.
—En algunos aspectos, sí. Espero no molestarte.
—En absoluto.
—Mi turno en el hospital de Salem acaba la semana que viene. Estos dos meses han pasado volando. Vuelvo al hospital general dentro de una semana a partir de mañana.
—Yo también.
Kim explicó que se había tomado septiembre de vacaciones.
—He venido a la finca en varias ocasiones —confesó Kinnard—. Nunca consideré correcto detenerme, y tu número no aparece en el listín.
—Cada vez que pasaba cerca del hospital me preguntaba cómo iba tu turno.
—¿Cómo han ido las reformas?
—Puedes comprobarlo por ti mismo, si te apetece.
—Me gustaría mucho. Vamos, sube al coche. Te llevaré.
Llegaron a la casa y aparcaron. Kim enseñó las reformas a Kinnard, quien se mostró interesado y elogioso.
—Me gusta porque has convertido la casa en un lugar acogedor, sin cambiar su carácter colonial.
Estaban arriba, donde Kim le enseñó cómo habían logrado añadir un lavabo sin perjudicar el aspecto original de la casa.
Ella miró por la ventana y se quedó helada cuando vio que Edward y Buffer venían caminando en dirección a la casa.
Sintió pánico al instante. No tenía ni idea de cuál sería la reacción de Edward al ver a Kinnard, sobre todo por el humor cambiante de aquél en los últimos tiempos y porque no lo veía desde el lunes.
—Será mejor que bajemos —dijo Kim, nerviosa.
—¿Ocurre algo? —preguntó Kinnard.
Kim no contestó. Estaba demasiado ocupada reprochándose el no haber pensado en la posibilidad de que Edward apareciera. Se maravilló de la facilidad con que se metía en esa clase de líos.
—Edward viene —dijo por fin a Kinnard, mientras le indicaba que entrara en el salón.
—¿Algún problema? —preguntó él, confuso.
—Claro que no —dijo ella, e intentó sonreír, pero su voz no fue convincente y sintió un nudo en el estómago.
La puerta se abrió y Edward entró. Buffer fue a la cocina, por si había caído comida al suelo sin que nadie se hubiera dado cuenta.
—Ah, estás aquí —dijo Edward a Kim cuando la vio.
—Tenemos compañía —dijo ella.
—¿Sí? —preguntó Edward, y entró en el salón.
Kim los presentó. Kinnard avanzó y extendió la mano, pero Edward no reaccionó. Estaba pensando.
—Claro —dijo, mientras flexionaba los dedos. Después, extendió el brazo y estrechó la mano de Kinnard con gran entusiasmo—. Me acuerdo de ti. Trabajabas en mi laboratorio. Eras el que fue al hospital general como residente de cirugía.
—Buena memoria —dijo Kinnard.
—Demonios, si hasta recuerdo tu tema de investigación.
Edward pasó a resumir el contenido del proyecto de Kinnard, de un año de duración.
—Es vergonzoso saber que te acuerdas mejor que yo —dijo Kinnard.
—¿Te apetece una cerveza? —preguntó Edward—. Tenemos Sam Adams en la nevera.
Kinnard paseó una mirada nerviosa entre Edward y Kim.
—Será mejor que me vaya —dijo.
—Tonterías —repuso Edward—. Quédate si puedes. Estoy seguro de que a Kim le irá bien un poco de compañía. Yo he de regresar al trabajo. Sólo he venido para hacerle una pregunta a Kim.
Ella se quedó tan perpleja como Kinnard. Edward no estaba comportándose como había temido. En lugar de mostrarse irritable y tal vez colérico, estaba de un humor estupendo.
—No sé cómo decirlo —empezó Edward—, pero quiero acomodar a los investigadores en el castillo. Será muchísimo más conveniente para ellos dormir en la propiedad, puesto que muchos de sus experimentos exigen recoger datos las veinticuatro horas del día. Además, el castillo está vacío y tiene tantas habitaciones amuebladas que es ridículo que sigan alojados en los albergues. Omni correrá con los gastos.
—Bien… no sé —tartamudeó Kim.
—Por favor, Kim. Es un arreglo temporal. Dentro de nada, vendrán sus familias y se comprarán sus casas.
—Pero hay muchos bienes heredados en el edificio.
—Ningún problema. Ya conoces a esas personas. No tocarán nada. Escucha, te garantizo personalmente que no habrá dificultades. Si surge alguna, se irán.
—Déjame que lo piense.
—¿Qué hay que pensar? —insistió Edward—. Esas personas son como de la familia para mí. Además, sólo duermen de una a cinco, como yo. Ni siquiera sabrás que están allí. No los oirás ni verás. Pueden ocupar el ala de los invitados y la de la servidumbre.
Edward guiñó un ojo a Kinnard.
—Es mejor mantener apartados a los hombres de las mujeres, porque no quiero ser responsable de riñas domésticas.
—¿Se conformarán con ocupar las alas de los criados y los invitados? —preguntó Kim. Le costaba resistirse a los deseos de Edward.
—Les encantará. No sabes cuánto te lo agradecerán. ¡Gracias, cariño! Eres un ángel. —La besó en la frente y la abrazó.
Luego, cuando se apartó de ella, exclamó:
—¡Kinnard! No te hagas de rogar ahora que sabes dónde estamos. Kim necesita compañía. Por desgracia, estoy un poco preocupado por el futuro inmediato. —Lanzó un silbido estridente que puso los pelos de punta a Kim. Buffer salió corriendo de la cocina—. Hasta luego —dijo, y agitó la mano a modo de despedida. Un segundo después, la puerta principal se cerró con estrépito.
Por un momento, Kim y Kinnard se miraron.
—¿Accedo o qué? —preguntó ella.
—Ha ido todo muy rápido —admitió Kinnard.
Kim se acercó a la ventana y vio que Edward y Buffer cruzaban el terreno. Edward arrojó un palo para que el perro lo cogiera.
—Es mucho más simpático que cuando trabajaba en su laboratorio —comentó Kinnard—. Tu compañía ha sido muy beneficiosa para él. Siempre era muy rígido y serio. De hecho, era antipático.
—Está sometido a muchas presiones —dijo Kim, sin dejar de mirar por la ventana. Daba la impresión de que Edward y Buffer se lo estaban pasando en grande.
—Jamás habría pensado que pudiese actuar así —dijo Kinnard.
Kim se volvió hacia él. Sacudió la cabeza y se frotó la frente, nerviosa.
—¿En qué lío me he metido ahora? —dijo—. No me gusta que la gente de Edward se aloje en el castillo.
—¿Cuántos son?
—Cinco.
—¿El castillo está vacío?
—Nadie vive allí, si te refieres a eso, pero no está vacío. ¿Quieres verlo?
—Claro.
Cinco minutos después, Kinnard se encontraba de pie en el centro de la gran sala. Miraba todo con expresión de incredulidad.
—Comprendo tu preocupación —dijo—. Este lugar es como un museo. Los muebles son increíbles, y nunca había visto tanta tela para colgaduras.
—Fueron hechas en los años veinte —explicó Kim—. Me dijeron que abarcaban mil metros.
—¡Caray! —exclamó Kinnard, admirado.
—Mi abuelo nos lo dejó en herencia a mi hermano y a mí. No tenemos la más remota idea de qué hacer con esto. Tampoco sé qué dirán mi padre o mi hermano cuando se enteren de que hay cinco extraños viviendo aquí.
—Vamos a ver sus alojamientos.
Inspeccionaron las alas. Había cuatro dormitorios en cada una, con sus respectivas puerta y escalera al exterior.
—Con las entradas y escaleras separadas, no tendrán que cruzar la parte principal de la casa —observó Kinnard.
—Tienes razón —dijo Kim. Estaban en una de las habitaciones de la servidumbre—. Quizá no vaya tan mal. Los tres hombres pueden quedarse en esta ala, y las dos mujeres en la de invitados.
Kinnard asomó la cabeza en el cuarto de baño anexo.
—¡Oh, oh! ¡Ven aquí, Kim!
Kim acudió.
—¿Cuál es el problema? —preguntó.
Kinnard señaló la taza del wáter.
—No hay agua en el inodoro —dijo. Se inclinó sobre el sumidero y giró la llave—. Un problema de cañerías.
Echaron un vistazo a los demás cuartos de baño del ala de la servidumbre. Ninguno tenía agua. Se dirigieron al ala de invitados y comprobaron que en ella el problema no se repetía.
—Tendré que llamar al fontanero —dijo Kim.
—Podría ser algo tan sencillo como que el agua está cortada —apuntó Kinnard.
Abandonaron el ala de los invitados y volvieron a cruzar la parte principal de la casa.
—Al Instituto Peabody-Essex le encantaría este lugar —comentó Kinnard.
—Les encantaría poner la mano encima de lo que contiene la bodega y el desván —dijo Kim—. Los dos están llenos de papeles, cartas y documentos antiguos, que se remontan a trescientos años.
—¿Te importaría que le echase un vistazo?
—En absoluto.
Cambiaron de dirección y subieron al desván.
Kim abrió la puerta e indicó a Kinnard que entrara.
—Bienvenido a los archivos Stewart —dijo.
Él caminó por el pasillo central y miró todos los archivadores. Sacudió la cabeza. Estaba anonadado.
—De niño, coleccionaba sellos —dijo—. Soñaba con encontrar un sitio así. Quién sabe lo que podrías descubrir.
—Pues en la bodega hay otro tanto —dijo Kim. La alegría de Kinnard la regocijaba.
—Podría pasar un mes aquí —dijo él.
—Yo lo he hecho, prácticamente. He estado buscando referencias a una de mis antepasadas, Elizabeth Stewart, que se vio mezclada en la caza de brujas de 1692.
—No me digas. Estos temas me fascinan. Recuerda que cuando era estudiante mi punto fuerte era la historia de Estados Unidos.
—Lo había olvidado.
—He aprovechado estos dos meses para visitar casi todos los monumentos de Salem que tienen alguna relación con la brujería. Mi madre vino a verme, y fuimos los dos juntos.
—¿Por qué no te llevaste a la rubia de urgencias? —preguntó Kim sin detenerse a pensar qué estaba diciendo.
—No pude. Tuvo un ataque de nostalgia y regresó a Columbus, Ohio. ¿Cómo te va a ti? Parece que tu relación con el doctor Armstrong marcha viento en popa.
—Tiene sus altibajos.
—¿Qué papel jugó tu antepasada en el episodio de las brujas?
—Fue acusada de brujería. Y ejecutada.
—¿Por qué nunca me lo dijiste?
—Era cómplice en una conspiración de encubrimiento. —Kim rió—. En serio, mi madre me había condicionado para que nunca hablara de ello. Ahora, llegar al fondo del asunto se ha convertido en una especie de cruzada para mí.
—¿Has tenido suerte?
—Un poco, pero hay mucho material y he tardado más de lo que suponía.
Kinnard cogió el tirador de un cajón y miró a Kim.
—¿Puedo?
—Adelante.
Como casi todos los cajones del desván, estaba lleno de papeles, sobres y cuadernos. Kinnard rebuscó, pero no encontró sellos. Por fin, cogió un sobre y sacó la carta.
—No me extraña que no lleve sellos —dijo—. Los sellos no se inventaron hasta finales del siglo XIX. Esta carta es de 1698.
Kim cogió el sobre. Iba dirigido a Ronald.
—Vaya tío con suerte —dijo—. Ésta es la clase de carta que me he partido la espalda por encontrar, y ahora vienes tú y la descubres como la cosa más natural del mundo.
—Me alegro de serte útil —dijo Kinnard, y le entregó la carta. Kim la leyó en voz baja:
Cambridge, 12 de octubre de 1698
Querido padre:
Te estoy muy agradecido por los diez chelines, pues mis necesidades han sido acuciantes durante estos días difíciles de aclimatación a la vida universitaria. Con toda humildad debo reconocer que el éxito me ha sonreído en la empresa sobre la que tanto hablamos antes de mi matriculación. Después de largas y fatigosas investigaciones localicé la prueba utilizada contra mi finada y amada madre en las cámaras de uno de nuestros estimados profesores, quien se siente atraído por su naturaleza horripilante. Su conspicua exhibición me causó cierta inquietud, pero el pasado martes a la hora de la merienda, cuando todos se habían retirado a la despensa, me deslicé en las mencionadas cámaras y cambié el nombre por el de la ficticia Rachel Bingham, tal como me indicaste. Con el mismo fin hice lo propio en el catálogo de la biblioteca de Harvard Hall. Espero, querido padre, que te sientas aliviado ahora que el apellido Stewart ha sido salvado de más vejaciones. En cuanto a mis estudios, puedo afirmar con cierto orgullo que mis esfuerzos se han visto recompensados. Mis compañeros de cuarto son sanos y de naturaleza agradable. Aparte del trabajo duro que ya me anticipaste, estoy bien y contento, y sigo siendo tu amante hijo.
Jonathan
—Maldita sea —exclamó Kim cuando terminó la carta.
—¿Qué pasa? —preguntó Kinnard.
—Es esta prueba. —Kim señaló la carta—. Se refiere a la prueba utilizada para condenar a Elizabeth. En un documento que encontré en el palacio de justicia del condado de Essex, se describía como prueba concluyente. He encontrado otras referencias, pero nunca la descripción. Deducir lo que era se ha vuelto el objeto principal de mi cruzada.
—¿Tienes alguna idea de lo que podría ser? —Kinnard preguntó.
—Yo creo que tiene algo que ver con lo sobrenatural, dijo Kim. —Probablemente era un libro o una muñeca.
—Yo diría que esta carta esta a favor de una muñeca, dijo Kinnard. —Yo no sé qué tipo de libro habría sido considerado «repugnante». La novela gótica no se inventó hasta el decimonono siglo.
—Quizá era un libro que describe la poción de alguna bruja que usó partes del cuerpo como ingredientes —sugirió Kim.
—No había pensado en eso, dijo Kinnard.
—La construcción de muñecas se mencionaba en el diario de Elizabeth, y las muñecas ayudaron a condenar a Bridget Bishop. Pienso que una muñeca podría ser horripilante si estuviera mutilada, o fuese sexualmente explícita. Imagino que, dada la mentalidad puritana, muchas cosas relacionadas con el sexo debían de considerarse horripilantes.
—Es un error considerar que todos los puritanos estaban obsesionados con el sexo. Recuerdo, de mis cursos de historia, que consideraban los pecados relacionados con la lujuria y el sexo premarital de menor importancia que la mentira o la búsqueda del interés propio, pues esto último tenía que ver con la violación del pacto sagrado.
—Eso significa que las cosas han dado un giro de ciento ochenta grados desde los tiempos de los puritanos —dijo Kim, con una risita cínica—. Lo que los puritanos consideraban pecados terribles, en la sociedad actual son actividades aceptadas, y en ocasiones incluso ensalzadas. Basta con ver una reunión del Gobierno.
—De manera que esperas solucionar el misterio de la prueba examinando todos estos papeles —dijo Kinnard, abarcando con un ademán todo el desván.
—Aquí y en la bodega. Llevé una carta de Increase Mather a Harvard, pues en ella decía que la prueba había sido donada a una de las colecciones de Harvard, pero no tuve suerte. Las bibliotecarias no encontraron ninguna referencia a Elizabeth Stewart en el siglo XVII.
—Según la carta de Jonathan, tendrías que haber buscado bajo el nombre de Rachel Bingham.
—Ahora me doy cuenta, pero habría dado igual. En el invierno de 1764 un incendio destruyó el paraninfo de Harvard y su biblioteca. No sólo ardieron todos los libros, sino lo que llamaban el «depósito de curiosidades», además de los catálogos y los índices. Por desgracia, nadie sabe qué se perdió. Temo que Harvard no me sirva de nada.
—Lo siento.
—Gracias.
—Al menos, aún te quedan todos estos papeles.
—Son mi única esperanza.
Kim enseñó a Kinnard cómo estaba organizando el material, cronológicamente y por temas. Incluso le enseñó la zona donde había trabajado aquella mañana.
—Menuda tarea —comentó él. Después, consultó el reloj—. He de irme. Tengo que ocuparme de mis pacientes.
Kim lo acompañó al coche. Él se ofreció a llevarla a la casa, pero Kim declinó la oferta. Dijo que quería dedicar unas cuantas horas más al desván. En concreto, quería inspeccionar el cajón donde Kinnard había encontrado con tanta facilidad la carta de Jonathan.
—Quizá no debería preguntarlo —dijo Kinnard. Tenía abierta la puerta del coche—. ¿Qué hacen aquí Edward y su equipo de investigadores?
—Tienes razón —replicó Kim—. No deberías preguntarlo. No puedo contarte los detalles porque he jurado guardar el secreto, pero todo el mundo sabe que están desarrollando un nuevo fármaco. Edward ha construido un laboratorio en los viejos establos.
—No es tonto. Un lugar fabuloso para un laboratorio de investigación.
Kinnard se dispuso a entrar en el coche, pero Kim lo detuvo.
—Quiero hacerte una pregunta —dijo—. ¿Es ilegal que los investigadores tomen drogas experimentales que aún no han pasado por pruebas clínicas?
—Las normas de la DFA prohíben que se administre la droga a voluntarios, pero no creo que pueda impedirse a los investigadores que la tomen. La DFA no daría su bendición, desde luego, y podría causarles problemas cuando solicitaran la autorización para investigar.
—Qué lástima. Confiaba en que fuera ilegal.
—Imagino que no hace falta ser un gran científico para adivinar por qué lo preguntas.
—No he dicho nada, y te agradecería que guardaras el secreto.
—¿A quién voy a decírselo? —Kinnard vaciló un momento—. ¿Todos han tomado la droga?
—No quiero decirlo.
—En ese caso, se suscitaría una interesante cuestión ética. Se hablaría de coacción a los miembros más jóvenes.
—No creo que haya existido coacción. Puede que un poco de histeria colectiva, pero nadie ha obligado a nadie.
—Bien, da igual, probar una droga que no ha sido investigada es una estupidez. Existe el peligro de que aparezcan secuelas inesperadas. Por eso promulgaron las normas.
—Me ha gustado verte otra vez —dijo Kim para cambiar de tema—. Me alegra que podamos ser amigos.
Kinnard sonrió.
—Yo no lo habría expresado mejor —dijo.
Kim saludó mientras él se alejaba, hasta que el coche desapareció entre los árboles. Lamentó que se marchase. Su visita inesperada había constituido un alivio muy agradable.
Regresó al castillo y subió al desván. Aún seguía disfrutando la cálida sensación de la visita de Kinnard, cuando se sorprendió pasmada por la reacción de Edward. Recordaba muy bien aquel episodio del principio de su relación, cuando él se sintió celoso ante la sola mención del nombre de Kinnard.
Por eso, su conducta resultaba ahora de lo más sorprendente.
Se preguntó si la próxima vez que viera a Edward a solas pagaría las consecuencias.
A última hora del día, Kim decidió suspender la búsqueda.
Se levantó y estiró sus músculos doloridos. No había encontrado material interesante en el archivador, el cajón o cerca de donde Kinnard había descubierto la carta de Jonathan, lo cual dotaba a la hazaña de él de un aura mucho más impresionante.
Salió del castillo y se dirigió a la casa a través del terreno.
El sol se ponía hacia el oeste. Ya era otoño, y el invierno no tardaría en llegar. Mientras caminaba, se preguntó vagamente qué prepararía para cenar.
Casi había llegado a la casa cuando oyó el sonido lejano de voces exaltadas. Se volvió y vio que Edward y su equipo habían salido del laboratorio.
Se sintió intrigada al instante. Se paró para esperar al grupo. Aun desde lejos, comprendió que estaban alegres y eufóricos como colegiales a la hora del recreo. Oyó sus gritos y carcajadas. Los hombres, excepto Edward, se iban pasando una pelota de fútbol.
La primera idea de Kim fue que acababan de descubrir algo extraordinario. Cuanto más se acercaban, más segura estaba de ello. Nunca los había visto de tan buen humor. Sin embargo, cuando estuvieron más cerca, Edward demostró que estaba equivocada.
—¡Mira lo que les has hecho! —gritó a Kim—. Acabo de decirles que permites que se instalen en el castillo, y han enloquecido.
Cuando el grupo llegó al lado de Kim lanzó un «¡Hip, hip, hurra!», que repitió tres veces. A continuación, estallaron en carcajadas.
Kim sonrió. Su euforia era contagiosa.
—Tu hospitalidad los ha conmovido —explicó Edward—. Reconocen que les has hecho un auténtico favor. Hubo noches en que Curt durmió en el suelo del laboratorio.
—Me gusta tu indumentaria —dijo Curt a Kim.
Kim contempló su chaqueta de cuero y los tejanos. No era nada especial.
—Gracias —dijo.
—Nos gustaría tranquilizarte acerca de los muebles del castillo —dijo Francois—. Comprendemos que son bienes familiares, y los trataremos con el mayor respeto.
Eleanor se adelantó y dio a Kim un inesperado abrazo.
—Estoy conmovida por tu generosa contribución a la causa —dijo. Le apretó la mano y la miró a los ojos—. Muchísimas gracias.
Kim asintió. No sabía qué decir. Se avergonzó de haberse opuesto a la idea.
—Por cierto —dijo Curt, poniéndose delante de Eleanor—, quería preguntarte si el ruido de mi moto te molesta. En tal caso, la aparcaré fuera de la finca.
—No me he fijado en el ruido —contestó Kim.
—¡Kim! —gritó Edward, mientras se acercaba a ella por el otro lado—. Si te parece bien, podrías acompañarlos al castillo para enseñarles las habitaciones donde dormirán.
—Creo que es un momento tan bueno como cualquier otro —dijo Kim.
—Perfecto —replicó Edward.
Kim volvió sobre sus pasos y guió al animado grupo hacia el castillo. David y Gloria la alcanzaron y caminaron a su lado. Querían hacerle muchas preguntas, como cuándo había sido construido y si había vivido alguna vez en él.
Cuando entraron en la mansión, todos lanzaron exclamaciones de asombro, especialmente en la gran sala y en el comedor principal, con sus banderas heráldicas.
Kim enseñó primero el ala de los invitados y sugirió que las mujeres durmieran allí. Tanto Eleanor como Gloria se mostraron muy complacidas, y eligieron dormitorios contiguos en la segunda planta.
—Así nos despertaremos mutuamente si dormimos demasiado —dijo Eleanor.
Kim enseñó a todo el mundo que cada habitación tenía una entrada individual.
—Es perfecto —dijo Francois—. No tendremos que entrar para nada en la parte principal.
Mientras se dirigían al ala de la servidumbre, Kim explicó el problema de las cañerías, pero les aseguró que llamaría a un fontanero por la mañana. Entretanto, podrían utilizar el cuarto de baño situado en la parte principal de la casa, hasta donde los guió.
Los hombres eligieron las habitaciones sin el menor desacuerdo, pese a que algunas eran mucho más apetecibles que otras. Su demostración de amistad sorprendió a Kim.
—Conectaré el teléfono, si queréis —ofreció.
—No te molestes —dijo David—. Te lo agradecemos, pero no es necesario. Sólo vendremos a dormir, y no dormimos mucho. Utilizaremos el teléfono del laboratorio.
Cuando terminaron la visita, todos abandonaron el castillo por la salida del ala de la servidumbre, para luego rodear el edificio hasta la parte delantera. Hablaron del problema de las llaves y se decidió dejar abiertas las puertas que daban a las alas. Kim haría copias en cuanto tuviera ocasión.
Tras una ronda de fervientes apretones de manos, abrazos y agradecimientos, los investigadores se encaminaron a sus respectivos albergues para recoger sus pertenencias. Kim y Edward caminaron hasta la casa.
Él estaba de buen humor y dio las gracias a Kim una y otra vez por su generosidad.
—Has contribuido a cambiar la atmósfera del laboratorio —dijo—. Como ya habrás advertido, están exultantes. Con lo importante que es el estado mental, estoy seguro de que su estado de ánimo se reflejará en su trabajo. Has ejercido una influencia positiva sobre todo el proyecto.
—Me alegro —dijo Kim, y se sintió aún más culpable por haberse opuesto en un principio a la idea. Cuando llegaron a la casa Kim se sorprendió de que Edward entrase con ella. Había pensado que regresaría al laboratorio.
—Ese tal Monahan fue muy amable al venir —comentó él.
Kim se quedó boquiabierta. Tuvo que hacer un esfuerzo consciente para cerrarla.
—Me apetece una cerveza —dijo Edward—. ¿Y a ti?
Kim negó con la cabeza. No podía articular palabra. Mientras seguía a Edward a la cocina, se esforzó por reunir el valor de hablarle acerca de su relación. Hacía mucho tiempo que no lo veía de tan buen humor.
Edward se acercó a la nevera. Kim se sentó en un taburete.
Cuando iba a abordar el tema, él abrió la botella y volvió a sorprenderla.
—Quiero disculparme por el modo en que me he comportado el último mes o así —dijo. Tomó un sorbo de cerveza, eructó y pidió perdón—. He estado pensando en ello los dos últimos días, y sé que he sido difícil, desconsiderado y desagradecido. No es una excusa para absolverme de toda responsabilidad, pero Stanton, Harvard y los investigadores me han tenido sometido a una presión enorme. No obstante, jamás debería haber permitido que esos problemas se interpusieran entre nosotros. Una vez más, quiero pedirte perdón.
Kim no podía dar crédito a lo que oía. Se trataba de una situación inesperada.
—Sé que estás disgustada —siguió Edward—, y no hace falta que digas nada ahora, si no quieres. Sería muy normal que abrigaras algún rencor hacia mí.
—Pero es que quiero hablar —dijo Kim—. Tenía ganas de hablar, sobre todo desde el viernes, en que fui a Boston para ver a la terapeuta que me trató hace años.
—Aplaudo tu iniciativa.
—Me ha hecho pensar mucho en nuestra relación. —Kim se miró las manos—. Me pregunté si vivir juntos en este momento no sería lo menos conveniente para ambos.
Edward dejó la cerveza y le cogió las manos.
—Comprendo cómo debes de sentirte, y considerando cómo me he comportado últimamente, no me extraña. Sin embargo, me doy cuenta de mis errores, y creo que puedo compensarte.
Kim intentó decir algo, pero Edward la interrumpió.
—Sólo pido que durante unas semanas cada uno siga en su habitación —dijo—. Si al final de ese período de prueba crees que no deberíamos seguir juntos, me trasladaré al castillo con los demás.
Kim reflexionó acerca de las palabras de Edward. Su perspicacia la había impresionado. La oferta le pareció razonable.
—De acuerdo —dijo por fin.
—¡Maravilloso! —exclamó Edward. La abrazó con ternura.
Kim se contuvo. Le costaba adaptarse a un cambio tan brusco de actitud.
—Vamos a celebrarlo —dijo Edward—. Salgamos a cenar.
—Sé que no puedes permitirte ese tiempo, pero agradezco la invitación.
—¡Tonterías! ¡Me tomo el tiempo! Vamos a aquel antro donde comimos la primera vez que vinimos aquí. ¿Te acuerdas del bacalao?
Kim asintió. Edward terminó su cerveza.
Mientras salían de la finca, ella miró hacia el castillo, pensó en los investigadores y comentó lo jubilosos que estaban.
—No podrían ser más felices —dijo Edward—. Las cosas van bien en el laboratorio, y ahora no tendrán que trasladarse.
—¿Habéis empezado a tomar Ultra?
—Ya lo creo. Empezamos el martes.
Kim contempló la posibilidad de contar a Edward las opiniones de Kinnard al respecto, pero vaciló, porque sabía que Edward se enfadaría si descubría que había hablado con alguien de su proyecto.
—Ya hemos averiguado algo interesante. A nivel de tejido, Ultra no puede ser peligroso, porque todos hemos experimentado resultados positivos, pese a que hemos tomado dosis diferentes.
—¿Podría tener algo que ver con la droga la euforia que experimentáis?
—Estoy seguro. De forma indirecta, cuando no directa. A las veinticuatro horas de nuestra primera dosis todos nos sentimos relajados, concentrados, seguros y hasta… —Edward luchó por encontrar la palabra—. Contentos. Lo cual es todo lo contrario de la angustia, la fatiga y la agresividad que experimentábamos antes de tomar Ultra.
—¿Hay secuelas?
—La única secuela que todos hemos compartido es una sequedad inicial de la boca. Otros dos informaron de un leve estreñimiento. Yo fui el único que tuvo ciertas dificultades con la visión cercana, pero sólo duró veinticuatro horas, y ya había padecido el problema antes de tomar Ultra, sobre todo cuando estaba muy cansado.
—Quizá deberíais parar de tomar droga, ahora que habéis averiguado tanto.
—No opino lo mismo, teniendo en cuenta los resultados tan positivos. De hecho, te he traído un poco, por si quieres probarla.
Edward introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un frasco de cápsulas. Lo tendió hacia Kim. Ella sacudió la cabeza.
—No, gracias —dijo.
—Coge al menos el frasco, por el amor de Dios.
Kim permitió de mala gana que Edward dejara caer el frasco en sus manos.
—Piénsalo —dijo él—. Recuerda aquella conversación que sostuvimos hace tiempo sobre la sensación de estar desconectado de la sociedad. Bien, no te sentirás así con Ultra. Hace menos de una semana que la tomo y ha logrado que emergiera mi auténtico yo, la persona que siempre deseé ser. Creo que deberías probarla. ¿Qué puedes perder?
—La idea de tomar una droga para cambiar una característica de la personalidad me molesta. Se supone que la personalidad procede de la experiencia, no de la química.
—Esta conversación me suena. —Edward rió—. Supongo que, como químico, pienso de una manera diferente. Como quieras, pero te garantizo que te sentirás más segura si la pruebas. Y eso no es todo. También pensamos que aumenta la memoria a largo plazo y alivia la fatiga y la ansiedad. Tuve una buena demostración de este último efecto esta misma mañana. Telefonearon de Harvard para comunicarme que habían presentado una querella contra mí. Me enfurecí, pero el enfado sólo duró unos minutos. Ultra aplacó mi cólera y, en lugar de golpear las paredes, pensé en la situación de una forma racional y tomé las decisiones pertinentes.
—Me alegro de que sea tan útil para ti, pero no quiero tomarla.
Intentó devolver el frasco a Edward. Éste le apartó la mano.
—Guárdalo. Sólo te pido que lo pienses en serio. Toma una cápsula al día y los cambios te asombrarán.
Kim comprendió que Edward estaba irritado, y guardó el frasco en el bolso.
Más tarde, en el restaurante, cuando Kim estaba de pie ante el espejo del lavabo de señoras, vio el frasco en su bolso.
Lo sacó, desenroscó la tapa. Sacó una de las píldoras azules con el índice y el pulgar y la examinó. Parecía increíble que tuviera tantos efectos como Edward había descrito.
Se miró en el espejo y pensó en lo mucho que deseaba ser más segura y menos temerosa. Admitió también lo tentador que era acabar con tanta facilidad con su ansiedad, leve pero insistente. Volvió a mirar la cápsula. Después, sacudió la cabeza. Había tenido un instante de vacilación, pero cuando devolvió la cápsula al frasco, se reafirmó en que las drogas no eran la respuesta.
Cuando volvió al comedor, se recordó que siempre había desconfiado de las soluciones rápidas y fáciles. A lo largo de los años, había desarrollado la opinión de que la mejor forma de hacer frente a los problemas era el método anticuado de la introspección, un poco de dolor y mucho esfuerzo.
Más tarde, mientras Kim leía en su cama, oyó que la puerta principal se cerraba. Pegó un brinco. Miró el reloj y vio que eran las once.
—¿Edward? —llamó, nerviosa.
—Soy yo —contestó él, que subía rápidamente por la escalera. Asomó la cabeza en el dormitorio de Kim—. Espero no haberte asustado.
—Es muy temprano. ¿Estás bien?
—Inmejorable. Aún me siento pletórico de energías, pese a que estoy de pie desde las cinco de la mañana.
Entró en el lavabo y empezó a cepillarse los dientes. Mientras lo hacía, consiguió mantener una animada cháchara sobre incidentes divertidos ocurridos en el laboratorio aquella tarde. Por lo visto, los investigadores se gastaban bromas inofensivas mutuamente.
Mientras Edward hablaba, Kim advirtió que su estado de ánimo no se parecía en nada al de los demás ocupantes de la finca. Pese al aparente cambio de Edward, ella seguía tensa, algo angustiada y hasta un poco deprimida.
Edward salió del cuarto de baño, entró en la habitación de Kim y se sentó en el borde de la cama. Buffer lo siguió e intentó subir de un salto al lecho, lo cual disgustó a Saba.
—Tú no, bribón —dijo Edward, mientras cogía al animal en el aire y lo sostenía sobre su regazo.
—¿Vas a acostarte ya? —preguntó Kim.
—Pues sí. He de levantarme a las tres y media, en lugar de a las cinco, para seguir con un experimento que estoy realizando. En Salem no hay muchos graduados dispuestos a hacer el trabajo sucio.
—Duermes poco.
—Lo justo. —Edward cambió de tema con brusquedad—. ¿Cuánto dinero heredaste, además de la finca?
Kim parpadeó. Daba la impresión de que Edward la sorprendía cada vez que abría la boca. Esa clase de pregunta no era propia de él.
—No hace falta que me lo digas si te incomoda —dijo Edward, cuando observó la indecisión de Kim—. Te lo pregunto porque me gustaría que compraras algunas acciones de Omni. No quiero vender más, pero tú eres diferente. Si te interesa, obtendrás unos beneficios fabulosos.
—Lo tengo todo invertido —dijo Kim con esfuerzo.
Edward dejó a Buffer en el suelo y levantó las manos.
—No me malinterpretes —dijo—. No intento venderte nada. Sólo quiero hacerte un favor por haber permitido que el laboratorio de Omni se construyera aquí.
—Agradezco la oferta.
—Aunque no quieras invertir, te regalaré algunas acciones —dijo Edward, le dio una palmada en la pierna y se levantó—. He de irme a la cama. Me esperan cuatro sólidas horas de sueño. Desde que empecé a tomar Ultra, duermo tan bien que cuatro horas son suficientes. No sabía que dormir pudiera ser tan placentero. —Regresó al cuarto de baño y se cepilló los dientes de nuevo.
—¿Por qué lo haces otra vez? —preguntó Kim.
Edward asomó la cabeza.
—¿De qué hablas? —preguntó.
—Ya te has cepillado los dientes.
Edward miró al cepillo como si tuviese la culpa de algo.
Después, sacudió la cabeza y rió.
—Estoy convirtiéndome en el profesor chiflado —dijo.
Volvió al cuarto de baño para enjuagarse la boca.
Kim miró a Buffer, que se había colocado frente a la mesita de noche. Estaba solicitando enérgicamente algunos biscotes que Kim había traído de la cocina.
—Al parecer, tu perro siempre tiene hambre —dijo Kim—. ¿Le has dado de comer esta noche?
Edward apareció en la puerta.
—Pues no lo recuerdo —dijo. Volvió a desaparecer.
Kim se levantó, resignada, se puso la bata y bajó a la cocina. Buffer iba detrás de ella pisándole los talones, como si comprendiera lo que había dicho. Kim sacó la comida del perro y puso una ración en el plato. Buffer estaba fuera de sí, ladraba y gruñía a la vez. Era evidente que llevaba mucho tiempo sin comer, quizá más de un día.
Para que no la mordiera, Kim encerró al perro en el cuarto de baño mientras le ponía la comida en el suelo. Cuando volvió a abrir la puerta, Buffer pasó junto a ella como una exhalación y empezó a devorar la comida, a tal velocidad que dio la impresión de estar jadeando.
Cuando Kim subió por la escalera, se quedó sorprendida al ver que la luz del dormitorio de Edward seguía encendida.
Entró en la habitación para hablarle de Buffer y descubrió que ya se había dormido, como si ni siquiera hubiera tenido tiempo de apagar la luz.
Kim se acercó a la cama y se maravilló de su estentórea respiración. Como conocía sus horarios, no se sorprendió de que su sueño fuera tan profundo. Tenía que estar agotado.
Apagó la luz y regresó a su dormitorio.