10

Lunes 19 de septiembre de 1994

Era un espléndido día de otoño, con un sol resplandeciente que no tardó en elevar la temperatura a casi treinta grados.

Kim observó complacida que algunos árboles de las zonas pantanosas cercanas ya daban muestras de su esplendor otoñal, y los campos que rodeaban el castillo se habían transformado en una alfombra dorada.

Kim ni siquiera había visto a Edward. Se había levantado antes que ella y se había marchado al laboratorio sin desayunar. Lo descubrió porque no había platos sucios en el fregadero. Kim no se sorprendió, pues varios días antes Edward le había dicho que el grupo había empezado a preparar las comidas en el laboratorio para ahorrar tiempo. Había afirmado que los progresos eran asombrosos.

Ella pasó la mañana en la casa, dedicada a su proyecto de decoración. Después de una semana de indecisiones, había elegido la tela para los cubrecamas, las colgaduras de la cama y las cortinas para los dormitorios de la planta superior. Había sido difícil tomar una decisión, pero finalmente lo había hecho. Se sintió aliviada. Con el número de la tela que había elegido en la mano, llamó a una amiga que trabajaba en el centro de diseño de Boston y le hizo el pedido.

Después de una agradable comida consistente en ensalada y té helado, Kim se dirigió al castillo para proseguir sus investigaciones. Ya dentro de la mansión, se debatió, como de costumbre, entre dedicar la tarde a la bodega o al desván. Ganó este último, a causa de la luz del sol. Llegó a la conclusión de que habría muchos días melancólicos y lluviosos en que la bodega supondría un alivio.

Se encaminó al punto más alejado del desván, situado sobre el ala de los criados, y se puso a investigar una serie de archivadores negros. Utilizó cajas de cartón vacías que habían contenido libros de Edward para separar los documentos, tal como había hecho las semanas anteriores. En su mayor parte, se trataba de documentos referidos a negocios de principios del siglo XIX.

Kim se había acostumbrado a leer las páginas manuscritas, y era capaz de guardarlas en la caja correcta con sólo echar un vistazo al encabezamiento, si lo había, o al primer párrafo.

A última hora de la tarde, llegó al último archivador. Mientras examinaba una colección de contratos de embarque, sepultada en el penúltimo cajón, descubrió una carta dirigida a Ronald Stewart.

Después de tanto tiempo sin encontrar un documento similar, Kim se quedó un momento estupefacta. Miró la carta como si sus ojos la estuvieran engañando. Por fin, introdujo la mano en el cajón y la sacó. La sujetó delicadamente entre los dedos, como Mary Custland había sostenido la carta de Mather. Al observar la firma, sus esperanzas se fortalecieron.

Era otra carta de Samuel Sewall.

Boston, 8 de febrero de 1697

Querido amigo:

Como sin duda sabrá, el honorable vicegobernador Coucil y asambleísta de la Provincia de su Majestad de la Bahía de Massachussets decretó en la Asamblea Legislativa que el jueves 14 de enero sea considerado día de ayuno en arrepentimiento por los pecados cometidos contra gente inocente como perpetrados por Satán y sus familiares en Salem. De igual forma, siendo consciente de mi complicidad en el tribunal superior de jurisdicción criminal, deseo proclamar públicamente mi culpabilidad y vergüenza, cosa que haré en el templo de nuestra comunidad. En cuanto a usted, amigo mío, no sé qué decir para aliviar su carga. No me cabe la menor duda de que Elizabeth estaba en convivencia con las Fuerzas del Mal, pero a la vista de mis anteriores errores de juicio no deseo hacer conjeturas acerca de si estaba poseída o había hecho un pacto. En cuanto a la pregunta que usted me ha hecho en relación con las actas del tribunal superior de jurisdicción criminal en general y del juicio de Elizabeth en particular, puedo asegurar que se hallan en poder del reverendo Cothon Mather, quien me ha jurado que jamás caerán en malas manos para impugnar el carácter de los jueces y magistrados que actuaron con toda su inteligencia, si bien errados en muchos casos. Creo, aunque no osaría preguntarlo ni quiero saberlo, que el reverendo Mather abriga la intención de quemar las susodichas actas. Mi opinión respecto de la oferta que le ha hecho a usted el magistrado Jonathan Corwin de darle todas las actas del caso de Elizabeth, incluyendo la querella inicial, la orden de detención, el auto de prisión y los testimonios de la audiencia preliminar, creo que debería aceptarlos y disponer de ellos de la misma manera para que las futuras generaciones de su familia no sufran afrentas públicas a causa de la tragedia de Salem provocada o incitada por los actos de Elizabeth.

Su amigo en el nombre de Cristo, SAMUEL SEWALL.

—¡Santo cielo! —exclamó Edward—. Mira que a veces cuesta encontrarte.

Kim levantó la vista de la carta de Sewall y vio que Edward se erguía sobre ella. Estaba parcialmente escondida detrás de un archivador negro.

—¿Pasa algo? —preguntó nerviosa.

—Sí. Hace media hora que te busco. Supuse que estarías en el castillo. Subí al desván y grité. Como no contestaste, bajé a la bodega. Al no encontrarte allí, he vuelto aquí. Esto es ridículo. Si vas a pasar todo el tiempo en el castillo, al menos pon un teléfono.

Kim se puso de pie.

—Lo siento —dijo—. No te oí.

—Es evidente. Escucha, ha surgido un problema. Stanton ha vuelto a ponerse hecho una furia por el dinero, y viene hacia aquí. Todos odiamos perder el tiempo en reuniones con él, sobre todo en el laboratorio, pues querrá que le expliquemos qué hace cada uno. Para colmo, todos están nerviosos por el exceso de trabajo. Hay disputas por razones estúpidas, como quién tiene más espacio y quién está más cerca de la maldita fuente de agua. Ha llegado un punto en que me siento como la madre de un puñado de mocosos. En cualquier caso, para abreviar la historia, quiero celebrar la reunión en la casa. Será bueno sacar a todo el mundo de aquel ambiente hostil. A fin de ahorrar tiempo he pensado que también podríamos comer. ¿Podrías preparar algo para la cena?

Al principio, Kim pensó que Edward estaba bromeando, pero cuando comprendió que no era así, consultó su reloj.

—Pasan de las cinco —le recordó.

—Serían las cuatro y media si no te hubieses escondido.

—No puedo preparar cena para ocho personas a esta hora de la tarde.

—¿Por qué no? No tiene que ser un banquete, por el amor de Dios. Por lo que a mí respecta, pueden ser pizzas. De eso nos alimentamos, a fin de cuentas. Algo que nos llene el estómago. Por favor, Kim, necesito tu ayuda. Me estoy volviendo loco.

—Muy bien —dijo Kim a regañadientes. Era evidente que él estaba muy tenso—. Haré algo mejor que pizzas de encargo, pero no será muy sofisticado.

Kim reunió sus cosas, incluida la carta de Sewall, y siguió a Edward fuera del desván.

Mientras bajaban por la escalera, le tendió la carta y explicó qué era. Él se la devolvió y dijo:

—En este momento no tengo tiempo para Samuel Sewall.

—Es importante —insistió Kim—. Explica cómo Ronald pudo eliminar el nombre de Elizabeth de los documentos históricos. No lo hizo solo. Lo ayudaron Jonathan Corwin y Cotton Mather.

—Leeré la carta después.

—Hay una parte que quizá te interese.

Llegaron al descansillo de la escalera. Edward se detuvo bajo la ventana de vidrio color rosa. Se veía muy pálido a la luz amarillenta. Kim pensó que casi parecía enfermo.

—De acuerdo —dijo él, impaciente—. Enséñame qué es eso que consideras tan interesante para mí.

Kim le dio la carta y señaló la última frase, donde Sewall mencionaba que la tragedia de Salem fue provocada o incitada por los actos de Elizabeth.

—¿Y qué? —preguntó Edward después de leer el párrafo—. Ya lo sabemos.

—Sí, pero ¿y ellos? ¿Sabían lo del hongo?

Edward leyó la frase por segunda vez.

—No —dijo cuando terminó—. Científicamente, era imposible. Carecían de los medios necesarios.

—Entonces, ¿cómo explicas la frase? En la primera parte de la carta, Sewall admitía que había cometido errores con las demás brujas condenadas, pero no con Elizabeth. Todos sabían algo que nosotros ignoramos.

—Volvemos a la misteriosa prueba. —Edward le devolvió la carta—. Es interesante, pero no para mis propósitos, y ahora no tengo tiempo para estas cosas.

Siguieron bajando por la escalera.

—Lamento estar tan preocupado —dijo él—. Además de todas las demás presiones a que estoy sometido, Stanton se está convirtiendo en un dolor de cabeza, casi tan malo como Harvard. Entre los dos, voy a acabar en un manicomio.

—¿Vale la pena todo este esfuerzo? —preguntó Kim.

Edward la miró con incredulidad.

—Por supuesto —replicó, irritado—. La ciencia exige sacrificio. Todos lo sabemos.

—A mí me parece más economía que ciencia —dijo Kim.

Él no contestó.

Al salir, Edward fue directamente hacia su coche.

—Llegaremos a las siete y media en punto —dijo sin volverse, antes de sentarse al volante. Puso en marcha el motor. Algo de tierra y guijarros salieron disparados cuando el coche aceleró hacia el laboratorio.

Kim entró en su coche y tamborileó con los dedos sobre el volante, mientras pensaba en qué iba a hacer para cenar.

Ahora que Edward se había ido y tenía tiempo para reflexionar, se sentía irritada y decepcionada consigo misma por haber aceptado aquella carga inesperada e irracional.

Se reprochó haberse comportado del modo en que lo había hecho. Al ser tan sumisa, había recaído en una conducta más infantil, como años atrás en todo cuanto concernía a su padre. Sin embargo, una cosa era reconocer lo que hacía y otra muy diferente remediarlo. Al igual que con su padre, quería complacer a Edward, pues deseaba y necesitaba su aprecio. Además, razonó, Edward estaba sometido a una gran presión y la necesitaba.

Kim puso en marcha el coche y se dirigió a la ciudad para comprar comida. Mientras conducía, continuó reflexionando acerca de su situación. No quería perder a Edward, pero durante las últimas semanas daba la impresión de que, cuanto más se esforzaba por complacerlo y ser comprensiva, más exigente se volvía él.

Como le quedaba muy poco tiempo, Kim decidió preparar una cena sencilla a base de filetes a la parrilla, acompañados de ensalada y panecillos calientes. La bebida consistiría en vino o cerveza. Como postre, compró fruta fresca y helado. A las siete menos cuarto, había sazonado los filetes, preparado la ensalada y encendido el horno para los panecillos. Incluso había encendido el fuego de la parrilla exterior.

Se dio una rápida ducha en el cuarto de baño. Después, subió a ponerse ropas cómodas, para luego volver a la cocina y sacar servilletas y cubiertos. Estaba poniendo la mesa del comedor, cuando el Mercedes de Stanton frenó delante de la casa.

—Hola, prima —dijo Stanton cuando entró. Le dio un beso en la mejilla.

Kim le ofreció una copa de vino. Stanton aceptó y la siguió a la cocina.

—¿Es el único vino que tienes? —preguntó con desdén mientras Kim lo descorchaba.

—Me temo que sí.

—Creo que tomaré cerveza.

Mientras Kim seguía preparando la cena, Stanton se sentó en un taburete y la observó trabajar. No se ofreció a ayudarla, pero a Kim no le importó. Lo tenía todo controlado.

—Veo que Buffer y tú os lleváis muy bien —comentó Stanton. El perro de Edward seguía a Kim por toda la cocina—. Estoy impresionado. Es un jodido antipático.

—¿Que me llevo bien con Buffer? —preguntó con cinismo Kim—. Menuda broma. No está aquí por mí, desde luego, sino por los filetes. Siempre está en el laboratorio, con Edward.

Kim comprobó la temperatura del horno y metió los panecillos.

—¿Te gusta vivir en esta casa? —preguntó Stanton.

—Me gusta. —Kim suspiró—. Bueno, casi todo. Por desgracia, la situación del laboratorio domina sobre todo lo demás. Edward está muy nervioso.

—No lo sabía.

—Harvard se lo está poniendo difícil —dijo Kim. Añadió que eso también le concernía a él.

—Le advertí acerca de Harvard desde el primer momento —dijo Stanton—. Sabía por pasadas experiencias que Harvard no iba a resignarse, sobre todo cuando se enteraron de que había ganancias de por medio. Las universidades se han vuelto muy sensibles a esta clase de situación, en especial Harvard.

—Detesto verlo echar por la borda su carrera académica —dijo Kim—. Antes de Ultra, la enseñanza era su primer amor.

Kim empezó a adornar la ensalada.

Stanton siguió mirándola sin decir nada, hasta que consiguió atraer su atención.

—¿Va bien lo vuestro? —preguntó—. No quiero ser fisgón, pero desde que trabajo con Edward en este proyecto, he descubierto que es una persona difícil de tratar.

—Existe cierta tensión desde hace un tiempo —admitió Kim—. El traslado no ha sido tan placentero como esperaba, pero no había tenido en cuenta a Omni y Ultra. Como ya te he dicho, Edward está sometido a muchas presiones.

—No es el único.

La puerta principal se abrió. Edward y los investigadores entraron. Kim salió a recibirlos para facilitar la situación, pero la tarea no resultó sencilla. Todos estaban de mal humor, incluidos Gloria y David. Al parecer, nadie había querido ir a cenar a la casa. Edward tuvo que ordenárselo.

Quien peor reaccionó fue Eleanor. En cuanto se enteró del menú, anunció con aire petulante que ella no comía carne roja.

—¿Qué sueles comer? —preguntó Edward.

—Pescado o pollo —respondió Eleanor.

Edward miró a Kim y enarcó las cejas, como diciendo «¿Qué vas a hacer?».

—Iré a comprar pescado —dijo Kim.

Salió y entró en el coche. Eleanor se había comportado de manera grosera, pero ella agradeció poder abandonar la casa unos minutos. Se respiraba un ambiente pésimo.

A escasa distancia, había un mercado donde se vendía pescado fresco, y Kim compró varios filetes de salmón, por si alguien, además de Eleanor, prefería pescado. Mientras volvía, se preguntó si habría pasado algo durante su ausencia.

Se llevó una agradable sorpresa al entrar en la casa. La atmósfera había mejorado. Si bien ni con un esfuerzo de imaginación la reunión podía definirse como alegre, al menos no se respiraba tanta tensión. En su ausencia, habían abierto el vino y las cervezas, y bebían con más entusiasmo del que había esperado. Se alegró de haber comprado tantas cosas.

Todo el mundo estaba sentado en el salón, alrededor de la mesa de caballete. El retrato de Elizabeth los contemplaba desde la pared. Kim saludó y se dirigió a la cocina. Lavó el pescado y lo puso en una bandeja, junto a la carne.

Volvió al salón con una copa de vino en la mano. Mientras ella estaba en la cocina Stanton se había levantado y entregado a cada uno un impreso. Ahora, estaba apoyado contra la chimenea, debajo del retrato.

—Lo que están mirando es una previsión de la velocidad con que nos quedaremos sin dinero al actual ritmo de consumo —dijo—. La situación no es buena. Por eso, necesito saber cuándo van a lograr sus objetivos individuales, a fin de reunir más capital. Hay tres posibilidades: ofrecer acciones a la venta, lo cual dudo que funcione, al menos hasta que tengamos algo que vender…

—¡Tenemos algo que vender! —interrumpió Edward—. Tenemos el fármaco más prometedor desde la invención de los antibióticos, gracias a la señora. —Levantó la botella de cerveza para indicar el retrato de Elizabeth—. Me gustaría brindar por la mujer que tal vez llegue a convertirse en la bruja más famosa de Salem.

Todo el mundo levantó su copa, excepto Kim. Incluso Stanton se unió después de recuperar su botella, que había dejado sobre la repisa. Tras un momento de silencio, todos bebieron con entusiasmo.

Kim se removió inquieta, casi esperando que la expresión de Elizabeth cambiara en el cuadro. Consideró los comentarios de Edward irrespetuosos y de mal gusto. Se preguntó qué pensaría Elizabeth si viera a tanta gente de talento congregada en su casa, impulsada por el ánimo de lucro, gracias a un descubrimiento relacionado con su caída en desgracia y posterior ejecución.

—No niego que tengamos un producto en potencia —dijo Stanton, después de dejar su cerveza—. Todos lo sabemos, pero carecemos de un producto comerciable. Por lo tanto, créanme, dado el actual clima económico, no es el momento de ofrecer acciones a la venta. Podríamos intentar una oferta privada, que tiene la ventaja de una menor pérdida de control. La última alternativa es conseguir más capitalistas, lo cual exigirá el sacrificio de casi todas las acciones y, por lo tanto, de los beneficios. De hecho, habría que renunciar a lo que ya tenemos.

Un murmullo de insatisfacción se elevó del grupo de investigadores.

—No quiero perder más acciones —dijo Edward—. Valdrán demasiado cuando Ultra llegue al mercado. ¿Por qué no pedimos prestado el dinero?

—Necesitaríamos una garantía —dijo Stanton—. De lo contrario deberíamos acudir a fuentes no habituales, lo que significaría pagar intereses exorbitantes. Y como el dinero no saldrá de las fuentes habituales, la gente con que has de tratar no permitirá que te escondas tras el escudo de una empresa si las cosas salen mal. ¿Entiendes lo que quiero decir, Edward?

—Capto el sentido, pero de todos modos averigua si existe alguna posibilidad. Hay que examinar todos los métodos que nos eviten dilapidar más acciones. Sería una pena, porque Ultra es cosa hecha.

—¿Estás tan seguro ahora como cuando formamos la empresa? —preguntó Stanton.

—Más aún. Cada día estoy más convencido. Las cosas van muy bien, y si continúan así, quizá podríamos presentar una solicitud de investigación de un fármaco nuevo dentro de seis u ocho meses, que es muy diferente de los tres años y medio normales.

—Cuanto más rápido os mováis, mejor será la situación financiera —dijo Stanton—. Sería conveniente incluso si acelerárais el paso.

Eleanor lanzó una carcajada despectiva.

—Estamos trabajando a la máxima velocidad —dijo Francois.

—Es verdad —afirmó Curt—. Casi todos dormimos menos de seis horas.

—Hay una cosa que todavía no he hecho —dijo Edward—. Aún no me he puesto en contacto con la gente que conozco en la DFA. Quiero allanar el camino para que Ultra sea considerada, al menos, una realidad inminente. A la larga, probaremos la droga en casos de depresión profunda, así como en pacientes de sida y, tal vez, enfermos de cáncer terminales.

—Cualquier cosa que ahorre tiempo servirá de ayuda —dijo Stanton—. No me cansaré de insistir en ello.

—Creo que hemos comprendido el mensaje —contestó Edward.

—¿Alguna idea más aproximada sobre la forma de actuar de Ultra? —preguntó Stanton.

Edward pidió a Gloria que explicase a Stanton lo que acababan de descubrir.

—Esta mañana, descubrimos niveles bajos de una encima natural en los cerebros de las ratas que metabolizan Ultra —dijo ella.

—¿Se supone que tiene que llenarme de emoción? —preguntó con sarcasmo Stanton.

—Debería —dijo Edward—, si recordaras algo de los cuatro años que desperdiciaste en la facultad de medicina.

—Sugiere que Ultra podría ser una molécula cerebral natural —explicó Gloria—, o al menos muy cercana a la molécula natural desde un punto de vista estructural. La estabilidad de la fijación de Ultra a las membranas neuronales confirma esta teoría. Empezamos a pensar que la situación podría ser similar a la relación entre los narcóticos del tipo de la morfina y las propias endorfinas del cerebro.

—En otras palabras —dijo Edward—, Ultra es un autocoide cerebral natural, u hormona interna.

—Pero los niveles no son los mismos en todo el cerebro —aclaró Gloria—. Nuestros exámenes iniciales sugieren que Ultra se concentra en el tronco del cerebro, el mesencéfalo y el sistema límbico.

—Ah, el sistema límbico —dijo Stanton. Sus ojos se iluminaron—. De eso sí me acuerdo. Es la parte del cerebro relacionada con el animal que anida en nuestro interior y los impulsos básicos, como la rabia, el hambre y el sexo. ¿Ves, Edward, como mi formación médica no fue una pérdida total?

—Gloria, cuéntale cómo pensamos que funciona —dijo Edward sin hacer caso del comentario de Stanton.

—Creemos que amortigua los niveles de los neurotransmisores cerebrales —explicó Gloria—. Más o menos, como la forma en que un amortiguador mantiene el ph de un sistema de base ácida.

—En otras palabras —intervino Edward—, Ultra, o la molécula natural si es diferente de Ultra, sirve para estabilizar las emociones. Al menos, ésa era su función inicial: devolver a la normalidad las emociones extremas provocadas por algún acontecimiento inquietante, como ver un tigre dientes de sable en tu caverna. Sea cual sea la emoción extrema, Ultra amortigua los neurotransmisores para que el animal o el hombre primitivo recobren cuanto antes la normalidad, en vistas al siguiente desafío.

—¿A qué te refieres por función inicial? —preguntó Stanton.

—Gracias a nuestros últimos experimentos, creemos que la función ha evolucionado como el cerebro humano —dijo Edward—. Ahora, creemos que la función ha pasado de limitarse a estabilizar las emociones a englobarlas en el reino del control voluntario.

Los ojos de Stanton se iluminaron de nuevo.

—Espera un momento —dijo mientras se esforzaba por comprender—. ¿Quieres decir que si administramos Ultra a un paciente deprimido, le bastará con desear no estar deprimido?

—Ésa es nuestra hipótesis actual —admitió Edward—. La molécula natural existe en el cerebro en cantidades ínfimas, pero desempeña un papel fundamental a la hora de regular las emociones y el estado de ánimo.

—¡Dios mío! —exclamó Stanton—. ­¡Ultra podría ser la droga del siglo!

—Por eso trabajamos sin parar —dijo Edward.

—¿Qué estáis haciendo ahora?

—De todo. Estudiamos la molécula desde todos los puntos de vista posibles. Sabiendo que está ligada a un receptor, queremos descubrir la proteína de unión. Deseamos conocer la estructura o estructuras de la proteína de unión, pues sospechamos que Ultra se enlaza con distintas cadenas laterales en diferentes circunstancias.

—¿Cuándo crees que podremos lanzarla al mercado en Europa y Japón?

—Nos haremos una idea cuando empecemos las pruebas clínicas, pero eso no ocurrirá hasta que recibamos el permiso para investigar de la DFA.

—Hemos de acelerar el proceso como sea. Esto es una locura. Tenemos una droga de mil millones y podríamos ir a la bancarrota.

—Espera un momento —dijo Edward de repente, atrayendo la atención de todos los presentes—. Se me acaba de ocurrir una idea. He pensado una forma de ahorrar tiempo. Voy a tomar la droga.

Se hizo el silencio más absoluto en el salón, sólo roto por el tictac del reloj que descansaba sobre la repisa y los chillidos de las gaviotas en la orilla del río.

—¿Te parece sensato? —preguntó Stanton.

—Ya lo creo —contestó Edward, entusiasmado con la idea—. Bien, no sé por qué no lo pensé antes. Gracias a los resultados de los estudios sobre la toxicidad que ya hemos realizado, no me cabe la menor duda.

—Es cierto que no hemos observado toxicidad alguna —dijo Gloria.

—Los cultivos de tejidos parecen prosperar bien en la droga —apuntó David—. Sobre todo, los cultivos de células nerviosas.

—No creo que tomar una droga experimental sea una buena idea —dijo Kim, quien intervenía por primera vez. Estaba de pie ante la puerta que daba al vestíbulo.

Edward la miró con el ceño fruncido por interrumpirlo.

—Pues en mi opinión es una idea magistral —dijo.

—¿De qué manera nos ahorrará tiempo? —preguntó Stanton.

—Tendremos todas las respuestas antes de empezar las pruebas clínicas, así de simple —respondió Edward—. Piensa en lo fácil que resultará diseñar los protocolos clínicos.

—Yo también la tomaré —dijo Gloria.

—Y yo también —dijo Eleanor.

Uno a uno, los demás investigadores admitieron que era una idea fabulosa y se ofrecieron a participar.

—Cada uno puede tomar dosis diferentes —sugirió Gloria—. Seis personas nos proporcionarán unas estadísticas significativas a la hora de evaluar los resultados.

—Podemos dosificar los niveles a ciegas —propuso Francois—. De esa forma no sabremos quién ha tomado la dosis más alta y quién la más baja.

—¿Tomar una droga que no ha recibido aprobación para ser investigada no es contrario a la ley? —preguntó Kim.

—¿Qué clase de ley? —dijo Edward, y rió—. ¿Una ley de una junta de revisión institucional? Bien, en lo que concierne a Omni, nosotros somos la junta de revisión institucional, así como todos los demás comités, y no hemos aprobado ninguna ley.

Todos los demás investigadores sumaron sus carcajadas a las de Edward.

—Pensaba que el Gobierno tenía directrices o leyes sobre estas cosas —insistió Kim.

—El Instituto Nacional de Salud tiene directrices —explicó Stanton—, pero para instituciones que reciben subvenciones de él. Nosotros no recibimos ni un centavo del Gobierno.

—Debe de haber normas contra el uso de una droga por seres humanos antes de que hayan sido probadas con animales —dijo Kim—. La simple intuición dice que es imprudente y peligroso. ¿Recuerdas el desastre de la talidomida? ¿No os preocupa?

—No hay comparación con esa desafortunada situación —replicó Edward—. La talidomida no era un componente natural, y en general era mucho más tóxica. No te pedimos que tomes Ultra, Kim. De hecho, puedes actuar como control.

Todo el mundo volvió a reír. Kim enrojeció y se encaminó a la cocina. Estaba asombrada del cambio operado en la atmósfera de la reunión. La tensión había dado paso a la euforia. Kim experimentó la desagradable sensación de que cierto grado de histeria se había apoderado del grupo, debido a una combinación de exceso de trabajo y grandes expectativas.

Ya en la cocina, se dedicó a sacar los panecillos del horno.

Oía risas y voces exaltadas en el salón, que hablaban de construir un centro científico con algunos de los miles de millones que ya veían al alcance de la mano.

Mientras ponía los panecillos en una cesta, intuyó que alguien había entrado en la cocina.

—He pensado que tal vez necesitaba ayuda —dijo Francois.

Kim se volvió y lo miró, pero apartó enseguida la vista e inspeccionó la cocina. Fingió que pensaba en qué podía hacer Francois. En realidad, el hombre la inquietaba por su atrevimiento, y aún se sentía incómoda por el episodio del salón.

—Creo que todo está controlado —dijo—, pero gracias por el ofrecimiento.

—¿Puedo llenarme la copa de vino? —preguntó. Ya había cogido la botella por el cuello.

—Por supuesto —dijo Kim.

—Me encantaría ver los alrededores cuando el trabajo se calme —dijo Francois mientras se servía vino—. Quizá podría enseñarme algunos lugares de interés. Me han dicho que Marblehead es un encanto.

Kim dirigió otra fugaz mirada a Francois. Como esperaba, tenía los ojos clavados en ella. Él sonrió con ironía, y Kim tuvo la desagradable sensación de que intentaba flirtear con ella. También la impulsó a preguntarse qué le había contado Edward acerca de su relación.

—Quizá su familia ya habrá llegado para entonces —dijo Kim.

—Quizá.

Antes de acostarse, Kim dejó entreabierta adrede la puerta del lavabo. Su intención era permanecer despierta para hablar con Edward cuando volviera del laboratorio. Por desgracia, ignoraba a qué hora sería.

Se recostó sobre las almohadas, cogió el diario de Elizabeth de la mesita de noche y lo abrió por la última página que había leído. Ya había dado de sí todo lo que esperaba. Excepto por la última anotación, constituía una decepción. Elizabeth se limitaba a describir el tiempo y los acontecimientos cotidianos, en lugar de expresar sus pensamientos, que era lo que más interesaba a Kim.

Pese a su intención de permanecer despierta, Kim se adormeció a eso de medianoche, con la luz todavía encendida. La despertó el ruido del wáter. Abrió los ojos y vio a Edward en el cuarto de baño.

Kim se frotó los ojos y trató de concentrarse en el reloj.

Era más de la una. Se levantó con cierto esfuerzo y se puso la bata y las zapatillas. Con la sensación de estar un poco más despejada, entró en el lavabo. Edward estaba cepillándose los dientes.

Kim se sentó en la tapa del wáter y apretó las rodillas contra el pecho. Edward le dirigió una mirada inquisitiva, pero no dijo nada hasta que terminó con sus dientes.

—¿Qué demonios haces levantada a esta hora? —preguntó.

Parecía preocupado, pero no irritado.

—Quería hablar contigo —dijo ella—. Quería preguntarte si es cierto que piensas tomar Ultra.

—Pues claro. Todos empezaremos a tomarlo mañana. Dispusimos un sistema a ciegas, para que nadie sepa cuánto toma en comparación con los demás. Fue idea de Francois.

—¿Crees que es una medida prudente?

—Es la mejor idea que he tenido en años. Acelerará todo el proceso de evaluación de la droga y me quitaré de encima a Stanton.

—Será arriesgado.

—Desde luego. Siempre hay un riesgo, pero confío en que sea un riesgo aceptable. Sabemos con seguridad que Ultra no es tóxico.

—Todo esto me pone muy nerviosa.

—Bien, te tranquilizaré sobre un punto significativo: no soy un mártir. De hecho, soy básicamente cobarde. Si creyera que es peligroso no lo haría ni permitiría que los demás lo hicieran. Además, desde un punto de vista histórico, estaremos en buena compañía. Muchos de los grandes nombres de la historia de la investigación médica se prestaron como primeros sujetos experimentales.

Kim enarcó las cejas con aire inquisitivo. No estaba convencida.

—Tendrás que confiar en mí —dijo Edward. Se restregó vigorosamente la cara, y luego la secó con la toalla.

—Tengo otra pregunta —siguió Kim—. ¿Qué has dicho sobre mí al personal del laboratorio?

Edward apartó la toalla de la cara y miró a Kim.

—¿De qué estás hablando? ¿Por qué tendría que hablar al personal de ti?

—Quiero decir acerca de nuestra relación.

—No recuerdo nada concreto. —Edward se encogió de hombros—. Tal vez llegué a decir que eras mi novia.

—¿Eso significa amante o amiga?

—¿Qué ocurre? —preguntó Edward, irritado—. No he divulgado secretos personales, si es eso lo que insinúas. Nunca he contado detalles íntimos sobre nosotros a nadie. ¿A qué viene este interrogatorio a la una de la mañana?

—Lamento que tengas la sensación de ser sometido a un interrogatorio. No era mi intención. Sólo tenía curiosidad por lo que habías dicho, ya que no estamos casados, y supongo que han hablado contigo de sus familias.

Kim estuvo a punto de contar el episodio de Francois, pero decidió no hacerlo. En aquel momento Edward estaba demasiado excitable para hablar de ello, debido al cansancio y a su preocupación obsesiva por Ultra. Además, Kim se resistía a provocar una disputa entre él y Francois, porque no estaba totalmente segura de cuáles habían sido las intenciones de este último.

Kim se levantó.

—Espero no haberte molestado —dijo—. Sé lo cansado que debes de estar. Buenas noches.

Salió del lavabo y se dirigió a su habitación.

—Espera —dijo Edward. Salió del lavabo—. He vuelto a exagerar. Lo siento. En lugar de hacerte sentir mal, debería darte las gracias. Te agradezco profundamente que hayas preparado la cena. Fue perfecta y todo el mundo quedó satisfecho. Era el alto en el camino que necesitábamos.

—Agradezco que me lo digas. He intentado ayudar. Creo que por fin soy consciente de la presión a que estás sometido.

—Bien, la situación mejorará si Stanton se tranquiliza. Ahora, me concentraré en Ultra y en Harvard.