Martes 12 de julio de 1994
Kimberly Stewart consultó su reloj mientras pasaba por la puerta giratoria y salía del metro a la plaza Harvard de Cambridge, Massachussets. Faltaban unos minutos para las siete de la tarde. Sabía que llegaría a tiempo, a lo sumo con unos pocos minutos de retraso, pero de todos modos se dio prisa.
Se abrió paso entre la multitud agolpada alrededor del quiosco instalado en mitad de la plaza, caminó a buen paso por un corto tramo de Massachussets Avenue y giró a la derecha por Holyoke Street.
Se detuvo para recuperar el aliento delante del edificio del Hasty Pudding Club y lo examinó. Todo lo que sabía del club social de Harvard era que cada año concedía un premio a un actor y a una actriz. El edificio era de ladrillo con adornos blancos, como casi todos los edificios de Harvard. Nunca había estado dentro, si bien albergaba un restaurante público llamado El Mirador del Pudding. Aquélla iba a ser su primera visita.
Una vez que su respiración se normalizó, Kim abrió la puerta y entró, para encontrarse con varios tramos de escalera bastante largos. Cuando llegó ante la jefa de comedor, se encontraba de nuevo sin aliento. Preguntó por el lavabo de señoras.
Mientras Kim luchaba con su espeso y rebelde cabello negro, se dijo que no había motivo para que estuviese nerviosa.
Al fin y al cabo, Stanton Lewis era de la familia. El problema residía en que nunca había llamado en el último momento para decir que «necesitaba» que cenase con él, debido a una «emergencia».
Dejó por imposible su cabello y se presentó de nuevo a la jefa de comedor. Esta vez, anunció que tenía una cita con el señor Stanton Lewis y su esposa.
—Casi todo su grupo ha llegado ya —dijo la jefa de comedor.
Kim siguió a la mujer y cada vez más nerviosa cruzó la parte principal del restaurante. No le gustaba lo que insinuaba la palabra «grupo». Se preguntó quién más vendría a cenar.
La jefa de comedor guió a Kim hasta una terraza enrejada, repleta de comensales. Stanton y su esposa Candice estaban sentados en un rincón.
—Lamento haberme retrasado —dijo Kim cuando llegó a la mesa.
—Pues no te has retrasado ni un segundo —contestó Stanton.
Se levantó y dio a Kim un exagerado abrazo que la dobló hacia atrás. Ella se ruborizó y tuvo la incómoda sensación de que todo el mundo la miraba. En cuanto logró zafarse del abrazo de oso de Stanton, retrocedió hasta la silla que la jefa de comedor le tenía preparada y se sentó, deseando desaparecer.
Kim siempre se sentía muy incómoda en presencia de Stanton. Pese a ser primos, Kim pensaba que cada uno era la antítesis social del otro. Mientras ella se consideraba moderadamente tímida, incluso torpe en ocasiones, él era un ejemplo de confianza en sí mismo, un hombre sofisticado, decididamente urbanita y provisto de una energía agresiva. Tenía la constitución de un corredor de esquí, se erguía cuan alto era y subyugaba a la gente como el consumado empresario que era. Incluso su esposa, la afable y simpática Candice, conseguía que Kim se sintiera socialmente inepta. Kim lanzó una fugaz mirada alrededor y, mientras lo hacía, tropezó con la jefa de comedor, que intentaba extender una servilleta sobre su regazo. Ambas se disculparon al mismo tiempo.
—Relájate, prima —dijo Stanton cuando la jefa de comedor se hubo marchado. Sirvió a Kim una copa de vino blanco—. Como de costumbre, tan tensa como una cuerda de banjo.
—Si me pides que me relaje sólo conseguirás ponerme más nerviosa —dijo Kim. Tomó un sorbo de vino.
—Mira que eres extraña —bromeó Stanton—. Nunca he podido entender a qué se debe que seas tan tímida, sobre todo si estás sentada con parientes en una sala llena de gente a la que no volverás a ver. Suéltate el pelo.
—No poseo el menor control sobre los caprichos de mi pelo —dijo Kim. Pese a todo, estaba empezando a tranquilizarse—. En cuanto a tu incapacidad para comprender mi cohibición, es muy comprensible. Eres tan seguro de ti mismo que te resulta imposible imaginar la actitud contraria.
—¿Por qué no me concedes una oportunidad de comprenderlo? Te desafío a explicar por qué te sientes incómoda en este preciso momento. Dios mío, mujer, te tiembla la mano.
Kim dejó la copa y puso las manos sobre el regazo.
—Estoy nerviosa, principalmente porque me siento… acelerada. Después de que llamaras esta tarde, apenas tuve tiempo de ducharme, y mucho menos de buscar la indumentaria apropiada. Además, por si te interesa saberlo, mi flequillo está volviéndome loca.
Kim intentó alisarse el cabello sobre la frente.
—Creo que tu vestido es fantástico —dijo Candice.
—No cabe ninguna duda —añadió Stanton—. Kimberly, estás preciosa.
Kim rió.
—Soy lo bastante inteligente para saber que los cumplidos provocados suelen ser falsos.
—Tonterías —replicó Stanton—. La ironía de estas discusiones reside en que eres una mujer sexy y hermosa, aunque siempre actúes como si no lo supieras, lo cual, supongo, te hace más atractiva aún. ¿Cuántos años tienes, veinticinco?
—Veintisiete —rectificó Kim. Bebió un poco más de vino.
—Veintisiete y cada año mejor. —Stanton le dedicó una sonrisa traviesa—. Tienes unos pómulos por los que otras mujeres morirían, la piel como el trasero de un bebé y figura de bailarina, por no mencionar esos ojos color esmeralda que podrían cautivar a una estatua griega.
—La verdad es muy diferente —dijo Kim—. La estructura ósea de mi cara no es nada excepcional, aunque está bien, mi piel apenas se broncea, y eso de la figura de bailarina es como sugerir que soy lisa como una tabla.
—Eres injusta contigo misma —intervino Candice.
—Creo que deberíamos cambiar de tema —dijo Kim—. Hablar de esto no va a relajarme. De hecho, hace que me sienta más incómoda.
—Me disculpo por haber sido tan sinceramente halagador —dijo Stanton, y exhibió de nuevo su sonrisa traviesa—. ¿De qué prefieres hablar?
—¿Qué tal si me explicas por qué mi presencia en esta cena era una emergencia?
Stanton se inclinó hacia ella.
—Necesito tu ayuda.
—¿Mi ayuda? —preguntó Kim. Lanzó una carcajada—. ¿El gran financiero necesita mi ayuda? ¿Es una broma?
—Todo lo contrario. Dentro de unos meses lanzaré una oferta de venta de una de mis empresas de biotecnología, llamada Genetrix.
—No soy inversora. Te has equivocado de pariente.
Ahora le tocó el turno de reír a Stanton.
—No quiero dinero. No, es algo muy diferente. Resulta que hoy he hablado con tía Joyce y…
—¡Oh no! —lo interrumpió Kim, nerviosa—. ¿Qué te ha dicho mi madre?
—Mencionó de pasada que acababas de romper con tu novio.
Kim palideció, y volvió a sentirse tan nerviosa como en el momento de entrar en el restaurante.
—Ojalá mi madre no abriera su bocaza —dijo sin poder disimular su irritación.
—Tranquilízate, Joyce no me proporcionó detalles escabrosos.
—Eso da igual. Ha estado pregonando información personal acerca de mí y Brian desde que éramos adolescentes.
—Se limitó a indicar que ese tal Kinnard no era para ti. Con lo cual estoy de acuerdo, si siempre se larga con sus amigos a esquiar y pescar.
—Para mí, son detalles de escasa importancia —protestó Kim—. También es una exageración. La pesca es algo nuevo. El esquí es una vez al año.
—A decir verdad, apenas escuchaba. Al menos, hasta que me preguntó si podría encontrar a alguien más adecuado para ti.
—¡Santo Dios! —exclamó Kim, cada vez más furiosa—. No puedo creerlo. ¿De veras te pidió que me liaras con alguien?
—No es mi fuerte —admitió Stanton. En su rostro se dibujó una sonrisa de satisfacción—. Pero tuve una revelación. Nada más colgar el auricular supe a quién iba a presentarte.
—No me digas que me has hecho venir para eso —dijo Kim, alarmada. Notó que su pulso se aceleraba—. De haberlo sabido, no habría venido.
—Cálmate. No te pongas nerviosa. Saldrá bien. Confía en mí.
—Es demasiado pronto.
—Nunca es demasiado pronto. Recuerda mi lema: hoy es el mañana de ayer.
—Eres imposible, Stanton. No estoy preparada para conocer a nadie, menos con este aspecto.
—Ya te he dicho que tienes un aspecto sensacional. Confía en mí, Edward Armstrong se va a derretir por ti. Un vistazo a esos ojos color esmeralda y sus piernas se convertirán en goma.
—Esto es ridículo —protestó Kim.
—Debo admitir que tengo un motivo ulterior. He intentado implicar a Edward en alguna de mis empresas de biotécnica desde que me convertí en un capitalista audaz. Ahora que Genetrix va a salir a la venta pública, es el momento ideal. La idea es fascinarlo con tu presencia, Kim. Después, tal vez consiga que dé su brazo a torcer. Si su nombre figura en la junta consultiva científica de Genetrix, la oferta inicial puede ser de cuatro o cinco millones. Entretanto, lo haré millonario.
Por un momento, Kim se concentró en su vino sin decir nada. Además del nerviosismo, ahora se sentía tan utilizada como azorada, pero su voz no delató su estado emocional.
Siempre le había costado expresarse en situaciones conflictivas. Como siempre, Stanton la había asombrado con su egoísmo y su indisimulada tendencia a manipular a la gente.
—Quizá Edward Armstrong no quiera ser millonario —dijo por fin Kim.
—Tonterías —replicó Stanton—. Todo el mundo quiere ser millonario.
—Sé que es difícil para ti entenderlo, pero no todo el mundo piensa igual que tú.
—Edward es un caballero encantador —terció Candice.
—Eso suena sospechosamente igual a concertar una cita a ciegas con una chica y describirla como poseedora de una personalidad encantadora.
Stanton lanzó una risita.
—Puede que seas un caso perdido, prima, pero tienes sentido del humor.
—Lo que quería decir —explicó Candice— es que Edward es una persona considerada, y creo que eso es importante. Al principio me opuse a la idea de Stanton, pero luego pensé que sería estupendo para ti relacionarte con alguien civilizado. Al fin y al cabo, tu relación con Kinnard ha sido bastante tempestuosa. Creo que mereces algo mejor.
Kim no daba crédito a sus oídos. Era evidente que Candice no sabía nada acerca de Kinnard, pero no le llevó la contraria.
—Los problemas entre Kinnard y yo son tan culpa de él como mía.
Kim desvió la vista hacia la puerta. El corazón le latía desbocado. Tuvo ganas de levantarse y huir, pero no podía hacerlo. No era propio de ella comportarse así, pero en aquel momento lo deseó con todas sus fuerzas.
—Edward es mucho más que considerado —dijo Stanton—. Es un genio.
—¡Oh, fantástico! —repuso con sarcasmo Kim—. No sólo el señor Armstrong me encontrará carente de atractivos, sino que también me considerará aburrida. No es mi especialidad trabar conversación con genios.
—Confía en mí —repitió Stanton—. Os caeréis bien. Tenéis antecedentes comunes. Edward es médico. Fue compañero mío en Harvard. Cuando éramos estudiantes llevamos a cabo muchos experimentos y trabajos de laboratorio, hasta que se marchó en tercero y se doctoró en bioquímica.
—¿Se dedica a la medicina?
—No, a la investigación. Su campo es la química del cerebro, una especialidad muy productiva en la actualidad. Ahora, Edward es la estrella ascendente en este terreno, una celebridad científica que Harvard pudo arrebatar a Stanford. Y hablando del rey de Roma, aquí llega.
Kim se volvió y vio a un hombre alto y corpulento, pero de apariencia juvenil, que se encaminaba a su mesa. Al oír que había sido compañero de clase de Stanton, había calculado que tendría unos cuarenta años, pero su cabello rubio y su rostro bronceado y carente de arrugas hacían que aparentase muchos menos. No tenía la palidez que Kim asociaba con los académicos. Caminaba algo encorvado, como si temiera golpearse la cabeza con alguna viga.
Stanton se levantó al instante y abrazó a Edward con tanto entusiasmo como había dedicado a Kim. Incluso le dio varias palmadas en la espalda, como algunos hombres tienen la costumbre de hacer.
Por un fugaz instante, Kim sintió compasión por Edward.
Observó que se mostraba tan incómodo como ella a causa del exagerado recibimiento de Stanton.
Stanton se encargó de las presentaciones, y Edward estrechó la mano a Kim y a Candice antes de sentarse. Kim reparó en que tenía la piel húmeda y daba la mano de manera tan vacilante como ella. También advirtió que tartamudeaba un poco y tenía la nerviosa costumbre de apartarse el cabello de la frente.
—Lamento muchísimo mi retraso —dijo Edward. Le costaba un poco vocalizar la «T».
—Tal para cual —dijo Stanton—. Mi encantadora, brillante y atractiva prima ha dicho lo mismo cuando ha llegado, hace unos cinco segundos.
Kim sintió que se ruborizaba hasta la raíz de los cabellos.
Iba a ser una velada muy larga. Stanton era incapaz de reprimirse.
—Relájate, Ed —continuó Stanton, mientras le servía una copa de vino—. No has llegado tarde. Dije a eso de las siete. Eres perfecto.
—Quería decir que me estabais esperando todos —dijo Edward. Sonrió con timidez y levantó la copa como si fuera a brindar.
—Buena idea —dijo Stanton. Aprovechó la oportunidad y alzó su copa—. Permitidme que proponga un brindis. Primero, me gustaría brindar por mi querida prima, Kimberly Stewart. Es la mejor enfermera de cuidados intensivos quirúrgicos del Hospital General de Massachussets. —Stanton miró directamente a Edward, mientras los cuatro levantaban las copas—. Si tienen que repararte las cañerías de la próstata, reza para que Kimberly esté disponible. ¡Es legendaria con el catéter!
—¡Por favor, Stanton! —protestó Kim.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Stanton, y extendió la mano izquierda como para tranquilizar a su público—. Volvamos a mi brindis por Kimberly Stewart. Sería una actitud negligente de mi parte si no llamara la atención del grupo sobre su excelente genealogía, que se remonta casi al Mayflower. Eso por parte de padre, claro está. Por parte de madre, sólo hasta la guerra de la independencia, lo cual, debo añadir, implica la rama inferior de mi familia.
—Stanton, todo esto es innecesario —dijo Kim. Se sentía muy mortificada.
—Pero aún hay más —prosiguió Stanton, con la fruición de un discurseador nato—. El primer pariente de Kimberly que se graduó en nuestra querida Harvard lo hizo en 1671. Fue sir Ronald Stewart, fundador de Marítima Ltd., así como de la actual dinastía Stewart. Y tal vez lo más interesante de todo, en tiempos remotos la tatarabuela de Kimberly fue colgada en Salem por bruja. Si eso no es típicamente norteamericano, ya no sé qué lo es.
—Stanton, llegas a ser tan pesado —dijo Kim. Su cólera había superado a su turbación—. No está bien que hables de esas cosas en público.
—¿Por qué no? —preguntó Stanton, y soltó una carcajada. Miró a Edward—. Los Stewart tienen la ridícula manía de que una historia tan antigua es una mancha en el nombre de la familia.
—Tanto si tú lo consideras ridículo como si no, la gente tiene derecho a que se respeten sus sentimientos —replicó Kim—. Además, mi madre es la que está más preocupada por el tema, y es tu tía y una antigua Lewis. Mi padre nunca me ha contado nada.
—Sea como sea —dijo Stanton, con un amplio ademán—, yo encuentro la historia fascinante. Me gustaría tener tanta suerte. Es como haber tenido un pariente en el Mayflower o en la barca con que Washington cruzó el Delaware.
—Creo que deberíamos cambiar de tema —dijo Kim.
—De acuerdo —concedió Stanton. Era el único que aún mantenía en alto su copa. El brindis se alargaba—. Lo cual me lleva a Edward Armstrong. Por el más interesante, productivo, creativo e inteligente neuroquímico del mundo, no, del universo. Por un hombre procedente de las calles de Brooklyn, que se pagó de su propio bolsillo los estudios y se encuentra ahora en el pináculo de su carrera. Por un hombre que ya debería estar reservando un billete a Estocolmo, pues está a un paso de recibir el premio Nobel por su trabajo de investigación en neurotransmisores, la memoria y la mecánica cuántica.
Stanton alzó su copa y todos lo imitaron. Entrechocaron las copas y bebieron. Cuando Kim dejó la suya sobre la mesa, miró furtivamente a Edward. Comprendió que era tan tímido y vergonzoso como ella.
Stanton dejó su copa vacía sobre la mesa y procedió a llenarla. Echó un vistazo a las demás copas, y luego devolvió la botella al cubo de hielo.
—Ahora que ya os habéis conocido —dijo Stanton—, espero que os enamoréis, os caséis y tengáis muchos hijos maravillosos. Todo cuanto pido a cambio de haber sido el artífice de esta fructífera unión es que Edward acceda a integrarse en la junta consultora científica de Genetrix. —Rió de buena gana, aunque fue el único—. Bien —dijo cuando se recuperó—, ¿dónde demonios está el camarero? ¡Vamos a comer!
El grupo se detuvo fuera del restaurante.
—Podríamos ir a tomar helados a Herrill’s, que está al doblar la esquina —sugirió Stanton.
—A mí no me cabe nada más —dijo Kim.
—Ni a mí —coincidió Edward.
—Nunca tomo postre —dijo Candice.
—Entonces, ¿alguien quiere que lo lleve a casa? —preguntó Stanton—. Tengo el coche en el garaje del Holyoke Center.
—Me conformo con mi metro —dijo Kim.
—Mi apartamento está cerca de aquí —dijo Edward.
—Como queráis —contestó Stanton.
Después de prometer a Edward que seguirían en contacto, cogió a Candice del brazo y se encaminaron hacia el garaje.
—¿Puedo acompañarte al metro? —preguntó Edward dirigiéndose a Kim.
—Te lo agradecería —respondió ella.
Se pusieron en camino. Kim intuyó que Edward quería decir algo. Habló antes de que llegaran a la esquina.
—Ha sido una velada muy agradable —dijo, y luchó un poco con la «V». Su leve tartamudeo había regresado—. ¿Te apetece pasear un poco por Harvard Square antes de irte a casa?
—Estupendo. Me encanta la idea.
Caminaron cogidos del brazo hacia aquel complicado nudo formado por Massachussets Avenue, la parte de Harvard Street llamada JFK Drive, y las calles Elliot y Brattle. Pese a su nombre, no era en realidad una plaza, sino una serie de fachadas curvas y zonas abiertas de forma peculiar. Durante las noches de verano, la zona se convertía en un circo espontáneo, casi medieval, de malabaristas, músicos, lectores de poesía, magos y acróbatas.
Era una noche calurosa de verano. Algunos chotacabras cantaban en el cielo oscuro. Se veían incluso algunas estrellas, pese al resplandor de las luces de la ciudad. Kim y Edward recorrieron toda la plaza y se detuvieron unos momentos en la periferia del público atraído por cada artista. Pese a sus respectivos recelos acerca de la velada, finalmente se lo estaban pasando bien.
—Me alegro de haber salido esta noche —comentó Kim.
—Yo también —dijo Edward.
Por fin, se sentaron en un muro bajo de hormigón. A su izquierda, una mujer cantaba una lacrimosa balada. A su derecha, un grupo de entusiastas indios peruanos tocaban sus flautas indígenas.
—Stanton es todo un personaje —dijo Kim.
—No sabía por quién me sentía más avergonzado, si por ti o por mí.
Kim rió. Se había sentido igual de incómoda por el brindis que Stanton había ofrecido a Edward.
—Lo que me asombra de él es que pueda ser tan manipulador y encantador al mismo tiempo —dijo Kim.
—Es curioso que siempre se salga con la suya. Yo no podría hacerlo ni en un millón de años. De hecho, siempre me he sentido lo contrario de Stanton. Lo he envidiado, he deseado poder ser la mitad de seguro. Siempre he sido tímido para la vida social, incluso torpe.
—Igual que yo —admitió Kim—. Siempre he querido ser más segura en la vida social, pero nunca he podido. Desde pequeña he sido tímida. Cuando me encuentro en una reunión social nunca se me ocurre decir lo apropiado en el momento que corresponde. Cinco minutos después, sí, pero siempre es demasiado tarde.
—Tal para cual, como Stanton nos describió. El problema es que él conoce nuestras debilidades y sabe cómo avergonzarnos. Cada vez que dice eso de que estoy a «un paso» del premio Nobel, quisiera desaparecer.
—Pido disculpas en nombre de mi familia. Al menos, no es mezquino.
—¿Qué parentesco tenéis?
—Somos primos. Mi madre es la hermana del padre de Stanton.
—Yo también debería disculparme. No tendría que haber hablado mal de Stanton. Fuimos compañeros en la facultad de medicina. Yo lo ayudaba en el laboratorio, y él me ayudaba en las fiestas. Formamos un equipo fantástico. Somos amigos desde entonces.
—¿Cómo es que no te has asociado con él en alguna de sus aventuras comerciales?
—Nunca me han interesado. Me gusta el ambiente académico, donde lo que se busca es conocimiento por el puro placer de aprender más. No es que esté en contra de la ciencia aplicada, pero me resulta menos atractiva. En algunos aspectos, la investigación y la industria son contrapuestas, sobre todo en lo relativo al secretismo exigido en la industria. La libre comunicación es la savia de la ciencia; el secretismo es su ruina.
—Stanton dice que podría hacerte millonario.
Edward rió.
—¿Y en qué cambiaría eso mi vida? Ya hago lo que me gusta: una combinación de investigación y enseñanza. Inyectar un millón de dólares en mi vida sólo complicaría las cosas y crearía malestar. Soy feliz así.
—Intenté insinuárselo a Stanton, pero no me escuchó. Es muy cabezota.
—Pero encantador y divertido, pese a todo. Aquel brindis interminable por mí fue una exageración, pero ¿y el tuyo?
¿Es verdad que tu familia se remonta a la América del siglo XVII?
—Pues sí.
—Fascinante. Y también impresionante. Yo tendría suerte si pudiera remontarme a dos generaciones atrás, y supongo que sería bastante embarazoso.
—Es aún más impresionante pagarse los estudios y triunfar en una carrera difícil. Y por propia iniciativa. Yo nací Stewart. No me costó el menor esfuerzo.
—La historia sobre tu antepasada de Salem, ¿también es cierta?
—Sí —respondió Kim—, pero no me gusta hablar de ello.
—Lo siento mucho —dijo Edward. Su tartamudeo reapareció—. Perdóname, por favor. Sé que ya da igual, pero no tendría que haber mencionado el tema.
Kim sacudió la cabeza.
—Ahora soy yo quien lo siente, por hacerte sentir incómodo —dijo—. Supongo que mi reacción ante el episodio de Salem es estúpida, y si quieres que te diga la verdad, ni siquiera sé por qué me turba. Debe de ser a causa de mi madre. Me metió en la cabeza que no debía hablar de ello. Sé que lo considera una desgracia familiar.
—Pero sucedió hace más de trescientos años.
—Tienes razón. —Kim se encogió de hombros—. Es un poco absurdo.
—¿Conoces bien el episodio?
—Los datos básicos, supongo, como todos los habitantes de Estados Unidos.
—Es curioso, pero yo sé más que la mayoría de la gente. La editorial de la Universidad de Harvard publicó un libro sobre el tema, escrito por dos historiadores de talento. Se llama Las poseídas de Salem. Uno de mis estudiantes insistió en que lo leyera, porque había ganado un premio de historia. Lo leí, y me quedé intrigado. ¿Quieres que te lo preste?
—Sería estupendo —dijo Kim, sólo por educación.
—Hablo en serio. Te gustará, y quizá cambie tu forma de pensar acerca del tema. Los aspectos sociales, políticos y religiosos son fascinantes. Aprendí mucho más de lo que esperaba. Por ejemplo, ¿sabías que algunos años después de los juicios cierto número de miembros del jurado, e incluso de jueces, se retractaron públicamente y hasta pidieron perdón, cuando se dieron cuenta de que había sido ejecutada gente inocente?
—Vaya —dijo Kim, sólo por educación una vez más.
—Pero el hecho de que hubieran ahorcado a gente inocente no fue lo que más despertó mi interés. Ya sabes que un libro conduce a otro. Bien, leí otro libro llamado Venenos del pasado, el cual sostenía una teoría de lo más interesante, sobre todo para un neurocientífico como yo. Insinuaba que al menos algunas de las jóvenes de Salem que sufrían extraños «ataques», y que habían acusado a otras personas de brujería, habían sido envenenadas. El presunto culpable es el cornezuelo del centeno, que procede de un moho llamado Claviceps purpúrea. El Claviceps es un hongo que suele crecer en el grano, sobre todo en el centeno.
Pese al desinterés condicionado de Kim hacia el tema, Edward había logrado su atención.
—¿Envenenadas por cornezuelo? —preguntó—. ¿Cuál es su efecto?
—¡Uf! —Edward puso los ojos en blanco—. ¿Te acuerdas de la canción de los Beatles Lucy in the Sky with Diamonds? Bien, debió de ser algo similar, porque el cornezuelo contiene ácido lisérgico, principal ingrediente del LSD.
—¿Quieres decir que experimentaban alucinaciones y visiones?
—Ésa es la idea. El envenenamiento por cornezuelo causa una reacción gangrenosa que puede resultar fatal a los pocos minutos, o bien una reacción convulsiva y alucinógena. En Salem, habría sido la convulsiva y alucinógena, más decantada hacia el aspecto alucinógeno.
—Una teoría muy interesante. Hasta podría interesar a mi madre. Si conociese esa explicación quizá cambiaría de opinión sobre nuestra antepasada. Sería difícil echarle la culpa, dadas las circunstancias.
—Eso pensaba yo, si bien la historia no puede acabar ahí. El cornezuelo debió de ser la mecha que encendió el fuego, pero una vez iniciado, fue imparable. A juzgar por lo que he leído, ciertas personas explotaron la situación por motivos sociales y económicos, aunque no fueran conscientes de ellos necesariamente.
—Me has picado la curiosidad. En cierto modo me arrepiento de no haber tenido nunca la curiosidad suficiente para leer otra cosa sobre los juicios de Salem que lo poco que me enseñaron en la escuela secundaria. Debería sentirme particularmente avergonzada, pues la propiedad de mi antepasada ejecutada sigue en poder de la familia. De hecho, debido a una pequeña disputa entre mi padre y mi fallecido abuelo, mi hermano y yo la heredamos este año.
—¡Santo cielo! ¿Me estás diciendo que tu familia ha conservado la tierra durante trescientos años?
—Bien, toda no. La zona inicial incluía terrenos de lo que hoy son Beverly, Danvers y Peabody, y también Salem. La parte de Salem de la propiedad sólo es un fragmento de lo que había sido. De todos modos, la extensión es considerable. No estoy segura del número exacto de hectáreas, pero son bastantes.
—Aun así es extraordinario. Todo lo que mi padre me dejó en herencia fue su dentadura postiza y unas cuantas herramientas de albañilería. Pensar que puedes caminar sobre una tierra que tus parientes del siglo XVII pisaron me deja anonadado. Creía que esa clase de experiencia estaba reservada a la realeza europea.
—Puedo hacer algo mejor que caminar sobre la tierra. Puedo entrar en la casa. La casa antigua aún sigue en pie.
—Apuesto a que la casa antigua posee valor histórico.
—Tanto el Instituto Peabody-Essex de Salem como la Sociedad para la Conservación de las Reliquias de Nueva Inglaterra, de Boston, han expresado interés en comprarla, pero mi madre es contraria a la idea. Creo que tiene miedo de que salga a relucir el asunto de la brujería.
—Qué pena —suspiró Edward. De nuevo, reapareció su leve tartamudeo.
Kim lo miró. Daba la impresión de estar nervioso, mientras fingía contemplar a los músicos peruanos.
—¿Ocurre algo? —preguntó Kim, que intuía la inquietud de Edward.
—No —contestó él con un tono demasiado enérgico. Reflexionó un instante—. Lo siento, y ya sé que no debería preguntarlo, y tú has de negarte si no te parece conveniente. Es decir, lo comprenderé.
—¿A qué te refieres? —preguntó Kim con cierta aprehensión.
—Es por esos libros que leí. Quiero decir que me gustaría ver esa casa antigua. Sé que es impertinente por mi parte pedírtelo.
—Me encantaría enseñártela —dijo aliviada Kim—. Esta semana tengo el sábado libre. Si te parece bien, podríamos ir. Pediré las llaves a los abogados.
—¿No supondrá demasiadas molestias para ti?
—En absoluto.
—El sábado me va de perlas. A cambio, ¿te apetece ir a cenar el viernes por la noche?
—Acepto —dijo Kim con una sonrisa—. Ahora será mejor que vuelva a casa. El turno de las siete y media empieza espantosamente temprano.
Bajaron del muro de cemento y caminaron hacia la entrada del metro.
—¿Dónde vives? —preguntó Edward.
—En Beacon Hill.
—Me han dicho que es un barrio estupendo.
—Está cerca del hospital, y tengo un gran apartamento. Por desgracia, tendré que mudarme en septiembre, porque mi compañera de piso va a casarse y ella es la inquilina titular.
—Yo tengo un problema parecido. Vivo en un apartamento encantador, en el tercer piso de una casa particular, pero los propietarios van a tener un niño y necesitan el espacio. Por lo tanto, en septiembre también he de salir.
—Lo siento.
—No hay para tanto. Hace años que tengo la intención de trasladarme, pero lo he ido retrasando.
—¿Dónde está el apartamento?
—Muy cerca. Se puede ir a pie. —Edward vaciló—. ¿Quieres venir a verlo?
—Quizá otra noche. Como ya te he dicho, madrugo bastante.
Llegaron a la entrada del metro. Kim se volvió y contempló los ojos azul pálido de Edward. Le gustó lo que vio en ellos. Revelaban sensibilidad.
—Quiero felicitarte por haberme pedido ir a ver la casa antigua —dijo Kim—. Sé que no ha sido fácil para ti, y lo sé porque para mí también habría sido difícil. De hecho, es probable que no me hubiera atrevido.
Edward se ruborizó. Después, lanzó una risita.
—Yo no soy Stanton Lewis, desde luego. La verdad es que puedo ser torpe de verdad.
—Creo que en ese aspecto somos iguales. Sin embargo, me parece que te desenvuelves mejor en sociedad de lo que piensas.
—Gracias. Me haces sentir relajado, y como acabamos de conocernos, me parece algo importante.
—El sentimiento es mutuo.
Se estrecharon la mano. Después, Kim se volvió y corrió hacia la entrada del metro.