¡ESTUPENDÍSIMO!
1989

Kevin alzó la vista de su ejemplar del primer volumen de El señor de los anillos de Tolkien. El tren había recorrido a toda velocidad doscientos o trescientos kilómetros desde la última vez que se había fijado en el paisaje, pero fuera parecía haber el mismo campo cercado, sólo que ahora su cara y la de Julian estaban superpuestas y todos los detalles, incluidos ellos, eran tan grises como en una película muda.

Dio una patada en la pierna de su hermano. La tenía entre las suyas, apoyada en la derecha, como si tratara de ligar.

La cara bronceada por el sol de Julian se contrajo, especialmente la boca.

—¿Qué pasa?

—Tu pierna —dijo Kevin, bajando la vista hacia la novela. Era la quinta vez que la leía. Lo que contaba le sonaba a su vida futura. Tenía una foto suya a los diez u once años con el libro en el regazo. Sus ojos, que sólo segundos antes habían estado absortos en la novela, estaban fijos en el objetivo y parecían unas cuevas plateadas que brillaran en otra dimensión, o algo así. Eso pensaba él. La foto era digna de figurar en uno de esos libros de «fenómenos sin explicar» junto a un dibujo esquemático de un platillo volante.

Leyó durante un rato, extremadamente abstraído, feliz, etcétera.

Se volvió a mirar en el cristal. Estaba tan oscuro fuera, que un reflejo naranja de Julian, suyo, del interior del tren, se superponía al paisaje. Los ojos de Kevin parecían confusos, pero en un sentido positivo, como los de la gente que ha tomado éxtasis. El tren, los demás pasajeros, estaban simplemente allí, eran un telón de fondo. Julian parecía nervioso. No, no lo parecía, lo estaba. Nervioso. Kevin cerró el libro dejando un dedo metido entre las páginas.

—¿En qué estás pensando? —dijo volviéndose en el asiento para ver el mundo real. Parecía menos exquisito de lo que había sido en el cristal, y mucho menos que de lo que era en el libro.

—En Dennis, claro —dijo Julian, apoyando la frente en la ventanilla/espejo—. En si nos estará esperando en la estación. En qué aspecto tendrá ahora. En si venir a verle no será una locura, dadas las circunstancias. En por qué estamos aquí. En este tren, quiero decir. No quiero decir por qué estamos en el mundo, evidentemente. —Se enderezó en el asiento, sonrió. La sonrisa se desdibujó inmediatamente—. Parece como si…, no sé, no estuvieras preocupado, o algo así.

Kevin aspiró.

—Es este libro —dijo abriéndolo y volviendo a mirarlo—. Estoy… a medias contigo, a medias… aquí dentro.

Es… difícil… de… —el lenguaje de Tolkien empezaba nuevamente a afectarle—… bueno.

Se olvidó del tren. De hecho, en cierto sentido una pequeña parte de sus ojos todavía lo veía porque notaba que su hermano miraba fuera, luego le observaba con atención a él, luego paseaba la vista por el compartimiento. Pero la mayor parte de sus pensamientos seguían a un puñado de hombrecillos humanoides por un bosque siniestro.

Gradualmente, como en el fundido de una película, su mente llenó los bosques de ficción con aquella imagen suya a los diez u once años, en la que sus ojos estaban llenos de la niebla de Tolkien. A lo mejor, como aseguraba Julian, tenía la cara demasiado cerca del objetivo y, por ello, estaba ligeramente desenfocada, pero incluso aunque esto fuera cierto, el destino la había desenfocado, pensaba. Porque era la única foto buena de verdad que le habían hecho nunca, o la única en que no se sentía presionado por ese parecer guapo que tanto le aburría. Dispara. Acababa de leer tres páginas sin enterarse de nada. Dobló la esquina de la página 121, cerró el libro.

Un adolescente atravesó el vagón. Tenía cara de bebé, hombros hundidos, medía más de uno ochenta, llevaba una ropa holgada color frambuesa claro, lo que únicamente contribuía a aumentar la sensación de que era un sonámbulo. Considerando la mirada perdida de Julian, que volvió rápidamente la cabeza, el chico, evidentemente, respondía a algún criterio de belleza. De modo que Kevin también lo evaluó, o al menos lo intentó, pues nunca conseguía apreciar a otras personas guapas. Sólo era capaz de tomar partido, lo que significaba que él se imponía a las personas que no eran guapas. En este caso, al joven moreno, pues, a los treinta y tres años, Julian ya no era especialmente guapo.

La puerta del final del vagón se cerró detrás del adolescente.

Julian volvió la cabeza, sonriendo melancólicamente en dirección de Kevin.

—¿Qué tiene ese chico, Kev? Sé que no es excitante en el sentido convencional, y estoy seguro…, bueno, casi seguro, de que si lo viera desnudo me haría bostezar, pero esa ropa, esa leve joroba, esa expresión perdida, esos rasgos cristalinos…, hay algo arrebatador. Uno sólo quiere…, no sé exactamente qué. No estoy diciendo matarle al estilo Dennis. Follarle, lamerle todo. Pero también hay una especie de… ¿cualidad etérea? O no, algo menos elevado que eso. Es más como…

Amsterdam Centraal Station, anunció una voz distorsionada. Einde punt van deze trein.

Kevin, protegiendo los ojos con las manos, apretó la cara contra la ventanilla. El perfil de los edificios de Amsterdam le recordó la bandeja de una tarta. Estaba iluminado tan cuidadosamente, detalle tras detalle, con una miríada de colores, que Kevin se preguntó si lo habrían fotografiado para un libro de cuentos infantiles aquella misma mañana. O, si no, coño, ¿qué clase de personas vivían allí? Imaginó a tipos amigables, patilludos, rubios, que llevaban uniformes pintorescos con algo que sonaba ligeramente a falso en el cuello y los puños, como los empleados de Disneylandia. Justo entonces el cristal sucio de la pared de la estación se interpuso entre él y aquella interpretación.

—¡Kev, date prisa!

Julian desapareció por la puerta corredera.

Para cuando Kevin le alcanzó, su hermano ya estaba en el andén, hablando con el adolescente que habían visto antes. El chico miraba con aire aturdido el dorso de la mano de Julian, diciéndole su número de teléfono con un acento raro, mientras contemplaba cómo aparecían las cifras en la piel escritas con tinta azul.

—Te llamaré, ¿de acuerdo?

El adolescente sonrió, se despidió con la mano, se mezcló con una multitud de personas vestidas de modo parecido, igual de altas.

Kevin y Julian se movieron por el andén estudiando las caras de los hombres. No reconocieron a nadie. Nadie se fijaba en ellos, aparte de los habituales gays atraídos por la belleza de Kevin. Bostezo. Julian se apresuró para mirar en los lugares menos visibles de la estación. Kevin se dejó caer en un banco del andén, agarrando su mochila, con la cabeza echada hacia atrás, pensando en lo palaciego que parecía el techo de cristal. Se preguntaba qué cambios haría si alguien le regalara la estación de ferrocarril. ¿Limpiaría el hollín, o dejaría el cielo con aquel soñoliento marrón? Trataba de decidirse, cuando notó que alguien le estaba mirando a su izquierda y se volvió, esperando ver al tipo habitual con bigote que le lanzaba una mirada lasciva.

Era, evidentemente, yo. Mi pelo castaño se había apagado volviéndose de un gris oscuro. Un rostro más lleno. La misma indumentaria informal muy estudiada. Una nariz más larga de lo que él recordaba. Los mismos ojos.

—¿Kevin?

La misma voz.

—Oye, ¿estás bien? —grité. Kevin asintió solemnemente con la cabeza—. ¡Tienes un aspecto increíble! ¡Joder! ¿Dónde está tu hermano?

—Buscándote —chilló Kevin. Estaba estrangulando prácticamente su mochila. Muy raro—. Tú también tienes…, bueno… un gran aspecto.

Trató de recordar lo seguro que se había sentido en París, y cómo había discutido enérgicamente con Julian afirmando que lo que decía mi carta era mentira. Al mismo tiempo, se esforzó por dejar de apretar la mochila, pero no lo consiguió. Me senté a su lado.

—Kevin, me alegra tanto que pudieras… —Kevin sonrió con desesperación a la lejana pared de la estación deseando que Julian volviera a aparecer en aquel mismo instante—… los asombrosos descubrimientos que estoy haciendo… —distinguía el pequeño y grueso rectángulo del primer volumen de El señor de los anillos a través del tejido de fibra artificial de la mochila—… porque no vas a creer que yo pueda…

Kevin agarró el rectángulo como si fuera la mano de J. R. R. Tolkien.

—¿Dennis? —Julian siguió mi visual al cuerpo de Kevin, que se había dormido en mi futón—. Bueno… —Siguiendo con más cuidado la visual, Julian llegó al culo de su hermano. ¡Vaya!—. Oye, tío —susurró—. Me hago cargo del atractivo. Me refiero al de matar a un chico que has cosificado de modo perfecto. Claro, claro, lo puedo imaginar. También se me ocurrió. No de modo tan elaborado como a ti, desde luego. Sin embargo, tú te dedicas a matar chicos y yo no trato de ser moralista. Te hablo con franqueza, lo que no es una regla especialmente mala para vivir, de acuerdo con las reglas. —Alzó la voz—. ¿Lo entiendes?

Sonido de aspirar aire. La cabeza de Kevin, a la izquierda de la almohada, se alzó un palmo y miró imprecisamente a Julian. La mitad inferior de su cara se le había vuelto de un rosa violáceo húmedo con muchos pliegues; la mitad superior era la habitual. Si Opie, el niño del antiguo «Andy Griffith Show», hubiera seguido siendo tan guapo al crecer como evidentemente se suponía que iba a ser, y no se hubiera vuelto gordo y calvo como el actor que lo había interpretado, podría haber sido el gemelo de Kevin, suprimiendo un millón de pecas.

—Lo siento, Kev —dijo Julian, sonriendo. Kevin se volvió a sumir en el sueño—. Bien, Dennis… —Yo seguía mirando atentamente aquel culo—… ¿por qué no continuamos esta conversación arriba, eh?

Julian no podía pasar por alto lo ultraterreno que parecía el molino. Los dos pisos más bajos eran totalmente espartanos, aunque habitables, un platillo volante en forma de arca. El piso alto, que él y yo recorríamos en aquel momento, era un poco más pequeño y estaba extraordinariamente polvoriento. Parte de las tablas del suelo estaban manchadas de una sustancia negra, reluciente como una pista de baile, presumiblemente sangre seca. Del joven punk, si Julian recordaba bien la carta. Así que estas eran las vigas de las que, al parecer, había estado colgado el punk, desangrándose. Julian dio un salto, se agarró a una e hizo flexiones de brazos.

Luego se quedó colgado, como ido. Yo rodeé la habitación de madera, pasándome los dedos por las sienes. Una vez, hace años, Julian había creído en una teoría según la cual los criminales tenían un aura negra, algo entre una nube y un velo, que les envolvía el cuerpo entero, de quince, dieciocho, veinte centímetros de espesor. Si uno se había drogado de la manera adecuada, decía esa teoría, podía notar esa envoltura. Julian me echó un vistazo. Yo parecía mayor, bueno…, más gordo, en cualquier caso menos sexy, pero no más oscuro físicamente que cualquier tío de treinta y tres años visto con poca luz. Puede que mi modo de andar fuera demasiado pesado, o, vaya… ¡Mierda! Dejé de dar vueltas, me volví y le lancé una mirada de enfado.

—¿Cuál es tu veredicto? —solté, entre dientes.

Julian se dejó caer al suelo, perdió el equilibrio. Pum… pum, pum.

—Yo creo… —dijo, poniéndose de pie—… creo que recuerdas selectivamente nuestra amistad. O es eso, o es que yo he cambiado mucho, cosa que dudo, aunque Kevin dice que sí. Que he cambiado, quiero decir. Porque aquella cosa que hacíamos a tres bandas era mierda juvenil inducida por la droga, antes de que yo supiera qué quería en la vida, lo cual, resultó ser, es la relación gay tradicional con aventuras ocasionales para no perder la buena forma. En cualquier caso, no, no me interesa. Lo siento.

Se sintió inmediatamente culpable.

—Pero ¡uf!, Kevin siempre ha tenido esa obsesión contigo, conque a lo mejor… —Quedó paralizado—. ¡Joder! ¿Qué estoy diciendo? ¡Mierda! Olvídalo. Además, Kevin piensa que tu carta es puro cuento. Yo no sé lo que pienso, pero te tengo que decir que le miras de un modo extraño. A Kevin. Lo interpreto como deseo, pero, en estas circunstancias, ¿qué es para ti? Porque deseo y violencia parecen inseparables, si interpreto correctamente esa carta. Me doy cuenta de que Kevin es guapo. Durante toda mi vida le he cosificado de diferentes maneras. Pero es mi hermano, algo que técnicamente lo anula todo. La cuestión es, uno, no, no quiero participar, y dos, ¡deja en paz a Kevin, tío!

Me encogí de hombros y asentí con la cabeza. Mis ojos tenían una expresión como si estuviera drogado. Puede que de anfetaminas. Julian no sabía a qué otra cosa atribuir lo metálico de aquella expresión. No parecía exactamente loco, por lo menos no del modo en que las caras de los actores de repente quedan inexpresivas, estallan. Sólo estaba un poco ido, y por eso pensó en las drogas, esto es, en distorsiones, pero…

—Es la cosa más jodidamente rara, Julian —murmuré—. Lo de Kevin. Me recuerda algo que sentía antes de dejar de sentir nada. Predeseo, previolencia. Suena a absurdo, lo sé. Pero no consigo imaginarme qué es realmente. ¡Mierda!

La mente de Julian no supo a qué carta quedarse conmigo.

Algo despertó a Kevin. No eran las voces de arriba, que parecían un torpe solo de batería, por lo menos al escuchar con atención. No había salido de una pesadilla, porque o bien nunca soñaba o nunca recordaba los sueños. Puede que fantaseara tanto durante el día que su cerebro utilizaba las horas de cama para tomarse unas minivacaciones. Se quedó tumbado, desconectado de todo, clic, zas… Así es cómo se lo imaginaba. Entonces ¿quién le había despertado? A lo mejor el molino estaba encantado. Estaba convencido de que lo que decía mi carta eran patrañas; pero ¿y si no lo eran, y los fantasmas de aquellos jóvenes guapos anduvieran rondando por el molino en otra dimensión? Bostezó, parpadeó, examinó el lugar. Nada ¡Acción! De modo que había creado uno. Un chico que se le parecía cuando él tenía diez u once años, pero transparente, frágil, de hombros hundidos, melancólico, mientras que él era un manojo de nervios. Kevin hizo que el «chico» flotara tímidamente por encima, con las manos a la espalda, y anunciara con una voz suave (esta era la parte más difícil):

—Oh, lamento molestarle, señor. Verá, la muerte es extraordinariamente interesante y todo eso, pero a veces, bueno, me siento solo.

El fantasma extendió una mano transparente. Kevin se estiró para agarrarla. Aquella parte era demasiado teatral, comprendió, pues en cuanto se «tocaron», el fantasma no sólo se desvaneció, sino que sobre todo pareció una idea demasiado trillada. Aparte de que cualquier fantasma que hubiera allí tenía que estar desnudo, pensó Kevin, y descuartizado. Se irguió, apoyándose en los codos, y probó otra vez. El mismo «chico» se acercó, desnudo en esta ocasión, con las manos tapándose los genitales. Kevin nunca había visto a nadie gravemente herido, de modo que se limitó a hacer que el pecho del «chico» pareciera cortado en tiras utilizando como modelo un cuadro de Rembrandt que algún loco había desgarrado con una navaja en un museo mal vigilado. Tranquilo, pensó, admirando su obra.

—Di algo. —El «chico» se encogió de hombros—. No tengas miedo —añadió Kevin—. Después de todo, te he hecho yo.

El «chico» se sentó cautelosamente en el borde del futón. Parecía a punto de llorar. Kevin le sonrió comprensivo, recordando que no debía tratar de tocar al espectro, por muy apropiado que pareciera, para que no…

—Háblame de él —dijo el «chico», haciendo una mueca al techo. Tenía una voz muy parecida a la del propio Kevin, aunque también recordaba el sonido del pequeño humidificador que Kevin tenía junto a su cama en París.

—¿Te refieres a Dennis? —susurró Kevin.

El «chico» asintió con la cabeza.

—El… que… me… mató.

Se arropó el cuerpo con los brazos y miró con ternura y expresión vacía a los ojos de Kevin. La cara del «chico» estaba hinchada y magullada, pero era tan nebulosa que le resultaba igual de natural que una plumosa nube.

—Dennis era estupendo —dijo Kevin—. Fuimos amantes cuando yo era niño. Se mostraba distante y sexualmente era un poco brusco, pero a mí no me importaba, y eso que por lo general yo era desgraciado. Porque Dennis escuchaba. Respetaba mis fantasías, probablemente porque las suyas también eran extrañas. A Julian nunca le interesaron. Tuve una depresión nerviosa hace dos meses; Julian se ocupó de mí, pero sólo por obligación. Me odia. A él y a su amante les saco de quicio. Pero me parece que no estoy respondiendo a tu pregunta.

El «chico» negó con la cabeza. A lo mejor iba a echarse a llorar. Sí, ¿por qué no? Claro. Tranquilo. La idea hizo estremecerse a Kevin. Un chico con forma de nube que llovía. Muy raro. Pero ¿a qué se parecería? Kevin no lo podía imaginar. ¡Acción! De modo que hizo que el «chico» se tapara la cara con las manos.

—No llores —dijo Kevin suspirando, con ganas disimuladas de que el fantasma se pusiera histérico. Entonces tuvo una idea—. Oye —añadió alegremente—, cuéntame cómo es que Dennis te mató.

—¡Oh, fue indecente! —gimió el chico gris por entre las manos—. Yo…

Espera, pensó Kevin. Tenía un acento raro o algo así. Empieza otra vez.

—Fue indecente —repitió el «chico» con un acento estridente, algo entre alemán y una especie de dialecto irlandés—. Primero Dennis…

Kevin pasó revista rápidamente a su modo de hablar, sin saber cómo describir una escena violenta. Y ahora ¿qué? No lo podía decidir. De todos modos, estaba cansado de la idea del fantasma. Lo liquidó, ¡zas!, se volvió a tumbar y miró las maderas del techo. Al cabo de un número indeterminado de pensamientos agradables, fugaces, se levantó, se alisó la ropa y trepó por la escalera de caracol del centro del molino. Hacía por lo menos siete grados menos donde Julian y yo estábamos sentados. Brrr. Escasamente iluminada por una bombilla muy sucia, la habitación se parecía mucho a la del otro piso, sólo que sin ningún mueble, sans cuarto de baño, y tan llena de polvo como la bolsa de una aspiradora gigante.

—¿Dormiste bien? —pregunté, sacando a Kevin de una fantasía digna de olvido.

Kevin atravesó la habitación de puntillas.

—Muy bien, me parece. ¿No os estáis congelando, chicos?

En el instante en que se sentó Kevin, Julian se puso de pie de un salto, se estiró y bostezó de un modo completamente falso.

—Voy a llamar a ese chico —dijo echando una ojeada atenta a Kevin—. ¿Tienes teléfono, D.?

—No, pero hay uno en la esquina. Gira a la izquierda en cuanto salgas. Dile al chico que estamos en el molino de viento. Lo conocerá. Toma la llave. —La saqué de un bolsillo y lancé a Julian lo que parecía una partícula de luz—. Y una moneda holandesa. Para el teléfono.

—¿Quién es el «chico»? —preguntó Kevin una vez que Julian se hubo marchado. Podía notar en mis ojos lo enamorado que estaba de él. Sin embargo, el deseo, o lo que fuera, parecía irónico, o algo así, Kevin no lo podía decir con seguridad, lo que lo hacía mucho menos crispante, aunque, evidentemente, y él nunca lo olvidaría, ese deseo compartía el mismo cerebro con ideas espantosas como destrozar a chicos, necrofilia, etcétera.

—Un chico al que Julian conoció en el tren. ¿No lo viste tú?

—Sí.

Era como si a mis ojos azules los hubiera enfocado una luz muy potente. Cada iris enmarcaba una ondulante lágrima blanca por arriba y por abajo.

—¿Y tu veredicto? —pregunté.

—Primero, ¿qué estáis planeando hacer? Me refiero a que no le iréis a matar, ¿verdad?

Aparté la mirada. Los fantasmas de los globos oculares se esfumaron.

—Julian no quiere. De modo que supongo que nos lo haremos los tres juntos, o… los cuatro si… —Le miré fijamente—. En caso contrario, puedes esconderte aquí arriba, leer…

Aquello sonaba bastante inocente.

—Vamos a ver —dijo Kevin—. Bueno, ¿quieres saber a quién me recordó mucho el chico? —Se daba cuenta de que se estaba sonrojando—. A un chico con el que os lo hacíais juntos, Julian y tú, hace millones de años. A veces os veía follar por el ojo de la cerradura.

—¿Qu-qué chico? —La luz me caía de nuevo sobre los ojos, pero los aparté rápidamente—. Quiero decir… ¿recuerdas habernos oído decir que se llamaba Henry?

—No. —Kevin frunció el ceño y trató de pensar, pero yo estaba muy interesado—. Bueno, vamos a ver. Uh…, tenía un pelo negro muy largo. Delgado. Tenía algo así como una cara de bebé. Parecía drogado de verdad.

—Eso suena a todos los tíos con los que me he acostado. —Se me hundieron los hombros, dejé caer la cabeza, mi cara colgaba fláccida—. Teníamos unos gustos tan concretos… —continué, tristemente—. Yo todavía los tengo. Pero Henry… ¡Mierda! ¿Nunca te hablé de esas fotografías de asesinatos falsos?

Kevin negó con la cabeza.

—No, me parece que no —dijo, pero, evidentemente, tenía mala memoria—. Descríbemelas.

—Dennis, tú, uh…, ponte a los pies del futón. —Julian señaló allí. Yo me trasladé pesadamente hasta ese lugar, con los ojos fijos en el nuevo elemento central de la cama, la cabeza inclinada de un chico—. Y, uh… ¿Chrétien? —El chico alzó la vista del cordón del zapato morado que había estado toqueteando nerviosamente. Parecía muy colocado. Julian todavía se sentía demasiado arrebatado por la belleza del chico—. Eres asombroso —anunció, y me lanzó una mirada de atención—. Muy de los nuestros de hacia el setenta y cuatro o el setenta y cinco, ¿verdad, Dennis?

—Sin la menor duda. —Asentí con la cabeza, mirando al chico—. Es exquisito.

Chrétien arrugó la nariz, se la secó en una manga morado claro.

—Y muy atractivo —dijo Julian, suspirando—. En cualquier caso, Joven Perfecto, ¿te podrías desnudar y tumbarte boca arriba?

—Porque, si no… —añadí yo, agitando el puño.

Fue como si el tiempo se acelerase debido a un elemental efecto cómico. Uno o dos segundos después Chrétien se había desnudado, tumbado en el futón, y hundido la cabeza en una almohada. ¡Zas!

—¡Fíjate en eso, Julian! —dije entre dientes, señalando el montón de ropa morada que se había quitado.

En la parte de arriba había un hoyo circular perfecto igual que un nido, y dentro de él, una especie de tesoro: chicle verde masticado pegado en un delgado papel, dos condones, monedas, un canuto a medio fumar, un carné de estudiante con un chico con pinta de asustado en una esquina. Julian se apoderó inmediatamente del carné.

—¿Cuándo te hicieron esta foto? —preguntó.

Chrétien arrugó la frente.

—En 1988 —respondió con su cenagoso acento.

El chico de la foto era incluso más pasmoso que el propio Chrétien.

—D., en tu carta mencionabas algo sobre… Oh, espera, Chrétien, ahora tienes que tumbarte de espaldas, ¿vale?…, sobre el modo en que los chicos holandeses se hacen mayores de mala manera, ¿verdad? Porque este chico, que tan guapo nos parece ahora, está más guapo en esta foto. ¿Lo ves?

Julian me pasó el carné por encima del pecho de Chrétien, que era auténtica plata de ley. Una hermosa y compleja caja torácica. Puede que los pezones fueran un poco grandes para un adolescente, y los hombros, bueno, anchos…

—No —dije devolviéndole el carné—. Creo que en este caso se trata del síndrome de que las personas cosificadas parecen más guapas. Las fotos son perfectas por naturaleza. Un chico que es, bueno, ¿digno de explorar a fondo?

—¡Ejem! —dijo Julian estudiando a Chrétien con aquella idea en la cabeza—. De todos modos, estamos empezando. ¿Estás tan colocado como quieres estar?

La frente del chico se arrugó.

—Sí. Puedes estar seguro —soltó Chrétien.

Un acento horrible. Todos reímos simultáneamente. Estupendo.

—D., cógele la cara. Yo… —Julian colocó su cara sonriente sobre la ingle del chico—… empezaré por aquí. ¡Ejem!

Un borrón blancuzco. Mi culo impedía su visión de la mitad superior del chico. Julian le meneó los testículos. Una, dos veces… Uno de ellos se deslizó por su lengua.

—¡Jo!

La entrepierna del chico olía ligeramente a… ¿tarta de pacana? Julian abrió un ojo para asegurarse que yo no me estaba volviendo psicópata.

Separó las la-a-a-argas piernas del chico. Aquel olor a pacana flotaba en el aire. Julian había olvidado lo extrañamente profundos que pueden parecer al principio el sabor, el olor, el aspecto, etcétera, de los extranjeros guapos. Y la satisfacción que producía oír que la voz de un chico guapo trascendía el lenguaje.

—Mmrmf —dijo Chrétien. Julian introdujo la lengua en el escarpado agujero del culo pardusco—. Prruff, mmrm. —La hundía y la hundía y la hundía… Uno de sus ojos húmedos estaba clavado en mí. Yo parecía mi propio yo, sólo que mayor. Chrétien—: Ohmgluglm.

Puede que Kevin tuviera razón. Julian sacó la lengua del culo, se aclaró la voz.

—¿Lo pasas bien, Dennis? —Moví la cabeza de modo ambiguo—. Oye —continuó, haciéndome un gesto—. Conténte, por favor. En recuerdo de los viejos tiempos, ¿eh?

Cuando me subí, la cara de Chrétien era una enorme masa: grasienta, salpicada de baba, los ojos muy abiertos, inflándose, desinflándose, color rojo de salsa de tomate. Vello púbico cubría su labio superior como un bigote mantecoso.

—El ojete de este chico es verdaderamente espectacular —susurró Julian—. ¿O es que mis estándares han bajado mucho después de meneármela con mi amante durante tres años? Fíjate.

Julian movió la cara ligeramente a un lado. La mía la siguió. Él, yo, encerrados en el desfiladero cuyas paredes se entrechocaban.

—No, la cosa que está bien de verdad es esto —dije forzándolo a abrirse con los pulgares. Julian se inclinó, olió. Aquello olía… a conmovedor, en cierto sentido, como si recordara a una antigua canción de éxito.

Lamió el ojete de Chrétien, dentro, fuera, nostálgicamente, casi religiosamente.

—Te… quiero —dijo sin poderlo evitar, pero disimulando las palabras para que Chrétien y yo no las pudiéramos oír, porque no era cierto. Luego se echó hacia atrás. Yo se lo lamí entre tanto. Chrétien se frotaba la polla perezosamente, paseando los ojos por la habitación—. ¿En qué estás pensando, chico? —preguntó Julián.

Chrétien miró por entre sus abiertas piernas.

—En… bueno, en vosotros dos, y yo… —aquella voz. ¡Uf!—, en cómo me siento con vosotros —añadió.

A saber lo que quiere decir, pensó Julian.

—¿Y tú, Dennis?

Saqué la lengua. La sentía como embarrada.

—En nada en especial. Muy bien. Estupendo… ¡Ejem…!

Mi boca se aplastó contra el orificio anal de Chrétien.

El culo me colgaba encima de los labios fruncidos de Chrétien. Este parpadeó, arrugó la frente, luego lamió un poco dejando un rastro de baba de caracol en mi muslo izquierdo. Julian miraba, dejó de lamer, y metió el dedo en el culo del chico con una sonrisa absurda, estaba seguro de ello. Casi había dejado de preocuparse de que me volviera psicópata. Sin embargo…

—Oye, Dennis —susurró. Uno de los testículos de Chrétien se me salió de la boca. Aquello parecía digno de risa, pero también todo lo demás, probablemente—. ¿Te contienes?

Solté los testículos. ¡Plop!

—Claro. Por completo. Pero en mis fantasías… —mi garganta hizo un ruido de explosión lejana—… quisiera que hubieras estado allí.

Chrétien no podía haber oído aquello. Julian lo verificó.

—Muy bien, pero manténlo a raya, D. No se te ocurra… —La cara se me había puesto extraña, increíblemente remota. ¡Mierda!—. ¿Dennis?

Chrétien dejó de lamerme el muslo y se agarró la polla, moviéndola para llamar mi atención.

—Chúpamela, por favor —dijo con voz áspera.

Julian chasqueó los dedos.

—¡Dennis!

—Por favor —repitió el chico—. Porque esto es muy agradable. Y os quiero.

Sonrió borrosamente. Ante eso, los ojos se me volvieron a enfocar, miraron irónicos. ¡Jo!, pensó Julian. Volvió a sus lametones. ¡Joder, cómo le gustaba aquello, incluso ahora, sin drogas ni idealismos juveniles! Un ojete sólo era un ojete, no una nave espacial, ni un templo, ni un sol, etcétera…

… Julian miraba cómo su polla se abría paso entre los labios de Chrétien.

—¡Oh…!

Yo le di por el culo al chico, con condón.

—¡Oh…!

Mi cara estaba a uno o dos palmos de la de Julian. Aquello apestaba a mierda. Había olido mucho mejor dentro del culo de Chrétien que ahora, aunque los olores eran virtualmente idénticos.

—¡Oh…!

La belleza de Chrétien había aumentado un millón de veces desde hacía diez segundos. Ahora era el último ser humano sobre la tierra.

—¡Oh…!

Yo parecía tranquilo. ¡Jo! Puede que Kevin tuviera razón y nunca hubiera matado a nadie. Sin embargo, en cualquier momento podía estirarme y estrangularle con tanta facilidad… ¡Mierda! Julian no dejaba de mirar a través de una riada de intensos sentimientos.

—¡Oh, oh, oh, oh! —soltó Julian.

Kevin se despertó de un sueño ligero y grisáceo a una intensa fantasía. En ella, él y yo estábamos inclinados sobre la espalda al aire de Chrétien, poniéndole merengue en el culo como si fuera una tarta. Pero en lugar de tener escrito «Felicidades» o «Feliz cumpleaños», el culo parecía un cráter, sin duda inspirado por aquellas fotos que yo le había descrito cuidadosamente unas horas antes. El ambiente del sueño era asombrosamente sosegado. Yo parecía contento, más joven, y él, Kevin, por una vez se notaba decidido y creativo, no una rata de biblioteca guapa, tensa, muy pirada.

—Eso es —dijo él, aún medio dormido.

Alzó la cabeza de la almohada, estiró los brazos. Tranquilo, un sueño profético, puede que el segundo o tercero que había tenido nunca. Notaba que le brillaban los ojos. Esta noche él, yo, y puede que Julian, compraríamos papier-mâché, pintura, lo que fuera, y luego volveríamos a reproducir aquellas fotos con Chrétien haciendo de «muerto». Y si la fantasía era realmente profética, yo quedaría curado o exorcizado, o algo. Tranquilo.

Pegó una oreja al suelo. Chrétien, Julian y yo aparentemente habíamos dejado de follar.

Bajó de puntillas. Los escalones sólo crujieron unas pocas veces, muy suavemente. Julian estaba de pie junto a una de las portillas, mirando fuera. Cierto, no había dormido mucho desde que llegaron, y la luz que entraba era de un blanco brutal, pero parecía viejo de verdad, pensó Kevin. Y no viejo de un modo estupendo como el J. R. R. Tolkien de las fotos fumando en pipa. Simplemente viejo, como mamá y papá. Chrétien y yo estábamos dormidos en el futón. El chico se había agarrado a mí como si yo fuera una roca y todo lo demás un río que corriera a toda velocidad. Tenía un culo bastante espectacular, tuvo que admitir Kevin, aunque no supiera considerar las cosas desde ese punto de vista. En cualquier caso, resultaría sin la menor duda un cráter agradable.

Julian no oyó que se le acercaba Kevin. De hecho, Kevin tuvo que sacudir el hombro de su hermano para conseguir que volviera la cabeza. En cuanto Julian lo hizo, Kevin señaló hacia arriba y movió los labios diciendo silenciosamente «vamos a hablar», luego movió el dedo para indicar «sólo tú y yo». Cerró el puño, miró fijamente la muñeca para indicar «ahora», y enarcó las cejas interrogativamente.

Una vez arriba se sentaron en el suelo en medio de una mancha negra en forma de nube, con los ojos entornados, susurrando.

—¿Cómo ha ido? —preguntó Kevin.

—Bien. —Julian se encogió de hombros—. Me fastidia decirlo, pero creo que tenías razón en lo de que la carta sólo decía mentiras.

Kevin asintió con la cabeza, sin ninguna suficiencia. Estaba seguro.

—Pero hay un modo de asegurarse del todo —añadió Julian—. ¿Recuerdas aquella parte donde escondía el cadáver del chico en una habitación en forma de campana en lo más alto del molino? Bueno, pues…

—Tú primero, —dijo Kevin disimulando una sonrisa. Se puso de pie y se sacudió el polvo de los pantalones.

Ascendieron dando vueltas por la escalera de caracol. El molino de viento se iba haciendo más estrecho y claustrofóbico hasta que era poco más que la propia caja de la escalera. Cuando alcanzaron lo más alto del edificio, no sólo no olieron nada desagradable ni encontraron el esqueleto de un adolescente: allí no había ninguna habitación en forma de campana, y punto. Los escalones llegaban hasta metro o metro y medio por debajo de una especie de orejas de burro de madera invadidas de telas de araña.

—Lo sabía —dijo Kevin alzando la vista—. Las habitaciones como esa sólo existen en los libros.

Volvieron a bajar por la escalera de caracol hasta el piso donde yo y Chrétien estábamos dormidos. Julian me apretó el hombro una, dos veces. Se me abrieron los ojos.

—Vamos arriba a charlar —dijo tranquilamente—. Tú, yo y Kevin.

Yo dije que de acuerdo, y me deslicé por debajo del chico sin despertarle.

Arriba, Julian sonrió afectadamente, tratando de endurecer la mirada.

—Confiésalo, tonto del culo. —Él, Kevin y yo formábamos un grupillo apretado debajo de una de las portillas—. Tú no eres John Wayne Gacy, ¿correcto?

Yo aparté la vista durante un momento.

—Correcto.

Kevin reprimió una mueca de desprecio, pero no pudo evitar el volver la cara, como hacía cuando pensaba que tenía mal aliento, y dijo:

—Lo sabía. Lo sabía.

—¿Por qué, D.? —dijo Julian, ignorando a Kevin—. Si no es una pregunta demasiado indiscreta.

—No lo sé —murmuré, encogiéndome de hombros—. Bueno, eso no es completamente cierto. —Se me arrugó la frente—. Sé, o algo así…, bueno, fundamentalmente porque en un determinado momento me di cuenta de que ni podía ni quería matar a nadie, sin importar lo persuasiva que sea la fantasía. Y teorizar sobre ello, preguntar el porqué, no servía de nada. Escribirlo era y todavía es excitante de un modo pornográfico. Pero no veía modo de que pudiera adaptarse a algo que lo legitimase como una novela o algo así. —Sacudí la cabeza—. ¡Joder, resulta estupendo! ¡Cojonudo! De modo que me puse a mandar cartas a la gente que ya me conocía, pensando que las contestarían y me proporcionarían un análisis objetivo o algo por el estilo, o si no vendrían aquí, y con su ayuda tendría el suficiente valor o amoralidad o lo que sea para matar a alguien de verdad. Sin embargo, vosotros sois los únicos que han respondido.

La cara de Kevin expresó un evidente interés.

—¿De modo que te inventaste todo lo de esos chicos de la carta?

—Algo así. Quiero decir que todos son chicos de verdad, excepto Jorg y Ferdinand, que son imaginarios. Pero sí —dije, y sonreí—. El chico de la hamburguesería, el punk, el yuppie…, los veo por la ciudad cada día.

—¡Basta!

Kevin se llevó las manos a la cabeza y se la sacudió bruscamente, desazonado por estar viviendo todo aquello. Julian respiró hondo.

—Bueno, entonces eso es todo.

Se puso de pie, se estiró. Me encogí de hombros.

—Eso es todo.

Kevin se soltó la cabeza.

—Oídme, esperad un poco. A lo mejor esto no resulta apropiado en este momento —dijo—. Pero, bueno… ¡Joder, estoy mareado! Tuve… bueno, una idea cuando desperté de cómo… Julian y yo podríamos colaborar… Oh, esperad. Dadme un segundo. —Se sentía terriblemente mal—. ¡Allá voy!

Todo daba vueltas.

Julian bebió un sorbo del peor café de toda su vida. Aguado, amarillento, frío. La estación del tren estaba gélida, pero un calor fantasmal circulaba por la pared del quiosco de comida rápida en el que estaba apoyado. Chrétien y yo hablábamos despreocupadamente, coqueteando, a su inmediata izquierda. A veces Chrétien se apartaba, corría unos metros por el andén y volvía, agitando los brazos para entrar en calor. Teniendo en cuenta las miradas de desprecio que recibía por parte de los holandeses que pasaban, Chrétien era más una molestia que el joven dios que Julian había pensado originalmente. Eso explicaría muchas cosas. Sorbo. Kevin temblaba en un banco leyendo a Tolkien junto a un tipo con un maletín cuyos ojos inyectados en sangre miraban por encima del periódico y aterrizaban en el regazo de Kevin.

Un tren pasó haciendo mucho ruido por el extremo más alejado del andén. Sorbo, sorbo, craac. Julian dejó caer el vaso de plástico arrugado, luego se dirigió hacia Chrétien y yo.

—Fue agradable el…

Ahora que el chico era una mierda, resultaba totalmente distinto estar con él. Incluso aburrido. Aquel aspecto encantador, después de todo, tampoco era tan del otro mundo, sólo una extraña forma de miseria tratando de ocultarse en los entresijos de una cara que estaba bien. Todo lo cual, mirando hacia atrás, hacía parecer aquel intenso juego sexual a tres bandas algo insustancial.

—… y si nunca más…

En cuanto a mí, bueno, existía la relación histórica, y había sido divertido, incluso instructivo, comportarse otra vez desenfrenadamente, representar el falso asesinato, etcétera, pero, bueno, Julian se equivocó de amante, y yo ahora me sentía terriblemente raro.

—… me refiero…

¡Plas, plas…!

… ¡Plas, plas…! Nos abrazó a Chrétien y a mí.

—Mandadme copias de esas fotos —dijo riéndose—. Y echadle un ojo a mi mochila un momento. —Dejó la cosa en la puntera de mis zapatos, se volvió, anduvo un poco, y se arrodilló junto a su hermano, que bajó el libro unos centímetros de mala gana. El tren había llegado y hacía ruido, despidiendo un calor sucio. Hacía cosquillas en la nuca de Julian. Los ojos de Kevin estaban preocupados, como siempre. Igual que los míos, supuso Julian, porque a mí tampoco me importaba nada—. Te recibiremos con los brazos abiertos si quieres volver —murmuró.

Ante esto puede que los ojos de Kevin se humedecieran. Puede que no. Era raro recordar lo húmedos que solían estar siempre.

—¡Oh, bien, gracias!

El libro los ocultó.

Sonó un pitido. Julian agarró su mochila y se dirigió corriendo al tren. Encontró un sitio en la sección de no fumadores, bajó la ventanilla y asomó la cabeza. Ya nos separábamos, lo que le dejó estupefacto, o algo.

—¡Jodido carapi…!

El tren dio un tirón. Se dejó caer en su asiento. Frente a él, un holandés rubio bastante mayor agarraba una raqueta de tenis roja. El bronceado parecía saltársele a tiras. Tenía el brazo derecho dos o tres veces más grueso que el izquierdo.

—¡Hola!

—¡Hola!

Julian cerró los ojos… Tracatá, tracatá… Le picaba la nariz. Se la rascó. La mano le olía al culo de Chrétien. La extendió delante de la cara y olió las puntas de cada uno de los dedos con una expresión de gran decepción, supuso.

Se cruzó de brazos, viendo cómo se oscurecía el monocromático paisaje holandés. El tren se detenía de vez en cuando en las estaciones. Para distraerse, Julian elegía al chico más guapo de cada ciudad. Al cabo de ocho, nueve paradas, celebró un concurso mental de Míster Holanda, que fue ganado por un punk de la estación de Eindhoven. «Míster Tenis» se marchó. Fue reemplazado por dos chicos rubios rechonchos que leían tebeos. A estos los reemplazó un chico con pinta de francés que se durmió inmediatamente. Holanda se volvió negra, mezclándose con el norte de Bélgica. Julian dio un paseo a lo largo del tren clasificando a los pasajeros. Feo, guapo, feo, guapo, guapo, feo, feo, feo, guapo, feo, feo, feo, feo…

Uno o dos le parecieron tan anormalmente guapos como le había parecido Chrétien a primera vista, antes de mezclarse con el borroso recuerdo de Henry, un chico al que nunca recordaría si yo no estuviera tan intensamente ligado al pasado. Pues, muy bien, ahora que yo lo había mencionado… ¿En una fiesta de borrachos? ¿Un asunto a tres bandas con un chico con el pelo especialmente largo? ¿Una frente golpeándose contra una mesita baja? El contexto se había desvanecido, en especial gracias a aquella sesión de fotos «sangrientas» durante la cual estuvo rondando dos horas alrededor del futón contemplándolo todo. Sin embargo, Kevin y/o su cámara de fotos tendrían que haber sido Dios, pensó Julian, para transformar un pastel de barro puesto encima del culo de alguien en una especie de imagen de pesadilla con la que uno se pasa obsesionado toda su vida adulta.

Julian ocupó su asiento… Tracatá, tracatá… Me recordó. No a mi yo psicópata, sino al adolescente que miraba atentamente el interior de los agujeros del cuerpo de los chicos. En aquellos tiempos mis compulsiones eran de rigueur, un asunto de lo más habitual, parte esencial del follar, por lo que sabía Julian. Yo, él, parecíamos el reflejo de los demás en todos los aspectos. Listos, fríos, curiosos, cachondos, drogados. De modo que ¿por qué estaba yo tan descentrado y él relativamente bien…? Tracatá, tracatá… Imaginó los dos tercios de arriba de mi sudorosa cara encima de una espalda delgada y blanca, hacia el setenta y cuatro, luego hacía poco, aquella misma tarde… Tracatá, tracatá… La primera imagen era borrosa, resultaba desenfocada. La segunda era extraña y triste, como si yo y él fuéramos los últimos supervivientes de una raza marginal de señores del universo.

Su mente reemplazó esa visión por una imagen mía hacia el setenta y ocho, en plan punk, demasiado delgado, con el nombre de Gargajo, tambaleándome borracho por la habitación del hotel de Julian mientras hablaba de otro punk al que había pegado. Entonces pensó: Eso son las ruinas de nuestra juventud obsesionada por follar, decididamente ambiciosa, estupenda, estúpida, etcétera. Gargajo incluso le había parecido un poco las cenizas de mi identidad adolescente: ropa negra, pelo negro, voz tan estropajosa por el alcohol que muy bien podría haber sido negro. Pero, como la mayoría de los punk, por lo menos según lo pensaba Julian, no resultaba más que parcialmente divertido al recordarle. Julian cerró los ojos, se reclinó en el asiento, siguiendo el tren de sus pensamientos hacia la agradable perspectiva de París, su casa, dormir. ¡Bla, bla, bla, bla…!, gritó Gargajo.