INSENSIBLE
1989

Querido Julian:

A lo mejor te acuerdas. De principios a mediados de los setenta follamos y salimos juntos durante unos años, luego te trasladaste a París. Años después me encontré casualmente contigo en un club de Nueva York que se llamaba La Tumba Abierta, cuando yo me hacía llamar Gargajo. Terminamos follando en tu hotel. A propósito, vuelvo a llamarme Dennis. Lo de Gargajo fue una cosa breve de verdad. Duró como máximo un año o algo así. Te escribo porque considero que eres el único ser humano de todos los que he conocido que comprenderá lo que trato de contar, pues tengo la sensación de que cuando éramos amantes lo aprendí prácticamente todo. Sé que resultaba raro en mi fase como Gargajo, lo siento. En parte te escribo para que sepas lo importante que fuiste y que todavía eres para mí. Debería habértelo dicho aquella noche, pero como puedes suponer por el seudónimo, entonces no me dedicaba a establecer contacto con nadie. Rompí con todos a los que quería y que me querían. Lo tuve que hacer. No lamento haberlo hecho. Creo que probablemente entenderás por qué si sigues leyendo.

Como puedes ver por el sello del sobre, vivo en Holanda, en Amsterdam para ser exacto. En principio vine aquí, me refiero a Europa, para encontrarte. Pasé quince días en París. Las señas que tenía de ti eran de dos o tres años antes, pero por fin conseguí localizar a tu novio, que me dijo que estabas de vacaciones en Marruecos, o algo así. Vine en tren a Amsterdam pensando en matar el tiempo hasta que volvieras, pero al final me quedé.

Total, la cuestión es que escribo al Julian que me imagino que eres. Esto es, un chico que comprenderá la extraña y arrebatada situación en la que estoy. Sobre todo, te voy a contar ciertas cosas porque perderé la cabeza si no lo hago. Y te voy a contar mi historia cronológicamente, para que la comprendas con claridad. Aquí la tienes:

¿De acuerdo? Hace año y medio conocí a una persona en un café de aquí donde venden marihuana y hachís. Las dos cosas son legales en Holanda, aunque probablemente ya lo sabes. Me dijo que sabía de un sitio donde podría vivir durante un tiempo. Yo estaba tan libre de preocupaciones o era tan insensato por aquel entonces que pensé: Claro, ¿por qué no vivir en el extranjero? Tú lo habías hecho. De modo que ese chico me presentó a un hombre que quería alquilar dos pisos de un molino de viento. El problema eran los bajos, donde había una pequeña destilería, por lo que los pisos de arriba olían siempre a cerveza. Es amplio e increíblemente barato. Sin embargo, el olor es inenarrable, en especial durante el verano. Lo único que tengo es un futón, un reloj y algunos cacharros de cocina. Hay cocina y nevera. Los pisos son dos habitaciones redondas enormes, unidas una con otra por una escalera de caracol que hay en el centro, y tienen unas ventanas pequeñas en forma de portillas de barco. La destilería mantiene caliente el edificio. Mi madre me manda dinero todos los meses vía American Express, debido a su sentimiento de culpabilidad por la manera como me educó, supongo.

Al principio me limitaba a ir a los clubs, bares, burdeles de chicos (la prostitución es legal), pensando que haría amigos, o algo así. Pero los holandeses son imposibles, incluso los chaperos. Tienen esas caras infantiles muy guapas que te hacen pensar que serán abiertos y agradables y todo eso, pero es una engañifa, pues la verdad es que son cerrados, reprimidos, arrogantes, todo lo cual hizo que, por algún motivo, me resultaran todavía más atractivos. Nunca he andado más salido. Durante meses fui de un lado para otro con la lengua fuera y la polla dura, pues de cada dos o tres chicos, uno era perfecto para mis gustos, pero todas las veces que trataba de entablar conversación con ellos cerraban la boca y parecían excesivamente intelectuales y fríos por dentro. Sin embargo, hace un año, un chico tremendamente guapo y de ojos adormilados, de unos veintiún años, se me acercó en uno de esos clubs que abren de madrugada. Me dijo que le recordaba a un exnovio norteamericano. Era un ángel andrógino de lo más gilipollas, con el pelo castaño, los ojos castaños y grandes labios, exactamente igual que todos los chicos de los que me he enamorado. He olvidado su nombre. Le llamaré Jan. Cuando vinimos aquí, Jan no se podía creer que de verdad yo viviera en un molino, el mayor tópico de Holanda. Lo encontró muy divertido. Le enseñé la pequeña destilería, de la que tengo una llave para casos de emergencia. No hay mucho que ver, sólo cuatro cubas apestosas sin tapa. Al cabo de un rato, Jan dijo que aquel olor era como el del follar, de modo que fuimos arriba. Era alto, delgado, de huesos grandes. No olía demasiado, ni siquiera su ojete. Siempre me ha gustado mucho lamer culos. Aprendí eso de ti, como quizá recuerdes. ¿En qué consiste la gracia de lamer culos? No lo puedo decir. Estoy excesivamente obsesionado. En cualquier caso, mientras follábamos Jan cada vez me enloquecía más, en lugar de hacer que me sintiera más cansado y aburrido, como suele suceder. Me parece que era ya muy tarde. Creo que le estaba dando por el culo, estilo perro. Él estaba muy lanzado. Creo que gemía. Yo estaba a punto de correrme. Agarré una botella vacía de cerveza sin pensarlo y le pegué con ella en la cabeza. No sé por qué. La botella se rompió. Él se cayó del futón. La polla se me salió. Según iba cayendo, se me cagó en las piernas y manchó toda la cama, lo que me puso terriblemente furioso. Le agarré por el cuello y le estampé la botella rota en la cara, haciéndola girar y clavándosela con todas mis fuerzas. Luego fui a gatas hasta el otro extremo de la habitación y me senté con las piernas cruzadas, mirando cómo se desangraba hasta morir. Me quedé allí toda la noche, agotado, preguntándome vagamente por qué no llamaba por teléfono a la policía ni sentía culpabilidad, ni pena por sus amigos. Supongo que llevaba tanto tiempo fantaseando acerca de que mataría a un chico, que lo único que implicó el hacer mi sueño realidad fue llenar mi fantasía de detalles. Las sensaciones las tenía planeadas y decididas desde por lo menos diez años antes. Todo lo que me inspiró aquel incidente fue alivio o asombro. Pasaron las horas. Por fin, me decidí a subir a rastras a Jan a lo más alto del molino. Hay una habitación pequeñísima en forma de campana en la que no había entrado nadie desde hacía cientos de años, o algo así. Le metí dentro y limpié la escalera y el suelo. Lo que queda de su cuerpo está ahí arriba. Nunca he vuelto a subir. No me interesa el olor de un chico muerto, por muy guapo que fuera. En las habitaciones nunca ha olido a podrido, probablemente a causa de la destilería, como he dicho.

Unos tres meses después maté a un chico que, no sé por qué, rondaba por los alrededores del molino. Aparentaba unos quince años, pero hubiera podido tener más de veinte, porque los holandeses parecen adolescentes durante mucho tiempo. Luego, de la noche a la mañana, se vuelven viejos. Es muy raro. Yo llevaba todo el día fumando marihuana, de modo que me sentía relajado de verdad. Me lo encontré parado delante de la puerta, mirando el aspa, que ya no da vueltas y está bloqueada. Le pregunté si hablaba inglés. Lo hablaba, pero mal. Era hacia las ocho de la tarde. Los obreros dejan la destilería alrededor de las cinco, así que le pregunté si la quería ver. Dijo que sí. Era delgado y cargado de hombros, tenía el pelo negro y, como muchos de los chicos holandeses, llevaba ropa holgada de colores claros, que aquí es el modo de vestir habitual. Le mostré el lugar, luego le llevé arriba. No dijo muchas cosas ni parecía interesado en absoluto. Compartimos mi última cerveza. Seguramente, le apetecía preguntarme cosas acerca de los Estados Unidos, pero se sentía demasiado inseguro de su inglés, supongo. Me moría de ganas de follármelo. No puedo recordar por qué, a no ser que porque era especialmente angelical. Debió de haber notado mi erección. Tenía un bulto en los pantalones, etcétera. Le pregunté si era rico, y se echó a reír. Luego le pregunté si necesitaba dinero. Se miró los zapatos. Le ofrecí 500 florines (unos 250 dólares) si se quitaba los pantalones y me dejaba lamerle el culo. Soltó un resoplido, sin dejar de mirarse los zapatos. Le pregunté si me había entendido. Asintió con la cabeza. Dije que no me llevaría mucho y que no necesitaba que se empalmara si no le apetecía. Volvió a resoplar. Decidí quedarme quieto, mirándole. Por fin, murmuró: 500 florines. Tenía una voz aguda, pero sin matices, como si todo el tiempo estuviera contestando preguntas idiotas. Yo dije: Bueno. Entonces se encogió de hombros. Le pedí que se desnudara. Yo me mantenía un poco alejado para que se sintiera más cómodo. Se lo quitó todo excepto la camiseta, no sé por qué. ¿Prefería tumbarse boca arriba o boca abajo? Dijo que boca arriba, y se estiró. Hice con él una bola, con las rodillas a los lados de las orejas, de modo que todo el peso de su cuerpo le descansara sobre los hombros, y le pedí que me dijera si le hacía daño. Cuando contestó que todo iba bien, por alguna razón, decidí matarle. Luego sentí unas emociones tan raras que casi me vine abajo. Le pasé la lengua por el culo durante un par de minutos, medio sollozando. Él ni se daba cuenta. Hago eso de mojarme dos dedos y metérselos por el agujero del culo al tío que me esté follando y luego separarlos para que el ojete se le abra directamente hasta el recto. Me inclino hacia delante y le huelo las tripas al tío, no sé por qué. Las de ese chico apestaban. Le cerré el culo. Él cerró los ojos y dejó escapar aire por la nariz. Empecé a trabajar con las manos debajo de su camiseta, lo que no notó o no le importó. Jugueteé con sus pezones. Cuando eso hizo que sonriera, aunque sólo muy poco, pensé: ¡Que le den por el culo, por qué no!, y le agarré el cuello. Abrió mucho los ojos. Por otra parte, no oponía la menor resistencia. Se tarda más en estrangular a una persona de lo que se cree. En un determinado momento, sus ojos cambiaron. Parecían como vacíos, de mentira. Me fijé en que se había escagarruzado; tenía el culo sucio y la espalda llena de salpicaduras. Olía muy mal. Cuando ya era definitivamente cadáver, fui hasta la ventana y me asomé. De vez en cuando verificaba si se había movido. No se movía. Parecía muy guapo con aquellos ojos vacíos, no sé por qué. Volví hasta el futón, me senté, y miré lo vidrioso que parecía durante mucho, muchísimo tiempo, soñando despierto y desmadejado. No sabía qué hacer, con el cuerpo, quiero decir, de modo que lo dejé allí durante unos días, apoyado en una de las paredes. La piel se le puso de un extraño color oscuro. Era un invierno muy crudo. Puede que por eso nunca noté el menor mal olor. Tenía millones de ideas sobre cómo me hubiera gustado descuartizar y estudiar al chico. No lo pude hacer, no sé por qué. Por fin, lo saqué fuera a rastras una noche, muy tarde, y lo arrojé a un canal que corre junto al molino, suponiendo que lo encontraría alguien y me detendrían. No sé qué pasó, de verdad, porque ni en los periódicos ni en ninguna otra parte informaron nunca de que hubiera desaparecido o muerto o lo que sea, al menos que yo sepa.

Lo que es raro es que no opusiera resistencia. Se limitó a aceptar la muerte. Todas las veces que he matado a un chico holandés pasa eso. Debe de ser parte del problema que les hace ser tan fríos y reservados en general. Son como conejos, al menos en el sentido de que cuando un conejo se asusta queda paralizado. Puedes amenazarles con pegarles, y no se mueven. Si actualmente uno de estos chicos me ofreciera resistencia, lo más probable sería que yo tuviera una hemorragia cerebral debido a la sorpresa.

Acabo de darme cuenta de que si todavía sigues leyendo, debes de ser la persona que quiero que seas. ¡Joder, eso espero!

Después de la segunda vez me volví más metódico. Eso me lo han facilitado dos chicos alemanes asesinos, Jorg y Ferdinand, que viven de okupas no demasiado lejos del molino. Son tan retorcidos como yo, pero no tan inteligentes. Ellos matan a chicos porque les excita, mientras que para mí es una cosa religiosa, o algo así. Los conocí en un bar. Los alemanes son más tratables que los holandeses. Total, que estaba borracho y les hablé de mi afición por el asesinato, y ellos me contaron que habían estrangulado a un tipo, un borracho, en Colonia. Por eso se habían trasladado aquí, a Holanda, al parecer. Se mostraban tranquilos de verdad con respecto a esas cosas. Cuando estuve seguro de que eran de confianza, les mencioné de pasada a los dos chicos que había matado. Parecieron muy interesados. Querían oír todos los detalles. Unimos nuestras fuerzas oficialmente aquella noche, nos lanzamos, todo eso. Como a ellos no les importa un pito a quién matan con tal de hacerlo de un modo sanguinario, a la mayoría de nuestras víctimas las elijo yo y decido casi todos los detalles sobre el modo de matarlas. En consecuencia, ahora soy más imaginativo y violento. Son unos chicos grandes y musculosos, de veintimuchos años, pero Ferdinand parece más joven. Ninguno de los dos es especialmente guapo.

El fin de semana que los conocí, matamos a un tipo que trabajaba a horas en una pescadería cerca de la casa donde los alemanes viven de okupas. Era un típico yuppie holandés que se comportaba estúpida y presuntuosamente siempre que íbamos a comprar. Ellos son más bien desaliñados. Por suerte para mí, era casi de mi tipo. Sólo que era rubio descolorido y llevaba un pequeño bigote. Las tiendas habitualmente cierran a las cinco de la tarde; los martes están abiertas hasta las diez. El chico ese trabajaba los martes con un tipo mayor. Ferdinand, Jorg y yo tomamos unas copas en un bar de la misma calle. Jorg tiene una pistola de aspecto tremendo que lleva metida en el cinturón. Cuando cerraron la pescadería, el yuppie anduvo calle arriba y pasó por delante del bar, camino de una parada de autobús. Le seguimos durante un rato. Luego Jorg gritó: ¡Vamos por él! Echamos a correr. Jorg apretó la pistola contra la espalda del chico. Resultaba extraño, muy de película de gangsters. Ferdinand le dijo que cerrara la boca. Se quedó patitieso. Le obligamos a dirigirse rápidamente hacia el molino. Una pareja de viejos pasó a nuestro lado. No creo que se fijaran demasiado en nosotros. Por algún motivo, el chico no trataba de escapar. En cuanto llegamos al piso de arriba, Ferdinand y Jorg empezaron a darle puñetazos y bofetadas. Dijeron que era lo que se merecía por tratarles tan mierdosamente en la tienda. Lo único que hacía él era respirar con dificultad y poner cara de frustrado. Jorg le rompió la nariz al yuppie. Por lo menos, a eso sonó. Le dieron patadas por todo el cuerpo. Como un favor, yo andaba por allí dejándoles que se libraran de sus frustraciones. Sin embargo, ellos le jodieron bien jodido. Resultaba interesante ver aquello, pero empecé a sentir lástima por él, lo que hubiera podido convertirse en un problema. De modo que no les dejé que volvieran a perder el control. Él no opuso resistencia ni gritó, lo que constituye el caso más extremo del síndrome del conejo que haya visto jamás. No sé si se trataba de orgullo o de qué. Estaba semiinconsciente cuando dejaron de pegarle, etcétera. A petición mía, le llevaron a rastras hasta el futón y le cortaron la ropa con un machete del ejército suizo, haciéndole cortes «accidentales» acá y allá. Los ojos del chico se le salían de las órbitas. Una vez que estuvo desnudo, los alemanes le dejaron y se dirigieron a la nevera. Abrieron un par de cervezas y se pusieron a farfullar en alemán. El chico estaba lleno de magulladuras y cortes, pero seguía siendo guapo, aunque he visto cuerpos mejores. Tenía las piernas demasiado peludas. Y lo mismo la raja del culo. Sus nalgas eran poco firmes y gordas. Le apuntaba el comienzo de una tripa de bebedor de cerveza. Hice que se volviera y enterré la cara en su culo durante un rato. Jorg gritó: ¡Oye, Dennis!, y me lanzó el machete. Le hice un par de cortes en las nalgas. No sangró. Le puse boca arriba, me bajé los pantalones y froté mi culo contra su cara, lo que enloqueció a los alemanes. Salmodiaban: ¡Mierda, mierda, mierda! De modo que me cagué, justo encima de su boca, mientras le hacía cortes en los muslos de vez en cuando. Jorg se acercó corriendo y le extendió la mierda por la cara al tiempo que le golpeaba salvajemente. Oí como si se le rompieran más cosas al chico dentro de la cabeza. Pregunté si creían que estaba muerto. Ferdinand me dijo si era eso lo que yo quería. Yo contesté que sí. Ferdinand cogió un cuchillo de cocina, Jorg empuñó el machete del ejército suizo, y le abrieron el pecho mientras gritaban «¡Uf, uf!». Sangraba mucho, de verdad. Tenía que estar muerto después de eso. Yo estaba quieto mirándoles, meneándomela, cuando pasó algo raro que nunca ha vuelto a ocurrir. Jorg se me acercó, se arrodilló y se metió mi polla en la boca. Me corrí dentro de ella. Incluso creí estar enamorado de él los dos días siguientes, aunque Jorg se comportaba como si no hubiera pasado nada entre nosotros. Sin embargo, en aquel momento, por la razón que fuera, se moría de ganas de tragarse mi semen. Algo muy raro. Total, que agarraron el cuerpo del chico y lo arrastraron escaleras abajo, gritando que conocían un sitio donde enterrarlo y que me verían al día siguiente. Me pasé toda la noche limpiando el molino. Enterraron el cadáver junto a la casa donde vivían, al parecer. Pensé que era muy arriesgado. Sin embargo, nunca he oído comentar nada del asunto, de modo que supongo que salió bien.

Matamos a otros dos chicos. El primero era un punk, de unos veinte o veintiún años, al que yo había visto por la ciudad llevando siempre la misma cazadora astrosa con los nombres de bandas de heavy metal escritos por todas partes. Verle me ponía a parir durante un par de días, a veces más. Antes de conocer a Ferdinand y Jorg parecía inalcanzable. Pero una tarde iba con los alemanes cuando apareció en sentido contrario arrastrando a una chica punk, la misma de siempre. Les dije a los alemanes que quería matarle. Me había acostumbrado a decirlo sin sentir nada, en absoluto. Ferdinand dijo: No hay problema. Resultó que el punk estaba de okupa en su misma casa. Pensaban que era arrogante, estúpido, pretencioso, feo, etcétera, de modo que se alegraban de ayudarme. Me explicaron que justamente daba la casualidad de que, hablando con él, le habían dicho que conocían a una persona que vivía en un molino de viento. Seguro que lo querría visitar, dijeron. Tratarían de convencerle para que viniera con ellos aquella noche. Cuando nos separamos, compré una soga para poder atarle si era preciso. Llegaron hacia las once de la noche. Abrimos unas cervezas, nos sentamos. El chico escuchaba más que hablaba. Le pregunté si quería ver el molino. Él dijo que bueno. Le enseñé las barricas. Aproveché un momento en que se separó de nosotros para decirles a Jorg y a Ferdinand que esperaran mi señal. Ferdinand dijo que era evidente que yo estaba enamorado del chico, así que no había problema. El punk dijo que en la destilería hacía frío. Volvimos arriba, tomamos más cerveza. Yo estaba pasmado. En un determinado momento conseguí preguntarle: ¿Eres gay? Él dijo que no, pero que no le molestaban los gays. Le pregunté si había mantenido alguna vez relaciones sexuales con otro chico. Él dijo que no, muy ofendido por la insinuación. Le pregunté si había pensado alguna vez en follar con hombres por dinero. Él dijo que sí, que una vez. Ferdinand y Jorg estaban sentados, mirando. Yo dije: Y ¿qué tal ahora, con nosotros? Se rio. ¿En serio?, preguntó. Yo dije: Claro. Él preguntó que por cuánto. Yo dije: Dínoslo tú. Él dijo que 300 florines más dos papelas de heroína que teníamos que comprarle. Yo dije: Bien. Aquello le sorprendió, o algo así, creo. Se echó hacia atrás y dijo: Así que toda esta mierda es para eso. Yo dije que sí. Luego Jorg y Ferdinand se fueron a buscar la heroína. El chico dijo que tenía su propia aguja. Estábamos solos, y él se cruzó de piernas frente a mí en el futón, comportándose como si supiera que me estaba volviendo totalmente loco. Me hizo unas cuantas preguntas, luego asintió con la cabeza ante las respuestas. Le dije que llevaba meses queriendo follar con él, lo que hizo que pareciera más satisfecho de sí mismo. Yo dije: Es evidente que ya has hecho esto antes. Él dijo que sí, pero que teníamos suerte de habérselo propuesto cuando estaba en la ruina. Los alemanes volvieron con la droga. El punk se la inyectó.

Luego se tumbó en el suelo, junto a la nevera, muy pacífico y pálido, murmurando algo entre dientes. Yo dije: Vayamos a la cama. Él se tambaleó por la habitación hasta dejarse caer boca abajo en el futón. Levantadle, dije, y desnudadle. Los alemanes le cogieron y le pusieron de pie. Primero él dijo: Un momento, ¿qué coño estáis haciendo? Luego se desmadejó y dijo: Bueno, vale. Sus prendas de vestir sólo parecían complicadas. Eran una cazadora, una camiseta y unos pantalones, todo lo cual le quitaron. Yo dije: Dejadle las botas puestas, no sé por qué. Tenía un cuerpo perfecto —blanco, suave, duro, pezones rosados, polla grande, cojones pendulones, culo cuadrado, raja sin pelo—. Se puso a balancear la cabeza como hacen los yonquis. Sujetadle, dije. Me acerqué y toqué su cuerpo, en especial su culo, que estaba muy frío y suave. Le dije que quería hacerle todo lo humanamente posible. Él no dijo nada. Está demasiado ido, dijo Jorg. Yo le pregunté a Ferdinand: ¿Se caerá al suelo si le soltáis? Ellos asintieron con la cabeza. Pues soltadle. Lo hicieron. Cayó al suelo y se puso a gemir, pero no creo que se hubiera hecho daño de verdad. Me desnudé, me arrodillé junto a su cara y le pegué la polla a los labios. Dije: Chupa. Él abrió la boca. Le metí la polla. Aquello resultaba fantástico. En un determinado momento me interrumpí y le di un beso de lengua, diciéndole lo mucho que le adoraba. Él me acariciaba la espalda o la cabeza mientras yo hacía eso. Le lamí el cuerpo, traté de chuparle la polla. No se le ponía dura, lo que por algún motivo me enfureció. No sé qué esperaba de él. Me puse de pie de un salto y le dije a Jorg que le diera una patada en el estómago. Se la dio. El chico se encogió, tuvo náuseas. Le dije a Jorg que me pasara su pistola. Apunté a la frente del chico. Abre los ojos, dije, te voy a matar. Él masculló: ¡No, no, no! Los alemanes se acercaron y le ataron las muñecas y los tobillos. Ferdinand dijo que deberíamos meterle algo en la boca. Creí que se refería a mi polla, así que se la metí. Pero probablemente quería decir una mordaza, aunque las paredes del molino aíslan mucho el sonido, o por lo menos eso creo. Al cabo de un rato Jorg sugirió que lleváramos al chico al tercer piso del molino, que prácticamente no se usaba, y le colgáramos de las vigas. De ese modo le podríamos follar con facilidad los tres a la vez. Una gran idea. Los alemanes empezaron a desatarle los tobillos. Yo miraba, meneándomela. Él murmuraba algo en holandés. Los alemanes estaban listos para llevarle arriba, pero les dije que esperaran un poco, que quería lamerle el culo mientras su cuerpo aún era flexible. De modo que le dejaron caer en el futón e hicieron girar sus caderas hasta que su ojete me resultó perfectamente accesible. Le arañaron las mejillas con los dedos hasta que estuvieron en carne viva. Yo me puse a mordisquearle y lamerle el culo. Traté de hinchárselo como si hubiera sido un globo, lo examiné abriéndolo más, olí sus profundidades, etcétera. Los alemanes pensaban que aquello era absurdo, como de costumbre. Yo me sentía como si me encontrara perdido o fuera irracional, o algo así. Anteriormente nunca había querido comer mierda de nadie, pero me moría de ganas de comer la de aquel punk. Le pregunté si se la habían comido antes. Él farfulló: No, déjame que me vaya. Le pregunté si le gustaría que me la comiera. Él dijo: ¿Me vas a matar de verdad? Yo dije: No, como quien no quiere la cosa. Entonces repetí la pregunta. Él contestó que no sabía qué quería decir. Le dije que si se cagaba en mi boca, dejaríamos que se fuera. Él dijo que de acuerdo. Su voz sonaba como si estuviera totalmente agotado. Tenía un culo fantástico. Lo estuve mirando unos cuantos segundos. Luego puse la mano debajo del agujero. El punk parecía aterrorizado, pero también arrogante, o algo así. Los holandeses deben de tener la arrogancia, o lo que sea, impresa en la cara. Tenía el cuello muy arrugado debajo de la barbilla, como si fuera el de una morsa. Yo dije: Caga. Él contrajo la cara. Asomó un zurullo alargado. Tuve que mover rápidamente la mano para cogerlo entero. Yo estaba tan enloquecido por el chico, en general, que casi no noté el olor, pero los alemanes se echaron atrás y protestaron, de modo que probablemente olía muy mal. Me puse a comerla. Los alemanes me miraban, fascinados, creo, pero hicieron como si fueran a vomitar, etcétera. Sabía bien, aunque estaba un poco blanda. Tragué tres bocados, luego dejé el resto en el suelo y le lamí el ojo del culo, dejándoselo limpio, por dentro y por fuera. Luego dije: Ferdinand, Jorg, llevaos a este idiota arriba. No se lo podía creer. Le agarraron. Gritaba: ¡No, no, no! Una vez estuvimos arriba, los alemanes pasaron una cuerda por una viga. Le desataron las manos y se las volvieron a atar por encima de la cabeza. Luego unieron las dos sogas y le alzaron hasta que sus pies estuvieron a un palmo del suelo. Yo estaba de pie muy cerca, meneándomela. El punk tenía la cara contraída por el dolor, debido a la tensión de los brazos, o lo que fuera. Aquello me parecía algo religioso, no sé por qué. También me recordaba un saco de arena de los que usan los boxeadores para entrenarse. De todos modos, estaba cansado, y por eso les dije a los alemanes: Vámonos un rato abajo. La habitación de abajo olía muy mal, de modo que Ferdinand abrió las ventanas. Limpié la mierda. Tomamos unas cervezas. El olor desapareció, o nos acostumbramos a él. Arriba no se oía nada, o eso nos parecía a nosotros. Les pregunté a Ferdinand y Jorg qué le harían al punk si pudieran. Dijeron lo que yo sabía que dirían: Matarle a golpes. Yo comprendía que eso sería estupendo y todo eso, pero de todos modos no era suficiente, al menos para mí. De modo que les dije que se fueran a casa, durmieran, y nos volveríamos a ver al día siguiente para terminar con el chico, una vez que yo hubiera tenido tiempo para decidir cómo. Ellos dijeron: Muy bien, y se fueron. Yo estaba demasiado tenso para dormir. De modo que volví al piso de arriba esa misma noche y me limité a mirar al punk, que seguía colgado. Al principio él no se fijó en mí. Luego dijo: Déjame que me marche, no diré nada, etcétera. Yo dije: No, pues su muerte me resultaba importante. Probablemente, él no lo podía entender, dije. Ni siquiera yo lo entendía de verdad. Trató de discutir conmigo intelectualmente. Yo le dije que no era una cuestión racional, y que podría darse por vencido. Luego le acaricié por todas partes. Era como si estuviera jugueteando con él, sólo que en un sentido mucho más amplio. Lo único que dijo durante todo el tiempo fue que le dolía la espalda, casi para sí mismo. La examiné. No pude determinar cuál era el problema. De modo que me arrodillé y le volví a lamer el culo, y además le metí el dedo. Al notarlo dentro empezó a gritar, supongo que porque los músculos se le pusieron muy tensos. Cuando gritó abrió la boca desmesuradamente. Entonces me entraron ganas de matarle de verdad. Aquella boca tan roja disparó ese deseo, quizá porque era un anticipo de lo que ocurriría, o algo así. Fui abajo y volví con el cuchillo de cocina. Él susurró: ¡No, no, no!, cuando lo vio. Yo dije: Esto se acabó. No sé por qué dije esas palabras concretas, pero parecieron transmitir todo lo que sentía. Le pregunté si sabía que todo había terminado. Me respondió que sí, de modo muy rotundo. Le dije que casi era el chico más extraordinario y guapo que había visto en mi vida y que matarle sería algo increíble y que debería tratar de entender lo profunda que era su muerte y que yo recordaría aquel asesinato para siempre. Se limitó a mirarme. No conseguí entender su expresión. Me temblaban muchísimo las manos, pero empuñé el cuchillo y lo dirigí a su pecho, más o menos hacia el punto donde suponía que estaba el corazón. Él bajó la vista para ver adonde le apuntaba, debido a un reflejo, supongo. Le hundí la hoja en el pecho unos veinte centímetros, empujando con las dos manos. Cerró los ojos. Se mordió el labio inferior. La cabeza le cayó hacia atrás. El cuchillo se llenó de sangre, que se deslizó por su cuerpo. Saqué el cuchillo e hice un corte horizontal poco profundo a lo ancho de su estómago, lo que hizo que saliera más sangre. Le estiré el pene y traté de cortárselo en dos. Sólo le corté un trozo, pues lo tenía muy duro. Me arrodillé detrás de él y le lamí el ojo del culo, pero aquello me pareció sin sentido, dado que ya estaba muerto, de modo que le apuñalé la espalda unas cuantas veces, besándole y lamiéndole la nuca mientras lo hacía. Luego volví al piso de abajo, me vestí, salí y llamé a los alemanes, despertándoles. Se apresuraron a venir. Le estuvieron dando patadas al cadáver durante un rato. Eso formó unos bonitos y divertidos fuegos artificiales de sangre, mientras el chico se balanceaba como el badajo de una campana invisible. Por algún motivo, quería que los alemanes le decapitaran, de modo que cortaron la soga de la que colgaba y pusieron el cadáver boca abajo. Le hicieron cortes en el cuello —trinchando, desgarrando, tirando, etcétera—. La cabeza tardó mucho tiempo en desprenderse. Luego le dieron patadas al torso decapitado. Todos estábamos empapados en sangre, por no mencionar una sustancia clara y pegajosa que salió de alguno de sus órganos interiores. Me notaba increíblemente cansado y me senté contra la pared a mirar cómo bailaban a su alrededor. Cuando dejó de interesarles el cadáver, los alemanes lo agarraron por los sobacos y se dispusieron a bajarlo. Estaba casi completamente desangrado. No dejó muchas manchas en la escalera, sólo algunas pequeñas donde tocaban sus pies. Dejaron la cabeza arriba, apoyada en una oreja. Continuaba conservando aquel increíble atractivo, pero de un modo raro, evidentemente, pues ahora ya no tenía el menor sentido. Jorg subió por ella enseguida. Me quedé en lo alto de la escalera y contemplé cómo se llevaban el cuerpo del punk. No conseguí ver la cabeza porque Jorg la tenía debajo del brazo, creo. Parece que ataron grandes trozos de cemento armado al cadáver y lo tiraron al canal. Luego guardé la jeringuilla y la heroína en la nevera. Lo demás me resulta borroso. Por algún motivo, esta muerte es la que más me ha descentrado de todas. No es una cuestión emocional, sino más bien una especie de obnubilación que no sentía antes de que muriera el chico. Me duró varias semanas, y todavía la siento. Nunca volví a ver a la novia del punk. Puede que los alemanes la mataran y no me lo dijeran, pues sé que a Ferdinand, por lo menos, le atraía. Tengo que preguntárselo.

Matamos a otro chico. Tenía diez u once años. Fue hace quince días. Le elegí yo. Creo que los alemanes encontraron raro tener que matar a un niño, pero lo hicieron. Llevaba mucho tiempo prendado de él, puede que seis meses. Trabajaba con su padre o su tío, o lo que fuera, en una hamburguesería que está cerca del molino. Freía patatas, les daba vuelta a las hamburguesas, etcétera, mientras su padre atendía el mostrador. Siempre estaba allí, trabajando o sentado leyendo tebeos. Era delgado y tenía algo de niña: mejillas sonrosadas, ojos pardos y un pelo largo y enredado. Algo en su laconismo me ponía a mil, por no mencionar su aspecto. Un día llevé a los alemanes a que lo vieran. Dijeron que colaborarían, así que rondamos por allí hasta las seis, la hora de cerrar. El chico ayudó a su padre a limpiar la grasa y esas cosas durante un rato. Luego besó al hombre en la mejilla y salió, avanzando por la calle mientras balanceaba los brazos y hacía equilibrios en el bordillo de la acera como suelen hacer los niños. Le seguimos. Su padre no se fijó en nosotros. Por suerte, el chico tomó una calle estrecha, con edificios sin ventanas a un lado y las vías de tren elevado al otro. Jorg y Ferdinand corrieron hacia él y le sujetaron, derribándole, lo que no les supuso mucho esfuerzo, evidentemente. Cuando los alcancé, Jorg blandía su navaja ante el chico, que pestañeaba y se sorbía las lágrimas. ¿Te das cuenta?, estaba diciendo Jorg. El chico negó con la cabeza. Jorg comentó que el inglés del niño era malísimo. Yo dije: Vámonos a casa inmediatamente. Tiraron de él y le pusieron de pie, luego nos lo llevamos a toda prisa. Creo que un viejo se fijó en nosotros y comprendió que pasaba algo raro, pero, en definitiva, no nos vio entrar en el molino, gracias a Dios. Arriba, arriba, arriba, dijo Ferdinand, sujetando al chico por el cuello de la camisa. Yo iba detrás, Jorg delante. Al chico se le había alzado la camisa. Tenía una espalda increíblemente delgada y blanca. Se la acaricié un poco, luego deslicé la palma de la mano dentro de sus pantalones. Tenía un culo tan pequeño y perfecto, que lo consideré más bien un prototipo que un culo de verdad, lo que me llevó a pensar en lo que tú dijiste una vez del culo de Kevin, que era un «culo de juguete». De hecho, el chico se parecía un poco al Kevin de entonces. Total, que no dejaba de mirarme por encima del hombro la mar de sorprendido. Una vez arriba, Ferdinand arrojó violentamente al chico dentro de la habitación. El chico se estrelló contra la pared y se deslizó al suelo. Se puso a llorar. Me arrodillé a su lado y traté de besarle, pero escondió la cara tras un brazo. Le agarré por el hombro y le di unos meneos. Bésame, dije. Él trató de soltarse. Le agarré la cabeza y se la estampé contra la pared. Después de eso dejó de llorar y parecía muy aturdido. Le arrastré hasta el futón cogiéndole por una muñeca, lo que resultaba más fácil de hacer de lo que parece puesto que no pesaba mucho. Jorg dijo: Avísanos cuando nos necesites. Muy bien. Tumbé al chico de espaldas, le desabroché la camisa, se la quité, le bajé la cremallera de los pantalones cortos, y tiré de ellos hacia abajo. No llevaba calzoncillos y todavía no tenía vello púbico. Sus genitales eran demasiado pequeños para resultar interesantes. Acerqué los labios a su cara y susurré: Te quiero mucho, pequeño. Y, de verdad, sentía que le quería. ¿Lo entiendes?, pregunté. Él negó con la cabeza. Es verdad, dije yo. Me desnudé. Los alemanes estaban quietos junto a la nevera, como de costumbre, bebiendo, sin prestar demasiada atención. El chico me miraba atentamente, con los ojos fijos en mi enhiesto cipote. Yo no podía entender su expresión. Me arrodillé encima de su cara y puse la polla delante de su boca. Seguía con los ojos fijos en el glande, algo así como si fuera bizco, quizá porque lo tenía muy cerca. Pensé que aquello resultaba sexy, no sé por qué. Una gotita de licor seminal cayó sobre sus labios, y la extendí por ellos con el pulgar. Luego se lo metí en el interior de la boca, hundiéndolo hasta la garganta, de donde lo saqué untado de mucosidad y volví a pasárselo por los labios. Traté de meterle la polla. No conseguía meterla bien. La diferencia de tamaño era demasiado grande. Cuando se la metí a la fuerza, él se puso a chillar. Entonces los alemanes se acercaron a toda prisa con un trozo largo de cuerda y le ataron las manos al chico por si decidía resistirse, aunque, como ya dije, los chicos holandeses no oponen resistencia, y punto. En cualquier caso, no físicamente. Ferdinand sacó la heroína y la calentó en una cuchara. Se la inyectó al chico en una vena del dorso de la pierna. Le hizo efecto inmediatamente. Los chillidos del chico se apagaron. Parecía más bien un gato ronroneando. Los ojos se le pusieron en blanco, pero no era una sobredosis, según Ferdinand, que parecía saberlo. Sin embargo, le mantuvimos atadas las muñecas, por si acaso. Los alemanes volvieron a la nevera. El chico parecía más guapo que antes. La cosa tenía algo que ver con la suave exuberancia de su cuerpo combinada con aquella especie de cara de ángel inexpresiva. Me incliné y le di un largo beso de lengua, le chupé el jugo de los labios, se los mordí hasta que salió un poco de sangre, que lamí, y luego le metí el dedo hasta la garganta. La siguiente vez empujé la polla dentro y conseguí que entrara a medias. Pero la saqué cubierta de sangre, que quité con un dedo y chupé. Le crucé la cara cinco, seis, siete veces. Se puso escarlata. Seguí follándomelo un poco más, agarrándole por las orejas. Le metí la polla entera en la boca hasta que tuvo las narices llenas de mi vello púbico. Luego la saqué, le sujeté la cabeza con una mano y le pellizqué la cara con la otra. Sangraba mucho por los labios y la nariz. Le apreté el cuello, golpeé su nuca varias veces contra el suelo. Estoy casi seguro de haber oído reírse a los alemanes. Después de eso todavía respiraba, pero con esfuerzo. Le lamí centímetro a centímetro, desde las callosas plantas de los pies a la coronilla. Tenía un sabor asombrosamente dulce y suave. Alguien me dijo una vez que los chicos jovencitos saben a nuez. Aquel sabía a algo así. Yo, probablemente, habría pagado centenares de dólares por follármelo, aunque mucho menos por matarlo. En un determinado momento tuve tal sensación, que dejé descansar la cabeza en su culo mientras su sabor se me deshacía, o algo así, en la boca. Jorg, quiero abrirle en canal, dije entre dientes. Él se acercó, se puso en cuclillas y me tendió el machete del ejército suizo. Di la vuelta al chico, corté las cuerdas. Hundí la punta del machete en la base de su garganta e hice un corte largo y recto bajando por el pecho y el estómago. No era lo bastante profundo, de modo que empecé de nuevo. Esta vez conseguí abrir una pequeña zona entre los pezones y ver algo así como cinco centímetros de un material muy rojo. Chupé el interior del corte. Era increíblemente lujurioso. La sangre brotaba por cinco o seis puntos del corte. Me gustaría que el chico viera esto, dije. Está demasiado jodido, dijo Jorg. Me dediqué al corte una vez más. Se abrió. Aparté las dos mitades de la carne blanca del estómago y vi el revoltijo amarillo de sus intestinos, que tenía un fuerte olor muy raro. El pecho todavía le subía y bajaba. Aquello, por algún motivo, me fascinaba, de modo que le di varios puñetazos más en la cara. Luego hundí un rato la lengua en su boca babeante. Aquello era un auténtico delirio. Le entregué el machete a Jorg. Córtale más, dije. Me concentré en el beso, mientras con mi visión periférica veía que Jorg hundía el machete. Traté de hacer que vomitara metiéndole los dedos. Su organismo estaba demasiado destrozado, o lo que fuera, para eso. Cuando alcé la vista, Jorg trataba de cortar la pierna izquierda del chico. Le estuve observando durante un rato. Por algún motivo, la cosa no funcionaba. La sangre lo empapaba todo. Ferdinand estaba inclinado detrás del hombro de Jorg. Las tripas del chico eran mucho más de ciencia ficción de lo que yo imaginaba. Sin embargo, había algo muy feo y terrenal en ellas. Entonces comprendí por qué están tan escondidas. En cualquier caso, eso hizo que sintiera más curiosidad por su culo, que por algún motivo todavía no había examinado. Espera, dije. Jorg dejó de cortar. Pusimos al chico de costado. Debido a eso, los intestinos le salieron del estómago, extendiéndose por el futón. Jorg se sentó y contempló con sorpresa aquellos órganos. Ferdinand no se lo podía creer. Se apartó dando tumbos, mientras gritaba algo en alemán. Pregunté a Jorg: ¿Todavía está vivo el chico? Él no creía que fuera posible. A mí ya no me importaba demasiado. Le limpié la sangre del culo lo mejor que pude, agarré la pantorrilla de su pierna intacta y la eché hacia atrás, para abrirle la raja. La lamí durante largo rato, mientras Jorg acuchillaba el resto del cuerpo de un modo que yo podía notar más que ver. El chico oscilaba como en un terremoto. Me sentía completamente en paz. El ojete tenía un sabor metálico. Lo estiré, abriéndolo, y lo olí. Aquellas tripas olían mucho peor que cualesquiera de las que había olido antes. Escupí en el ojete y le di brutalmente por el culo, lo que no fue nada fácil. La abertura era un ojo de aguja. Jorg seguía acuchillando el cadáver sin demasiadas ganas. Entonces tuve una idea. Hazle unos cortes en la cabeza, dije. Jorg se puso de pie de un salto, lo hizo. Era horroroso de verdad. La nuca se le hundió. El pelo le quedó todo viscoso de sangre y masa encefálica o algo así. Jorg se bajó los pantalones y dejó caer algo de mierda en la destrozada cabeza. Por entonces estaba boca abajo. Dale la vuelta al cadáver, dije. Lo hizo. La cara seguía siendo hermosa, y sonreía, lo que me parecía increíble. De modo que los alemanes y yo nos dedicamos a destrozar la cara hasta que dejó de ser humana. Hacía ruidos de romperse y como de borbotear. Hicimos que el cadáver quedara sobre el estómago. Hice más grande el agujero del culo con el machete del ejército suizo y metí una de las manos hasta la muñeca. Fue algo muy raro, igual que meter la mano en un asado que se ha empezado a enfriar. Pero estaba tenso, como un guante o algo parecido. Los alemanes grababan sus nombres en el cadáver, riéndose. Yo metía y sacaba la mano del culo notándome extrañamente furioso, supongo que con el chico muerto. Luego estuvimos horas descuartizándole y estudiamos todo el interior de su cuerpo casi sin hablar. Sólo de vez en cuando decíamos: ¡Mira esto!, o soltábamos un taco, hasta que no hubo más que un armazón blancuzco en mitad de la más terrible mezcolanza del mundo. ¡Joder, los cuerpos humanos son como bolsas de basura! Nos quedamos dormidos acurrucados en el suelo. No me desperté hasta el día siguiente, muy tarde. Cuando abrí los ojos, Ferdinand y Jorg estaban recogiendo con la mano trozos del cuerpo del chico y metiéndolos en bolsas de plástico. El futón estaba echado a perder. Compré uno nuevo. El suelo todavía está negruzco donde la sangre empapó la madera. Le habíamos descuartizado hasta tal punto, que era imposible saber cómo era antes a partir de los trozos que quedaban. Era igual que si le hubiéramos borrado. Es una cosa rara. Ninguno de nosotros recuerda cómo era. Cuando trato de imaginármelo, se me nublan los ojos y la polla se me pone increíblemente dura.

Ahora ya lo sabes. Esto es lo que espero…, que seas como creo que eres, lo que significa que espero que seas como yo, porque los dos nos parecíamos mucho, ¿o no? Fíate de mí. Quisiera que vivieses aquí, conmigo, y participaras de estos descubrimientos, como nos pasaba en la adolescencia, pero no esta trascendencia más profunda o esta respuesta que he encontrado al matar a chicos guapos. Los alemanes se han ido a Portugal o algún sitio así durante un tiempo. De modo que sólo lo haremos tú y yo. Lo haremos nosotros solos. Es de lo más fácil. No me ha pasado nada. Ahora me siento fuerte, enérgico, lúcido. Ya no me preocupa nada. Te lo aseguro, Julian, esto es una especie de verdad esencial. Ven a participar en ella. ¿Me equivoco con respecto a ti? Escríbeme a la oficina de American Express en Amsterdam.

Dennis

DENNIS. NO HAGAS NADA HASTA QUE ESTÉ AHÍ. LLEGO EN TREN A LAS OCHO DE LA TARDE DEL VIERNES. VOY CON KEVIN QUE ESTÁ CONMIGO. ESPÉRANOS. JULIAN.