Pierre está sentado en el borde de la cama y da suaves patadas a una toalla tirada encima de la alfombra, donde la dejó caer. Al principio parece un chorro de nata batida. Una patada, y es un arrugado papel de envolver regalos. Otra patada, y se convierte en un pergamino enrollado. Yo estoy sentado a su derecha, con los codos apoyados en las rodillas y la barbilla en las palmas de las manos, mirando el pergamino o lo que sea.
—¿En qué piensas? —susurra Pierre; más patadas.
—Es complicado —digo, volviéndome para verle. Mis ojos zigzaguean por su pecho, estómago, entrepierna, como si estuvieran observando a un montañero diminuto o muy lejano.
—Si te refieres a mí —dice Pierre, suspirando—, no soy nada complicado. Si te refieres a ti, bien, ¿en qué te puedo ayudar? —Mis ojos se han vuelto a clavar en la toalla, que brilla en ellos—. Normalmente, el problema es fácil —continúa—, o no soy como esperabas, o a lo mejor estás nervioso, o eres tímido…
—No —niego con la cabeza—. Eres exquisito. Lo que ocurre es que hay que hacer una transición mental…, y no me refiero específicamente a mí, sino al «yo» colectivo, o lo que sea… cuando tienes una experiencia de alguien como imagen y de repente está sentado ante ti, hablando contigo. Tienes que volver a evaluarle, pero yo ya lo he hecho. Y eres estupendo.
—Ya —dice Pierre; mira su reloj, que es lo único que lleva puesto, aparte de un fino brazalete de oro—. Pero… bueno, ya llevamos así catorce minutos.
Asiento sin convicción.
—No siempre es este el caso —añado—. Algunas personas no tienen traducción. Como ese moreno tan guapo de aquel vídeo porno. La montaña del placer. ¿Lo has visto? Scotty era tan «él»… Pero cuando contraté sus servicios, bueno…, a lo mejor sólo era que había envejecido un poco, pero…
Pierre se tumba de espaldas en la cama, entrecruza los dedos, apoya la nuca en ellos.
—¡Ejem!
Me pongo de lado, mirándole la entrepierna.
—Es lo mismo que les pasa a los niños, que quieren ser amigos de sus personajes favoritos de los dibujos animados. Me pasó a mí. Bueno, pues mi padre me llevó a Disneylandia para que los pudiera conocer. Me puso delante de esos enormes muñecos que andan, y… bueno, lo intenté, pero… ni siquiera podían cambiar la expresión de su cara.
»Con el tal Scotty me sucedió algo similar. Quiero decir que se parecía vagamente a la estrella del vídeo que me encandiló, pero había algo que no funcionaba en su…
Pierre reprime una sonrisa.
—Es raro —dice—. De todos modos, ¿por qué no me la chupas? —Aborrece soltar esa clase de clichés. Con todo, examina atentamente mi expresión para ver si la cosa funcionó. Yo niego con la cabeza—. O lámeme el culo —añade—. Métemela, con condón…
—¿Te refieres a tu piel? —murmuro.
Pierre alza la cabeza.
—¿Qué?
Me estiro, pellizco unos centímetros de su muslo, los hago girar varias veces como si accionara una llave que no funciona.
—La piel —repito—. Voy a usar tu piel, y las pequeñas zonas de tu esqueleto que puedo notar debajo, y todo lo que consiga acariciar o chupar.
Pierre pone cara de confusión y lo nota, lo cual debe de parecerle que merma su atractivo. De modo que suaviza la expresión de su rostro. Luego se apoya en los codos.
—Sí, bueno, vale.
—Bien…
Me echo hacia adelante, le olisqueo la entrepierna.
—Es para informarme. Las entrepiernas huelen más o menos igual en casi todos los chicos, si se han lavado, claro. —Vuelvo a oler—. Pero como eres muy guapo, el olor es más intenso. Sin embargo, ¿qué me va decir la tuya que no me hayan enseñado ya las de otros cien hombres? No, lo más profundo está aquí.
Le doy un golpecito en el estómago con la punta del dedo. La cara de Pierre vuelve a expresar confusión. ¡Mierda!
—Sigue, sigue.
Supone que estoy tan colocado que no me he dado cuenta.
—Bueno, si pienso que eres uno de los chicos más extraordinarios que he visto en mi vida, y lo pienso, entonces explorar tus sabores, tus olores, tus sonidos, tu textura, no es suficiente, para mí al menos. Quiero saberlo todo de ti. Pero, para saberlo de verdad, te tengo que matar, por raro que suene.
—¡Pues qué bien!
Pierre me mira de reojo. Parezco tranquilo, pero si el más ligero asomo de locura apareciera en mi cara, está listo para saltar y recoger su ropa.
—Es lo que haría, si tuviera valor…, matarte. Soñaré que te mato mientras me ocupo de tu cuerpo. Pareceré un compañero de cama normal, pero la verdad es que estaré en un sitio muy lejano donde tu vida carece de significado y tu cuerpo es abierto en canal.
¡Joder!, piensa Pierre.
—¿Sabes? —dice—. Hago esto muy a menudo, follar por dinero. De hecho, acabo de hacerlo con otro tío. Pero es cierto que, por el modo como me tratan los hombres, se diría que soy una especie de traje que otra persona, otra persona a la que conocen o se inventan, lleva puesto. El modo como me miran a los ojos y el modo como me miran la piel es completamente distinto. ¿Es lo que quieres decir?
Estoy mirándole atentamente la polla, que he estirado hasta el máximo. Parece una gruesa cinta de goma deformada.
—No. —La suelto. Aterriza, temblorosa, en su muslo—. La verdad, sólo deberías saber que me fascinas tanto, que, en un mundo perfecto, te mataría para que comprendieras la atracción que siento por ti. Si hay modo de que lo aceptes como un supremo cumplido, hazlo.
—Lo intentaré. —Pierre mira su reloj—. Bueno, ¿piensas pagarme una hora más? —pregunta—. Porque, en caso contrario…
Asiento con la cabeza, deslizo un mano por su estómago color arena y me detengo en la hondonada que hay entre los huesos de la cadera y la caja torácica.
—Por ahora sigue tumbado en silencio —susurro—. Colócate, si quieres.
—No quiero drogas —dice Pierre, agarrando una almohada—. Necesito estar al corriente de lo que pasa.
Durante los siguientes cuarenta o cuarenta y cinco minutos Pierre recibe el masaje definitivo, centímetro a centímetro. O así le parece. Sin embargo, le toco con tanta suavidad, y lo que le toca está tan húmedo o es tan puntiagudo, o se mueve tan continuamente, que tiene que alzar la barbilla cinco o seis veces para asegurarse de que aún está en el hotel. Yo sigo impertérrito recorriéndole el cuerpo con la lengua, encogido, como si estuviera pasándola por un sobre muy grande.
De los muslos para abajo, Pierre está seco y un poco sucio. De la entrepierna al cuello, que es lo que estudio en este momento, está mojado en distintos grados, y se estremece. Por lo general, se encuentra lo suficientemente relajado para murmurar diversas sugerencias —qué le gusta, qué le aburre—, a algunas de las cuales respondo con gruñidos, resoplidos, gemidos. Ahora le estoy chupando la oreja izquierda.
—¿En qué piensas? —me pregunta.
Mi lengua se aparta de su oreja durante un momento.
—En muchas cosas.
Vuelve a ocuparse de ella con un suspiro. Unos minutos después empiezo a respirar con normalidad, me echo hacia atrás. Pierre piensa que me aburro, se deja caer de costado.
—¡Uf! Yo…
—Espera —digo—. Ya casi he terminado. Oye, ¿podrías escupirme en la boca? —Me agazapo junto a él, ansioso—. O nos podríamos besar —añado.
Pierre se pone tenso.
—Yo nunca beso.
—Muy bien.
—Es que no puedo.
—No hay problema.
—Mi novio…
Me vuelvo a tumbar, clavo los ojos en el techo.
—Pon tu boca encima de la mía. Te explicaré lo que haremos. —Abro mucho la boca, como si gritara. La cierro—. Tose lo más fuerte que puedas, ¿de acuerdo?
Pierre se alza sobre mí, apunta. La verdad es que tengo la impresión de que estoy gritando. Mientras tanto, su cara resulta tan inexpresiva, que, probablemente, parece un retrasado mental. Además, mi boca abierta huele tan… Pierre olfatea. Agacha la nariz, olisquea un poco más mi aliento.
—Es raro de verdad —murmura.
Cierro la boca.
—¿Qué?
Me mira a los ojos, que están tensos, fastidiados, alerta, algo. A él no le importa lo que yo sienta, sea lo que sea. Au contraire.
—Que la boca te huela a mi cuerpo. Quiero decir que eso ya me ha pasado con otros tipos, claro, pero nunca presté demasiada atención.
Le miro de reojo.
—¿De verdad?
—Sí, vuelve a abrir la boca. —Lo hago. Pierre se inclina, olfatea—. Huele, sin duda alguna, a sudor, a olor corporal, a algo. —Olfatea—. A mi culo. Y hay algo más, pero es impreciso. —Me echa una ojeada, se ríe con disimulo—. Es divertido. Raro, pero divertido. Muy bien, prepárate.
Se pone a toser para recoger todas las mucosidades que pueda haber en los más oscuros y recónditos rincones de su garganta y su nariz. Emite una sustancia grisácea y pegajosa, alargada y grumosa. Luego se limpia los labios. Yo trago ruidosamente.
—Gracias. Hay otra cosa… —Me apoyo en un codo—. Cuando te metí el dedo en el culo, me lo unté un poco de mierda. ¿Podrías usar el retrete, pero sin tirar de la cadena? ¿Y mearte en uno de los vasos?
Pierre tiene que hacer un esfuerzo para no reírse.
—No es que yo sea un degenerado —digo—. No es: «¡Oooh, mierda, meados, qué perverso que soy!», ni nada de eso. Es, como te dije, información.
Pierre asiente con la cabeza.
—Bueno, y ¿qué vas a hacer con ella? —pregunta—. No me refiero a mi mierda, sino a la información.
Se me arruga la cara.
—Bueno, crear un mundo mental… Oye, espera… O una situación en la que te podría matar y comprender… ¡Mierda!, parezco ridículo.
Pierre se encoge de hombros.
—Bueno, sí y no.
Mis ojos se clavan en la sábana que me separa de él. Están asustados o sorprendidos, como si vieran algo milagroso.
—Resulta difícil de verdad explicarlo —digo—. No lo solía intentar, porque era un impulso estúpido. Pero desde que empecé a analizarlo, se ha vuelto tan complicado y está tan ensombrecido por fantasías, teorías…
»Es como esas sectas marginales que creen que la Tierra fue colonizada por extraterrestres. Es evidente que puede haber trillones de especies en el universo. Estoy seguro de que los miembros de esas sectas, al principio, sólo eran rarillos, y punto, como todo el mundo, pero ahora piensan… ¿demasiado? Sus ideas son complejísimas e impracticables. No son capaces de pensar…, bueno, en tres dimensiones. Puede que, en cierto modo, me gusten, pero yo soy mucho más pragmático.
»Quiero decir que sé que Dios no existe. Las personas sólo son su cuerpo, y follar es la intimidad definitiva, etcétera, pero eso no es suficiente. Me gustas. Resulta que lo que sé de ti es asombroso, tan asombroso, que no soy capaz de superar mi pasmo. De modo que parte de mí quiere descuartizar ese pasmo, o lo que sea, y ver qué te pasa. Pero sé que eso es egoísta. Tu vida es tan importante como la de cualquiera, incluida la mía…, de modo… que estoy hecho un lío.
»A lo mejor…, si no hubiera visto ese… asesinato. En unas fotografías. Cuando era niño. Pensé que el chico que aparecía en ellas llevaba años muerto, y para cuando descubrí que le habían maquillado para hacerle aquellas fotografías, ya era demasiado tarde. Entonces ya quería vivir en un mundo en el que podían matar a un chico al que no conocía personalmente y en el que su cuerpo quedaba a disposición de la gente, o por lo menos de mí. Me sentí tan… ¿iluminado?
»O a lo mejor no fue eso lo que sentí, sino conmoción, o insensibilidad, o… no lo sé. Pienso en ello como algo religioso. Igual que los locos que dicen que han visto a Dios. Vi a Dios en esas fotos, y cuando imagino que te descuartizo, digamos, empiezo a sentir eso mismo otra vez. Es algo físico, mental, emocional. Pero estoy seguro de que todo esto suena a psicótico y… ¡oh, bla, bla, bla, bla!
Pierre se encoge de hombros.
—Es bastante triste —dice.
Yo respiro hondo, dejó escapar el aire.
—Probablemente.
Se levanta de la cama, pasa medio minuto estirándose, de los dedos de las manos a los pies, girando a un lado y a otro.
—Fue una tontería tratar de explicar lo que siento —digo solemnemente, sonriendo sin ganas—. Con todo, es mejor hacerlo contigo que con mi diario, supongo. Y eres guapo de verdad, aunque eso ya lo he dicho un montón de Veces.
Pierre se encoge de hombros.
—Gracias.
Cierra la puerta del cuarto de baño; se siente tenso, le cuesta moverse. No había advertido lo tenso que estaba hasta ahora. Además, tiene un aspecto más rosado y más brillante de lo habitual. Y más pegajoso. Se dirige al retrete, con los brazos rígidos como Frankenstein. Luego desenvuelve un vaso y lo llena de meados, que son de color naranja porque toma mucha vitamina B. Acaba de orinar en el lavabo, mientras se va serenando.
Se sienta en el retrete, suelta un zurullo, se pone de pie, coge un trozo de papel higiénico y se limpia. El zurullo flota en el agua azulada, apesta. Pierre trata de meterse en la piel de alguien que cree que la mierda es un mensaje de quien la soltó, pero es excesivamente convencional y está demasiado imbuido en su papel de chapero robot. Se pregunta si prefiero el papel higiénico dentro o fuera del retrete; luego piensa: ¡Qué más da!, y lo tira en la taza.
Pierre se despierta por fin. Mientras está tumbado, bostezando, recuerda vagamente que el timbre del teléfono le ha despertado a medias un par de veces. Mira a su izquierda. Son las once. Acto seguido, avanza dando tumbos por el pasillo hacia el contestador automático.
—Espera un momento. Café —susurra con voz entrecortada, y gira hacia la cocina. Hace lo que tiene que hacer, luego rebobina los mensajes, toma café.
Piii.
—Soy Paul, de Man Age. Cita a las doce y media en el Hotel Gramercy Park, habitación tres-cuatro-cuatro, nombre Terrence. Hasta luego. —Piii—. Paul otra vez. Cita a las dos. Hotel Washington Annex, habitación seis-veinte, un tipo raro, se llama Dennis, creo que es el mismo Dennis de la otra noche. Ponte en contacto con nosotros a media tarde. Estás muy solicitado. Hasta luego. —Piii—. P, soy Marv, ¿estás ahí…? ¿No…? Llámame al trabajo. Te quiero.
Camino de la ducha, Pierre se detiene en el estéreo, pone la cara uno de Here Comes the Warm Jets, un viejo álbum de Eno. Todavía está en el plato. Tiene ese sonido pop frío, desconstructivo, tímido, del Art Rock típico de los años setenta, que Pierre adora. No sabe exactamente por qué, pero es fantástico. Si en vez de ser un chafardero tuviera facilidad de expresión, escribiría un ensayo acerca de él.
En lugar de eso, se mete debajo de la ducha entonando aquella letra tan retorcida. «Por esta vez / tuve que buscar una especie de / sustituto…». Es raro dejarse llevar por algo tan calculadamente caótico. Es retro, prepunk, burgués, sin sentido, etcétera. «No te puedo decir cómo, / sólo que eso rima con/disoluto». Pierre se tapa los oídos, sonríe, resopla violentamente.
Mientras se ata las playeras, agarra el rayado disco, pone sus dos canciones favoritas de la cara dos, que son la tercera y la cuarta, las cuales están unidas por una especie de interludio de percusión, realizado probablemente con sintetizadores, que dura unos diez o quince segundos. Pierre se deja caer en una butaca y se abstrae en el interludio, que chilla, grita y gime como un robot en pleno orgasmo.
Durante el camino hasta el hotel, aquel sonido resuena dentro de su cabeza, fragmentándose gradualmente a causa del ruido del motor del taxi. La suave música ambiental del vestíbulo es espantosa —los viejos Beatles, caseros como el zumbido de un mosquito—. Le persigue por el ascensor, por el descansillo del tercer piso. 338, 340, 342… Llama. Abre bruscamente la puerta un gilipollas desnudo, teñido de rubio, picado de viruelas.
—¡Hola, Pierre! Soy Terrence —dice el gilipollas. Se vuelve y camina hacia el fondo de la habitación. Tiene uno de esos cuerpos que son delgados por arriba, culones y ondulados por los lados; parece una especie de jarra—. Adoro tus vídeos —continúa, sentándose en la cama y cruzando sus peludas piernas—. Pero en ellos no se te ven demasiado bien los sobacos. Tus axilas son espectaculares, ya sabes, y están tremendamente infravaloradas.
Pierre se limita a quedarse quieto. Ha metido las manos en los bolsillos traseros. Se supone que eso indica aburrimiento, descaro…, cualidades que admiran los gilipollas como aquel. En cualquier caso, funciona.
—Bueno, desvístete de la cintura para arriba y túmbate —dice Terrence—. Pero, antes de nada, ¿usas desodorante? —Pierre asiente con la cabeza—. Bien, entonces te ruego que te lo laves. Después ya veremos.
—Dijiste que siguiera con los pantalones puestos, ¿no? —murmura Pierre, sacándose los faldones de la camisa.
Boca arriba en la cama, con los dedos entrelazados detrás de la cabeza, Pierre espera pacientemente mientras Terrence le huele primero un sobaco, luego el otro. El gilipollas está a cuatro patas; tiene tantas marcas de viruela en la espalda, que parece la concha de una tortuga.
—Son perfectos —dice gimoteando—. Perr… fectos.
Jadea, y su voz se convierte en una especie de graznido. Se pone a lamerle un sobaco con la lengua, los dientes, los labios…, todo a la vez.
La visión de lo que le hace Terrence le recuerda a Pierre diversas cosas. A veces los pelos del sobaco se unen formando un delgado tallo castaño, del que los labios de Terrence son la flor. Luego los pelos llegan a un punto en que se retuercen levemente por las puntas como si fueran helado de chocolate o humo. Se separan, y parecen un gran diente de león sucio. El tallo se deshace, y son como cereal humeando en un cuenco blanco.
Cuando Terrence se cambia al otro sobaco, su papada impide la visión. De modo que Pierre se fija en los últimos pelos que quedan tiesos en el sobaco abandonado y luego se inclinan formando un montón húmedo. Después mueve la mano, clava la vista en el reloj, y realiza la cuenta atrás del resto de la hora, mientras en la cabeza le da vueltas a un fragmento especialmente absurdo de la letra de Eno. Cuando sólo quedan tres minutos, el gilipollas se corre.
—Eres… estupendo —dice.
Como tiene tiempo de sobras para llegar caminando al Hotel Washington Annex, Pierre recorre a pie la calle 17, a la izquierda de Park Avenue, y atraviesa el parque hacia University Place. El otoño está lo suficientemente avanzado para que el bronceado de la gente sea sólo una especie de concha amarillenta cuarteada que se pela en determinadas zonas dejando ver a los tipos lechosos que hay debajo. A Pierre le van los tíos cuya piel los obliga a estar bajo techo casi siempre. Eso es lo que más le gusta de Marv.
La idea del cuerpo desnudo de Marv, blanco y retorcido mientras folian, le recuerda a Pierre la saliva, lo que hace que piense en el gargajo que me escupió en la boca. Está subiendo por la escalera de caracol a mi habitación del hotel, a punto de echarse atrás y no acudir a la cita, al menos mentalmente. Es por lo de la mierda y los meados. NO es que le importe compartir esas cosas con desconocidos. Sólo que…
Por una parte, esas cosas son asquerosas. Deberían dejar de existir en cuanto abandonan las caderas de Pierre. Hasta los cavernícolas sabían eso, piensa él. La mierda, los meados, en el mejor caso, son regalos dejados en las aceras para los perros que salen a pasear. Si tienen algún mensaje, ha de ser muy complicado y oculto, pues se necesita pasar ocho años en la facultad de medicina para diagnosticar que un cagón o un meón está enfermo.
—¡Oh, jodeeer!
Pierre llama a la puerta. Llega con unos minutos de adelanto, lo que explica el retraso de mi respuesta, así como ciertos escalofríos de placer que experimento durante la espera, ¿de acuerdo? Cuando abro, despeinado, sonriendo, Pierre recuerda lo inofensivo que parecía yo mientras le soltaba todas aquellas chorradas, igual que les pasa a esos cantantes angélicos de las bandas de rock satánicas, pero en menos guapo. Lo llevo adentro, me siento en la cama, acaricio con la mano un lugar de la colcha a mi derecha.
—Se me ha ocurrido —digo— que esta vez, simplemente, podríamos hablar, pues ya tengo un buen conocimiento de ti, por lo menos físicamente.
Le miro parpadeando.
—Muy bien, claro.
—Porque fue fascinante contarte todo aquello, algo que normalmente sólo escribo en mi diario, y que no parecieras molestarte por ello.
—No, me pareció bien.
—Y podría ayudarme a aclarar mis ideas.
Pierre se encoge de hombros.
—Allá tú.
—De modo que… —me pongo de pie bruscamente, avanzo y me apoyo en la pared junto a la mesa-tocador de falsa madera noble—, ¡uf…!
Me retuerzo el labio, mis ojos siguen una mosca invisible. Pierre se ha relajado y se pasa un dedo por uno de sus mechones castaños. Cuando no está trabajando, sus hombros tienden a hundirse hacia delante. Deja que se le hundan.
—Bueno —masculla—, la última vez me hablaste de cómo me ibas a matar si…, bueno, he olvidado por qué.
—Eso mismo, sí. —Mis ojos se detienen y se clavan en Pierre—. Vine en avión desde Los Ángeles pensando en matarte. La fantasía era esa. Evidentemente, no hice el menor esfuerzo por ponerla en práctica, de modo que supongo que nunca fue un objetivo real, pero durante el vuelo tomé todas esas notas sobre lo que quería hacer.
Señalo mi maletín abierto. Hay papeles, escritos con letra apretada, dispersos entre su contenido.
—Creo… —continúo—. No, sé, que si te matara, aunque no tendría forzosamente que ser a ti, sino a alguien que, como tú, se adecuara a cierto tipo físico concreto que me atrae, sería algo increíblemente profundo. Me sentiría… ¿libre? Eso parece una estupidez, supongo. Pero veo en las noticias a esos asesinos que mataron a alguien metódicamente, y son libres. Saben algo asombroso. Uno lo puede asegurar.
»Y yo quiero saber qué es esa… cosa. Lo he querido saber desde que tenía trece años y… ¡bla, bla, bla!
Pierre se mira el pecho a través de la abertura del cuello de la camisa, sin prestar atención. Hay cinco o seis pelos que le crecen muy tiesos en el pecho y tiene que afeitárselos antes de rodar los vídeos. A veces parecen formar de modo accidental unas letras o números romanos. XII en este momento.
—¿Sí? —dice al advertir que he hecho una pausa.
—¿Crees que puede interesarte algo de todo eso?
Le miro con el ceño fruncido. Pierre se encoge de hombros.
—Sólo por lo insólito —dice—. Me gustan las cosas que están un poco pasadas de moda.
—¿Como cuáles?
Pierre les sonríe a sus encogidos pezones, a su arrugado estómago.
—La música —dice—. El Art Rock de los años setenta. Eno, Roxy, Sparks, T. Rex. ¿Conoces esa época? —Parece que asiento con la cabeza—. Bien —añade—, es una comparación patética, pero…
Mi cara se queda absorta de nuevo. Bueno, principalmente los ojos, y sobre todo la boca, que me cuelga medio abierta. Es rosa y está como demasiado seca por dentro. Se parece un poco a una silla para muñecas, al menos desde tres metros de distancia. Hay algo agradable, de un modo general, en mi cara, decide Pierre. Eso debería hacer mi locura más horripilante. Puede que él no esté tomando las precauciones adecuadas. O puede que yo sea totalmente inofensivo, sólo que… ¿Quién sabe?
—Noto que te estoy aburriendo —digo.
Pierre se encoge de hombros.
—El aburrimiento no tiene nada que ver con esto, y, en todo caso, no me aburres.
Yo me pongo nervioso o algo así, respiro hondo.
—Bien, me alegro.
Pierre se deja caer y repta por la cama hasta que consigue alcanzar una almohada, que se pone debajo de la cabeza. El algodón frío le recuerda algo. Rebusca en su memoria tratando de acordarse. Está relacionado con Marv.
—¿Por qué no…? ¿Por qué no escribes un relato con todo lo que me cuentas? —dice Pierre. Se alza, me mira con los ojos entornados—. Como si yo fuera un niño, y tú estuvieras tratando de que me durmiera y, al mismo tiempo, de enseñarme algo nuevo. A veces mi novio hace eso, me cuenta relatos raros basados en lo que le ha pasado en el trabajo. A lo mejor de ese modo te entiendo mejor, o… Quiero decir que has pagado y es tu hora.
Asiento apresuradamente con la cabeza.
—Muy bien, déjame que piense.
—Bien, un amigo mío, Samuel, estaba enamorado de un chico joven con el que trabajaba, ¿entiendes? Samuel estaba obsesionado por Joe que, al parecer era muy «él». Alto, pálido, pelo oscuro, delgado, infantil, ausente. Como tú. De modo que yo no paraba de decirle: «Si consigues ligártelo, preséntamelo». Entre tanto, siempre que Samuel y yo salíamos juntos le hacía montones de preguntas sobre Joe, por quien también yo me había obsesionado.
»Samuel encontraba difícil abordar a Joe, pues el chico estaba demasiado ausente o era reservado o las dos cosas. Miraba mucho al vacío, daba respuestas inconcretas, que Samuel encontraba muy monalisescas. Perseguía a Joe por la tienda estudiando su comportamiento, buscando el momento adecuado para invitarle a cenar o lo que fuera. Le llevó semanas. Samuel cada vez se volvía más tímido y estaba más confuso.
»Una noche, por teléfono, hicimos una relación de lo que Samuel sabía de Joe. Yo tenía papel y lápiz, e hice una lista. Decidimos que Joe probablemente estaba tan obsesionado como Samuel, sólo que no por el sexo y el amor, sino por las películas de casquería, que eran el único tema que parecía soltarle la lengua. A mí también me gustan, lo que no es sorprendente, supongo, y eso hizo que sintiera más curiosidad por Joe.
»A Samuel no le interesa la violencia, en absoluto. Es muy romántico, a pesar de su cinismo. De modo que le expliqué algunas de las claves de esas películas, lo que significaban, para que se las soltase a Joe, con objeto de conseguir hacerse amigo suyo. Por supuesto, yo esperaba que Samuel perdiera el interés, pero no antes de que consiguiera hacerse lo suficientemente amigo de Joe para desempeñar el papel de Cupido para mí. Porque el chico me parecía perfecto, y yo por entonces todavía tenía inclinación por los novios fijos. Esto ocurrió hace un año, más o menos.
»Al parecer, Joe y Samuel mantuvieron breves conversaciones muy raras durante los momentos tranquilos del trabajo, en las que mi amigo hacía preguntas y Joe medio las respondía, medio fantaseaba. Con todo, Joe se distraía fácilmente, pero si Samuel conseguía mantener una línea coherente de pensamiento durante un rato, especialmente sobre asuntos violentos, Joe le seguía. Aquello les bastó durante un par de meses.
»Veamos. Olvidé cómo pasó, pero especialmente gracias a mi insistencia, Samuel sacó a relucir el asunto del follar. En concreto, le pidió a Joe que se acostara con él, y de un modo bastante directo. Creo que la reacción de Joe fue, más o menos: “¡Qué ideas más raras tienes!”, lo que era ambiguo de verdad. Los dos nos hicimos esperanzas. Samuel sacó a relucir ese tema varias veces más durante las dos o tres semanas siguientes. Joe se encogía de hombros, bostezaba, etcétera.
»Un buen día, Samuel tuvo suerte, o algo así. Joe dijo: “Bueno, ¿por qué no?”. Total… Esto es tremendo. Fueron a casa de Samuel, y resultó que Joe, que como dije, se suponía que era la quintaesencia de mi tipo, era masoquista. Estaba lleno de cicatrices, cortes, moretones, cosas así, de sus relaciones anteriores. Y Samuel, el cobardica, se quedó de piedra y le dio unos cuantos azotes.
»Al día siguiente me llama, me cuenta la escena. Evidentemente, yo flipo. Samuel está un poco abatido, luego se muestra de acuerdo, un poco a regañadientes, en presentarme a Joe la semana siguiente. Puedes imaginarte, por lo poco que me conoces, lo que representó para mí ese golpe de suerte, o lo que fuera. Un chico que quiere morir, aunque sólo sea metafóricamente, y yo, un asesino impotente…
»Pasé la mayor parte del fin de semana con Samuel sacándole toda la información posible sobre Joe. Detalles físicos, costumbres, opiniones que el chico hubiera soltado sobre la música o los programas de la tele que le gustaban, cosas de su pasado. Todavía tengo una novela sin terminar que traté de escribir basándome en todo eso. En definitiva, yo estaba en las nubes y cachondo o psicótico o lo que fuera lo que me dominaba, esperando la “semana que viene”.
»Bueno, pues Joe no volvió a aparecer por el trabajo. Pasaron los meses. Finalmente, resultó que un actor que he olvidado cómo se llama…, seguro que recordarías su casa si la vieras…, asesinó a Joe durante una violenta escena de sadomasoquismo. Enterraron el cadáver descuartizado de Joe en el jardín trasero del actor. Me sentí fastidiado de verdad por ello. Me refiero a que podría haberle matado yo, o no, pero me apetecía conocerle, explorar esas cuestiones con él.
»Porque yo no quiero matar a nadie, no de verdad, no si eso significa ser egoísta, que es lo que básicamente son los asesinos. Pero había un chico que podía haber compartido conmigo esas obsesiones. ¡Mierda! Es como si toda mi jodida vida hubiera consistido en una serie de fracasos a medias en relación con la gente. Dejé a mi primer novio, Julian, un raro explorador amoral de cuerpos como yo, pero más listo, dejé que se fuera.
»Y al hermano pequeño de Julian, Kevin, con el que me lie más adelante. Por entonces parecía que estaba loco, pero creo que era muy semejante a Joe, sólo que en una fase de desarrollo anterior. Pasivo de verdad, muy ausente, siempre hiriéndose accidentalmente, muy maleable. Tan guapo, y siempre tan lleno de cardenales… Ahora pensar en él me enloquece, pero entonces me pareció una responsabilidad demasiado grande.
»El único chico con el que de hecho me puse violento fue un punk que parecía de lo más auténtico, en la época en que me movía en ese ambiente. Samson, un nombre falso, estoy seguro. Ya ha muerto. De sida. Le pegué, para ver lo que se siente. Durante un tiempo creí que le había matado. De todos modos, lo único que recuerdo es que fue una experiencia rara, impredecible. No pareció que tuviera nada que ver con mi obsesión, aunque por fuerza había de tenerlo.
»No sé por qué no tuvo nada que ver, como no sea que la escena resultaba demasiado elemental, no se parecía en absoluto a mi imagen mental de la violencia, que es como una película. Estoy seguro de que he idealizado la crueldad, el asesinato, el descuartizamiento, etcétera. Pero incluso amortiguado, hay un algo de desconocido en ello, muy profundo, o lo que sea, en especial cuando lo combino con el sexo. Luego uno queda…, quedo yo…, fuera de control. Por dentro.
»No se puede comunicar, evidentemente. Escúchame. Debería hacerlo, o no hacerlo y ver a un psiquiatra, o lo que sea. Porque ahora me domina por completo. Vine aquí en avión fantaseando sobre que te iba a matar, sin un plan específico, sin contárselo a nadie. Es estúpido, no tiene sentido. Y así me lo repito, por tanto… Creo que lo mejor será que te vayas. Toma…, aquí tienes tus doscientos dólares.
Saqué la cartera.
Seis meses después, Pierre vuelve a doblar mi última carta, la guarda en el bolsillo trasero. Luego se quita los pantalones vaqueros, se instala en una butaca de mimbre.
—¡No te sientes ahí! —grita Warren mirándole con aire de enfado desde la otra punta de la sala abarrotada de equipo—. ¡Usa… la… cabeza!
Pierre se pone de pie de un salto, se retuerce, se mira la espalda. El dibujo del mimbre ha quedado perfectamente marcado en rosa en sus nalgas.
—Tim —dice Warren suspirando—, límpiale esa mierda.
Pierre se cruza de brazos mientras, arrodillado, Tim trata de eliminar las señales de su culo. Una vez mira hacia atrás y examina la rubicunda cara del chico. Parece distante, desinteresado, como si estuviera acariciando a un perro, o algo así. Con todo, nota que el chico, hasta cierto punto, no siente indiferencia por él. Los clientes le han manoseado de modos igualmente vagos cuando de hecho lo que deseaban era… ¿quién sabe? Follar sin preservativo, supone Pierre.
Las otras estrellas, dos tipos rubios —uno pálido, delgado, con una gran nariz, el otro fornido, bronceado, de pelo en pecho—, están sentadas muy juntas en una cama de matrimonio. El segundo, Heiner, se alisa los pelos de la pantorrilla, que son tan espesos que sus piernas parecen permanentemente sucias. El más guapo, Bob, mira su reflejo en un espejo redondo que cuelga a la izquierda de la ventana, tachonado por salpicaduras de cocaína.
—¿Tim?
Es la voz de Warren.
—Ya, ya —grita Tim. Da una palmada en el culo de Pierre—. Ha recuperado su aspecto habitual.
Pierre lo verifica, asiente con aprobación, avanza en dirección a Heiner y Bob. Estos se apartan metro y medio o dos metros. La cama parece algo así como una playa, con unas sábanas azules y unas mantas verdes amontonadas en un extremo como la orilla del océano Atlántico.
Pierre se sitúa entre los rubios, mira con los ojos entornados a la cámara, casi invisible debido a las luces, espera. Los del equipo de rodaje discuten sobre la iluminación, que al parecer Warren encuentra excesivamente poco dramática. En cuanto director, trata de elevar la categoría del porno gay con detalles técnicos pretendidamente artísticos, aunque el modo de follar es el habitual, postsida, «seguro», sórdido, interrumpido en escasas ocasiones por escenas de comedia de enredo de lo más desangelado.
—¿Dónde estábamos? —refunfuña.
Los rubios miran con expresión estúpida a Pierre.
—Bueno, verás —contesta Pierre—. Heiner y yo hemos emborrachado a Bob y le trajimos a este sitio, nuestra casa, me parece, ¿no? Y… bueno, tú dirás.
Warren asiente con la cabeza.
—Sí, exacto. Bob, tú eres el personaje central. Actúa como si estuvieras borracho un minuto o dos, luego te pones a follar. Heiner, Pierre, no lo olvidéis: el chico os vuelve locos.
Pierre cierra los ojos, se acaricia la polla. Heiner, que se masturba con intensos movimientos, empieza a golpear a Pierre en las costillas con el codo. Entonces Pierre se acerca unos centímetros a Bob, al que se le pone dura sin ayuda de las manos. Y se le mantiene dura. Por eso aparece tanto en las películas porno últimamente. Tiene, además, buena piel, piensa Pierre, mientras pasa la mano por un espacio de su cuerpo relativamente libre de pelo.
Normalmente, Pierre necesita a Marv para empalmarse. Por eso le ofrecen pocos papeles, y de escaso lucimiento, a pesar de lo guapo que es y de su expresión soñadora. Hace un año era el chico cuyo culo las otras estrellas estaban destinadas a lamer, a follar con el dedo o con la polla, a azotar, etcétera. De ese modo no necesitaba ponerse en erección más de treinta o treinta y cinco segundos por película, cuyo metraje se dividía en trozos que se insertaban a lo largo del vídeo.
Pero su culo se había vuelto demasiado conocido, al parecer. De modo que había pasado de ser la estrella siempre follada a follador de segunda o tercera categoría cuya ocasional falta de erección sólo les resulta evidente a los muy aficionados al porno. O a los fans incondicionales de Pierre, entre los cuales, evidentemente, hay unos cuantos… psicópatas… Piensa en una página de mi carta. La polla se le pone inmediatamente fláccida. ¡Mierda!
—¡Pierre! —grita Warren desde algún punto de la deslumbrante luz—. ¡Concéntrate!
Pierre echa una ojeada a Bob, que tiene una expresión de lujuria en los ojos que hace que su nariz parezca menos grande. Los ojos de Heiner, por otra parte, son un tanto excesivamente pequeños y tensos, como si hubieran sido condenados a sentir lo que están sintiendo.
—Muy bien, chicos, poneos a hacer algo fantástico —grita Warren—. Pierre, esfuérzate. Bob, recuerda que estás borracho. ¡Ac… —Pierre tapa con las manos su fláccida polla—… ción!
Durante la hora siguiente Pierre consigue empalmarse, aunque por breves momentos. Cuando no está en erección, abre la boca como si estuviera en el paroxismo del placer, pone los ojos en blanco, gime, y el cámara rueda su cuerpo del pubis para arriba.
—No importa, ¡sigue! —le grita Warren una y otra vez.
Después de la toma, todos, excepto Pierre, se colocan con cocaína. Uno tras otro se van marchando. Cuando Pierre se dispone a irse, Warren le agarra por el bíceps izquierdo.
—Tú, espera.
Por el modo como Warren alza la cabeza, sonríe, le guiña un ojo, Pierre intuye que en su juventud era guapo. O por lo menos, atractivo. Aunque ahora, con un físico tan terrible, la confianza en sí mismo que muestra resulta asquerosa.
—Te pagaré para que te quedes —dice Warren—. Que se te levante o no, me importa un rábano. A mí me gusta…
Dibuja un culo en el aire, delante de su cara, saca la lengua. Pierre se encoge de hombros, se desprende de los vaqueros, de los calzoncillos.
—Entonces, conviene que me lo lave —dice—. Un segundo.
Se dirige al pequeño servicio, arranca un trozo de papel higiénico y hace una bola con él. Pone la bola debajo del grifo durante un momento y se da unos toques con ella en el ojete. Piensa que parece agotado, al menos en el espejo. Es buena cosa que los culos no comuniquen el estado emocional de sus dueños.
Centra el culo en el espejo, se lo agarra y estira hasta que la carne se pone púrpura, asoma entre sus dedos, etcétera. Cuando lo suelta, todavía es una tersa caja rectangular dividida en dos partes, que debe resultar bastante atractiva comparada con otros culos, pues abundan los tipos como Warren que se fijan en él, aunque sólo sea para tirar porquerías sobre él o dentro de él o para convertirlo en estrella de sus películas porno mentales.
Cuando Pierre vuelve al plato, Warren está espatarrado en la cama leyendo unas hojas de papel, probablemente mi carta. El tipo debe de haber rebuscado en los pantalones de Pierre. Pierre se queda totalmente paralizado, pero antes de que pueda hacerle cualquier advertencia, Warren alza la vista, aturdido.
—¿Es esto cierto? —pregunta, agitando los papeles—. Ese tipo está… —se pone a leer de nuevo—… completamente loco. Es tremendo.
—Sí, eso pienso yo —dice Pierre.
Camina hacia el centro del plato y se detiene, abrazándose.
—Oye, no parece que conozcas bien a ese chiflado —refunfuña Warren.
Pierre se encoge de hombros.
—Al tipo le dio por escribirme —dice—, de esa fantasía de tortura y asesinato de chicos, supongo que porque le dejé que se explayara hablando de esas cosas mientras follábamos. Siempre me tocan cabritos muy raros. Con todo, ese es excepcionalmente raro.
Warren deja la carta. Esta se pliega por sí sola.
—¿Follaste con ese tipo?
—Más o menos —dice Pierre—. Follamos mucho rato, pero, en realidad, no pasó gran cosa. Me miró, me lamió un poco, y habló mucho.
Warren sacude la cabeza.
—Ya, pero, vamos a ver. Ese tipo es un jodido asesino.
—Bueno, si lo es —dice Pierre—, entonces soñaba despierto.
»La cuestión es que quería matar, pero no podía. No consigo recordar por qué. De modo que se torturaba. Parecía como si conociera sus limitaciones. Habló de ellas con gran prolijidad, por ejemplo, de dónde creía que procedían sus fantasías sexuales, que según él se remontaban a incidentes de su infancia. De hecho, nunca me sentí en peligro. Y ahora sólo parece una escena de un documental.
»Pero, de acuerdo, cuando se trasladó a Europa creo que acabó por volverse majara del todo y decidió ponerlo en práctica. Quiero decir que ya has leído su carta. Suena como si hubiera matado de verdad a esos chicos, ¿o no? No dice: “Estoy transcribiendo una fantasía que tuve”.
Warren había vuelto a coger la carta. La miraba con los ojos entornados, agitando la cabeza.
—Suena a cosa verídica —dice—. Pero ¿cómo lo podría saber?
Pierre se deja caer en una silla.
—No sé qué hacer —dice pasándose los dedos por el pelo—. Podría contestarle y decirle: «Déjame en paz». Sin embargo, tengo que admitir que ahora siento adicción, o algo así, por esas cartas. Pero es que soy un jodido esteta en todo.
—Ya, ya. —Warren asiente violentamente con la cabeza—. Si yo fuera tú, dejaría que me escribiera. De ese modo puedes vigilarlo de cerca. Quiero decir que quién sabe, quiero decir que…
Los ojos de Warren adquieren un brillo resplandeciente que podría traslucir o no una emoción que estalla interiormente. Extraño. En cualquier caso, han dejado de ser verdes. Bueno, más bien han adquirido una especie de matiz metálico, igual que aquellas lentes de contacto que llevaba Peter Gabriel para parecer mecánico cuando estaba en Genesis. Semen, vaselina y sudor adornan las sábanas con unos lunares grisáceos. Deben de haberse frito bajo los focos, porque allí huele a queso de untar deshecho.
—Conocí a un tipo —continúa Warren—. Posiblemente estaba igual de chiflado. Para hacer estos pornos, ya sabes, tengo que conseguir dinero. Y una vez me presentaron a un tipo muy rico al que le interesaba financiar películas porno. Pasé algunos fines de semana en su casa. Quería invertir dinero para que yo hiciera un vídeo sádico, pero de verdad. Tenía a un chico oriental muy guapo que vivía con él y que al parecer iba a ser la víctima.
»El tipo dijo que me financiaría mis pornos el resto de mi vida si le hacía un favor y rodaba una historia sádica con el chico oriental, él, y un par de gays a los que yo no conocía y que cometerían el asesinato. Yo dije que no, evidentemente. Ni pensarlo, por supuesto. Pero, de todos modos, el tipo hizo uno, no sé cómo. Pero lo sé con seguridad porque, bueno…
Warren se dejó caer en las arrugadas sábanas.
—A un amigo mío de la industria le pasaron una copia. Me la describió una noche, y yo pensé: ¡Mierda! Hice que me proyectara los dos primeros minutos, antes de que pasara algo violento de verdad, y era el mismo chico oriental, al que ataban a una cama, y parecía muy, pero que muy asustado. Yo dije: «Interrumpe la proyección». Pero en parte creo, por absurdo que parezca, que yo lo maté.
»Quiero decir que no pude ni ver el vídeo, de modo que no sé cómo puedo imaginarme, ¿comprendes?, que vi cómo mataban de verdad a aquel chico oriental, si es que lo hicieron. Quiero decir…, fue una experiencia increíble. Después de una cosa así, uno nunca vuelve a ser la misma persona, estoy seguro. Imagínatelo. ¡Joder! Pero ahora es fácil de contar. Cuando ya no hay remedio.
Pierre juguetea con uno de sus mechones castaños.
—Hablas como ese tipo, Dennis —dice—. O como el hermano pequeño de Dennis. Dennis era más, bueno, no exactamente solemne, pero más centrado, o algo así. ¡Ejem…!
El cielo se nubla al otro lado de la ventana. Es eso, o que el atardecer es desacostumbradamente gris. Muy bonito. Pierre oye que Warren se desabrocha la ropa. Un apagado e irregular plop, plop, plop…
El papel pintado amarillo de la pared es falsamente elegante de un modo vago y que no despierta excesivo interés. Pierre se queda absorto examinándolo. Cuanto más lo mira, más le recuerda un charco de meados. Bosteza.
—Pon el culo aquí —le suelta Warren, bromeando. Se ha situado en la cama, desnudo, gordo, con el pene rechoncho y enhiesto. Sus manos forman una especie de silla muy pequeña que está suspendida más o menos a treinta centímetros por encima de su boca.
Cuando Pierre se dispone a sentarse, la silla se alza para atraparle, interrumpiéndole.
—Espera —dice Warren—. ¿Te has hecho los análisis?
—Sí, negativo.
—¿Cómo es posible eso? —murmura Warren.
La silla se vuelve a formar y se alza oscilando ligeramente.
—No lo sé —dice Pierre.
La silla está a punto de hundirse en cualquier momento.
—Bien, vale, te creo.
El culo de Pierre cae con brusquedad sobre una cara que deja escapar un ruido semejante al de un cojín hinchable al deshincharse bruscamente.
Nueve meses más tarde, Marv le abre la puerta del apartamento agitando un sobre cerrado. Pierre le echa una ojeada, lee el remite.
—¡Mierda!
Se tambalea al pasar junto a Marv, deja la bolsa de la compra en la mesa de la cocina y avanza por el pasillo.
—¿La puedo abrir? —grita Marv detrás de él.
—Sí —dice Pierre, pero se lo piensa mejor—. La verdad, es mejor que no, por favor. Espera un…
Cierra de un portazo el dormitorio. La habitación huele como él, debido a la ropa sucia. Montones. A veces sueña despierto que embotella aquel hedor o lo mete en un bote de aerosol, o algo así. Lo vendería con una cinta de vídeo suya meneándosela, metiéndose el dedo por el culo, etcétera. Pero esta noche el olor le recuerda algo doloroso. ¿Qué? Se deja caer, olfateándolo, y rebota en la cama deshecha.
Marv llama a la puerta.
—¿P.?
—Espera un poco, ¿vale? —grita Pierre—. Empieza a cenar, mira la tele, lo que sea. Saldré en un momento.
Al cabo de diez, quince segundos, oye que encienden la tele en el cuarto de estar. Noticias. Un accidente de aviación. Montones de muertos. Cuando está seguro de que el volumen está lo bastante alto, y de que las noticias son lo suficientemente malas para distraer a Marv, se pone a sollozar. Todo su cuerpo se agita espasmódicamente.
El hombre que le había pagado por darle por el culo aquella tarde estaba evidentemente enfermo de sida, pero Pierre había decidido no decir nada siempre y cuando usara condón, lo que, probablemente, era seguro. Sin embargo, los ojos del hombre estuvieron tan distantes durante toda la hora, o por lo menos cada vez que a Pierre se le ocurrió mirarle, que o bien no significaba nada para él tener acceso a aquella cara y a aquel culo que no le juzgaban, o bien lo significaba todo.
¿Y él? ¿Qué había sentido él? Puede que poco más que nada, como de costumbre. Sin embargo, el miedo o el dolor del hombre, o lo que fuera, se le habían pegado, como se suele decir. O habían hecho deprimente, decepcionante, su propia falta de sensaciones. Cuando piensas acerca de estar en la cama con alguien, se dice Pierre, enfermo o no, o bien estás tan distante que sólo se te ocurren clichés, o bien estás tan implicado que las cosas se vuelven borrosas, o… ¡Joder!
—¡A tomar por el culo!
Sigue tumbado en la cama y tiembla, lloriquea, gime. De vez en cuando contiene la respiración y se asegura de que la tele sigue encendida en el cuarto de estar. Al cabo de un rato se estira, agarra el mando a distancia y enciende la tele de su habitación, dejando el volumen bajo. Noticias. Una antigua imagen de esa mujer, como se llame, rodeada por un delgado marco negro, lo que debe de significar que por fin ha muerto.
Marv, probablemente, está en el cuarto de estar, totalmente trastornado, y no porque le importe mucho lo de esa mujer, como se llame. Pero le afectan más los altibajos, o lo que sea, de la vida… mientras que a Pierre le importan muy poco las cosas, todas, y aún menos la predecible muerte de esa mujer, como se llame. También está demasiado… aburrido, insensibilizado, preocupado, lo que sea, para detenerse a pensar y formarse una opinión.
—¡P.! —Marv está a la puerta—. ¡Esa mujer, como se llame, ha muerto!
—Sí, ya lo sé —dice Pierre, molesto por lo débil que suena su maldita voz.
Hay un breve e intenso silencio al otro lado de la puerta.
—¿Estás… bien? —pregunta Marv.
El picaporte gira muy lentamente. ¡Mierda! Pierre se tapa los ojos con un brazo cuando penetra la luz del pasillo. Pronto nota una mano que le acaricia el rizado pelo.
—¿Qué pasa? —susurra Marv.
El colchón cruje y se hunde a un palmo del hombro de Pierre. Huele a Marv, lo que quiere decir a Levi’s. En realidad, a lo que huele es a detergente, no a algodón teñido. Sin embargo, por algún motivo asocia ese olor con su amante.
—Hoy. El cliente —dice Pierre—. Sida. Era evidente. Y eso me saca de quicio.
Levanta el brazo de su cara, para demostrárselo. Marv parece asombrado por lo mucho que ha llorado. En la tele, una aprehensión de droga. Hileras de cajas con cocaína a punto de que las quemen. Al hacerse cargo de lo que eso representa, Pierre se estremece un poco.
—Te has enfriado —susurra Marv. Tiene la vista clavada en el brazo que Pierre mantiene levantado—. A lo mejor estás enfermo, quizá tengas la gripe —añade, y pasa la yema de un dedo por la piel de gallina, verdosa y blanca.
—¡No! —chilla Pierre; se aparta.
Se sientan, pasan así unos minutos interminables. Marv se levanta, pasea por la habitación como si buscara algo. La tercera vez que pasa por delante del televisor, sube el volumen y se sienta en el extremo inferior de la cama. Un padre y un hijo se abrazan, bañados en lágrimas, rodeados de cámaras y micrófonos, después de que el chico, al parecer, escapara de una red de pornografía infantil.
—¿Sabes? —dice Pierre—. Yo tenía más o menos la edad de ese chico cuando hice…, bueno, creo que ahora la llaman Campamento de verano, pero entonces era un corto en super ocho. Creía que el hombre sólo quería follar, lo que ya me ponía los pelos de punta. Luego, de pronto, apareció aquel otro hombre con una cámara en la mano… Ahora me alegro de que las copias sigan circulando. ¡Tengo un aspecto tan vivo en la película, tan intenso! El modo como el hombre me lame el culo y yo le dejo hacer… ¿No crees?
—¡Tonterías! —dice Marv tranquilamente—. Pareces muy asustado en esa película. Y lo mismo le pasa a ese chico. Fíjate.
Se echa hacia adelante y sube el volumen del televisor.
—… de modo que mi padre —dice el chico entre dientes— no me quiso abandonar.
—¡Y nunca lo haré! —grita el padre.
El chico tiene una expresión de vergüenza en la mirada. Los periodistas se ríen a carcajadas. El chico lanza un besito a la concurrencia. Su padre le da una palmada en la cabeza.
—¡Joder! —protesta Marv, y se apresura a bajar el volumen.
—¿Muy asustado? —dice Pierre, sorbiéndose las lágrimas, y le da una patada a Marv, aunque no lo bastante fuerte para hacerle daño.
Marv se echa hacia delante y muestra gran interés por lo que ocurre en la pantalla, o eso pretende. Un anuncio de Hyundai. Pierre se vuelve, clava la vista en la pared, un poco obsesionado por Campamento de verano, en especial por la idea de sus delgadas piernas agitándose en el aire al otro lado de la cabeza de un hombre calvo.
—Pero es rarísimo, Marv —susurra—, me refiero a Campamento de verano, al aspecto de asombro que tengo. —Marv no se inmuta—. Si algo de mi infancia influyó en mi comportamiento adulto —continúa Pierre—, fue aquella tarde. Tener a un hombre mayor entregado a mí de un modo tan completo y tan fuera de sí, como si yo supiera dónde habían enterrado algún tesoro o el antídoto contra una enfermedad maligna que le aquejara.
»Porque, ya sabes, se supone que el éxito de una persona en la vida depende de los talentos que tenga o deje de tener. Pero, en ese corto, lo que me hace parecer tan estupendo no tiene ni una mierda que ver con ningún talento mío. Mi conducta y mis ideas y todo lo demás están ahí por añadidura, si es que están. Lo que es una locura, ¿no? Entonces ¿qué vio ese hombre en mí? Desde luego, yo no veo nada estupendo en mi estúpido y miserable ser.
La cama se mueve. Pierre se vuelve, mira con los ojos entornados. Marv está nuevamente de pie.
—Ya lo hemos discutido antes —dice—. No sé por qué sigues obsesionándote por eso. Voy a encender el horno.
Se marcha, cierra de un portazo. Muy propio de él. Pierre se vuelve hacia el otro lado, contempla las cortinas que se hinchan y se deshinchan sobre un cielo encapotado sembrado de antenas de televisión. Trata de sollozar, no puede.
Por fin se levanta, avanza por el pasillo. Marv está sentado a la mesa de la cocina leyendo mi carta. Pierre coge zumo de arándanos de la nevera, se sienta enfrente de Marv. La cocina huele a pollo asándose, lo cual se combina extrañamente bien con el sabor del zumo. Bebe un sorbo, olfatea, bebe otro sorbo, olfatea, lo repite en rápida sucesión unas cuantas veces. La combinación es, bueno, en cierto sentido, del Oriente Medio. ¿Y qué?
Marv está leyendo la carta, con ojos saltones, el ceño fruncido, la frente arrugada.
—¿Ha pasado algo nuevo en Amsterdam? —pregunta Pierre.
Marv niega con la cabeza.
—El mismo porno apocalíptico de siempre. Puede que algo más detallado. En la parte que estoy leyendo ahora, la víctima es muy joven. Toma.
Se la tiende.
—No. —Pierre derrama algo de zumo—. Ya estoy harto de tanto follar y tanta muerte. Cuando la termines, tírala.
Pierre se echa el pelo hacia atrás, bebe un sorbo. Marv sigue leyendo. Su cara muestra una expresión de sorpresa, como de actor de comedia de enredo. Ese es el problema, piensa Pierre. Uno se acostumbra a todo. Luego deja de sentir, se limita a responder, el cerebro reduce el mundo a… lo que sea…, ¿una comedia? Olfatea. ¡Uf! ¿No se está quemando algo?
—Marv, ¿qué es lo…?
Su amante deja caer mi carta y corre hacia el horno tendiendo las manos.