Jueves por la noche, viernes por la mañana
Joe levantó la trampilla. Se puso en cuclillas y dirigió el haz de luz de la linterna a su sótano. La visión resultaba un tanto lechosa a causa de las telarañas, de modo que las rompió de una patada. El boquete enmarcó los travesaños superiores de una escala de cuerda. Los estudió durante unos segundos, se encogió de hombros, y se hundió en la oscuridad.
Ruido sordo.
Paseó la luz por los muros de cemento, y pudo distinguir unos cuantos clavos de los que se solían colgar las herramientas. Ahora había sombras de sierras, martillos, llaves inglesas. En una estantería de madera había varios periódicos medio deshechos. Pasó rápidamente las hojas. Soltaron un polvo cosquilleante. ¡A-a-a-a-a-chís! Entre dos suplementos de dibujos, cerca de la base del montón, distinguió un largo hueso blanco con un extremo en forma de nalgas. Cuando lo sacó, vio que tenía entre cuarenta y cuarenta y cinco centímetros de largo.
Introdujo un extremo del hueso dentro del bolsillo trasero de sus descoloridos vaqueros.
En el suelo del sótano no había nada, aparte de unos cuantos libros de bolsillo húmedos en un rincón. Ninguno de ellos valía gran cosa. Porno blando, novelas policíacas, de ciencia ficción, etcétera. Deshizo el variopinto montón de una patada.
Al trepar por la escala de cuerda, trató de imaginarse su esqueleto doblándose y estirándose dentro de su piel, pero tenía pocos conocimientos anatómicos y su cerebro estaba tan obnubilado que no podía conceptualizar una imagen vivida.
Sonó el teléfono. El contestador automático se puso en marcha. Era su amigo Samuel, que le decía que viera el canal 9. Joe dejó el hueso en la mesa del comedor. Se derrumbó en una butaca, cogió el mando a distancia y puso ese canal.
Un viejo estaba estrangulando a un chico, que hacía muecas de dolor, se quejaba, imploraba. Un viejo más bajo alzó un cuchillo tres o cuatro centímetros por encima del pecho del chico, que lucía una camiseta de Iron Maiden. Los dos hombres se rieron e intercambiaron miradas de connivencia. Uno guiñó un ojo. Luego, el más bajo hundió la hoja en el complicado logotipo de Iron Maiden.
Joe abrió los ojos después de lo que le parecieron segundos, aunque hubieran podido ser horas. El pitillo se había consumido. Del punto de la tapicería de la butaca donde había caído la brasa se alzaba una vacilante columna de humo. Más allá, su televisor enmarcaba parásitos carentes de todo interés.
Dio una palmada en el brazo que ardía sin llama, apagó el televisor, subió la escalera y gozó de unas horas de sueño real en la cama.
A la mañana siguiente, mientras se le enfriaba el café, estudió el hueso que había encontrado, frotándose de vez en cuando sus propios huesos para compararlos con él. Casi tenía la misma forma y tamaño que uno de su antebrazo. Sin embargo, el suyo parecía un poco menos redondo. Era difícil saberlo a través de la carne y toda aquella mierda. Se apretó los hombros. Sus huesos eran excesivamente complicados. Se palpó el cuerpo. Las costillas resultaban demasiado planas y delicadas. No había nada especialmente digno de notar en su cintura, según lo que podía apreciar, de modo que pasó a las caderas, que le recordaron una banda de Moebio.
Bajándose los calzoncillos hasta las rodillas, empezó a estudiarse el hueso de la cadera, hundiendo las yemas de los dedos en sus huecos y rincones. Se agachó, separó las piernas, se arrodilló, se puso en cuclillas… Hasta entonces no se había dado cuenta de lo inventivo que podía ser su esqueleto. Llevaba veintiséis años almacenado en su interior como una escultura indigna de ser mostrada.
Se subió los calzoncillos, entró en la cocina, tiró el café, que estaba frío, y fregó la taza.
Trotó por el pasillo y pulsó el PLAY de su contestador automático. Volvió a oír el mensaje de Samuel, sólo que esta vez sonaba deprimente. Mierda, pensó Joe, lanzando una ojeada al reloj. 8.47.
Riiing. Clic.
—¿Diga? —respondió Samuel, medio dormido.
—Soy yo.
A Joe no le gustó su propia voz. Era demasiado profunda, o algo así. Por más que intentara distorsionarla, lo cierto era que tenía esa falsa familiaridad de los locutores cuando anuncian música clásica o rock blando.
—¡Ah, Joe! ¡Hola! ¿Recibiste mi mensaje? ¿Viste algo de ese programa que te dije?
—No estoy seguro —dijo Joe—. Me quedé dormido.
—¡Hiciste muy mal! —dijo Samuel con un bufido—. A ese actor al que te pareces, Keanu Reeves, se lo follaban físicamente unos psicópatas.
—¿Cómo llegaron?
—¿Cómo llegaron a qué?
—¿Cómo llegaron a follárselo?
—No lo sé, ¿qué importa eso? —dijo entre dientes Samuel, y luego bostezó—. Evidentemente, porque era tan jodidamente guapo.
Joe bostezó, echó una ojeada a la grasienta esfera parda del reloj situado allá lejos, encima de la cocina. 8.53.
—Adiós. Te veré en el trabajo.
Clic.
(Estoy escribiendo esto en ruta desde el aeropuerto de Los Ángeles al aeropuerto Kennedy. Debo de estar loco para hacer una cosa así. Claro que soy famoso por meterme en esta clase de líos. Y por tomar decisiones sin meditarlas. Pero el problema lo tienen mis amigos, no yo. Celos, a eso se deben sus majaderías. Yo tengo más «experiencia» que cualquiera de ellos. He imaginado escenas que a ellos ni siquiera se les ocurriría pensar. Y una de las cosas que pasan cuando se explora mentalmente una determinada zona de la vida, como hago yo, es que empiezas a entenderla por completo. O, si no, sabes exactamente lo que quieres obtener de ella y el resto no importa. Para mí, lo que quiero obtener empieza con un tipo físico. Con los años he decidido, o he llegado a comprender, que hay un segmento de la raza humana que me atrae de modo incontrolable. Hombres más jóvenes que yo, esbeltos, pálidos, de pelo negro, grandes labios, aspecto aturdido. Creo que la inclinación procede de aquellas fotos de Henry en Gypsy Pete’s. Él, o aquellas fotos, fueron el original. Todos los chicos a los que he deseado desde entonces tenían el mismo aspecto básico. Supongo que, en cierto sentido, es igual que ligar con la misma persona una y otra vez sin aburrirse. Así es como lo considero. De todos modos, es lo más parecido a una relación estable que puedo conseguir. Pero no es fácil encontrar a chicos que quieran cooperar, al menos desde que me obsesiona tanto la idea de matar a alguien. Esa es la zona de la vida de la que hablaba antes. Y por eso vuelo a Nueva York. Pienso sin parar en ese chico, Pierre Buisson, al que recientemente vi en un vídeo porno, Todo lo que tengo. Es el ser humano más perfecto que he visto desde…, bueno, por lo menos Kevin. Como la mayoría de las estrellas del porno de hoy día, además es chapero. Está a mi disposición. Por medio de un servicio concreto de acompañantes que se anuncia en The Advocate. En Nueva York. Sin las complicaciones de las relaciones de verdad. Déjeseme decir, antes de proseguir, que todo lo que tengo se basa en un impulso que no entiendo, aunque siempre trato de hacerlo).
Viernes por la mañana
Habían pintado los Almacenes Sears de púrpura claro hacía un mes o mes y medio. Se suponía que para atraer a una clientela más joven. Pero en lugar de ello, parecía espantar a la clientela habitual. La sección de Joe estaba desierta, aparte de unas cuantas personas que vagaban distraídas por la frontera entre Ropa para Hombre y Audiovisuales. Se apoyaba en una caja registradora, y pronto quedó absorto en la imagen de uno de los lejanos televisores.
Un hombre musculoso, con el pelo cortado al cepillo, apuntaba con una pistola a unos adolescentes. A los chicos no parecía importarles. Se burlaban de él y le gritaban cosas, hasta que el hombre disparó. Hizo tantos disparos, incluso cuando los chicos estaban caídos en el suelo, que resultaba evidente que la falta de volumen del televisor hacía que se perdiese un intenso contenido psicológico.
—Estupenda, ¿no? —dijo una voz nasal. Joe miró a Samuel, que se encontraba en un pasillo, cerca de la sección de Joe, ordenando un montón de pantalones vaqueros. Últimamente estaba tan moreno, que parecía mexicano—. La película —añadió Samuel, señalando con la cabeza la distante imagen rectangular.
—¿Lo dices de veras? —dijo Joe cautelosamente. Samuel tenía una de esas voces que nunca se sabía si eran irónicas o hablaban totalmente serias. ¿Quién podía decirlo?—. ¡Ejem! Bueno… —Se fijó en un cliente que se había parado unos pasillos más allá—. Sí, es estupenda. ¡Oh!, ¿me perdonas un momento?
Joe se alejó deprisa, colocándose bien la corbata. Unos tres metros antes de llegar al cliente, un hombre bajo y pelirrojo, moderó su paso.
—¡Hola! —dijo sonriéndole—. ¿Puedo ayudarle?
El pelirrojo alzó la vista de un colgador donde ponía Todo a Mitad de Precio y sonrió, enseñando mucho los dientes.
—No me vendría mal.
De repente, Joe tuvo una leve sensación de déjà vu. Aquello empañó su visión durante un momento.
—Quiero una camisa que esté bien —continuó el pelirrojo entre la neblina que se aclaraba—. No demasiado obvia, pero tampoco… llamativa.
Aquella voz le resultaba muy conocida, pensó Joe, aunque más insegura y/o aguda de lo habitual. Evidentemente, el tipo era famoso, o algo.
—Soy un gran admirador suyo —murmuró a ver qué pasaba.
El pelirrojo acariciaba con la mano la manga de una camisa amarilla brillante con un motivo vaquero bordado en los puños. Como era de esperar, tenía unas manos pequeñas, llenas de pecas.
—¿Es de seda? —preguntó.
—Banlón —dijo Joe.
El pelirrojo soltó la manga como si le hubiera quemado. Se sopló las yemas de los dedos, y siguió soplando hasta que Joe se dio cuenta de que esperaba que le riera la gracia, de modo que se rio con afectación.
Satisfecho, o lo que fuera, el pelirrojo volvió a colocar la manga en su lugar.
Joe hizo como si arreglara el colgador durante unos instantes.
—¿Oyó lo que le dije?
—¡Ajá! Gracias… —el pelirrojo se cruzó de brazos y miró la etiqueta de plástico del bolsillo de Joe—, joe.
—No hay de qué. Bueno, supongo que no paran de molestarle admiradores como yo.
El pelirrojo volvió a sonreír enseñando los dientes.
—En realidad, la mayoría de la gente no se toma mi manera de actuar en serio, esa es la verdad.
Comediante, pensó Joe.
—Bien, pues se equivocan… —Dejó pasar, diez, quince jodidos segundos, esperando recordar el título de alguna película, o algo—. Por cierto, ¿qué va a hacer ahora? Quiero decir, ¿qué papel va a interpretar?
Era una manera de romper el hielo.
—Este. —El pelirrojo cerró los ojos, dejó inexpresiva su pecosa cara—. ¿Preparado? —susurró, sin esperar respuesta—. Ya. —Volvió a sonreír. Disparó una mano hacia arriba y la cerró, como si agarrara un cuchillo o una espada. La clavó en dirección a Joe varias veces—. Imagínese que está… gritando…, sangrando —dijo apretando los dientes.
Joe sintió una instantánea erección. Trataba de disimularla cuando…
—Eso quisieras tú —dijo Samuel, desdeñosamente, desde detrás de Joe. Se había acercado a ellos sin que lo notaran.
El pelirrojo hundió las manos en los bolsillos de los pantalones, miró la entrepierna de Joe, le murmuró algo a Samuel, y se alejó sin comprar nada.
Joe notaba que le ardían las mejillas.
—¡Oh, hola, Samuel…!
—Oye, Joe —susurró Samuel en cuanto el pelirrojo no les pudo oír. Parecía desacostumbradamente agitado—. Ten mucho cuidado con Gary. Quiero decir que es un sádico de tomo y lomo, ¿entiendes? Una vez, un guapo «ex» mío fue por casualidad a su casa con él y…
Joe se le acercó más.
(Estamos sobre Kansas, para que conste. Es un espacio llano con unos cuantos kilómetros y carreteras dispersos. El interior del avión es más interesante. No me refiero a los asientos y esas cosas. Me refiero a que dos filas por delante de mí hay una familia belga u holandesa de distintas edades y sexos, todos reunidos en torno a un asiento de pasillo, atendiendo a su ocupante, un chico, de unos veinte años. Acabo de darme cuenta de su presencia. El chico tiene un perfil perfecto: nariz afilada, gruesos labios, grandes ojos, un espeso flequillo castaño. Es todo lo que he podido ver hasta el momento. Pero es suficiente. Resulta extraño lo zalamera que es con él su familia. Por más que el chico sea sin duda de mi tipo, sé por experiencia que los tíos como él son algo fuera de lo común, aunque la mayoría de la gente reconoce que resultan bastante excitantes. ¡Ejem! Voy en el asiento de la ventanilla. El del pasillo va vacío. Al otro lado del pasillo un tipo mayor y su mujer están echados hacia atrás en sus asientos, dormidos. ¡Estupendo! Bueno, es que he tenido una erección sólo de haberle echado una ojeada al chico. Y los aviones, por lo general, me ponen cachondo, porque la gente va muy apretada, o algo así. De modo que me bajo la cremallera de los pantalones vaqueros y me libro de la erección. ¡Sin más, estupendo! Es una de esas cosas inexplicables. Cuanto más miro a ese chico tan mimado, más deseo hacerle algo intenso. No me gusta usar la palabra «follar», porque lo que me interesa es más serio, aunque superficialmente se parezca a follar. Es lo que me pasa cuando uno es tan concreto con respecto al tipo de pareja que quiere. No sólo es pasárselo en grande con chicos guapos que se parecen vagamente unos a otros. Significa perfeccionar tus sentimientos hacia ellos, o examinar detenidamente su aparente perfección o… ¡Mierda! Ahora mismo, si pudiera convencer a ese chico para que se metiera conmigo en uno de los pequeños retretes del reactor, me volvería un psicópata, estoy seguro. De hecho, es más bien como si mi cuerpo quisiera desmelenarse mientras yo observo el daño que causa desde un lugar interior, a salvo).
Viernes por la tarde
Joe iba espatarrado en el Datsun de Samuel. Corrían que se las pelaban. La autopista estaba desierta. De vez en cuando una mano de Samuel se apartaba del volante y jugueteaba en la entrepierna de Joe. Las arrugas y los pliegues de sus pantalones, al enfocarse y desenfocarse, sugieren otras cosas, como pasa con una nube cuando los que la miran lo hacen con intensidad y durante largo rato.
Pi, pi.
El edificio donde estaba el apartamento de Samuel era uno de esos bloques de dos pisos de estuco beige bordeados por estrechas aceras. Abrió la puerta. 2E. Joe se sentó en una butaca del cuarto de estar, con las manos recogidas informalmente en el regazo. Samuel estaba inclinado junto a un brillante aparador de caoba preparando unos cócteles. Joe paseó la vista por una obra de arte que no acabó de identificar.
Samuel le entregó uno de los cócteles, chocaron las copas.
Chin.
—Sé que te gusta la violencia —dijo Samuel a modo de brindis—. ¿Significa eso que eres sadomasoquista?
Joe estaba bebiendo un sorbo, y en su prisa por contestar se lo tragó deprisa y se atragantó.
—Bueno… —dijo tosiendo.
—En definitiva, ¿accederías a cualquier cosa que se me ocurriera hacerte?
Samuel sonrió y bebió un sorbo.
Todavía tosiendo, Joe movió la mano izquierda como diciéndole que esperara un segundo; luego alzó la vista para ver si Samuel había captado el mensaje.
Samuel le miró maliciosamente y bebió otro sorbo.
Joe dejó el vaso e intentó toser y librarse de lo que le quemaba el gaznate. No hubo suerte. Se dobló. Cuando notó un puño golpeándole en la espalda, hizo con los labios la frase «Muchas gracias». Samuel le llevó como bailando un vals por entre los muebles, recorrieron un pasillo, rozando accidentalmente las paredes, y entraron en una habitación con la luz apagada. Aquello resultaba dramático.
Portazo.
—Seré sincero contigo —susurró la voz de Samuel, una voz que se desplazaba por la oscuridad como la de un fantasma.
—Me parece bien —dijo Joe, sin demasiado interés. Su voz todavía era rasposa. Se la aclaró, sacó un pitillo, lo encendió, dio una calada—. Ven aquí. Lamento lo ocurrido. —Se tumbó boca abajo en la cama, expulsó el humo—. Listo.
—Muy bien… ¡Allá voy!
Las manos de Samuel se pusieron a acariciar la culera de los pantalones de Joe deslizándose por ella como si pretendieran esculpir algo. Aquello estaba bien, aunque resultaba un poco monótono. Al cabo de un tiempo se levantaron.
—Un momento, ¿de acuerdo? —Joe se puso de pie, aplastó el pitillo en lo que esperaba que fuera un cenicero, se bajó los pantalones y los calzoncillos hasta las rodillas, se volvió a tumbar y respiró hondo—. Adelante.
Las manos volvieron a deslizarse por el culo, ahora al aire, de Joe, una, dos veces, se detuvieron, luego se apartaron bruscamente.
—¿Qué es lo que noto? —susurró Samuel—. ¿Verdugones?
Joe tuvo una erección quizá a causa de la sorpresa que reflejaba la voz de Samuel.
—¡Ajá!
—¿Es que tú…?
—Pues… sí.
—… eres…
—Esencialmente.
—… porque no sé si puedo… —Samuel dio un cachete suave en el culo de Joe—. ¿Qué tal así? —dijo con voz aguda, y volvió a pegarle.
Joe dejó descansar la mejilla en los nudillos de una mano y se relajó. ¡Zas! El culo le escoció un poco. En el ojete la sensación era más compleja e incluso sentía cierto picor. ¡Zas, zas! Aquello hizo que Joe pensara en una colmena. ¡Zas! Con todo, trató de no concentrarse, pues cualquier imagen amortiguaría los golpes. ¡Zas, zas, zas! Tenía que mantenerse indiferente a todo aquello.
—Sí. Bien. Más arriba, más fuerte.
Etcétera. ¡Pum! Joe notó un dolor muy apagado en la parte baja de la espalda. ¡Pum! Otro dolor más arriba. Al recibir el tercero estaba seguro de que se trataba de puñetazos. ¡Por fin! ¡Pum…! ¡Pum! ¡Pum! Cuello, culo, caja torácica… La violencia desapareció.
—¿Qué pasa? —Joe miró por encima del hombro con los ojos entornados. La silueta de Samuel era visible a los pies de la cama, encorvada en la oscuridad, como un Rodin—. ¿Por qué te paras? —Joe creyó notar sabor a sangre, de modo que se pasó la lengua por el interior de la boca en busca de heridas—. Quiero decir que era estupendo.
No veía que nada hubiera salido mal. Samuel negó con la cabeza, violentamente.
—Lo… siento… mucho, mucho…, lo siento.
—Mira —dijo Joe, y suspiró. Arqueó las caderas, tirando de los pantalones y los calzoncillos—. Supongo que soy una persona autodestructiva. Lo que pasa es que yo no lo veo así. Porque tengo tendencia a experimentar cosas, incluso cosas raras como la violencia, como formas de información acerca de lo que soy o de quién soy físicamente. —Terminó de subirse la cremallera y chasqueó los dedos—. De modo que no lo pienso dos veces. —Se volvió, sonrió, echó una ojeada al reloj de la mesilla, 11.21—. Será mejor olvidar todo esto.
Le tendió la mano a Samuel.
(Otra cosa sobre los aviones. Cuando estoy encerrado en uno durante horas, tiendo a volverme más consciente de mí mismo del cuello para abajo, probablemente porque estoy demasiado apretado en el asiento. Por lo general, no noto mi cuerpo. Simplemente está ahí, funcionando sin parar. Lo lavo, lo alimento, lo masturbo, le limpio el culo, y eso es todo. Incluso cuando folio no uso el cuerpo demasiado. Me interesa más el de los otros chicos. El mío sólo sigue, o algo así, a mi cabeza y mis manos, como un remolque. No me importa que los chicos quieran hacer cosas con él. Espera. De hecho, que lo hagan me pone incómodo, a no ser que esté borracho. Las personas que me gustan se deben de dar cuenta inmediatamente de mis gustos, pues casi nunca me quieren explorar. Se limitan a tumbarse y recibir lo que les entrego. Pero el modo como debo retorcerme para adaptarme a este asiento hace que me duela el cuerpo. Y es extraño que me vea forzado a reconocer que mi propio cuerpo existe, porque estoy seguro de que lo he desatendido durante tanto tiempo que está totalmente jodido y lleno de cáncer o sida o algo. Puede que si dejo de escribir acerca de él, deje de preocuparme).
(Más tarde. Empieza la película).
Lunes por la mañana
Las cosas más interesantes de la consulta eran aquellos diagramas que mostraban la anatomía humana, uno la del hombre, otro la de la mujer. Ocupaban la mayor parte de una pared y mostraban, a tamaño natural, unas personas de aspecto joven que tenían la carne levantada en diversos puntos. La cosa color morado del interior de las heridas hizo que Joe pensara en un pijama que había tenido a los siete u ocho años.
Cra-a-a-c.
El doctor Ashman, que estaba escuchando un Walkman, ausente, con los ojos perdidos en el techo, se irguió en su silla y miró sorprendido a Joe.
—¿Qué… hace usted aquí?
—Estoy citado para un reconocimiento —dijo Joe, un tanto sobresaltado. El médico le miraba sin expresión—. Joseph Evans. —Nada—. De Sears.
—¡Oh, claro, claro! ¡Discúlpeme! —El médico se arrancó los auriculares y los enterró en un bolsillo blanco—. Creí que se trataba de otra persona. —Cogió una tablilla con sujetapapeles y recorrió con la vista sus escasas hojas—. Bien…, veo que aquí, en su historial clínico, ha escrito usted algo sobre… ¿«un sistema nervioso raro»?
—Eso es. —Joe asintió con la cabeza—. Pero quisiera hacerle una pregunta que no tiene nada que ver con ese asunto, si me concede usted un momento.
El doctor Ashman miró de reojo su reloj de pulsera. Como no alzó la vista, Joe supuso que quería indicarle que continuase. Joe sacó el hueso del bolsillo de atrás de sus descoloridos vaqueros y se lo mostró.
—Encontré esto en el sótano de mi casa hace unos días. ¿Es humano?
El médico cogió el hueso, le dio varias vueltas y clavó la vista en los diagramas de la pared.
—Creo… —dijo acercándose a la pared. Recorrió con la vista la figura masculina—. No, estoy seguro de que es humano. Es una tibia o, en términos más elementales, la parte inferior de una pierna. Esto.
Se apretó una de las pantorrillas. Joe asintió con la cabeza.
—¿Cree que alguien ha descuartizado a otra persona?
El médico dijo algo acerca de que no era eso lo que había dicho, ni mucho menos, pero Joe no le oyó.
Estaba demasiado ocupado mirando los diagramas, fantaseando sobre un chico más o menos de su edad y su aspecto con un hueso de menos. La fantasía se desvaneció antes de que pudiera imaginarse a alguien en concreto.
—Vamos a ver.
El médico se metió detrás de un biombo y se puso a lavarse las manos.
Joe se lo quitó todo excepto los calzoncillos y se subió a la frágil mesa de reconocimiento, con la vista en los diagramas. Las caras de los sujetos quizá eran excesivamente traviesas y agradables, pero su piel parecía de verdad, si bien algo descolorida. No estaba demasiado seguro de que las partes visibles del esqueleto y los intestinos fueran correctas. Eso esperaba. Se estremeció.
El médico volvió a aparecer, secándose las manos con una toalla de papel. Sus ojos se clavaron en la entrepierna de Joe, parpadearon, luego recorrieron el resto de su cuerpo.
—¿Podría…, bueno…, hablarme de eso?
Joe pensó durante un segundo, se encogió de hombros.
—¿Le duele?
El médico alargó la mano y apretó un moratón cerca del borde del vello púbico de Joe. Aquello resultaba agradable.
—La verdad es que no.
—¿Podría tumbarse de espaldas?
El médico se puso a reconocer a Joe, empezando por unas señales que tenía cerca de los hombros ligeramente magullados, y siguiendo por los moretones del pecho. Los ojos del médico estudiaban los suyos durante todo el tiempo, buscando, supuso Joe, que centellearan a causa del dolor. Pero los toques resultaban agradables; le provocaban un suave hormigueo, y punto. Cuando llegaron a la parte inferior de sus piernas, Joe se sentía tan relajado que tuvo una tremenda erección.
Levantó la cabeza y miró el bulto con manchas de orina en la parte delantera de sus calzoncillos.
—No es por nada —dijo.
(Estoy en uno de los retretes. La película era tan pesada, que mi mente se dispersaba sin cesar. Es una comedia romántica, floja, fallida, que protagonizaban ese como se llame y Kathleen Turner. Traté de mirar durante media hora, y luego mis ojos, naturalmente, volvieron a fijarse en el chico. Su familia se había tranquilizado. Puede que él estuviera dormido. Lo único que podía ver era un trocito de su cuerpo que asomaba por el borde del asiento. A veces con eso sobra. Pienso en las películas porno, en las que el cuerpo de un chico puede estar desnudo pero de momento sólo se te muestra una pequeña parte de su cuerpo. Uno todavía tiene que llenar muchos espacios en blanco para desearle. Por ejemplo, yo he llenado los grandes labios del chico holandés con las palabras «¡Mátame, Dennis!», entre otras cosas. Obscenidades. Sus ojos se volvían cada vez más apagados y soñolientos, o puede que maniáticos, o asustados, pero sin comprender, eso es seguro, que yo necesito unos ojos a los que mirar antes de sentirme cómodo con alguien. Su personalidad es mecánica y tranquila, bordeando lo inexistente, como una herramienta. Por otra parte, me recuerda a todos los chicos que me apetece follar y matar. En este momento, fundamentalmente, a Pierre. De modo que la fotocopia de Pierre está ahí, de pie, de espaldas a la puerta, mirándome a los ojos con cierta curiosidad, supongo. Está desnudo. Lo he hecho lampiño, pálido, con pinta de adolescente. Lo normal para mí. Ahora estoy en la parte de la fantasía que más me fastidia. Le deseo, en especial su piel, porque la piel es lo único disponible. Pero he follado lo suficiente en mi vida, y con los suficientes chicos, para reconocer lo poco que explica la piel acerca de cómo es alguien. Así que empiezo a ponerme furioso por lo avara que es la piel. Quiero decir que la mayor recompensa que proporciona la piel, que es el semen, supongo, sólo es estupenda porque es un mensaje de algún punto del interior de un cuerpo estupendo. Pero eso es totalmente primitivo. Pensemos en el oro. ¿Valdría algo el oro si hubiera una sustancia parecida más compleja, más hermosa? Tengo que elegir. O bien finjo que tengo poderes psíquicos o que sé leer la palma de la mano, y me digo que entiendo a un chico guapo si su esperma deja su cuerpo cuando estoy en su presencia, o bien, como he observado que hago cada vez más a menudo en estos últimos tiempos, me imagino que estoy realmente dentro de las pieles que admiro. Estoy casi seguro de que si destripo a un chico, le conoceré muy bien, porque tendré lo que constituye su esencia justo en mis manos, mi boca, donde sea. No es que sepa qué hacer con ello. Probablemente, algo demencial…, como dejar que sus tripas se deslicen entre mis dedos igual que se supone que hacían los piratas con los doblones o lo que fuera. Lo que pasa es que habría un olor, que supongo que sería intenso, y difícil de aguantar. No consigo imaginármelo. Puede que sea olor a meados, a mierda, a sudor, a vómitos, combinado con el del semen. Creo que en un mundo perfecto comería y bebería todo eso en lugar de tener simplemente náuseas. Ese es mi sueño. En eso pienso ahora. Estoy poseído desde hace mucho por esta ansia de destripar de verdad a alguien que me pone cachondo. El chico holandés, en este caso, porque es el último ejemplo. La idea me hace sudar y temblar en este preciso momento. Brazos, piernas, por todas partes. Si él estuviera encerrado conmigo en este retrete, y si yo tuviera una navaja, supongo, o, aún mejor, garras, prescindiría de esa minúscula parte de mi cerebro que piensa que el asesinato es algo malo, signifique esto lo que signifique. Me pondría de pie, o trataría de ponerme de pie, y le haría picadillo. Pero como no tengo al chico, ni valor, ni arma, me quedo aquí, escribiendo, meneándomela. Que es lo que está haciendo mi mano izquierda mientras la otra escribe. Pero dentro de la cabeza tiene lugar la violencia más espectacular. Un chico estalla, se derrumba. Parece un tanto falsa, puesto que mis únicos modelos son películas de casquería, pero es increíblemente intensa).
Lunes por la tarde
Unas filas más atrás de Joe, una silueta masculina estaba sentada junto a un chico mal iluminado. Joe volvió casualmente la cabeza, y se fijó en ellos. Cuando las luces de la sala se hicieron más tenues, la pareja formada por aquellos dos miembros tan dispares se alejó por el pasillo. Joe los siguió por delante del bar y los servicios, hasta un tramo de las escaleras.
Al llegar al descansillo, unos escalones por delante del chico, el hombre se volvió para verificar que su amiguito le seguía.
—¡Oye, tú! —Los ojos del hombre se clavaron en Joe—, ¿quieres algo?
El chico se quedó inmóvil a medio dar un paso, volvió la cabeza y también se quedó mirando directamente a Joe. Parecía tener doce años; trece todo lo más. Ceniciento, anoréxico. Su cara era pequeña, rugosa, como una calabaza con unos ojos dulces, fuera de lugar.
—Puede que mirar —dijo Joe señalando al chico con la cabeza—. ¿Te importa?
—No, no me importa —dijo el hombre con una voz aguda que, indudablemente, pretendía parecerse a la del chico. Era cincuentón, calvo, gordo.
Joe se encogió de hombros.
—A mí no me importaría, la verdad.
—Bien.
El hombre les hizo una seña con la mano de que subieran.
Los tres entraron dando traspiés en un anfiteatro escasamente iluminado. Parecía desierto. El chico se sentó en un asiento junto al pasillo. Montando a caballo sobre él, con la entrepierna junto a su cara levantada, el hombre se sacó la polla. No estaba dura. El chico se puso a chuparle la punta del glande untada de esmegma. Joe se instaló en el asiento de al lado y acercó su cara todo lo que pudo a los chupeteos.
—¿Por qué no le dices que se desnude? —preguntó en voz alta mirando de reojo al hombre.
—Porque tiene una pinta que da pena —dijo el hombre—. Estos chicos no comen nada. Todos son yonquis. Fíjate. —Agarró un puñado del pelo castaño del chico, y le dio un tirón—. ¿Eres yonqui?
—No, ¡ay! —gritó dolorido el chico, escupiendo la polla—. No me haga daño.
—¿No te picas?
—¡No!
El chico se metió un nudillo entre los dientes delanteros y se lo mordió.
—¿Dejas que te den por el culo?
—A veces.
El hombre estaba entrelazado con Joe y el chico.
—¿Me darás un beso de lengua?
Retorció el pelo castaño y le dio un tirón.
—¡Ay! ¡Claro que sí!
El hombre le guiñó el ojo a Joe.
—¿Alguna pregunta?
Joe seguía con tanta atención aquel espectacular alarde de crueldad, que tuvo que hacer un esfuerzo para no quedar hipnotizado.
—Bueno, sólo miraré, como dije.
—Lo que tú decidas.
El hombre soltó el pelo del chico, cuyos grasientos mechones quedaron de punta. Desde la perspectiva semiaérea de Joe, parecía un pequeño bosque encantado.
—¡Jo! —susurró.
—¡Mierda, tío! ¡Eso duele! —protestó el chico—. ¡Yo no hice nada! ¡Joder!
El hombre se dejó caer en picado sobre el chico, con la boca abierta. Se besaron. La cosa incluía mucha lengua y mucho chupeteo. Las caras se les deshincharon. Joe distinguía los contornos exactos de sus cráneos. Podrían haber sido los cráneos de dos seres humanos cualesquiera, más o menos.
Aburrido, Joe se volvió hacia la inmensa, aunque periférica, pantalla de cine. Ponían Pesadilla en Elm Street. Ya la había visto cuatro o cinco veces. Freddy Krueger, el malvado fantasma, vivía en el reino psicótico de los sueños de los adolescentes. Una adolescente acababa de despertar sangrando por los sitios en que Freddy había desgarrado su identidad onírica. Pero esta explicación no se la creía nadie, ni siquiera su novio, un actor que le pareció increíblemente familiar por algo.
—¡Uf!
Joe se quedó unos minutos con los ojos en blanco, tratando de recordar de qué le conocía.
Gritos…, choques, murmullos…, gritos…
—¿Qué-qué pa-pa-sa? —Era el chico. En algún momento se había desnudado y estaba doblado formando una tosca bola. La cabeza se le movía como suelen hacerlo las de los guitarras solistas de heavy metal. Sus genitales hicieron que Joe pensara en un grumo de pasta seca. De vez en cuando la polla del hombre se hundía en lo que pasaba por un culo, pero sin apuntar de modo especial. Dado que el orificio era del tamaño de un bote pequeño de pintura, no tenía por qué preocuparse—. ¿Qué-qué es e-ese so-sonido?
—Freddy Krueger acaba de matar al novio de la chica —dijo Joe.
—¿Co-cómo?
—Lo aspiró hasta la cama y le despellejó, o así —dijo Joe—. Luego el colchón se alzó por los aires y estalló como un volcán.
—¡Es-es-tupendo! —El chico sonrió, cerró los ojos. Parecía muerto—. Ado-adoro a F-Fr-Fre-Fred-d-d-dy K-Kk-Krue-g-ge-ger.
—También yo.
Joe soltó un suspiro. Se sintió tremendamente feliz durante unos tres segundos y medio.
(Resulta que el chico consentido está enfermo de verdad. Nuestro avión aterrizó en Nueva York y vinieron unos hombres con una camilla y le desembarcaron antes de que pudiéramos hacerlo los demás. Cuando le levantaban del asiento, conseguí verle mejor el cuerpo. Creo que tiene cáncer o sida. Está muy delgado y en sus ojos hay una expresión entre asustada y agonizante. No es mi tipo, ¡qué va! ¡Mierda! Si hubiera visto… Así que retiro aquella parte donde quería descuartizarle y todo eso. Es algo que no ocurrió).
Lunes por la tarde
La cúpula que cubría el vestíbulo de la biblioteca se elevaba, blancuzca y agrietada en algunos puntos, como un huevo o un cráneo enormes. Rayos de luz se colaban por sus ventanas ribeteadas de óxido, llenando el cráneo de gigantescas cruces y equis de polvo. Al cruzar la sala, Joe tuvo que sacudirse, literalmente, su efecto insólito, irreal, impresionante.
—Quiero investigar la historia del barrio donde vivo —le dijo a una bibliotecaria menuda, encogida.
La mujer alzó la vista del libro que leía y frunció el ceño. Las arrugas se le ahondaron por toda la cara, en especial alrededor de la boca, donde formaban unos paréntesis perfectos.
—¿Dónde vive usted? —preguntó con voz chirriante.
—Lo llaman los Oaks.
—¿Quién lo llama los Oaks?
Cerró el libro. Era It, de Steven King. En la cubierta, la l y la t estaban hechas con dos caricaturas de huesos humanos sobre un fondo azul cadavérico.
—Los que no viven allí —dijo Joe.
—Le diré lo que ha de hacer. —La bibliotecaria extendió un dedo artrítico—. Si sigue esas estanterías de allí, se encontrará con una puerta. Llame con fuerza. Le responderá un hombre de edad. Dígale lo que me acaba de decir.
Los ojos de Joe siguieron el tembloroso dedo a lo largo de un pasillo en sombras bordeado de libros. Una tarjeta sujeta en el extremo más próximo de la estantería decía MISTERIO A-G.
Joe hizo el camino, se detuvo, llamó, esperó. Un hombre aún más anciano, con un raído traje negro, le condujo a una habitación abarrotada de ficheros. El viejo arrastró los pies hasta uno de ellos, se agachó, rebuscó en un cajón y sacó una carpeta de cartulina marrón llena de recortes de periódico. Formaban una especie de costura marrón desgarrada al asomar por tres de los lados de la carpeta.
—No quiero ser entrometido —dijo el viejo, resollando y dejando la carpeta en una mesita del centro de la habitación—, pero ¿por qué? No solemos ver a personas tan jóvenes, al menos en esta parte de la biblioteca.
—Encontré un hueso en el sótano de mi casa —dijo Joe, sentándose a la mesa—. Tengo curiosidad por saber cómo llegó allí, porque es humano, o eso parece. Y tengo veintiséis años.
Abrió la carpeta.
Joe llevaba recorridas cinco octavas partes del material cuando se fijó en un abultado sobre. Las palabras «Asesinato misterioso en los Oaks» estaban escritas con mano temblorosa en diagonal. Abrió la pestaña, sacó unos recortes y leyó una docena.
Dejó descansar en una ocasión los ojos en el viejo, que estaba sentado en una silla con un ejemplar de la revista Life de los años cincuenta. Seguramente porque era tan viejo, cada vez que se quedaba quieto durante más de un par de segundos Joe tenía miedo de que hubiera muerto.
Joe pasó una media hora leyendo.
El 13 de junio de 1967 habían encontrado a un hombre descuartizado entre la maleza unas casas más abajo de aquella en que vivía Joe. Lo de «misterioso» se debía a cuatro cosas. Primera: no había motivo aparente. Segunda: no se encontraron ciertas partes del cuerpo. Tercera: la víctima seguía sin identificar. Cuarta: no habían detenido a ningún sospechoso. Uno de los recortes contenía un retrato robot. Debajo decía: «Víctima: Varón, blanco, de aproximadamente 23 a 28 años, pelo castaño hasta los hombros, 1,78, constitución media».
Se diría que soy yo, pensó vagamente Joe. Soltó un bufido, sacudió la cabeza. ¡Oh, estupendo! Se guardó el recorte en un bolsillo.
(Estoy en el exterior de la zona de recogida de equipajes. Falta un minuto o dos para que el autobús de enlace venga a buscarme para llevarme a una de las agencias de alquiler de coches. Hertz, creo. Acabo de darme cuenta de que la razón principal por la que soy tan indiferente con respecto a la muerte es que, hasta estos últimos años, cuando ya me había vuelto bastante distante y amoral, nunca había muerto nadie a quien yo conociera. Antes de eso, la muerte de una persona era una fantasía estrictamente sexual, parte del argumento de determinadas películas que me gustaban. Cuando las personas morían en esos contextos, la pérdida, o el efecto, o lo que fuera, ya se había diluido antes de llegar a mí. Era una pérdida para un argumento concreto, digamos, pero en absoluto personal. Así que ahora que exnovios míos han empezado a morirse, la situación es única de verdad, incluso incomprensible. Lo único que puedo hacer, me dicen amigos y periodistas, es llorar. Pero la idea de la muerte es tan sexy y/o está tan mediatizada por la tele y el cine, que ahora no podría llorar aunque me pagasen por ello, o al menos eso creo. Simplemente, el pensamiento de que un chico está en un profundo hoyo en el suelo, fuera para siempre de mi alcance, me causa un placer intenso y misterioso. En cierto sentido, sin embargo, creo que las muertes de verdad no han dejado de afectarme en lo que se refiere a cuestiones de trabajo y a mantener ciertas costumbres habituales. A veces trato de imaginarme esas muertes y de mejorarlas, haciéndolas más aterradoras, más complejas, más rápidas. Me tumbo en la cama e imagino un final espectacular para alguien, digamos Samson (R.I.P.), normalmente mientras me masturbo, puesto que sólo entonces siento algo hacia otra persona. Luego vuelvo a imaginarme una y otra vez esta muerte hasta que sus detalles me resultan tan conocidos, y el actor en cuestión está tan muerto, que me siento preparado para buscar a otro, matarlo y enterrarlo a su vez. A Pierre, digamos).
Lunes por la noche
Joe imaginó que un puño lleno de pecas le golpeaba la espalda, el culo, las piernas. Aquello le relajó un poco. Luego se estiró hacia el teléfono y marcó el número que había garabateado en el dorso de un talón de compra de Sears.
—No hay nadie —anunció el contestador automático—. Dame una razón para que vuelva a casa.
Piii.
—Hola —dijo Joe—. Yo…, bueno, te atendí en Sears el otro día. Y ese chico con el que trabajo, que se llama Samuel… No sé si le conoces bien…, dijo que te gusta pegar a los chicos en la cama. Pues a mí…, bueno…, me gusta que me casquen, de modo que…
Gary descolgó.
—Espera un momento —dijo. Su voz sonaba menos amistosa que en la grabación. Se oyó un segundo pitido—. Sigue.
—Bueno, como dije, al parecer pegas…
—Sí, puede ser. ¿Qué aspecto tienes?
—¿No te acuerdas del otro día? —dijo Joe—. Bueno, al parecer, soy exactamente igual que Keanu Reeves, el actor. ¿Le conoces? Era el chico simpático en Al borde del río. También interpretó al mejor amigo del chico que se suicida en Grabación constante. Lo que pasa es que yo estoy más ajado. No de cara, sin embargo.
La mano de Gary tapó el teléfono durante un momento. O al menos eso pareció. Luego…
—¿Por qué alguien que se parece a Keanu Reeves quiere que le casquen?
La mano volvió a tapar el teléfono inmediatamente.
Joe paseó la vista por su cuarto de estar.
—No lo sé.
Sus ojos se detuvieron en el hueso.
—Buena respuesta.
Joe no se molestó en pensar qué quería decir esto. Llevó el teléfono al otro lado de la habitación, hasta su librería. Cogió el hueso del lugar que ocupaba en el segundo estante empezando por arriba y lo miró atentamente, estudiándolo.
—¿Puedo verte ahora mismo?
—No. —La mano de Gary tapó el teléfono durante un momento—. Espera un par de horas. Hasta las once u once y media…
—¡Ajá!
Joe se metió el hueso debajo del brazo, apuntó la dirección. Sólo era a unas manzanas de distancia. Iba a decírselo, pero Gary colgó antes de que pudiera hacerlo. Una vez con las manos libres, Joe sacó el artículo de periódico del bolsillo de la camisa y lo extendió sobre la alfombra con el hueso al lado.
¡Vaya! Aunque la víctima se parecía tanto a él que el dibujo hubiera podido ser un espejito sucio en el que se mirara, Joe encontró al chico un tanto antipático. En cuanto al hueso…, bueno, no sumaba ni restaba nada en particular. La mente de Joe pensó en otras cosas. Muy raro. Caso resuelto, se dijo.
Colocó el recorte y el hueso en la estantería, se instaló en su butaca, encendió un pitillo. Unos segundos después volvió a la estantería y situó el recorte debajo del hueso para que no pudiera volar accidentalmente.
Encendió la tele y cambió de canal con el mando a distancia hasta que apareció algo violento. El recuerdo del dibujo y el hueso se desvaneció en cuanto sus ojos se enfrascaron en la acción.
Dos hombre hacían retroceder a un adolescente por el techo de una casa. Le acusaban de robo. ¡Yo no lo hice!, decía el chico. Cuando los tres se acercaban al borde, el más alto de los dos hombres agarró la culera de los vaqueros del chico y le levantó por los aires. ¡No lo hagas! El hombre arrastró al chico unos metros más y lo lanzó desde el techo. ¡No-o-o…!
(Estoy en el hotel. Sólo me llevó cinco o seis minutos de llamadas telefónicas ponerme en contacto con ese chapero. Trabaja para un servicio de acompañantes que emplea a muchas estrellas de porno gay. Man Age Models. De hecho, no hablé con él, pero el tipo que dispone las citas me concertó una para dentro de una hora. Pierre vendrá a verme. Cobra doscientos dólares por follar de la manera «normal» y doscientos cincuenta, o más, por «numeritos especiales», que por teléfono el tipo me describió como «cualquier cosa que decidáis los dos». ¡Estupendo! Más tarde. Pierre ha llegado con diez minutos de adelanto. De hecho, no es francés. Me ha cogido completamente desprevenido. ¡Mierda! Le he dicho que se duchara, pero que no se mojara el pelo. Precisamente ahora está en el cuarto de baño. Oigo salpicar el agua. Esto sólo es un breve apunte para decir que es guapo y todo eso, aunque ligeramente decepcionante en persona, como pasa siempre con todo el mundo cuando los conoces gracias a reproducciones, y de repente se me ha planteado el problema de cómo conseguir lo que quiero de él, sea lo que sea. Nada más entrar me preguntó qué quería hacer, como cualquier chapero. Casi no pude hablar de lo nervioso que estaba, pero le dije que quería follar intensamente, seguro. Era mentira, claro. Él dijo que muy bien, un tanto aburrido, puede que porque yo me mostraba inconcreto. También la cosa es inconcreta para mí. Pierre ha cerrado el grifo de la ducha. Está a punto de aparecer. Creo que estoy listo. Es difícil describir estos momentos…).
Lunes por la noche
Joe siguió a Gary hasta un estudio mal ventilado. Abarrotado de arañados muebles antiguos, tenía tres ventanucos de color sepia. Se acercó a un cristal, aguzó la vista, atisbo fuera. El jardín de aquel tipo era propio de un libro para niños. Lejos, muy lejos, medio oculta por los árboles, distinguió una especie de casa de muñecas de tamaño gigante cuyas ventanas resplandecían como lámparas de petróleo.
Gary preparaba unos gin tonics.
—¿Quieres que te eche un poco de matadolores? —gritó—. No notarás el sabor.
—No. Tengo un sistema nervioso raro, o algo que no va bien.
Joe sonrió a la casa de muñecas.
—Yo no, por suerte para mí.
Apareció un vaso lleno junto al hombro izquierdo de Joe, seguido de la cara de Gary. Joe se volvió, cogió el vaso.
Chin.
Salieron fuera con los vasos.
—Oye, ¿en qué películas has trabajado, Gary?
Joe seguía al actor por un camino cubierto de ramas de árboles frutales. Naranjas, limones, peras, manzanas… Subidos a sus ramas, pájaros de brillantes colores miraron con asombro a los intrusos que pasaban. La noche olía intensamente a ponche. Joe sonrió, apartó a unos bichos que volaban.
—En porquerías de tercera división. —Gary se agachó—. Fíjate en esta pierna. Dudo que hayas visto ninguna igual. Bueno, puede que en Viernes 13, sexta parte. —Llegaron a la casa de muñecas—. ¿No te parece conocida? ¿Has visto aquel viejo episodio de «En los límites de la realidad» donde nadie crece? Esta era la casa del protagonista. Warner Brothers la iba a tirar, lo creas o no. —Metió una llave, la hizo girar—. Doscientos dólares.
El interior estaba pintado de negro. Una gran X hecha con dos macizas vigas de madera, puede que de dos metros de largo y treinta centímetros de lado, se levantaba en el centro de la habitación, adornada con esposas. El suelo estaba cubierto de látigos, porras, cuchillos, etcétera. Joe se detuvo en el centro, con las manos en las caderas, mirando a su alrededor, impresionado.
—¡Jo!
Gary se sostenía sobre una pierna, quitándose un calcetín.
—Gracias. Desnúdate.
Joe se desnudó, lo que le llevó bastante tiempo porque la tela se empeñaba en pegársele a las costras. Gary terminó antes y apoyó la espalda en la X; con la mano derecha se masturbaba, y con la izquierda agarraba una cuerda que colgaba de una bombilla sujeta a las vigas del techo.
—¡Oh, a propósito! —murmuró pasando los dedos por la cuerda—. No te pareces en nada a Keanu Reeves.
Dio un tirón. Clic, clic.
La habitación se volvió de un gris oscuro. Joe todavía era capaz de distinguir a Gary, la X.
—¿Quieres que me ponga ahí? —preguntó, señalando a través del pecho de Gary.
—Supones bien.
Gary se hizo a un lado.
Joe avanzó unos pasos, se volvió y formó una X con su cuerpo desnudo. Gary se acercó, clic, clic, se agachó, clic, clic, asegurando cosas. Luego retrocedió unos pasos y se quedó plantado, meneándosela. Al cabo de un minuto o dos, aquello empezó a resultar aburrido, por lo menos para Joe. Se aclaró la voz.
—Ejem -dijo.
—He de tomar una decisión —susurró Gary.
—¿Te puedo ayudar?
—La verdad, no. —Gary retrocedió hacia la oscuridad—. Se trata de lo siguiente —continuó tranquilamente—: Siempre tengo fantasías de que asesino a gente. Me recreo con ellas, pero normalmente hay algo que me interrumpe. Creo que es la belleza, pero, sea lo que sea, tú no lo tienes. Te quiero matar, de verdad. No parece algo romántico, en absoluto. Tengo la sensación de que es lo más práctico que puedo hacer.
—Suena interesante —dijo Joe—. Pero ¿qué estás diciendo exactamente?
Era imposible saberlo por la expresión del actor.
—Lo… que… acabo… de decir.
La frase dejó tensa la boca de Gary, como si estuviera físicamente deformada o le pesara de un modo increíble.
—Bueno, vaya, pues no deberías hacerlo, porque yo no quiero que lo hagas, y soy la otra parte interesada en el asunto.
Joe trató de gesticular enfáticamente.
—Si no lo hago —dijo Gary—, será por eso. Pero será la única razón, lo que resulta raro, porque debería de haber otras, ¿no?
Se agachó y rebuscó entre los objetos del suelo. Clic, clanc, clonc…
—Pero no lo vas a hacer. Eso es lo que necesito oírte decir.
… clunc… clanc, clinc, clonc. Gary agarró un cuchillo, sonrió.
—¡Contéstame, Gary! —dijo Joe, casi gritando.
Gary avanzó hacia él, todavía sonriendo, con el cuchillo temblando intensamente en una mano y la polla asomando por entre los dedos de la otra.
—La verdad es que creo que te voy a matar —dijo roncamente—. ¡Ni yo mismo me lo puedo creer!
El cuchillo se detuvo a poca distancia del pezón derecho de Joe. Joe miró el pezón. Luego miró la punta del cuchillo. Alzó la vista hacia la tensa sonrisa de Gary. La bajó hacia la punta de su propia polla, húmeda y a punto de correrse. Cuando cerró los ojos, un segundo después, las cuatro cosas —el pezón rosa, la punta del cuchillo, la tensa sonrisa, la punta de su polla— quedaron superpuestas ante la oscuridad rojiza de sus párpados. Era como una flor.
—¡Joder, Gary!, ¿sabes una cosa? —dijo—. Yo…
Cuchillada.