Cuando yo tenía trece años…
Los sábados por la tarde iba en mi bici de diez velocidades al centro para ver las primeras sesiones, normalmente de películas de terror. Ya no puedo recordar sus títulos, puesto que nunca constituyeron el objetivo de mis desplazamientos. Me enteraba de qué iban, y les contaba el argumento a mis padres a la hora de cenar para explicarles cómo había pasado el día. Pero en cuanto terminaban los créditos ya estaba fuera, agachado, soltando la cadena de mi bici.
A un par de manzanas del bulevar principal, en una hilera de tiendas de objetos usados muy del estilo del Ejército de Salvación, había una anodina tienducha que se llamaba Gypsy Pete’s, llena de revistas porno, de la que se ocupaba un viejo alcohólico sin afeitar. Cerca de la caja Pete tenía unos cuantos tebeos para los niños. Pero cuando los clientes habituales despejaban el campo, me dejaba echarle un vistazo al material de porno duro. A veces estaba mirando a dos adultos desnudos y enredados el uno con el otro, y, de repente, Pete gritaba: «¡Ojo, plastas!», lo que era una señal preestablecida para que yo volviera a los tebeos.
Pete hablaba con voz de borracho de las muchas mujeres que se había follado y con cuánta facilidad. Yo no le creía, porque era feo. Él juraba que en su adolescencia había sido guapo. Un día me enseñó una foto suya en el ejército, o algo así, en la que tenía mejor aspecto, pero no era lo bastante guapo para haberse tirado a tantas mujeres.
Pensaba que me echaría si me cogía cerca del porno gay, confinado a un elegante estante giratorio junto a la caja. De modo que yo solía merodear por los alrededores de ese estante lanzando miradas furtivas a su contenido. Si me quedaba por allí el tiempo suficiente, Pete se metía en el retrete de la tienducha a cagar. Aquellos eran los momentos que yo aprovechaba para hojear las revistas. Una vez creí que Pete iba a hacer su cagada habitual, pero sólo había ido a buscar algo nuevo al almacén. Me cogió con un ejemplar de Muscular Boy en la mano. No pestañeó. «Cada loco con su tema» era su filosofía.
Pete se fiaba de mí porque fingía creerme sus hazañas. Así que empezó a enseñarme el material gay antes de colocarlo en el estante. En su mayor parte las estrellas de este material eran chaperos jóvenes, llenos de tatuajes, a los que les daban por el culo detrás de pequeños rectángulos negros. Algunas veces se prescindía de los rectángulos. En unas cuantas fotos, los chaperas estaban atados. Otros chaperas, a veces tipos que parecían los clientes de los chaperas, se manoseaban la entrepierna o se la meneaban mientras hacían como si gritaran.
Pete ofrecía todos los sábados unas cuantas revistas nuevas y dejaba que me sentase en el almacén con ellas todo el tiempo que me apeteciera. En un determinado momento comprendí que lo hacía para que me la meneara en paz, así que, normalmente, lo hacía, con una revista abierta encima de las rodillas y un kleenex en la mano izquierda; con la derecha pasaba las páginas o me la meneaba.
Me quedaba en aquel almacén hasta que oscurecía tanto que no sabía la hora que era. A veces me pasaba allí horas y horas. Pete gritaba: «Hora de cerrar, plasta», lo que significaba que eran las ocho. Yo pedaleaba hasta casa y les contaba a mis furiosos padres que me había gustado tanto la película, que me quedé a verla tres o cuatro veces.
Tenía relaciones sexuales con otros chicos en esa época. Ninguno me dejaba que le atase, pero recuerdo que uno de ellos juntaba los tobillos haciendo ver que le había capturado. Entonces le pegaba con mucha suavidad hasta que confesaba algún secreto, como… Bueno, ¡a quién le importa eso ahora!
Un día Pete preguntó si lo que más me gustaba de las revistas eran las escenas en que había golpes y azotes. Dije que sí (y era verdad), de modo que me mostró cosas más violentas, en las que los pezones lacerados con grapas, las esposas y los consoladores eran elementos habituales. Los actos sexuales normales habían desaparecido de aquellas escenas. Con todo, no me quejaba, pues tenía la esperanza de que Pete llegara a ofrecerme algún día material que me abriera las puertas de un mundo nuevo, más sexy…, lo que fuera.
No creo que le gustase físicamente a Pete. Jamás me molestó. Si necesitaba algo del almacén, se detenía fuera y gritaba: «Voy a entrar», y luego me daba unos segundos para que me subiera la cremallera o me limpiara, antes de alzar la cortina que separaba nuestros mundos.
La última vez que pasé por allí, Pete se comportó como si estuviera muy preocupado. Normalmente, soltaba unas pocas indirectas bastante tontas, sacaba un nuevo lote de material y me lo pasaba por encima del mostrador. En aquella ocasión empezó a decir algo, hizo una pausa y murmuró para sí. Yo no supe qué hacer, de modo que anduve por la tienda mirando qué revistas habían sido compradas y cuáles no.
Pete me hizo señas de que volviera a la parte delantera.
—Tengo algo para enseñarte —dijo—, pero no sé si debo. —Entornó los ojos—. ¿Cuántos años tienes? —Siempre me decía que a los clientes que me lo preguntaran les contestara que dieciocho años, de modo que fue lo que le respondí—. No, no —dijo—. Me refiero a los de verdad. —Le dije que tenía trece. Pete cerró los ojos durante un momento, soltó un taco y me preguntó muy lentamente, como si alguien le obligara a ello—: ¿Quieres ver cosas que a lo mejor te asustan un poco?
Yo acababa de ver a una criatura procedente del espacio exterior que destrozaba edificios y todo eso, así que le dije que claro.
Le seguí al almacén. Me senté, como de costumbre, en una butaca que olía a meados. Pete buscó en uno de los estantes y cogió una pequeña pila de fotos. Antes de dármelas, dijo:
—Si no las entiendes, podremos hablar. Estaré…
Señaló la cortina y dejó la colección de fotos en mi regazo. Alcé la vista. Estaba completamente solo y la cortina se encontraba en su lugar habitual.
Yo, al principio, no entendía lo que pasaba en las fotos, pero después de tres o cuatro me di cuenta de que el modelo estaba muerto y no se reía ni gritaba, como pensé en un principio. Estaba tumbado boca arriba en una cama. Tenía las muñecas y los tobillos atados con una gruesa soga, y había una soga alrededor de su cuello que imaginé que le había matado. Tenía los ojos y la boca muy abiertos. Por eso había pensado que se reía. Estaba pálido, era guapo y tenía el pelo negro y liso. No había nadie más en las fotos, sólo él.
En las dos últimas fotos habían colocado el cuerpo boca abajo, para que se pudiera ver qué aspecto tenía por los dos lados, supongo. Fue entonces cuando estuve seguro de que había muerto porque en el culo, en lugar de ojete, tenía un cráter. Parecía como si alguien le hubiera hecho estallar una bomba en el culo.
Estudié el cráter tranquilamente durante un minuto o dos antes de quedar patidifuso. Entonces dejé las fotos con mucha suavidad. Aparté la cortina, recorrí el pasillo y salí de la tienda sin hablar con Pete, porque no pude. Recuerdo que Pete salió a la puerta y se quedó allí muy nervioso, mirando cómo le quitaba la cadena a la bici. Me monté y me alejé pedaleando.
Cuando me había alejado como media manzana calle abajo, le oí gritar: «¡Espera!», y luego: «¡Detengan a ese chico!», como si pensara, o quería que pensase la gente, que le había robado algo.
Cuando yo tenía diecisiete años…
Mi novio, Julian, trabajaba en un salón de masajes gay que se llamaba Selma’s. Por algo así como cien dólares, más una propina, mantenía relaciones sexuales con el cliente, y cuanto más extraña o más compleja fuera la actividad propuesta, más alta era la propina de Julian. Como tenía dieciocho años, y era decidido y guapo, Julian ganaba bastante. Eso, y el dinero que yo les robaba a mis padres, nos permitió contar con drogas y alcohol la mayor parte de aquel verano.
Julian tenía los ojos pardos y rasgados, grandes labios y la punta de la nariz respingona. Su pelo era castaño y lo llevaba hasta los hombros. Era delgado, huesudo, con la piel del color del cristal opaco. Tenía unas trescientas camisetas distintas, la mayoría con nombres de conjuntos de rock o con propaganda. Llevaba pantalones vaqueros o cortados a la altura del muslo y zapatillas de tenis, nunca con calcetines. Yo me vestía de modo parecido, pero tengo el pelo ondulado y se me espesa mucho cuando me lo dejo crecer. Medía diez centímetros más que Julian, por lo que su estatura debía de ser, digamos, uno setenta y cinco.
La única foto que tengo de Julian se la hizo un cliente en Selma’s. Está amordazado y atado en postura fetal. Tiene el culo cubierto de siluetas de manos formando una especie de flores. Desde los muslos hacia abajo y de la caja torácica hacia arriba, resulta muy borroso. Con todo, por lo que se puede ver de su cara, es evidente el motivo por el que alguien le había pagado por hacerle una cosa así.
Una noche estábamos completamente colocados de mescalina. Demasiado, de hecho, para atrevernos a salir al mundo exterior. Pero uno necesita hacer ciertas cosas cuando está tan drogado, de modo que Julian telefoneó a aquel hippie guapo que había conocido y le pidió que se drogara a su vez y viniera a tener relaciones sexuales con nosotros.
Cuando Henry apareció, estaba tan ido por algo que había tomado, que tuvimos que desvestirle, lo que contribuyó a hacer más interesante follar con él, pero aquel chico tenía algo que me intrigaba de verdad. No dejaba de pensar que le conocía, o que era famoso, o… algo. Por fin lo descubrí. Henry se parecía extraordinariamente al modelo que había visto con el agujero del culo reventado en la tienda de Gypsy Pete’s cuatro años atrás. Me puse a hacer planes sobre la marcha, mientras se la chupábamos, etcétera, acerca de cómo se lo podría preguntar.
Entonces Julian dejó caer accidentalmente la frente de Henry contra el borde de la mesita baja. No se hizo daño, sólo estuvo desorientado durante un segundo.
Suponíamos que se había quedado inconsciente, de modo que cuando nos dijo que, aunque no se había hecho daño, pensaba que era mejor que se marchara, Julian, haciendo de portavoz de los dos, se mostró de acuerdo. Henry estaba en la puerta delantera, tratando de cruzar el umbral, cuando me las arreglé para preguntarle si había hecho porno alguna vez. Creo que Julian estaba en la cocina o en el cuarto de baño.
Henry se detuvo y giró en redondo.
—¿Qué entiendes por porno?
De repente parecía haberse serenado.
—Revistas, fotografías —dije yo. Sonreí abiertamente, como si no fuera importante que respondiese o no.
—Sí, ¿por qué?
Descansó su peso en el marco de la puerta.
Le conté lo de las fotos que había visto de un chico con el ojete reventado.
Henry se puso a sonreír en cuanto mencioné la herida.
—¿Las viste? —dijo—. ¿De verdad? Yo nunca las vi. ¿Todavía las tienes? Porque…
Negué con la cabeza, pero no creo que en aquel momento me estuviera prestando atención. Parecía muy aturdido y emocionado, o algo así.
—… tío, sí que es gracioso —concluyó.
Traté de aparentar que yo también creía que era gracioso. A lo mejor lo era.
—Parecías muerto en ellas —dije.
—Bueno, solía hacer de todo si alguien se portaba bien conmigo. Estuve con aquel fotógrafo durante un tiempo, y me hizo montones de fotografías. No sabía que estaba haciendo negocio conmigo o al menos no al principio. En la mayoría de las fotos aparecía meneándomela. Yo siempre estaba muy colocado. Pero aquellas, las de muertos, eran muy raras.
Puede que fuera porque estaba muy excitado, pero Henry parecía en cierto modo distinto: mayor, menos sexy, aunque más fácil de tratar.
—¿Recuerdas cómo te las hizo? —pregunté—. Quiero decir, ¿cómo conseguisteis tú o el fotógrafo que la herida pareciera tan real?
—Espera —dijo Henry—, descríbeme esas fotos, porque hicimos muchísimas.
Lo hice, con todo detalle, del modo como me describo a mí mismo las imágenes mientras me la meneo. Dichas en voz alta, las descripciones parecían mucho más pretenciosas, ridículas, amorales…, algo así, que en el mundo secreto y acrítico de mis fantasías. Pero a Henry no le interesó el modo tan sexy con que describí la idea de él muerto. Se limitó a escuchar y a asentir como si le diera indicaciones para ir a la ciudad de al lado.
—Era maquillaje —dijo—. Y creo que me pegaba unos algodones teñidos, pero no estoy seguro, porque yo estaba tumbado boca abajo y el fotógrafo tardaba horas en conseguir lo que quería. Un tipo extraño, pero agradable. Probablemente, yo estaba enamorado de él. De hecho, estoy seguro de que lo estaba. —Sonrió y sacudió la cabeza de ese modo que quiere decir «así es la vida»—. En cualquier caso, casi lo he olvidado. ¡Mierda! Ahora te Voy a hacer mi pregunta clásica, de modo que prepárate. ¡Ejem! Si pudieras cambiar alguna cosa del modo como me comporté antes, cuando follamos, ¿cuál sería? Sé sincero.
Sonrió. Lo pensé durante un momento.
—Verás, que hubieras estado menos drogado.
Henry negó con la cabeza.
—Sí, evidentemente. Quiero decir si, aparte de eso, cambiarías algo.
No se me ocurría nada.
—No, supongo que no.
—¿De verdad? Muchísimas gracias. ¡Eso es estupendo! —Parecía conmovido—. Entonces, ¡ejem!, a ver si me llamas —dijo como si realmente le hubiera gustado que lo hiciera, aunque supongo que no era así.
—Lo haré.
Creo que si se hubiera quedado o le hubiese llamado, a lo mejor me habría respondido a unas cuantas preguntas sobre aquellas fotos que, en cierto sentido, habían de dirigir o destruir completamente mi vida. Ahora me doy cuenta. Pero entonces lo único que deseaba era que se marchase. En cuanto se fue, Julian y yo cambiamos impresiones.
Cuando yo tenía dieciocho años…
Julian se fue a vivir a Francia con un hombre mayor al que conoció en Selma’s. De vez en cuando recibía una postal suya. Ya antes de su marcha empecé a pasar mucho tiempo con su hermanó menor, Kevin, un chico de doce años avasalladoramente guapo, con trastornos psicológicos. Julian siempre había estado muy distanciado de él por ese motivo.
Físicamente, era una copia de Julian, aunque algo más bajo y tirando a excesivamente guapo. Ejercía un violento efecto sobre mí, sin duda parecido al que probablemente ejercen los personajes de los tebeos en los chavales drogados. Fantaseaba con introducirle en nuestra vida sexual, a pesar de su edad y modo de ser, porque exteriormente era perfecto.
Un día hice autostop para ir a ver a Julian, como de costumbre. Kevin me abrió la puerta. Dijo que su hermano había salido. Le pregunté si tenía algo que hacer. Nada, dijo, y me acompañó amablemente a su habitación.
Su habitación era insólita: estaba casi vacía, si se exceptúa una cama y una estantería abarrotada de libros. Recuerdo que le pregunté el porqué. Me contestó que así podía decorarla de nuevo mentalmente. Aquel día, por ejemplo, dijo que la habitación había sido un submarino atascado en el fondo del océano, por lo menos hasta que aparecí yo. Hablamos de eso y de otras cosas hasta que llegó Julian unas horas más tarde, borracho y con dinero.
Después de que Julian se marchó, iba a ver a Kevin. Nos drogábamos y hablábamos, normalmente de Julian, al que Kevin admiraba de modo casi psicótico, pensaba yo, hasta que un día me di cuenta de que su cariño iba más allá de lo simplemente familiar. Traté de acorralar a Kevin. Por fin confesó que estaba «enamorado» de su hermano, pero aseguró que no había «pasado» nada entre ellos. La idea de que estuvieran enamorados me resultaba erótica. De modo que continué encaminando nuestras conversaciones hacia sus fantasías acerca de Julian, que resultaban increíblemente imprecisas, según recuerdo.
Un día la madre de Kevin me llamó para hablarme de lo contenta que estaba de mi amistad con Kevin, al que ella «daba por perdido» después de la marcha de Julian. Le parecía más estable desde que me conocía, dijo. De hecho, Kevin le había dicho que me quería tanto como a Julian, lo que según ella era encantador o algo por el estilo, supongo.
Fui a verle inmediatamente. Cuando me abrió la puerta, le dije que quería follar con él. Anduvo abrazado a mí todo el camino mientras subíamos la escalera y recorríamos el pasillo hasta su habitación. Cerré la puerta de una patada y le empujé, o algo así, contra ella. Su garganta hizo un sonido que yo nunca había oído antes. Era agudo, potente. Al tiempo, las piernas se le doblaron. Vi las convulsiones previas a un ataque, lancé los brazos alrededor de su cintura y me las arreglé para mantenerle de pie cogiéndole del fondillo de los vaqueros. Lo llevé a la cama, dejé caer su cuerpo atravesado encima de ella. No quería soltar mi camisa, y le hizo un gran desgarrón.
Técnicamente, Kevin era un completo ignorante. No paraba de moverse y de dar saltos en la cama, se arañaba los codos y las rodillas, se magullaba, se luxaba los brazos y la espalda, etcétera. Al cabo de un mes me resultaba mucho menos atractivo, por lo que tuve que ponerme a imaginar que le salvaba de un violador, o que yo mismo le violaba, para excitarme mientras follábamos. Él nunca se enteró, sin embargo.
Si tuviera que describir a Kevin con una sola palabra, diría que era histérico. Aquello parecía ser consecuencia de su inseguridad, pues tenía continuos ataques de nervios, incluso después de que me pasara horas tratando de convencerle de que le quería, lo que empezaba a ser verdad, de acuerdo con mi vaga y personal definición del término «amor».
Con todo, es curioso lo ajeno que he llegado a sentirme de esos problemas. Quiero decir que ahora estoy completamente alejado de casi todo el mundo, hasta donde soy capaz de darme cuenta, pero con Kevin me sorprendí de mí mismo porque entonces yo todavía era una persona de lo más normal a ese respecto, creo. Ser frío era el único modo que tenía de desviar toda su… emoción, lo que fuera. Me estoy repitiendo.
Cuando yo tenía veinticuatro años…
Vestía de negro, llevaba el pelo corto, teñido de negro, tomaba muchas anfetaminas, me hacía llamar Gargajo. Mi segundo hogar era un club punk que se llamaba Los Picapiedra, instalado donde había estado una pizzería a la que Julian y yo íbamos a veces. Me dejaba caer por allí los fines de semana en busca de alguien con quien ligar. Pensar en eso era una cosa que no tenía nada de punk, pero todo el mundo lo hacía. Yo me limitaba a seguir la corriente.
Encontré a Samson agitándose en la pista de baile, separado de mí por unos chicos que bailaban el pogo. Era delgado, larguirucho, de amplia osamenta, con un despabilado rostro escandinavo salpicado por algunas pecas y espinillas. Llevaba el pelo teñido de un negro azulado y endurecido con fijador formando mechones de un palmo de largo, la mayoría de los cuales se le amontonaban en la coronilla como un ramo de flores agostadas por el sol.
Cuando crucé mi mirada con la suya e imité su modo de mirar desenfocado, pareció reconocer algo y avanzó a trompicones hacia mí.
Tenía un apartamento cerca, una sola habitación enorme con siete camas de matrimonio dispersas de cualquier manera «para los amigos». En el suelo había una capa de un par de centímetros de folletos, ropa interior, camisetas… Se quedó quieto en el centro y se arrancó la camisa. Yo me dejé caer en una de las camas. Samson tenía el pecho demasiado estrecho y con señales de picaduras de viruela. Fue toda una información para mí.
Se desabrochó los vaqueros y se los bajó a medias dejando que se le viera parte de la polla antes de detenerse y sonreír burlonamente, primero a su cipote y luego a mí.
—Cuando uno ve sólo esta parte —dijo articulando las palabras con dificultad y señalando la porción visible de su polla—, imagina que lo demás es una completa maravilla, ¿verdad, Gargajo? Pero cuando ve el resto… —Y dejó caer los vaqueros. Se le deslizaron hasta las rodillas—. Es tan fea, la cosa entera. —Se cogió el paquete y se lo sacudió sin contemplaciones—. Sobre todo, la polla. —La alzó—. Feísima.
Le dije algo como: bueno, es precisamente la fealdad, o lo que sea, lo que hace a las pollas paradójicas e inestimables, bla, bla, bla, especialmente en los chicos guapos de verdad como él. Dije que sugería profundidad, poesía, seriedad… Por aquel entonces yo podía ser pedante de verdad.
Puso cara de no saber de qué le estaba hablando, aunque después me confesó que la palabra «guapos» fue lo que hizo que avanzara hacia mí, con los vaqueros colgándole de las pantorrillas.
Le agarré por el culo, lo atraje hacia mí, le chupé la polla, le lamí los cojones, etcétera, mientras en el borroso borde superior de mi visión su cabeza se balanceaba y babeaba como una nube surrealista.
Vamos a ver… Ocurrió semanas después. Empecé a soñar despierto mientras follábamos, cosa que Samson no pareció notar. En realidad, le acariciaba, pero mentalmente agarraba objetos de la mesilla de noche con los que le aplastaba el cráneo, y luego mutilaba su cuerpo, en especial su culo, mientras él, con voz trastornada por el dolor, trataba de disuadirme de que le matara.
Me preocupaba que tales ideas pudieran asomarme a la cara, pero es realmente difícil que el rostro exprese algo más fuerte que «me siento bien» o «estoy triste», o «cachondo», o «asustado».
Una noche, Samson estaba tan colocado que andaba como si la moqueta fueran arenas movedizas, o algo así. No podía ni hablar, no lo creo. Le llevé hasta la cama, donde se dejó caer. Me arrodillé encima de su pecho y miré fijamente su cara hasta que se volvió borrosa. Entonces me puse a darle puñetazos en ella. Volví a empezar. Parece que pierdo el hilo, pues no consigo recordarlo exactamente. Se rompían cosas. A veces me daba cuenta de que uno de los ojos de Samson me observaba con atención, lo que supongo que no era más que un reflejo muscular.
Al llegar aquí, debería explicar las reacciones que mostraba mi rostro, lo sé, pero dudo que tuviera muchas. Me notaba entumecido, con la mente en blanco, de modo que mi cara probablemente expresaba lo mismo. Cuando el incidente esté lejos, muy lejos, trataré de disociar a ese chico y a mí mismo de la violencia y sentir algo. Todavía no he llegado a ese punto.
Durante las semanas siguientes esperé que la policía apareciera por mi apartamento. Como no lo hizo, pensé que Samson seguía vivo pero que estaba demasiado destrozado mentalmente para soltar nombres, o bien que su cuerpo permanecía aún despatarrado en aquella cama, pudriéndose, y que nadie le había echado en falta lo suficiente para ir a ver si le había ocurrido algo.
Una noche, estaba tomando copas en Los Picapiedra. La decoración del club era extravagante: una pseudocaverna con estalactitas de plástico que parecían naturales y charcos de falsa agua estancada. La estaba admirando por millonésima vez cuando vi a Samson bailando el pogo unos metros más allá. Todavía tenía magulladuras y cortes en la cara, pero dado que los punks llevaban sus lesiones físicas como si fueran la última moda en adornos, no desentonaba.
Traté de esfumarme, pero camino de la salida nuestras miradas se encontraron por casualidad. Le saludé con una inclinación de cabeza, fue lo único que se me ocurrió. Samson dejó de bailar, alzó un dedo, como para decirme que le esperara, y luego siguió bailando.
Al principio me quedé de piedra. Después me hice a un lado y le miré dar vueltas. No parecía enfadado. Si acaso, más feliz, o algo así. A lo mejor sólo era porque le miraba más objetivamente que antes, pues su belleza ya no me distraía. O a lo mejor le había dañado algunos nervios, y su cara tenía menos posibilidades de expresar lo que sentía.
Cuando terminó la canción, se me acercó.
—¡Joder, Gargajo, la última vez que te vi todo fue tan jodidamente extraño! —Sonrió con aire avieso—. Yo estaba tan ido… Y tú te comportaste de un modo tan raro…
Le pregunté qué pasó después de que me fui.
—Al principio, estaba asustado —dijo. Tenía una expresión de confusión en la cara, pero había en ella demasiadas arruguitas nuevas y detalles para poder saber si de verdad estaba confuso—. No me decidía a ir a urgencias. Luego pensé: ¡A tomar por el culo! Me quedé tumbado, tomé drogas, vi la tele, y me pasé un mes sin hacer nada. Fue divertido. Por eso estoy más gordo, no sé si te has fijado.
Le contesté que sí, ahora que lo decía… Luego le pregunté si todo aquello le había molestado.
—Para nada, Gargajo. —Negó con la cabeza, pero se detuvo y asintió—. Bueno, al principio sí, desde luego, claro. —Se rio, lo que hizo que sus cicatrices destacaran con claridad—. Pero era una coña ser guapo. No es tan estupendo como se cree. —Tomó un trago de cerveza y apoyó la espalda en la pared de la cueva—. De modo que no. —Entonces sus ojos adquirieron esa mirada gélida, distanciada, que espero, o eso creo, que tengan las personas con las que follo—. Ya no.
Cuando yo tenía veintiocho años…
Después de lo de Samson, pasé unos cuantos años evitando las relaciones serias, duraderas, como precaución. Las pocas veces que mantuve relaciones sexuales, fueron ligues de una noche con chicos a los que nunca más volvería a ver. Por lo general, chaperos.
El chapero al que por algún motivo recuerdo mejor fue un adolescente delgado de estilo heavy metal que andaba por la que se conocía como la «Calle del Porno», unas cuantas manzanas de casas no lejos de mi apartamento. Se agarró el paquete, que le abultaba en los pantalones vaqueros, cuando yo pasaba en coche. Me acerqué al bordillo. Él corrió hasta la ventanilla del acompañante y se apoyó en ella. Le pregunté si quería «movimiento». Dijo lo que cobraba (lo olvidé), acepté, se subió y nos alejamos en el coche.
Era casi exactamente mi tipo. Sus únicos defectos eran su cuello, muy largo y delgado, su nariz, ganchuda y con algunos mocos secos, y que parecía tener un ojo perezoso. Me dijo que se llamaba Finn. Le dije que lo deletreara. Me explicó que le pusieron ese apodo porque cuando era más joven se parecía a Huckleberry Finn o se comportaba como él. Le dije que, sin duda, «se comportaba» como él, pues su tocayo sólo era un personaje literario. Pero Finn dijo que su libro tenía ilustraciones.
No era que yo no tuviera fantasías de asesinar a chaperas. Lo que pasa es que suelo estar demasiado asustado o sentirme tímido las primeras veces que me acuesto con alguien para hacer lo que realmente me apetece. Lo peor que podía pasar, y pasaba a menudo, era que me extralimitara. Pero el chapera me interrumpía, o me detenía yo mismo, antes de que las cosas fueran más allá de las convenciones generalmente aceptadas.
Los tíos del tipo que considero perfecto suelen mostrarse distantes, como yo. No quiero decir que van al grano, y punto, sino que se muestran herméticos. Como si se estuvieran protegiendo del resto de la gente o del dolor o de ambas cosas al distanciarse del mundo de cualquier modo imaginable, dejando aparte todo aquello intrínsecamente físico que resulta indispensable para ir tirando, como pasear, hablar, comer, etcétera.
Durante todo el camino a casa me volvía continuamente para mirar la cara de Finn. Casi era hermosa. Él ni siquiera se fijó en que le examinaba; no tenía el más mínimo interés por mí o estaba completamente ensimismado en sus pensamientos.
Normalmente, les ofrezco una cerveza a los chaperos, nos sentamos, nos mentimos uno al otro…, pero en cuanto hice pasar a Finn, me preguntó dónde estaba el lavabo, y así que salió, dijo que fuéramos al grano. Estoy tratando de recordar su voz. No lo consigo. Encontró el dormitorio por sí mismo, y la cama, aunque no había ni una luz encendida. Yo, en cambio, tuve dificultades para no tropezar con los muebles y los trastos.
Tanteé la cama hasta que mi mano agarró un pie.
Me senté a su lado. Lo acaricié durante un rato, preguntándome qué hacer, qué decir. El sida ya era un problema por aquel entonces, así que estoy bastante seguro de que le dije que quería encender la lámpara y examinarle, y punto, ante lo que él se relajó o movió el pie de un modo que entendí que significaba «Bien» o «¿Qué importa?».
Encendí la lámpara y me arrodillé junto al cuerpo desnudo de Finn. Despedía un olor intenso, como si me hubiera inclinado sobre una barbacoa, sólo que más delicado y difícil de describir. Quiero decir que era dulzón, pero también pútrido. Como si tuviera algún mal, oculto en su interior.
Finn era delgado, alto, pálido. Tenía tan pocos pelos en las piernas, que los conté. Sus nalgas eran elásticas como globos. El agujero de su culo me recordó una foto que vi del orificio de una bala. Tenía unos cojones grandes, rojos, pendulones. Su polla era delgada, con el glande puntiagudo. Tenía el vello púbico negro, abundante y oloroso. Las costillas casi le perforaban el pecho y la espalda. Sus pezones eran pequeños montículos de color rosa. Tenía el cuerpo caliente, excepto el culo, las manos y los pies, que estaban helados. Levantándole los brazos en un ángulo concreto, se le habrían podido meter pelotas de tenis en las cavidades de los sobacos, tan profundas y redondas eran. Su cara tenía un tono blanco azulado, con unos ojos pardos que constantemente parecían ir un pensamiento por detrás o por delante del mío. Grandes labios rojos, dientes manchados de nicotina, boca grande, aliento que olía a cerveza.
Me incliné otra vez sobre su cuerpo para asegurarme de que me había fijado bien en todas sus características físicas. Se la meneaba en silencio, mirando el techo con los ojos entornados; tenía una arruga en mitad de la frente. Yo estaba empalmado, a pesar de que no me había tocado, y cuando terminé mi examen empecé a meneármela. Me eché hacia adelante hasta que mi polla colgó sobre su pecho. Creo que imaginé que estábamos en la cúspide de una pirámide azteca. Yo tenía en la mano un cuchillo, o lo que usaran en aquellos tiempos, para sacrificar a Finn en honor de quienquiera que adoraran por aquel entonces.
No podía mantener una fantasía como esa más de un segundo o dos, de modo que me corrí encima de su pecho, con un gemido, de eso estoy seguro. Luego me eché hacia atrás y recobré el aliento mientras observaba cómo se iban uniendo las salpicaduras de mi semen. El dibujo como de encaje que formaron me recordó aquellas túnicas tan horteras que solían llevar los gays en los momentos culminantes de la fiebre de la música disco. Y ese pensamiento acabó con la poca lujuria que me quedaba.
Finn dejó de meneársela, cerró los ojos y se quedó tumbado entre las sábanas arrugadas, dejando que mi semen se secara encima de él.
Yo ya había visto lo que quería ver, y me fui al servicio a lavarme la polla en el lavabo. Cuando alcé la vista, vi a Finn en el espejo, detrás de mí, esperando su turno, supongo.
Parte de mi ser quería matarle y descuartizarle, lo que probablemente podría haber hecho sin que me descubrieran, pero la otra parte le tendió una toalla; luego le seguí la corriente hasta que se fue.
Después me tumbé en la cama haciéndole las mil y una a Finn en mis pensamientos. Despedazaba su cuerpo como si fuera una bolsa de papel, y sacaba a puñados venas, órganos, músculos, tripas. Hice que su voz sonara tan de ultratumba como me habían sonado de niño las sirenas de la defensa civil. Bebí su sangre, sus meados, sus vómitos. Hundí una mano en su garganta, metí la otra por su culo, y me las estreché en el centro de su cuerpo, lo que puede parecer gracioso, pero no lo fue.
Cuando yo tenía treinta años…
Los rodeos acerca de todo lo referente al sida no eran tan corrientes entonces. Muchos chicos de mi edad, incluso más jóvenes, daban positivo en los análisis, enfermaban, morían. Samson (fui a su funeral), muchos amigos y compañeros de cama que no he mencionado, Henry (según los rumores). Yo evitaba los contactos sexuales, incluso aquellos que parecían más inocentes, hablaba por teléfono, y, de vez en cuando, tomaba copas con unos cuantos amigos, predadores y estetas como yo, y que, por tanto, no eran «mi tipo».
Uno de estos amigos, Samuel, era actor, aunque lo cierto era que nunca había trabajado en ninguna película ni obra de teatro, y se había enamorado románticamente de un dependiente de Sears, donde trabajaba a horas. Cuando Samuel me describió a Joe, me enamoré a mi vez de él. Joe no sólo respondía a mis estrictas exigencias físicas (pálido, delgado, lampiño, de pelo negro, ojos negros, grandes labios, muy colocado, aniñado), sino que, además, su única pasión, por lo que decía Samuel, eran las películas de casquería tipo Pesadilla en Elm Street, etcétera. En otras palabras, Joe parecía tan perfecto que me pirré por él. Le dije a Samuel que si no conseguía ligar con Joe, tuviera la amabilidad de hacer de Cupido. Él carraspeó, vaciló, se mostró de acuerdo.
Por fin, Samuel sedujo al chico. Yo procuré no volver a pensar en él, pero cuando una noche llamó Samuel, después de follar con él, muy decepcionado porque Joe resultó ser un masoquista de tomo y lomo, insistí en que nos presentara. Dijo que lo haría, aunque ya le había dado a Joe el teléfono de un actor que tenía fama de sádico en la cama.
Samuel se pasó gran parte del fin de semana siguiente dándome consejos con relación a las costumbres de Joe, de modo que pudiera aparecer por Sears el martes siguiente con pleno dominio de la situación, totalmente preparado. El martes por la mañana Samuel me llamó para decirme que lo dejara correr. Joe no había ido a trabajar. Pasó una semana sin que se supiera nada de él. Luego un mes, dos…
Un día apareció en el periódico el retrato robot de un joven aparentemente guapo. La policía había encontrado un cadáver anónimo, descuartizado, en el jardín de aquel actor. Pedían que si alguien reconocía a la persona dibujada (al parecer, a partir del cadáver), se pusiera en contacto con la policía. Samuel dijo que se parecía un poco a Joe, pero no estaba seguro, y nunca he podido saber si la policía llegó a averiguar la identidad de aquel cadáver.
Aquel caso avivó mi interés por la muerte como parte de la experiencia sexual. Durante un año estuve obsesionado, lo seguí en los medios de comunicación, investigué la vida de Joe por medio de amigos de amigos, llené las lagunas con mis propias fantasías. Incluso pasé varios meses tratando de convertir la información que había reunido en una novela policíaca de asesinatos muy artística, algunos de cuyos fragmentos salvables salpican el siguiente capítulo.