—¡Estupendo!
Henry lo sabía. Sus sentimientos, ideas, etcétera, eran obra de las personas que trataba. De los hombres, en especial. El primero le convirtió en un ser increíblemente despreocupado de su cuerpo y su mente cuando tenía trece años, más o menos. El siguiente corrigió los errores de su predecesor. El que vino a continuación cambió otras cosas. Los últimos sólo habían hecho leves retoques, porque Henry era perfecto, dejando aparte ciertas malas costumbres.
Alzó el vaso, bebió un sorbo y trató de pensar en algún «ex» en concreto.
Tiró el vaso vacío a la oscura y fría chimenea.
El otro joven que estaba en la habitación parecía increíblemente drogado, borracho…, lo que fuera. Permanecía sentado en una fea alfombra india, mirando afuera o a unas puertas correderas de cristal. Se oía un ruido como si estuviera lloviendo. Henry no podía ver nada de lo que ocurría en el exterior, ni siquiera la lluvia.
—Así que soy tan frío que parezco una jodida estatua de hielo, ¿no? —preguntó Henry en voz alta. El chico había dicho eso, Henry estaba casi seguro. Sin embargo, si es que lo había dicho, habían pasado horas. Cuando dijo eso discutían, pero aquella frase era una gilipollez. Hizo que Henry pareciera arrogante, cosa que, probablemente, no era.
El chico miraba fijamente la lluvia que caía en el exterior, el cristal, sus alucinaciones, sus fantasías, lo que fuera.
—Me largo —dijo Henry poniéndose de pie.
El chico hizo girar la cabeza. Crac.
—No… ¡ay!
Debía de haber girado la cabeza demasiado deprisa, o algo, porque se le puso a temblar como la de esa…, cómo se llama…, Katharine Hepburn. Tuvo que agarrársela con las dos manos para conseguir que se le parara.
Esta parte está muy borrosa.
—¿Sabes?, es curioso… —dijo Henry. Avanzaba cuidadosamente por el pasillo detrás de como se llamase—… pero ni siquiera recuerdo dónde nos conocimos esta noche. Pienso todo el rato en una «fiesta». Eso es todo. ¿Estás tan colocado como yo?
—Probablemente. —El chico miró a Henry por encima del hombro. Todavía parecía lo suficientemente guapo para justificar lo que estaba empezando a pasar, fuera lo que fuese—. Mantén las manos bajas —añadió—. Quiero decir que, si necesitas conservar el equilibrio, utilices las paredes, no la colección de arte africano de mi padre.
—Eso hago.
Henry enfocó la vista en la puerta del fondo del pasillo. Suponía que se dirigían a ella, porque estaba abierta. Por muy abajo que tanteara las paredes, no dejaba de tocar miembros de estatuas de madera, de modo que se rindió y se agarró a los faldones de la camisa del chico, que flotaban por fuera de sus pantalones.
—¡A ver si me la rompes, joder!
—No te la romperé.
Henry se desplomó en la cama. Esta subió y bajó, chirriando, durante cinco, seis segundos. El chico se desnudó. Tenía los genitales pequeños y rojos, y un vello púbico rubio que parecía una tela de araña. No es que a Henry le importaran defectos como esos. En aquel momento, él mismo era una pena del cuello para abajo, gracias a incontables drogas.
—Quítate eso —refunfuñó el chico.
—¡Oh! ¿Todavía estoy vestido? —Henry jugueteó con un botón de la camisa, dándole vueltas a un lado y a otro. Al cabo de un segundo o dos estaba totalmente ido—. ¡Uf! —Notó algo afilado, uñas, una mano, la del chico. Tiraba hacia abajo de su ropa interior. Los calzoncillos se le enredaron en los pies. El chico los dejó allí, colgando. Henry tenía los pies grandes. Se incorporó, bajó la vista, se examinó el pecho. Sólo lo distinguía borrosamente—. Oye, bueno, la verdad es que no sé… lo que te gusta…, supongo…, bueno, que te interesa esto.
Se señaló la polla y volvió a decir «esto», con cierta ironía.
—Ya… veremos.
La cara del chico aterrizó vacilante en la entrepierna de Henry.
—¡Oh, vale, adelante!
Henry dejó caer la cabeza atrás.
El chico se puso a darle lametones en la polla con la lengua. La habitación resultaba acogedora. O las pastillas que había tomado Henry aquella tarde le hacían sentirse acogedor y la habitación simplemente estaba allí, como un plató de cine. Cerró los ojos y trató de recordar una de sus fantasías porno favoritas.
—Mierda.
La historia había quedado reducida a un simple borrón, igual que la estela que deja en el aire una persona envuelta en llamas.
Borrón.
—¿Sabes una cosa? —susurró Henry hundiendo la mano en el pelo afro del chico—. Hace un momento, en la otra habitación, estaba pensando que el fin de semana pasado me acosté con dos tíos con barba. Uno de ellos me follaba mientras el otro me la chupaba, creo. No paraban de llamarme «eso». Uno preguntó: «¿A qué sabe eso?» y «¿Qué temperatura hace dentro de eso?», y el otro dijo: «¡De miedo!», o algo así. Hizo que me sintiera raro. Hizo que me diera cuenta de que para ciertas personas soy importante. No tengo que hacer nada. Con ser guapo, o joven, o lo que sea, basta. Algunas veces… Me gustaría poder estar muerto o algo así durante un tiempo. Los tíos me llevarían de un lado para otro, como quisieran. Yo no tendría nombre, sólo superficie. Como las almohadas. No tienen nombre propio. No significan nada, pero la gente se acuesta con ellas. Creo que me sentiría mucho más feliz, aunque desprecio la palabra «feliz». Es una gran mentira. Cuando tus padres… Oye, ¡espera! —Parpadeó un par de veces. Enfocaba perfectamente el techo—. ¡Joder, estoy sereno! —Se apoyó en los codos—. ¿Y tú?
El chico había dejado de chupársela casi en cuanto Henry empezó a hablar. Descansaba la barbilla unos centímetros más abajo, en el muslo de Henry, cuya polla cayó encima del otro muslo, blanda, pardusca y extremadamente húmeda.
—Bueno —dijo Henry entre dientes—, ¿qué significa que no digas nada, que estás de acuerdo conmigo, que estás medio dormido, o qué?
—Creo que tengo sueño —dijo el chico, mirándole fijamente. Su cara parecía indicar todo lo contrario.
—Yo no. Pero tengo mala fama por mi energía.
—Entonces, ¿vas a volver a la fiesta?
Los ojos del chico estaban clavados en Henry. Eran azul pálido. Como todos los ojos que había visto Henry, y especialmente los azules, resultaban más bien decepcionantes, dejando aparte el color.
—Eso creo, sí. ¿Quieres venir?
—La verdad es que no.
El chico se dejó caer de costado y ocultó la mitad derecha de su cara con un puño. Había una mancha de sudor, semejante a un test de Rorschach, en la sábana, donde había estado presionando su entrepierna. Henry bajó la vista para mirarla, y le pareció una imagen satánica.
—Muy bien, bueno… —Henry se levantó y anduvo rápidamente por la habitación, agachándose, recogiendo la ropa—. ¿Qué, has disfrutado? —No encontraba un calcetín—. Quiero decir si estuve… bien. —Buscó debajo de la silla del escritorio una vez más—. Ya sé que es una pregunta rara.
—Todavía no lo puedo decir.
La voz del chico estaba distorsionada por culpa del puño, de modo que Henry no captó del todo qué significaba aquel «todavía».
—¡Uf! —Henry puso una cara que el chico hubiera podido interpretar de mil maneras, o de ninguna. En aquel momento Henry estaba vestido en sus cuatro quintas partes. Se sentó en una silla, al otro lado de la habitación, para atarse los zapatos—. Bien, pues contéstame a esto —dijo—. Siempre hago esta pregunta después de follar con alguien, de modo que no te alarmes. Si hubieras podido cambiar alguna cosa de mi comportamiento de hace unos momentos, ¿cuál sería? —Se detuvo a medio atarse un zapato y sonrió burlón—. Supongo que es una estupidez.
—Hablas demasiado —dijo el chico.
—Sí, lo sé. —Henry frunció el ceño—. Gracias. Estoy tratando de mejorar esa faceta de mi carácter.
Cerró el puño y se golpeó el muslo.
—Y no piensas lo que dices antes de decirlo. O no lo parece. —El chico saltó de la cama y se puso de pie. Dio unos pasos por la habitación, agarrando con una mano sus arrugadas prendas de vestir, que eran más grandes y más negras que las de Henry—. Vale más que te marches. Y eso que al principio me interesaste de verdad. —Se arrodilló y miró debajo de la cama—. Pero cuando te pusiste a decirme… bueno, lo que quisieras decir cuando traté de follarte… —Estiró la mano hacia la oscuridad, sacó un calcetín de rombos, lo sacudió para quitarle el polvo—. No creo que sea el único al que le cargan esa clase de chorradas.
Henry se arrugó y asintió con la cabeza. El efecto de las pastillas se iba desvaneciendo poco a poco.
—¡No, no, no, no, tienes razón!
Volvió a golpearse el muslo.
—O sea que… —El chico le dio el calcetín a Henry—. ¡Andando!
Avanzaron lentamente por el pasillo. Esta vez no resultó demasiado traicionero. Henry distinguía el suelo, las estatuas, sus pedestales, la espalda del chico, etcétera. De modo que no necesitaba nada, ni a nadie, aunque se tambaleaba mucho.
—Estoy completamente de acuerdo. Lo que pasa… es… —dijo Julian asintiendo con la cabeza. Se inclinó más hacia la oreja de Jennifer, y notó un débil olor a vómito—. ¿Estoy loco, o ese chico del pelo negro largo y la camisa de mecánico descolorida, sí, ese que está junto a la mesa de los canapés, me mira?
—Lo cierto —dijo Jennifer tras echar un vistazo— es que suponía que me miraba a mí, pero creo que tienes razón.
Les pidió a otros travestidos que tenía cerca que se apartaran, y apuntó un dedo hacia él con aire «acusador». Cuando el chico se dio cuenta, le hizo señas con el dedo para que se acercara.
—¿Yo? —articuló con los labios, mirando a su alrededor.
—¡Sí, tú, gilipollas!
Henry zigzagueó por la habitación chocando de refilón contra una de cada cinco personas con las que se cruzaba. Sus copas se derramaron. Una morena le lanzó un pitillo encendido a la espalda, pero falló. Julian agarró el bíceps derecho de Jennifer y se lo apretó.
—Colocadísimo —dijo con una sonrisa burlona—, pero increíblemente atractivo, ¿eh?
Señal de asentimiento. Para entonces Henry se había ido aproximando a ellos y ya podían adivinar con bastante exactitud a cuál de los dos había estado mirando. Julian acentuó aún más su sonrisa burlona.
—Lárgate —dijo entre dientes—. ¿Te importa?
El brazo de Jennifer se le escurrió entre las yemas de los dedos.
—¡Hola! —Henry se detuvo de golpe. Volvió la cabeza bruscamente a la derecha y a la izquierda. Bonito cuello—. ¿Adónde se ha ido esa?
Por su acento parecía de fuera de la ciudad.
—¿Quién? —preguntó Julian.
Henry hizo una mueca.
—Muy gracioso. Me refiero a esa chica que estaba justo… Bueno, no importa. ¡Hola!
Julian pensó que aquella cara era demasiado caballuna. Cuando empezara a colgarle la carne, se las vería y se las desearía para atraer a los tíos. En aquel momento le hacía parecer de pueblo o heterosexual.
—¿Eres del Sur? —preguntó Julian.
Henry puso los ojos en blanco. Parecían imprecisos y emborronados.
—No, eso es algo muy curioso —dijo—. No es culpa tuya, la gente siempre lo dice, pero no es verdad. Sólo lo dicen cuando estoy muy colocado, y ahora lo estoy, evidentemente. No, soy de aquí… ¡Ay!
Se llevó una mano a la boca. Abrió tanto los ojos, que a Julian se le ocurrió pensar que eran como bolas. Aquella especie de bolas parecieron hacerle una súplica.
—¿Qué? —respondió sin demasiado interés.
Henry dijo algo de un modo fragmentario a través de los dedos.
—Decidí… —o puede que fuera «Determiné» (resultó ininteligible lo que siguió)—… hablo demasiado.
No era tan guapo sin barbilla ni boca.
—¿De verdad?
Julian relajó el culo apoyándolo en el alféizar de la ventana. Se puso a buscar atentamente por la habitación a un tipo menos ido. Alguien que le gustaba vagamente entró y abrazó a alguien con quien él había follado un par de veces.
—¿Así que, según tú, hablas demasiado? —murmuró, estudiando al de los abrazos. Henry asintió con la cabeza.
Julian se preguntaba qué podía implicar aquel abrazo concreto cuando se acordó de Henry.
—¡Oh!, pensaba en aquella parejita —dijo Julian señalando con la cabeza—, de allí. Sígueme la mirada.
Henry lo hizo, y luego murmuró algo sobre «cerca de la puerta».
—Exactamente —dijo Julian sonriendo—. Oye, ¿quieres hacer un experimento?
Henry se encogió de hombros.
—Bien. Abrázame como si me conocieras de siempre pero no me hubieses visto en años.
Julian le extendió los brazos, sonriendo afectadamente. Henry se ruborizó y dio un pasito indeciso hacia adelante.
—Donde las dan, las toman, como se suele decir.
Julian atrajo a Henry hacia sí, y este abrió una rendija entre los dedos y asomó sus grandes labios por ella.
—¡Uf! ¿Qué quieres decir?
—Quiero decir —dijo Julian apartando la mano de Henry— que, ahora que somos viejos amigos, puedo pedirte algo y tú lo harás porque nos queremos.
Henry echó hacia atrás la cabeza tres o cuatro centímetros, mirando con cautela la boca de Julian.
—¿Es una broma? —preguntó Henry, que parecía interesado, o algo así, y bizqueó.
—¿Si es una broma qué?
—Si es una broma —susurró Henry— que nos queremos.
—¡Dios mío! —dijo Julian con voz quejumbrosa—. ¿Eres de esos que creen que el amor es… sagrado, o algo así? —Henry negó con la cabeza—. Bien, porque, en lo que a mí se refiere, el amor es lo que se siente por alguien a quien no se conoce muy bien, si es que se le conoce. A lo mejor estaba «enamorado» de tu cuerpo cuando te vi ahí enfrente estudiándonos a Jennifer y a mí. Pero ahora sólo siento, bueno…, hambre, por así decirlo. Tú eres mi… comida, o… ¿qué te pasa ahora?
La cara de Henry parecía estar colgada de sus palabras o algo así.
—Ya, ya, ¡lo sé! —dijo en voz alta.
Se volvieron algunas cabezas. Julian soltó el culo de Henry.
—¡No, no me sueltes! ¡Vuelve a ponérmelas aquí! —Henry cogió las manos de Julian, y las sujetó a sus caderas—. O donde estuvieran. No, mira, pensándolo bien, ¡estoy de acuerdo! Soy una especie de cosa, o una especie de… comida… ¡o lo que sea! —Ahora los miraban todos los de la fiesta, si bien furtivamente. Julian se tapó los ojos, se puso a morderse el labio inferior, la cabeza le daba vueltas. El chico llevaba unos zapatos náuticos rosa. ¡Qué mono!—. Bueno…, eh…, salgamos fuera, ¿de acuerdo?
Julian agarró la mano de Henry. Zigzaguearon entre su público. Se abrieron paso por una puerta obstruida por padres borrachos. La casa estaba construida en una ladera. Había unos escalones excavados en la tierra que llevaban a un jardín con bastante pendiente. Julian se dejó caer sobre el tercer escalón y el cuarto. Henry permaneció a los pies de los escalones, sonriendo en dirección a la casa. Las ventanas estaban empañadas. En el suelo, debajo de una de ellas, había un charco púrpura de vómitos, que tenía la misma forma que un mapa de Texas.
—Bueno, ¿de qué estábamos hablando?
Julian bostezó. Henry había empezado a balancearse de un lado para otro de un modo bastante extraño.
—¡Oh…! Se me olvidó, vaya, me noto…, creo que algo mareado.
Hipó, y se sentó.
Julian alargó la mano, dudó durante un segundo o dos, y luego la hundió en el pelo largo, negro y un tanto enredado de la nuca de Henry. Había allí una especie de cuevecilla. Por algún motivo, eso hizo que Julian se estremeciera. Unió los dedos y los deslizó lentamente serpenteando por el estrecho y curvo túnel, tratando de no rozar el muro de pelo a un lado ni el cuello de Henry al otro. Consiguió avanzar tres o cuatro centímetros antes de que Henry hiciera un gesto con el hombro izquierdo y lo echara todo a rodar.
Julian resiguió el borde irregular del pelo de Henry con la yema de un dedo. Adelante, atrás, adelante, atrás… Henry descansó la barbilla en las manos y resopló.
—¿Quieres venir a mi casa a dormir, o a lo que te apetezca? —preguntó Julian.
La cabeza giró un poco.
—Esta noche ya me he acostado con alguien.
—Bien, entonces, por lo menos, dame tu número de teléfono.
La frente de Henry se arrugó.
—Tres…, ocho, cinco…, cuatro, cuatro…
—Espera. —Julian sacó una pluma y apretó la plumilla contra el dorso de su mano—. Repítemelo.
—Entonces lo repitió. Ya sabes, tres-ocho-cinco…, bien, el caso es que lo anoté en el dorso de mi mano.
Todavía se puede ver. Luego nos dimos un beso largo y lento con mucha lengua y todo eso, y me fui.
Julian echó una ojeada a su reloj de pulsera.
—¡Te fuiste! ¡Te fuiste! —dije yo, con voz metálica y aguda, al otro extremo de la línea. Julian apartó el auricular de su oreja.
—Sí, tenía que ver a un cliente a las dos, para desgracia de todos los implicados. ¡Uf!
Empecé a decir algo.
—Me tengo que ir —dijo Julian—. Nos vemos… ¿dentro de una hora?
Se movió por su dormitorio, aún sin vestir, y se detuvo delante de un espejo de cuerpo entero. Desde hacía un par de años trataba de verse con absoluta objetividad, por lo menos desnudo. Entornó los ojos. Su reflejo se difuminó, se desconectó de él. Ahora era un tipo que cobraba por follar con hombres maduros… mayor, más feo, más vicioso. ¿Aquel chico guapo del espejo valía cien dólares, ciento cincuenta? El chico guapo sonrió, esperanzado, a Julian. Tris, tras, tris, tras…
—¿Qué…?
Julian miró con atención por encima del hombro derecho del chico guapo, enfocando la vista.
Su hermano, Kevin, estaba en el umbral, apoyado pesadamente contra el marco de la puerta, observándole. Con una mano se toqueteaba la rodilla con movimientos de araña.
—Vamos a ver —dijo Julian—, ¿qué piensas de tu hermanito, Kev? —Kevin parpadeó—. ¿Te imaginas que puedes entrar en su cuarto así como así? —añadió Julian. La boca de Kevin se ladeó un poco, pero sus ojos permanecieron fijos en el culo de Julian, o en sus proximidades—. Oye, ¿estás drogado, o algo?
Kevin negó con la cabeza, entró, se volvió muy tieso y cerró la puerta.
—¿Es que mamá está hecha una fiera?
Julian pronunció con énfasis la palabra «mamá». Era una de las dos o tres palabras que siempre despertaban a Kevin cuando andaba así de ido. Los hombros del chico se encogieron un par de centímetros.
—Algo así, sí.
—Bien, siéntate.
Kevin se dejó caer en el borde de la cama, apretó las rodillas con fuerza y metió los puños entre ellas.
—Oye, ¿no podríamos hablar de otra cosa, Julian? Podríamos hablar de algo como…, no sé. —Miró a su izquierda—. ¿De ellos?
Kevin miraba con expresión de dolor la funda del último elepé de Black Sabbath. Como de costumbre, el chaval se sentía víctima de todas las desgracias. Julian quería abrazar a Kevin, o no quería eso exactamente, pues no parecía lo correcto. Además, estaba desnudo, de modo que hubiera resultado incorrecto por motivos demasiados complicados para pensar en ellos.
—¿Qué les pasa?
Julian se volvió hacia el gélido espejo.
—¿Es bueno? —preguntó Kevin.
—Sí, ¿quieres que te lo preste?
Mirarse en el espejo le hizo sentirse estupendamente.
—Claro.
Kevin sonrió con expresión rara.
—¿Quieres hacerle un favor a tu hermano mayor?
La sonrisa de Kevin se hizo menos rara. Asentimiento con la cabeza.
—Bien, antes de nada, ¿piensas alguna vez en follar?
Kevin se animó.
—Pienso en follar, sí.
La pierna izquierda le empezó a temblar ligerísimamente.
—Muy bien, ¿podrías ponerte en un estado mental en el que fueras capaz de decirme si yo soy sexy o no? ¿Como si fueras una chica, o un marica, o lo que sea?
—Mierda, Julian.
Kevin se agarró el estómago con las dos manos y sacó la lengua, jadeando. Sus ojos parecían hipnotizados, trasplantados… algo.
—¿Qué? —dijo Julian.
Kevin se guardó la lengua.
—No lo sé… ¡ay!
Julian le miró perplejo mientras se retorcía y se quejaba. A lo mejor la pregunta era demasiado complicada. Por otra parte, no creía que la idea de follar le chocara. Había calzoncillos manchados de semen seco escondidos en el dormitorio del chico. Julian los había encontrado por casualidad una vez que registró la casa buscando drogas. Incluso le había robado unos cuantos y se los había regalado a sus amigos por Navidad.
—No estoy diciendo que seas gay, Kev. No te lo impongo. O si lo hago, que a lo mejor sí, olvida la pregunta. De verdad.
Aquello no sirvió de nada. El chico se movía inquieto por la habitación, chillando, atragantándose, agarrándose a lo primero que encontraba. ¡Dios santo!, pensó Julian. Se cruzó de brazos y anduvo hasta la cama.
—Túmbate, Kev. Relájate.
—Oh, vale, vale.
Kevin se dejó caer de espaldas, dio un par de botes espasmódicos y, con cuidado, se volvió hasta ponerse boca abajo. Luego empezó a reptar hacia la almohada de Julian.
Julian permaneció de pie delante de Kevin y esperó a que diera muestras de calmarse. La espalda de Kevin empezó a subir y bajar con más normalidad. Se calló. El dibujo de su camiseta dejó de parecer una silla de montar. ¡Jo!, pensó Julian. Se puso a recoger su ropa del suelo, alrededor de la cama. Luego volvió de puntillas al espejo y se la puso, prenda a prenda.
—Kev, ¿estás bien? —preguntó entre calcetín y calcetín.
La cabeza que estaba sobre la almohada se movió.
—¿No podríamos hablar de esto más tarde?
Más movimientos.
Media hora después Julian estaba sentado al borde de una silla en la biblioteca de casa. Mis padres habían salido a cenar. Las estanterías estaban atestadas de mierda condensada del Reader’s Digest. Hice girar el dial de una radio reloj y conseguí componer una ópera rock con varios fragmentos de charlas, anuncios y canciones de moda. La mezcla era bastante rara pero funcionó durante un rato, hasta que Julian me dijo a gritos que la parara. Me detuve en un violento rasgueo de guitarra.
—¡Dennis, tengo que hablarte de lo que le pasó a Kevin! —Bajé un poco el volumen—. ¡Oh, vale, muchísimas gracias! Bueno, lo que le pasó fue que perdió el control del todo, como siempre —gritó Julian—. Pero puede que esta vez haya sido peor. Es difícil decirlo. Ocurrió en mi habitación, y quizá por eso, evidentemente, me ha parecido peor. En cualquier caso, después, cuando él estaba tumbado en mi cama, tratando de tranquilizarse, y yo estaba de pie, mirándole sin saber qué hacer y todo eso, me sentí hipnotizado por su culo. Se lo podía ver a través de los pantalones, por el modo como estaba tumbado, supongo. De modo que…
—¡Pervertido!
Apagué la radio. Julian sonrió afectadamente.
—A lo mejor, pero no por la razón que parece obvia. En cualquier caso, gracias. Simplemente, es que… la cosa era perfecta. Era como un… un culo que saliera en un libro de texto como ejemplo de cómo han de ser los culos. Ya sabes, parecido a una caja, con las esquinas redondeadas y hoyuelos a los lados. Sólo que el de Kevin es tan pequeño, que yo no podía tener, en absoluto, una reacción normal ante él. Es más un juguete que un culo, aunque eso no es exacto del todo. Quiero decir que es el culo de mi hermano, claro, pero, por su forma, es el no va más de los culos, ¿entiendes?
Asentí con la cabeza y, simultáneamente, me encogí de hombros.
—Creo —continuó Julian—, que es cuestión de la escala de ese culo. No sé qué me hizo comprender… ¿que el cuerpo no es inherentemente sexy? En parte, sin duda. O que Kevin está destrozado espiritualmente, pero tiene un cuerpo perfecto; entonces, ¿qué significa esa combinación? Me refiero a que… ¡oh, joder, no lo sé!
Cerró los ojos, confundido.
—Bueno, yo creo que es un muñeco —dijo mi voz.
—¿Quién? ¿Kev?
Julian se puso a restregarse los párpados. Eso facilitó las cosas.
—Con todo, podría ser a causa de la mescalina —añadí.
Julian estaba estudiando la parte interior de sus párpados. Cuando se apartaba de la lámpara, veía una oscuridad rojiza. Al volverse hacia ella, aparecían fragmentos muy pequeños de grafitis que revoloteaban, variando bruscamente de dirección, como ovnis.
—Lo mismo creo yo, supongo. —Abrió los ojos. Yo me balanceaba en un sillón, sobre los brazos del cual se destacaban mis nudillos como percebes de un color morado blanquecino. Crac, crac, crac, crac—. Oye, creo que voy a llamar a este número del dorso de mi mano… —dijo—… si es que todavía lo puedo leer.
Crac, crac, crac. Julian puso la mano debajo de la pantalla de la lámpara y aguzó la vista. El último número podía ser un 1 o un 7. Se lanzó sobre el teléfono y empezó a marcar números. Crac, crac, crac.
—¿Estás seguro de que ese chico es guapo? —dije nervioso, casi siseando—. Porque si no lo es…
—Sí, sí, chisst. —El teléfono llamaba. Crac, crac… Julian me hizo señas frenéticas con la mano—. ¡Chisst!
Clic.
—¿Diga?
—¿Está Henry?
—Al aparato.
La ropa de Henry parecía demasiado holgada, por lo menos en el espejo. Sin embargo, era más o menos como la que llevaba puesta la noche en que se suponía que le había gustado a Julian. Dio tres pasos hacia atrás, se cambió el auricular a la oreja izquierda, miró de reojo.
—Muy bien, estupendo —masculló—. Será un placer… -Clic—… volver… —colgó el teléfono—… volver a verte. —Suspiró, y se alejó de su reflejo.
Borrón.
—De todos modos…
Se dirigió al espejo y se desabrochó los pantalones vaqueros, que eran tan anchos que cayeron pesadamente a sus pies. Se alzó la parte delantera de la camiseta y se esponjó el negro vello púbico, deshaciendo unas cuantas marañas con las uñas.
—Estupendo.
Se levantó la polla, agarrándola por la punta, y la dejó caer. ¡Zas! Otra vez. ¡Zas!
—¡Vaya, vaya!
Se puso de espaldas y se inclinó todo lo posible para exponer su culo a la luz.
—¡De rechupete! —bromeó en voz alta.
A decir verdad, pensó, tendría un aspecto estupendo si su raja no fuera tan peluda. Separó las nalgas y examinó su «oloroso matorral», como lo había descrito un «ex».
Henry, aún inclinado, soñó despierto con aquel «ex» en concreto. Su primer recuerdo fue general. Se vio a sí mismo durante semanas completamente drogado en la mansión de como se llamase, bronceándose al sol, viendo vídeos pornos, encargando comida. Era igual que estar en el cielo. Tuvo un estremecimiento al pensar en ello. Luego, una tarde, como se llamase llegó a la casa con un chapero. Por lo que fuera, eso hizo que Henry se sintiera postergado. Como se llamase y el chapero se lo follaron a la fuerza, y después trataron de estrangularle. Henry perdió el control y desgarró con un cuchillo un cuadro impresionista que valía millones. El chapero agarró el cuchillo y quiso apuñalar a Henry. Este consiguió escapar, salió corriendo e hizo señas a un coche. Al día siguiente se despertó en el césped del jardín delantero de la casa de sus padres con un par de cortes superficiales de cuchillo en el pecho y señales de una soga en el cuello.
—Mierda.
Henry se había estirado con demasiada rapidez, o algo. Tuvo que agarrarse al marco del espejo y eructar, eructar, eructar… El sudor le goteaba del pelo y se deslizaba por su cara formando una especie de venas.
Cuando el sótano dejó de girar, se dio cuenta de lo mucho que le gustaba vivir allí. Lo malo era que no hubiera modo de salir y entrar en él sin pasar por la casa de sus padres. Muchas veces se imaginaba un boquete irregular del tamaño de un hombre en la pared de bloques de cemento, entre el reloj y la tele, o, espera… Bien pensado, ¿por qué no allí mismo? El espejo podría ser la puerta. Pegaría un tirador plateado a un par de centímetros del borde del cristal, o el plástico o lo que fuera aquella cosa brillante.
Permaneció inmóvil unos momentos con la carne de gallina a causa de aquella idea. Alzó un brazo y examinó unos cuantos de los millones de pequeños montículos blancos que habían surgido por todo su cuerpo. Por algún motivo, aquella visión le hizo sentirse extremadamente tenso y a disgusto.
—¡A tomar por el culo!
Henry se subió los pantalones vaqueros, hundió la mano en el bolsillo delantero izquierdo y la sacó con una bolsita de plástico cerrada. Se tragó lo que fuera que había dentro. Siete pastillas azules, cortesía de Craig.
Subió a grandes zancadas los escalones, siguió un pasillo, quedó repentinamente inmóvil, retrocedió tres pasos, y miró a la derecha.
—¡Qué raro!
Se apoyó en el marco de la puerta al notar los primeros efectos de lo que fuera que contenían las pastillas. Hasta allí sólo llegaba una leve claridad. Pero le ayudó a darse cuenta de que la habitación donde estaban sentados sus padres tenía aproximadamente la misma forma que su sótano, si bien era evidente que resultaba más inquietante y mucho menos interesante.
Ring.
—¡Yo lo cogeré! —Henry corrió por el pasillo y agarró el auricular—. ¿Diga? Henry al habla.
—Oye, H., ¿ya te tomaste esas pastillas? —preguntó Craig, con su desganada voz de drogado. Le hacía parecer más agradable y amistoso de lo que era en realidad.
—Hace unos segundos.
—¿Sí? Espera una hora. Es lo que hace que me las tomé, y ni siquiera puedo levantar el teléfono. Estoy en el suelo… y… y… y estoy casi tumbado encima del auricular. Tengo la cabeza encima de él. Tuve que…, bueno, esto es increíble. Tuve que tirar del teléfono por el cordón hasta que se cayó de la mesa y arrastrarlo hacia mí, como en esos anuncios de viejos que mueren de ataques al corazón. Esos que se habrían podido salvar si hubieran llevado unos micrófonos pequeños sujetos alrededor del cuello.
—¡Mierda!
—¿Qué?
—Nada. Sólo que tengo que salir. Ese chico, Julian, llamó. Acepté follar con su novio y con él.
—¿Piensas ir en coche?
—Eso planeaba, pero…
—Escúchame bien, estoy…, no lo hagas, no te lo creerías… Estoy muy jodido. El teléfono es blando. Noto que es blando…
Henry arrugó la cara, calculando el tiempo que le llevaría llegar al coche, por no mencionar cruzar la ciudad.
—Craig, oye, cierra la boca un momento. ¿Cuándo empezaste a no poder moverte, o lo que te pase?
—Justo antes de llamarte. Estoy asustado. ¡Joder!, la habitación resulta muy desagradable… bueno, espesa. Es como si me fuera difícil respirar. Oye…, ¿te acuerdas del póster que tengo de Joni Mitchell en Woodstock? Está…, quiero decir que parece que ella está debajo…, creo que de… asfalto.
—Craig, tengo que reunirme con Julian antes de que me pase eso mismo.
Colgó el teléfono. Las llaves, pensó, y se dio unos golpecitos en el bulto del bolsillo derecho de los pantalones.
—Muy bien, muy bien…
Salió por la puerta principal.
Abrir la puerta del coche no fue problema. Ponerlo en marcha fue… diferente. La llave parecía una joya. Su diseño era increíblemente complicado. No podía dejar de contemplarla, aunque ya la había metido. Parecía un millón de veces más importante para ir en coche que las líneas de la carretera.
Borrón.
Se repantigó en el asiento del conductor ante una mansión, esperando que fuera la de Julian, y se preguntó si el seguro de la puerta del acompañante estaba subido o bajado. Trató de comparar el de su puerta, que estaba indudablemente subido, con el de la otra, pero como la suya estaba más cerca, siempre podía parecer más alto.
—Mierda.
Salió dando un bandazo y cerró la puerta de una patada.
Anduvo a trompicones. Una de sus manos agarró un manojo de la gélida yedra que colgaba del techo de la mansión. La otra se lanzó contra un punto de una moldura antigua que, por suerte para él, enmarcaba la desenfocada puerta delantera. Una vez, dos…
Ding, dong (amortiguado).
—Oye, Henry —articuló con dificultad—. No digas ni… una jodida… palabra. —Trató de mirar su reloj—. ¡Dios santo! —Se lo subió hasta el ojo—, ¿por qué cojones… compré una de estas mierdas sin números?
Cra-a-a-ac.
El interior parecía inmenso, sombrío, aunque amarilleaba gracias a unas lámparas situadas en unos cuantos puntos. Muy adentro, o puede que no mucho, se alzaba una silueta que hacía ruido. Criticaba su aspecto, Henry estuvo casi seguro. Otra silueta, más a la izquierda de Henry, añadió unos comentarios, pero no eran tan desagradables. Aparte de que esta susurraba, mientras que la de antes gritaba. La gente no susurra las cosas crueles, o eso creía Henry.
—Hola, yo… ¡Uf! —Tropezó con un felpudo, o algo así, pero una de las siluetas le agarró por la manga de la camisa antes de que se cayera—. Gracias, uh… —Crujido. Una mano helada se deslizó más abajo de la goma de su calzoncillo. Empezó a hundirse hacia su culo—. Lo siento, sé que tengo algo peluda la raja —susurró—, pero…
Recordó la fiesta. Parecía darle vueltas en la cabeza el momento en que Julian le abrazaba. ¡El chico parecía entonces tan sensible! Volviendo a la realidad, miró por encima del hombro y vio una cara pálida, borrosa. Luego miró de reojo y parpadeó en dirección al otro tipo, yo. Yo, que aún estaba demasiado lejos, mal iluminado. El esfuerzo por enfocarme hizo que a Henry se le humedecieran los ojos y le escocieran tanto, que, prácticamente, les dio unos puñetazos al tratar de secárselos.
—Mira, o no dices nada de nada —dijo Julian, dando la vuelta alrededor de Henry—, o procura decir algo cachondo sobre nosotros, ¿de acuerdo? —Henry murmuró una palabra, pero las drogas la hicieron ininteligible—. Porque eres exactamente nuestro tipo. No tienes que hacer demostraciones. —Extendí las manos por el culo de Henry y se lo apreté hacia abajo, igual que si él estuviera tumbado delante del Teatro Chino de Grauman. La raja se abrió. Julian se aclaró la garganta y soltó un esputo lechoso. Utilizando las uñas, extendió uniformemente el escupitajo por los pelos de la raja, peinándolos hasta formar una especie de espiral alrededor del irregular agujero morado—. Oye —dijo con el labio contraído—, ¡este chico es estupendo!
Julian colocó un pulgar a cada lado del agujero, estiró y lo abrió del todo. Una de mis orejas se apretó contra una de las suyas. Los dos miramos el resplandeciente pozo.
—Es increíblemente hermoso —dije yo.
—Sí, en un sentido insólito —susurró Julian—. Y me recuerda algo, también, pero no sé qué.
Bajé la cabeza dos centímetros, cuatro, seis.
—¡Pobre chico! —murmuré.
Julian pensó que me había vuelto psicópata.
—¿Por qué dices eso?
Me encogí de hombros.
—Bueno, porque hace que, por algún motivo, tenga más ganas de follármelo.
—¡Uf!
Julian le metió dos dedos en el culo. Los brazos de Henry, hasta entonces muy fláccidos y como ausentes, empezaron a reptar por la alfombra. Una mano encontró las rodillas de Julian y apretó una de ellas dos veces.
—Tétrico —dije yo.
El agujero del culo de Henry se había cerrado en torno a los nudillos de Julian. Eso le hizo pensar en la tan famosa taza de té peluda.
—Cuando conocí a este chico —susurró—, jamás, jamás, habría supuesto que estuviera tan chiflado. —Consiguió sacar los dedos y se los limpió en las pantorrillas—. Pero démonos prisa antes de que se ponga sobrio y testarudo o lo que sea.
Me arrastré hasta la cabeza de Henry. Julian volvió a abrirle el agujero del culo, escupió en él, le metió la polla y dejó que el culo se cerrara a su alrededor.
—¡Jo! —exclamé. Julian alzó la vista. Yo miraba el pelo de Henry, o sus proximidades.
—¿Qué? —preguntó Julian.
—¡Oh, nada importante! —Sonreí—. Sólo que el modo como le cae el pelo por la cara y lo liso que lo tiene hacen que su cabeza parezca la pantalla de una lámpara. —Julian no consiguió imaginárselo—. Supongo que esta hendidura de aquí será su boca —añadí, arqueando las caderas—. ¡Ohh! —En la frente se me formó una arruga—, ¡oh, sí!
La cabeza se me cayó hacia atrás.
—¿Cambiamos de posición? —dijo Julian.
Alcé la cabeza.
—¿Cómo? Claro, sí, muy bien.
Julian se deslizó hacia el costado derecho, y yo me deslicé hacia el izquierdo. Una vez que hubo adaptado la mitad inferior de su cuerpo a los hombros y el cuello de Henry, y tuvo la cabeza de este en su regazo, Julian consiguió ver lo que yo quería decir con lo de la pantalla de una lámpara. Apuntó su polla al punto más húmedo. La metió entre los pliegues negros.
—¡Ohh!
Entonces se fijó en que yo estaba tumbado con la cara en el culo de Henry, la mirada perdida y las mejillas inflándoseme y desinflándoseme…
—¿Dennis? —Julian ladeó la cabeza. Nada—. ¿Dennis?
Chasqueó los dedos…
Entonces se las arregló para alzar la cara de Henry lo suficiente y luego la dejó caer encima de su polla, que debió de hincársele en lo más profundo de la garganta. ¡Aquello resultó increíble! Además, cada movimiento de metérsela y sacarla tenía un efecto retardado y muy particular en el culo de Henry. Sus nalgas se hundían, luego se volvían a inflar como pulmones, haciendo que a Julian se le pusiera carne de gallina y que para mí, tal como estaban las cosas, el camino hacia el agujero del culo de Henry fuera más hermoso y difícil. Hasta la espalda del chico mejoró. Su poco atractiva espina dorsal y su caja torácica se hincharon debido al diseño enloquecido de su musculatura, o de lo que fuera…
—¿Me lames el culo? ¿Estás en condiciones…? —Julian acercó una oreja a unos centímetros de la boca de Henry. El chico respiraba, pero su respiración era demasiado suave y, en cierto modo, fragante, como si echara humo. Julian se volvió a sentar y me miró con los ojos entrecerrados—. ¿Y si tiene una sobredosis?
Yo chupaba los dedos de los pies del chico.
—Es raro que… cuando los pies están un poco sucios… resulten tan sabrosos —dije entre lametón y lametón.
—Pero ¿están fríos? —preguntó Julian.
Dejé de chupar.
—Bueno, ya te entiendo. Dale unos cachetes.
Julian alzó una mano y golpeó la mejilla de Henry con la palma.
—¡Ay! —se quejó Henry—, ¿qué… coño…?
—¿Está empalmado? —preguntó Julian—. ¿Puedes… comprobarlo?
La mayor parte de mi cara desapareció detrás del culo de Henry y se ladeó noventa grados como un barco que se hunde.
—¡Uf, no, no, ni siquiera un poco! Parece como… blanduzca, de goma.
Me alcé.
—¿Te has fijado en una cosa? —dijo Julian, con la voz temblorosa tras haberle metido la polla en la boca al chico con tanto ahínco—. La gente no tiene erecciones con nosotros. Es como si el tipo de tío al que atraemos fuera asexual o algo así.
Fruncí la boca.
—Sí, es raro no tragar su semen.
Julian se encogió de hombros.
—Yo lo intento, por principio —dijo—, pero en lo único que pienso realmente es en correrme yo…
Henry tenía un olor fuerte, peor o mejor según la zona donde le lamía Julian. Había follado tantas veces, que era experto en clasificar los olores corporales. El del ojete, profundo. El de la entrepierna, sobrevalorado. El de la boca, profundo. El del pelo, infravalorado. El de manos y pies, agradable. El de los sobacos, demasiado intenso. Julian se puso a trabajarle el culo a Henry. Yo tenía la cara encajada entre sus muslos, las pupilas dilatadas, la boca abierta, llena con sus arrugadas pelotas.
—¡Ohh!
Julian me besó y aprisionó las pelotas, que golpeó con la punta de su lengua. También yo golpeé sin darme cuenta una, como si fuera la «pelota» en un deporte muy brusco.
—Encárgate tú de él, ¿vale? —Julian soltó a Henry. Su cuerpo me cayó encima y se deslizó hacia abajo. Lo agarré. El sudor pegaba el pelo a la cara de Henry formando unos feos dibujos al estilo hippy. Julian buscó debajo de la mesita baja de cristal, cogió una de las zapatillas deportivas del chico, le quitó el cordón y la tiró, por encima del hombro. Sujetó con el cordón los mechones, formando una tirante cola de caballo—. Mejor —dijo, volviéndose a sentar sobre los talones—. Sin la menor duda. Ahora es casi perfecto. ¡Ejem! Suprimamos una, dos…, un par de cicatrices, algo de vello corporal, un centímetro de aréola alrededor de cada pezón…, puede que un poco de nariz… ¡Ohh…!
Julian entornó los ojos.