FUENTES

CAPÍTULO 1: ARREADOR DE COMETAS

Para ver una descripción del coto de caza del capitán Chandler, descubierto en fecha tan reciente como 1992, véase «The Kuiper Belt», por Jane X. Luu y David C. Jewitt. Scientific American, mayo de 1996.

CAPÍTULO 4: UNA HABITACIÓN CON VISTA

El concepto de un «anillo alrededor del mundo» en la Órbita Geoestacionaria (OGE), enlazado con la Tierra por medio de torres ubicadas en el ecuador, puede parecer por completo fantástico pero, en realidad, tiene una sólida base científica: es una extensión obvia del «ascensor espacial» inventado por un ingeniero de San Petersburgo, Yuri Artsutanov, al que tuve el placer de conocer en 1982, cuando su ciudad tenía un nombre diferente.

Yuri señaló que era posible, en teoría, tender un cable entre la Tierra y un satélite que flotara sobre el mismo punto del ecuador, que es lo que éste hace cuando se lo pone en la OGE, hogar de la mayoría de los satélites actuales de comunicaciones. A partir de este comienzo, se podría establecer un ascensor espacial (o, para usar la pintoresca frase de Yuri, un «funicular cósmico»), y se podría transportar cargas útiles hasta el OGE empleando nada más que energía eléctrica. La propulsión con cohetes se precisaría únicamente para el resto del viaje.

Además de evitar los peligros, ruidos y daños para el ambiente provenientes del uso de cohetes, el ascensor espacial haría posibles reducciones, en extremo sorprendentes, del costo de todas las misiones espaciales. La electricidad es económica, y sólo se necesitaría alrededor de cien dólares de gastos para poner una persona en órbita. Y el viaje de ida y vuelta costaría alrededor de diez dólares, ¡ya que la mayor parte de la energía se recuperaría en el viaje de descenso! (Por supuesto, las comidas y las películas que se proyecten en vuelo elevarían el precio del pasaje. ¿Aceptaría el lector mil dólares por la ida y la vuelta a la OGE?).

La teoría es impecable, ¿pero existe algún material que tenga la suficiente resistencia a la tracción como para colgar durante un trayecto que va desde una altitud de treinta y seis mil kilómetros hasta el ecuador, y que le quede suficiente margen como para elevar cargas útiles? Cuando Yuri escribió su trabajo, solamente una sustancia satisfacía esas especificaciones bastante estrictas: carbono cristalino, más conocido como diamante. Por desgracia, las cantidades necesarias, que se miden en megatoneladas, no están prontamente asequibles en el mercado abierto, aunque en 2061: Odisea Tres di razones para pensar que podrían existir en el núcleo de Júpiter. En Las fuentes del paraíso sugerí una fuente más accesible: fábricas en órbita, en las que se podría cultivar diamantes en condiciones de gravedad cero.

El primer «paso pequeño» hacia el ascensor espacial se intentó en agosto de 1992, con el trasbordador Atlantis, en el que uno de los experimentos entrañaba la liberación, y la recuperación, de una carga útil en una traílla de veintiún kilómetros de largo. Por desgracia, el mecanismo de liberación se trabó al cabo de nada más que unos pocos centenares de metros.

Me sentí muy halagado cuando la tripulación del Atlantis presentó Las fuentes del paraíso durante su conferencia de prensa en órbita, y el especialista de la misión, Jeffrey Hoffman, me envió el ejemplar autografiado cuando regresaron a la Tierra.

El segundo experimento con la traílla, en febrero de 1996, tuvo un resultado un poco mejor: la carga útil se desplegó hasta la distancia completa pero, durante la recuperación, el cable se cortó, debido a una descarga eléctrica producida por una aislación defectuosa. (Esto pudo haber sido un accidente con suerte: no puedo dejar de recordar que algunos de los contemporáneos de Benjamin Franklin se mataron cuando intentaron repetir su famoso, y arriesgado, experimento de elevar un barrilete durante una tormenta eléctrica).

Aparte de los posibles peligros, extender desde el trasbordador cargas unidas a traíllas se parece más a pescar con moscas: no es tan fácil como parece. Pero, con el tiempo, se dará el «salto gigantesco» final… hasta alcanzar el ecuador.

Mientras tanto, el descubrimiento de la tercera forma del carbono, la buckminsterfullereno (C60) hizo que el concepto de ascensor espacial fuera mucho más plausible. En 1990, un grupo de químicos de la Universidad Rice, de Houston, produjo una forma tubular de C60, que tiene una resistencia a la tracción mucho mayor que la del diamante. El jefe del grupo, doctor Smalley, llegó hasta el punto de afirmar que era el material más fuerte que podría existir jamás, y agregó que haría posible la construcción del ascensor espacial. (Paren las rotativas: me encanta anunciar que por su trabajo, el doctor Smalley compartió el premio Nobel de Química 1996).

Y ahora vayamos a la coincidencia verdaderamente asombrosa… una tan misteriosa que me hace preguntarme Quién Es el Jefe.

Buckminster Fuller murió en 1983, así que nunca vivió para ver el descubrimiento de las «buckybolas» y los «buckytubos», que le han dado mucha mayor fama póstuma. Durante uno de los últimos de sus muchos viajes por el mundo, tuve el placer de llevarlos volando a él y a su esposa, Anne, por Sri Lanka, y les mostré algunos de los escenarios reales que aparecen en Las fuentes del paraíso. Poco tiempo después hice una grabación de la novela en un disco de larga duración de veintisiete centímetros (¿los recuerdan?) (Caedmon TC 1606), y Bucky fue tan gentil de escribir los artículos del sobre. Terminaban con una revelación sorprendente, que muy bien puede haber dado pábulo a mi propia idea sobre la Ciudad de las Estrellas:

En 1951 diseñé un puente-anillo con tensión integral, que flotaba libremente, para que se lo instalara bien en lo alto, y alrededor, del ecuador de la Tierra. Dentro de este puente que formaba un «halo», la Tierra seguiría rotando, mientras que el puente circular giraría a su propia velocidad. Preví tráfico terrestre que ascendía en forma vertical al puente, y que giraba y descendía en sitios preferidos de la Tierra.

No tengo duda de que si la especie humana decide hacer tal inversión (trivial, según algunas estimaciones de crecimiento económico), la Ciudad de las Estrellas se podría construir. Además de las nuevas maneras de vivir, y de brindar a los visitantes de mundos con poca gravedad, como Marte y la Luna, un mejor acceso al Planeta Madre, eliminaría todo el uso de cohetes de la superficie de la Tierra y lo relegaría al espacio profundo, que es donde debe estar. (Aunque espero que haya ocasionales representaciones por aniversarios en Cabo Kennedy, para traer de vuelta la emoción de los días pioneros).

Casi con certeza, la mayor parte de la ciudad estaría constituida por andamiajes vacíos, y nada más que una pequeña fracción estaría ocupada o se utilizaría para propósitos científicos o tecnológicos. Después de todo, cada una de las Torres sería el equivalente de un rascacielos de diez millones de pisos… ¡y la circunferencia del anillo que rodearía la órbita geoestacionaria sería más de la mitad de la distancia a la Luna! Muchas veces, toda la población de la especie humana se podría alojar en tal volumen de espacio, si estuviera íntegramente cerrado. (Esto plantearía algunos problemas interesantes de logística, a los que me contento con dejar como «tarea para hacer en casa»).

Para leer una excelente historia del concepto de «árbol que llega hasta el cielo» (así como muchas otras ideas aún más descabelladas, tales como la antigravedad y la curvatura del tiempo) véase Indistingishable from Magic, por Robert L. Forward, Baer, 1995.

CAPÍTULO 5. EDUCACIÓN

Quedé atónito al leer en los diarios locales del 19 de julio de 1966, que el doctor Chris Winter, jefe del Equipo de Vida Artificial de British Telecom, cree que el dispositivo de información y almacenamiento que describí en este capítulo ¡se podría desarrollar dentro de treinta años! (En mi novela de 1956 The City and the Stars lo ubiqué mil millones de años en el futuro… lo que evidentemente es una seria falla de la imaginación). El doctor Winter afirma que eso nos permitiría «volver a crear una persona en lo físico, lo emocional y lo espiritual», y estima que los requisitos de memoria serían de alrededor de diez teraoctetos (10e13 octetos), dos órdenes de magnitud inferiores que el petaocteto (10e15 octetos) que sugiero yo.

Y ojalá se me hubiera ocurrido el nombre del doctor Winter para este dispositivo, lo que por cierto dará origen a algunos feroces debates en círculos eclesiásticos: el «Cazador de Almas»… Para su aplicación al viaje interestelar, véase el capítulo 9.

Estaba convencido de que había inventado la transferencia de información interpalmas de las manos, que se describe en el capítulo 3, así que fue mortificante descubrir que Nicholas (Ser digital) Negroponte y su Laboratorio de Medios del Instituto Tecnológico de Massachusetts han estado trabajando en esa idea durante años…

CAPÍTULO 7. RENDICIÓN DE INFORMES

Si alguna vez se pudiera emplear la inconcebible energía del Campo de Punto Cero (al que a veces se suele denominar «fluctuaciones cuánticas» o «energía del vacío»), el impacto sobre nuestra civilización sería incalculable. Todas las fuentes actuales de energía —petróleo, carbón, nuclear, hidráulica, solar— se volverían obsoletas, y lo mismo ocurriría con nuestros temores sobre la contaminación ambiental. Todas quedarían envueltas dentro de una sola gran preocupación: la contaminación térmica. Con el tiempo, toda la energía se degrada en calor y si alguien tuviera algunos millones de kilovatios con que jugar, este planeta pronto estaría siguiendo el camino de Venus: varios centenares de grados a la sombra.

Sin embargo, este cuadro tiene un lado brillante; puede no haber otra manera de impedir la siguiente Edad del Hielo que, de otro modo, sería inevitable. («La civilización es el intervalo entre dos Edades del Hielo». Will Durant, The Story of Civilization).

En el mismo momento en que escribo esto, muchos ingenieros competentes, en laboratorios de todo el mundo, afirman estar aprovechando esta nueva fuente de energía. Una idea de su magnitud la da la famosa observación del físico Richard Feynman, en el sentido de que la energía que hay en el volumen de un pocillo de café (¡cualquier volumen así, en cualquier parte!) es suficiente para hacer hervir todos los océanos del mundo.

Esto, sin lugar a dudas, es un pensamiento en el que hay que detenerse un instante. En comparación, la energía nuclear parece tan poca cosa como un fósforo mojado.

¿Y cuántas supernovas, me pregunto, en realidad son accidentes industriales?

CAPÍTULO 9. TIERRA CELESTIAL

Uno de los problemas principales de desplazarse por la Ciudad de las Estrellas estaría causado tan sólo por las distancias que hay en juego: si se quisiera visitar a un amigo que vive en la Torre de al lado (y las comunicaciones nunca reemplazarán del todo al contacto, a pesar de todos los progresos de la realidad virtual), eso podría ser equivalente a un viaje a la Luna. Aun con los ascensores más rápidos, esto entrañaría días, en vez de horas, o bien las aceleraciones serían del todo inaceptables para gente que se hubiera adaptado a una vida en condiciones de poca gravedad.

Al concepto de «impulso inercial», esto es, un sistema de propulsión que actúa sobre todos los átomos de un cuerpo, de manera que no se produzcan esfuerzos deformantes cuando acelera, probablemente lo inventó el maestro de la Radionovela del espacio, E. E. Smith, en la década de 1930. No es tan improbable como parece, porque un campo gravitatorio actúa de esa manera precisamente.

En una caída libre cerca de la Tierra (despreciándose los efectos de la resistencia del aire), la velocidad aumenta en poco menos que diez metros por segundo, durante cada segundo. No obstante, la persona se siente sin peso: no hay sensación de que se esté acelerando, ¡aun cuando la velocidad se esté incrementando a razón de un kilómetro por segundo, cada minuto y medio!

Y esto seguiría rigiendo si se estuviese cayendo en la gravedad de Júpiter (tan sólo dos veces y media la de la Tierra) o, inclusive, en el enormemente más poderoso campo de una enana blanca o estrella neutrónica (millones o miles de millones de veces mayor). Nada se sentiría, aun si uno se aproximara a la velocidad de la luz saliendo del estado de reposo, en cuestión de minutos. Sin embargo, si uno fuera lo suficientemente necio como para estar dentro de unos pocos radios del objeto que lo está atrayendo, el campo ya no sería uniforme en toda la longitud del cuerpo de la persona que cae, y las fuerzas de marea pronto lo harían pedazos. Para ver más detalles, véase mi deplorable cuento corto, pero cuyo título fue puesto adecuadamente, «Neutrón Tide» (en The Wind from the Sun).

Sobre el «impulso sin inercia», que se comportaría exactamente igual que un campo de gravedad controlable, nunca se discurrió con seriedad, fuera de las páginas de la ficción científica, hasta hace muy poco. Pero, en 1994, tres físicos norteamericanos hicieron exactamente eso, desarrollando algunas ideas del gran físico ruso Andrei Sakharov.

«Inertia as a Zero-Point Field Lorentz Forcé», de B. Haisch, A. Rueda y H. E. Puthoff, Phys Review A, febrero de 1994) algún día puede ser considerado como el trabajo que representa el hito y, para los fines de la ficción, eso es lo que hice yo. Enfrenta un problema tan fundamental, al que normalmente se da por sentado, con una actitud de encogerse de hombros y decir «Ese es justamente el modo en que está constituido el universo».

La pregunta que HR&P formularon es: «¿Qué le da masa (o inercia) a un objeto, de modo que se precise un esfuerzo para ponerlo en movimiento, y exactamente el mismo esfuerzo para restaurarlo a su estado original?».

La respuesta provisoria que dieron depende del hecho asombroso y, fuera de la torre de marfil de los físicos, poco conocido de que el así llamado espacio vacío es, en realidad, un caldero de energías en ebullición: el Campo del Punto Cero (véase la nota de arriba). HR&P sugieren que tanto la inercia como la gravitación son fenómenos electromagnéticos, resultantes de la interacción con este campo.

Hubo incontables intentos, que retroceden en el tiempo hasta llegar a Faraday, por unir la gravedad con el magnetismo y, aunque muchos experimentadores afirmaron haber alcanzado éxito, ninguno de esos resultados se verificó jamás. Sin embargo, si la teoría de HR&P se puede probar, eso abre la perspectiva, no importa cuán remota, de «impulsores espaciales» por antigravedad, y la posibilidad, aún más fantástica, de controlar la inercia. Esto podría conducir a algunas situaciones interesantes: si a alguien se le aplicase el toque más delicado, esa persona prontamente desaparecería a miles de kilómetros por hora, hasta que rebotara, en el otro lado de la habitación, una fracción de milisegundo más tarde. Lo bueno de todo esto es que los accidentes de tránsito serían virtualmente imposibles; los automóviles, y los pasajeros, podrían chocar a cualquier velocidad. (¿Y el lector cree que los estilos de vida actuales ya son demasiado turbulentos?).

La «ausencia de peso» que ahora damos por sentado en las misiones espaciales, y que millones de turistas disfrutarán en el próximo siglo, les habría parecido como magia a nuestros abuelos. Pero la abolición —o simplemente la reducción— de la inercia ya es harina de otro costal, y puede ser completamente imposible.[1] (Pero es un lindo pensamiento, pues podría proporcionar el equivalente de la «teleportación»: se podría viajar a cualquier parte (por lo menos, en la Tierra) en forma casi instantánea. Con franqueza, no sé cómo la Ciudad de las Estrellas se las podría arreglar sin ella…

Una de las suposiciones que hice en esta novela es que Einstein está en lo correcto, y que ninguna señal, ni objeto, puede superar la velocidad de la luz. Varios trabajos sumamente matemáticos aparecieron hace poco, en los que se sugiere que, tal como incontables autores de ficción científica han dado por sentado, los viajeros galácticos a dedo pueden no tener que padecer esta irritante restricción.

En general, espero que tengan razón… pero parece haber una objeción fundamental: si la TLF es posible, ¿dónde están todos esos viajeros a dedo… o, por lo menos, dónde están los turistas adinerados?

Una respuesta es que ningún ET sensato construirá jamás vehículos interestelares, por precisamente la misma razón por la que nunca desarrollaron naves aéreas impulsadas por carbón: hay maneras mucho mejores de hacer el trabajo.

La cantidad sorprendentemente reducida de «bits» necesarios para definir un ser humano, o para almacenar toda la información que sería posible adquirir en toda una vida, se discute en «Machine Intelligence, the Cost of Interstellar Travel and Fermi’s Paradox», por Louis K. Scheffer, Quarterly Journal of the Royal Astronomical Society 35, N9 2 junio de 1994], 157 - 175). Este trabajo (¡indudablemente el más estimulante del pensamiento que la fundamentada QJRAS haya publicado en toda su carrera!) estima que el estado mental total de un ser humano de cien años con perfecta memoria se podría representar en diez a la decimoquinta bits (un petabit). Aun las fibras ópticas actuales podrían trasmitir esta cantidad de información en cuestión de minutos.

Mi sugerencia de que un transportador como los de Viaje a las estrellas todavía no existiría en 3001 puede parecer, en consecuencia, ridículamente desprovista de previsión dentro de nada más que un siglo, y la presente carencia de turistas interestelares sencillamente se debe al hecho de que ningún equipo de recepción se preparó todavía en la Tierra. Quizá ya esté en camino en un barco lento…

CAPÍTULO 15: TRÁNSITO DE VENUS

Me da particular placer rendirle este tributo a la tripulación de la Apolo 15: en su regreso de la Luna me enviaron el hermoso mapa en relieve del sitio de descenso del Módulo Lunar Falcon, que ahora ocupa un lugar de honor en mi oficina. Muestra las rutas que tomó el Móvil Lunar durante sus tres excursiones, una de las cuales bordeó el cráter Luz de Tierra. El mapa lleva la inscripción: «A Arthur Clarke de la tripulación de la Apolo 15, con mucho agradecimiento por su previsión del espacio. Dave Scott, Al Worden, Jim Irwin». En retribución, ahora he dedicado Luz de Tierra (que, escrita en 1953, se ubicaba en el territorio que el Móvil iba a recorrer en 1971) «A Dave Scott y Jim Irwin, los primeros hombres que ingresaron en este suelo, y a Al Worden, que los vigiló desde su órbita».

Después de cubrir el alunizaje de la Apolo 15, en el estudio de la CBS junto con Walter Cronkite y Wally Schirra, volé a Control de Misión para observar el reingreso y el amerizaje. Yo estaba sentado al lado de la hijita de Al Worden, cuando ella fue la primera en advertir que uno de los tres paracaídas no había llegado a desplegarse. Fue un momento de tensión pero, por suerte, los dos que restaban fueron muy adecuados para hacer el trabajo.

CAPÍTULO 16: LA MESA DEL CAPITÁN

Véase el Capítulo 18 de 2001: Odisea del espacio, para la descripción del impacto de la sonda. Precisamente un experimento así ahora se planea para la futura misión Clementine 2.

Estoy un poco avergonzado al ver que en mi primera Odisea del espacio, el descubrimiento del asteroide 7794 se le atribuía al Observatorio Lunar… ¡en 1997! Bueno, lo desplazaré para el 2017, justo a tiempo para mi cumpleaños número cien.

A las pocas horas de haber escrito lo de más arriba, me encantó enterarme de que al asteroide 4923 (1981 EO27), descubierto por S. J. Bus en Siding Spring, Australia, el 2 de marzo de 1981, se lo bautizó Clarke, parte en reconocimiento por el Proyecto Guardián Espacial (véase Cita con Rama y El martillo de Dios). Se me informó, con profundas disculpas, que, debido a una desafortunada omisión, el número 2001 ya no estaba disponible, al haber sido asignado a otra persona llamada A. Einstein. Excusas, excusas…

Pero me agradó mucho enterarme de que al asteroide 5020, descubierto el mismo día como 4923, se lo bautizó Asimov… aunque me entristeció el hecho de que mi viejo amigo nunca llegó a saberlo.

CAPÍTULO 17. GANIMEDES

Tal como se explica en la Despedida, y en las Notas del Autor para 2010: Odisea dos y 2061: Odisea tres, yo había tenido la esperanza de que, para esos momentos, la ambigua misión Galileo a Júpiter y sus lunas nos hubiese brindado un conocimiento mucho más detallado, así como pasmosas vistas en acercamiento, de esos extraños mundos.

Y bien, después de muchas demoras, Galileo alcanzó su primer objetivo —Júpiter mismo— y se está desempeñando de manera admirable. Pero, ¡ay!, existe un problema: por algún motivo, la antena principal nunca se desplegó. Eso significa que las imágenes tienen que ser enviadas de vuelta a través de una antena de baja ganancia, a una velocidad desesperantemente lenta. Aunque se hizo milagros de reprogramación de las computadoras de a bordo para compensar eso, se seguirá necesitando horas para recibir la información que se debió haber enviado en minutos.

Así que debemos ser pacientes… y estuve en la tentadora posición de explorar Ganimedes en la ficción, justo antes de que la Galileo empezara a hacerlo en la realidad, el 27 de junio de 1996.

El 11 de julio de 1996, tan sólo dos días antes de terminar este libro, descargué las primeras imágenes provenientes del Laboratorio de Propulsión por Reacción: por suerte nada, ¡hasta ahora!, contradice mis descripciones. Pero si las imágenes actuales de campos de hielo salpicados de cráteres dejan paso a palmeras y playas tropicales o, peor aún, a carteles que digan ¡VETE A TU CASA, YANQUI!… pues voy a estar en verdaderos problemas.

Estoy aguardando con particular anhelo las imágenes de aproximación de «Ciudad Ganimedes» (capítulo 17): esta llamativa formación es exactamente como la describí, aunque vacilé en hacerla por temor de que mi «descubrimiento» pudiera ser nota de tapa del Mentiroso Nacional: lo que yo veo me da la impresión de ser considerablemente más artificial que la infamante «Cara Marciana» y sus alrededores. Y si sus calles y avenidas tienen diez kilómetros de ancho, ¿qué importa eso?: quizá los ganimedeanos eran GRANDES…

La ciudad se encuentra en las imágenes de la Voyager de NASA, números 20637.02 y 20637.29 o, de modo más conveniente, en la figura 23.8 del monumental trabajo de John H. ROGErs, The Giant Planet Júpiter, Cambridge University Press, 1995.

CAPÍTULO 19: LA LOCURA DE LA HUMANIDAD

Respecto de las pruebas que apoyan la pasmosa aseveración de Khan, de que la mayoría de la humanidad estuvo, por lo menos parcialmente, loca, véase el episodio 22, «Encontrar a María», de mi serie de televisión El universo misterioso de Arthur C. Clarke. Y téngase presente que los cristianos representan nada más que un pequeño subconjunto de nuestra especie: cantidades mucho más grandes de devotos que las de los que han adorado a la Virgen María rindieron igual veneración a divinidades totalmente incompatibles, como Rama, Kali, Siva, Tor, Wotan, Júpiter, Osiris, etcétera, etcétera…

El ejemplo más llamativo —y lamentable— de hombre brillante cuyas creencias lo convirtieron en un lunático digno del chaleco de fuerza, es el de Conan Doyle; a pesar de que es interminable la cantidad de veces que se reveló que sus psíquicos favoritos eran un engaño, su fe en ellos permaneció incólume, y el creador de Sherlock Holmes hasta intentó convencer al gran mago Harry Houdini de que se «desmaterializaba» para llevar a cabo sus proezas de escape… a menudo basadas sobre ardides que, como gustaba decir el doctor Watson, eran «absurdamente simples». (Véase el ensayo «The Irrelevance of Conan Doyle», en The Night is Large, de Martin Gardner).

Para encontrar detalles sobre la Inquisición, cuyas piadosas atrocidades hacen que Pol Pot y los nazis parezcan absolutamente bondadosos, véase el devastador ataque de Carl Sagan contra las Cretinadas de la Nueva Era, The Demon-Haunted World. Ojalá ese libro y el de Martin pudieran ser de lectura obligatoria en todas las escuelas secundarias y facultades.

Por lo menos, el departamento de Inmigración de Estados Unidos inició acciones contra una de las barbaridades inspiradas en la religión: la revista Time («Hitos», 24 de junio de 1996) informa que ahora se debe conceder asilo a las muchachas amenazadas por la mutilación genital en sus países de origen.

Ya había escrito este capítulo cuando me encontré con Feet of Clay: The Power and Charisma of Gurús, de Anthony Storr, The Free Press, 1996, que es, virtualmente, un manual sobre este deprimente tema. ¡Resulta difícil creer que, para el momento en que los alguaciles de Estados Unidos lo arrestaron tardíamente, un santo mentiroso había acumulado noventa y tres Rolls Royce! y, lo que es aun peor, el ochenta y tres por ciento de sus miles de fanáticos norteamericanos habían ido a la facultad y, por eso, cumplen con los requisitos de mi definición favorita de lo que es un intelectual: «Alguien a quien se educó más allá de lo que le da su inteligencia».

CAPÍTULO 26: TSIENVILLE

En el prefacio de 1982 para 2010: Odisea dos, expliqué por qué a la nave espacial china que descendió en Europa la llamé Tsien: en honor del doctor Tsien Hsue-shen, uno de los fundadores de los programas de cohetes de Estados Unidos y China.

Nacido en 1911, Tsien ganó una beca que lo trajo desde China a Estados Unidos en 1935, donde se convirtió en alumno, y después colega, del brillante aerodinamista húngaro Theodore von Karman. Más tarde, en su calidad de profesor de la cátedra Goddard, en el Instituto de Tecnología de California contribuyó a crear el laboratorio Guggenheim de Aeronáutica, el ancestro directo del afamado Laboratorio de Propulsión por Reacción (JPL) de Pasadena. Tal como comentó el New York Times del 28 de octubre de 1966, «El jefe de la cohetería china fue preparado en Estados Unidos», inmediatamente después que China llevara a cabo, sobre su territorio, una prueba con misiles guiados portadores de armas nucleares, «La vida de Tsien es una ironía de la historia de la Guerra Fría».

Con autorización para tener acceso a material sumamente secreto, colaboró en gran medida con las investigaciones norteamericanas sobre cohetes de la década de 1950, pero durante la histeria de la era McCarthy se lo arrestó bajo acusaciones falsas de violación de la seguridad, cuando intentó hacer una visita a su China natal. Después de muchas audiencias tribunalicias y de un prolongado período de arresto, al final se lo deportó a su tierra… junto con todos sus conocimientos y experiencia sin par. Tal como afirmaron muchos de sus distinguidos colegas, fue una de las cosas más estúpidas (así como más oprobiosas) que alguna vez hubiera hecho Estados Unidos.

Después de su expulsión, y según Zhuang Fenggan, subdirector de la Comisión de Ciencia y Tecnología, Administración Nacional Espacial China, Tsien «comenzó la actividad en cohetes a partir de nada… Sin él, China habría sufrido un atraso de veinte años en su tecnología». Y una correspondiente demora, quizás, en la puesta a punto del letal proyectil antinaves «Gusano de seda» y del lanzador de satélites «Larga marcha».

Poco tiempo después de haber completado esta novela, la Academia Internacional de Astronáutica me honró con su distinción máxima, el premio von Karman… ¡que se me habría de dar en Pekín! Esa fue una oferta que no podía rehusar, en especial cuando me enteré de que el doctor Tsien ahora es residente de esa ciudad. Por desgracia, cuando llegué ahí descubrí que estaba en el hospital bajo observación, y que sus médicos no permitían visitas.

Por consiguiente, le estoy agradecido en extremo a su ayudante personal, general de división Wang Shouyun, por llevarle ejemplares convenientemente dedicados de 2010 y 2061 al doctor Tsien. En reciprocidad, el general me obsequió el enorme volumen que él editó, Collected Works of H. S. Tsien: 1938-1956, Science Press, 16, Donghuangcheggen North Street, Pekín 100707, 1991. Es una colección fascinante, que empieza con numerosas colaboraciones con von Karman en problemas de aerodinamia, y que termina con trabajos individuales sobre cohetes y satélites. El último artículo de todos, «Plantas de energía termonuclear», Jet Propulsión, julio de 1956, se escribió cuando el doctor Tsien todavía era virtual prisionero del FBI, y trata una cuestión que tiene aún más vigencia hoy en día, aunque se ha avanzado muy poco hacia «la estación de energía que utilice la reacción de la fusión del deuterio».

Justo antes de partir de Pekín, el 13 de octubre de 1996, tuve la alegría de enterarme de que, a pesar de su edad actual (ochenta y cinco años) y de su incapacidad física, el doctor Tsien todavía continúa con sus estudios científicos. Es mi sincero deseo que disfrute 2010 y 2061, y anhelo poder enviarle esta Odisea final a modo de tributo adicional.

CAPÍTULO 36: LA CÁMARA DE HORRORES

Como resultado de una serie de audiencias senatoriales sobre seguridad informática, en junio de 1996, el 15 de julio de ese año el presidente Clinton firmó el decreto 13010 para enfrentar los «ataques hechos con computadora a los componentes de la información o de las comunicaciones que controlan infraestructuras críticas («amenazas cibernéticas»)». Esto establece una fuerza de tareas para contrarrestar el terrorismo cibernético, y cuenta con representantes de la CIA, la NSA, los organismos de defensa y demás.

Pico, allá vamos…

Desde que escribí el párrafo anterior, quedé perplejo cuando me enteré de que el final de Día de la independencia, que todavía no vi, ¡también comprende el uso de virus de computadora a modo de caballos de Troya! También se me informa que su comienzo es idéntico al de El fin de la niñez (1953), y que contiene todos las frases manidas de la ficción científica desde el Viaje a la Luna (1903) de Georges Méliés.

Estoy indeciso entre felicitar a los guionistas por su golpe de originalidad… o acusarlos del delito transtemporal de plagio precognitivo. En todo caso, temo que nada hay que yo pueda hacer para impedir que el espectador Felipe Lícula crea que fui yo el que copió el final de DI4.

El siguiente material se extrajo —por lo general, con grandes correcciones— de los libros anteriores de la serie:

De 2001: Odisea del espacio: capítulo 18, «A través de los asteroides»; y capítulo 37, «Experimento».

De 2010: Odisea dos: capítulo 11, «Hielo y vacío»; capítulo 36, «Fuego en las profundidades»; capítulo 38, «Paisaje de espuma».