La historia está llena de pesadillas, algunas naturales, otras creadas por el hombre.
Hacia fines del siglo XXI, a la mayoría de las naturales —viruela, peste bubónica, sida, los horribles virus que acechaban en la selva africana— se las había eliminado o, cuando menos, puesto bajo control, merced a los avances de la medicina. Sin embargo, nunca fue sensato subestimar el ingenio de la Madre Naturaleza, y nadie dudaba de que el futuro seguiría reservando desagradables sorpresas biológicas para la humanidad.
En consecuencia, pareció ser una precaución inteligente conservar algunos especímenes de todos esos horrores para el estudio científico… guardados con todo cuidado, claro está, para que no existiera la posibilidad de que escaparan y volvieran a hacer estragos en la especie humana. Pero, ¿cómo se podía tener absoluta seguridad de que no había peligro de que eso ocurriera?
Hubo, comprensiblemente, mucho alboroto a fines del siglo XX, cuando se hizo la propuesta de conservar los últimos virus de viruela conocidos en centros para control de enfermedades de Estados Unidos y Rusia. No importa lo improbable que pudiera ser, existía una probabilidad finita de que se pudieran liberar como consecuencia de accidentes tales como terremotos, fallas de los equipos… o hasta deliberado sabotaje por parte de grupos terroristas.
Una solución que satisfizo a todos (salvo a unos pocos extremistas que gritaban «¡Conserven el yermo lunar!») consistió en enviar los virus a la Luna y mantenerlos en un laboratorio ubicado al final de un pozo de un kilómetro de largo, practicado en la aislada montaña Pico, uno de los rasgos más destacados del Mar de las Lluvias. Y aquí, en el curso de los años, se les unieron algunos de los ejemplos más sobresalientes de ingenio humano mal empleado… en verdad, de demencia.
Había gases y nieblas que, aun en dosis microscópicas, causaban la muerte lenta o instantánea. A algunos los habían creado devotos religiosos que, aunque mentalmente desviados, se las habían arreglado para adquirir considerables conocimientos científicos. Muchos de ellos creían que el fin del mundo estaba al alcance de la mano (cuando, claro está, sólo sus seguidores se salvarían). En el caso de que Dios fuera lo suficientemente distraído como para no comportarse según lo programado, quisieron asegurarse de que podían rectificar Su desafortunado descuido.
Las primeras embestidas de estos letales fanáticos se llevaron a cabo sobre blancos tan vulnerables como subterráneos llenos de gente, ferias mundiales, estadios deportivos, espectáculos de artistas populares… decenas de miles murieron y muchos más quedaron heridos antes de que la locura fuera puesta bajo control a comienzos del siglo XXI. Como ocurre a menudo, no hay mal que por bien no venga, porque eso forzó a los organismos mundiales de mantenimiento de las leyes a que cooperasen como nunca antes. Hasta los Estados disidentes que habían fomentado el terrorismo político fueron incapaces de tolerar esa variedad aleatoria y completamente impredecible.
Los agentes químicos y biológicos utilizados en esos ataques, así como en formas más primitivas de guerra, se unieron a la colección mortal de Pico. Sus antídotos, cuando existían, también se guardaron con ellos. Se tenía la esperanza de que nada de ese material volviera a preocupar a la humanidad… pero todavía estaba asequible, bajo una fuerte guardia, por si se lo necesitara en una emergencia desesperada.
La tercera categoría de artículos conservados en la bóveda de Pico, aun cuando se los podía clasificar como pestes, nunca había matado ni herido a alguien, no en forma directa. Nunca existieron antes de fines del siglo XX, pero en el término de unas pocas décadas habían hecho daños por un valor de miles de millones de dólares y, a menudo, arruinaban vidas de un modo tan efectivo como podía haberlo hecho cualquier enfermedad del cuerpo. Eran las enfermedades que atacaron al servidor más moderno y más versátil de la humanidad, la computadora.
Con su nombre extraído de los diccionarios de medicina —virus, priones, tenias— eran programas que con frecuencia imitaban, con precisión sobrenatural, el comportamiento de sus parientes orgánicos. Algunos eran inofensivos, poco más que bromas juguetonas pensadas para sorprender o divertir a los operadores de las computadoras, al presentarles, en pantalla, mensajes e imágenes inesperados. Otros eran mucho más malignos, agentes diseñados de manera deliberada para crear catástrofes.
En la mayoría de los casos, su propósito era por completo mercenario: eran las armas que delincuentes de alto vuelo utilizaban para extorsionar a Bancos y empresas comerciales, que ahora dependían totalmente de la operación eficaz de sus sistemas electrónicos para procesamiento de datos. Ante la amenaza de que sus Bancos de datos fueran borrados en forma automática en una fecha dada, a menos que transfirieran unos cuantos megadólares a un anónimo número fuera del país, la mayoría de las víctimas decidía no correr el riesgo de sufrir un desastre que muy bien podía ser irreparable. Pagaban en silencio: a menudo, para evitar la vergüenza pública o, inclusive, privada, sin informar a la Policía.
Este comprensible deseo de mantener los hechos en privado facilitaba que los salteadores de caminos informáticos llevaran a cabo sus asaltos electrónicos y, aun cuando se los capturase, recibían un tratamiento delicado por parte de los sistemas jurídicos, que no sabían cómo manejar delitos tan novedosos y, después de todo, no habían herido a nadie, ¿no? En verdad, después de haber cumplido sus breves sentencias, a muchos de los perpetradores los contrataban sus víctimas sin hacer alharaca, siguiendo el antiguo principio de que los cazadores furtivos son los mejores guardabosques.
A esos delincuentes informáticos sólo los guiaba la codicia y, por cierto, no deseaban destruir las empresas de las que podían abusar: ningún parásito sensato mata a su hospedante. Pero estaban en acción otros enemigos de la sociedad, y mucho más peligrosos…
Por lo común eran individuos inadaptados —típicamente, varones adolescentes— que trabajaban en absoluta soledad y, por supuesto, en completo secreto. Su objetivo era crear programas que sencillamente crearan estragos y confusión, una vez que se hubieran difundido por todo el planeta a través del cable de alcance mundial y de las redes de radio o en portadores físicos como discos flexibles y laséricos compactos. Después disfrutaban del caos sobreviniente, regodeándose en la sensación de poder que eso proporcionaba a sus lastimosas psiquis.
A veces, a esos genios pervertidos los descubrían y adoptaban los organismos de inteligencia de las naciones para sus propios fines secretos… que, por lo general, consistían en irrumpir en los Bancos de datos de sus rivales. Esa era una línea de empleo bastante inofensiva, ya que las organizaciones que intervenían tenían, por lo menos, un cierto sentido de responsabilidad cívica.
No ocurría eso con las sectas apocalípticas, a las que les encantó descubrir ese nuevo arsenal, que contenía armas mucho más efectivas y de diseminación mucho más rápida que los gases o los gérmenes. Y mucho más difíciles de contrarrestar, ya que se las podía trasmitir en forma instantánea a millones de oficinas y hogares.
El colapso del Banco New York-Habana, en 2005; el lanzamiento de los proyectiles termonucleares indios, en 2007 (por suerte, con las ojivas nucleares desactivadas); la detención del control de tráfico aéreo paneuropeo, en 2008; la paralización de la red telefónica de América del Norte, ese mismo año… todos fueron ensayos, inspirados por las sectas, para el Día del Juicio Final. Gracias a brillantes proezas de contrainteligencia por parte de organismos de naciones que, por lo general, no cooperaban entre sí y hasta se hacían la guerra, esa amenaza lentamente se puso bajo control.
Por lo menos, eso es lo que se creía en general: durante varios centenares de años no se habían producido ataques graves a los fundamentos mismos de la sociedad. Una de las principales armas de la victoria fue el casquete cerebral… aunque estaban los que creían que ese logro se había conseguido a un costo muy alto.
Aunque las discusiones sobre la libertad de la persona respecto de las obligaciones del Estado ya eran antiguas cuando Platón y Aristóteles intentaron codificarlas, y probablemente habrían de continuar hasta el fin de los tiempos, en el tercer milenio se había alcanzado algo de consenso: era la aceptación general de que el comunismo era la forma más perfecta de gobierno… Desafortunadamente, después se demostró, al costo de algunos centenares de millones de vidas, que sólo era aplicable a los insectos sociales, a los robots de la clase II, y a otras categorías restringidas similares. Para los imperfectos seres humanos, la respuesta menos mala era la democracia, a la que con frecuencia se definía como «codicia individual, moderada por un gobierno eficiente, pero no demasiado fervoroso».
Poco después que el uso del casquete fuera generalizado, algunos burócratas, muy inteligentes y de celo máximo, se dieron cuenta de que tenía un potencial único en calidad de sistema de alerta temprana: Durante el proceso de puesta a punto, cuando al nuevo portador se lo estaba «calibrando» mentalmente, fue posible descubrir muchas formas de psicosis antes que tuvieran la posibilidad de volverse peligrosas. A menudo, eso sugería la mejor terapia pero, cuando no parecía ser posible cura alguna, se podía rotular al sujeto en forma electrónica… o, en casos extremos, segregarlo de la sociedad. Naturalmente, esa vigilancia mental sólo se podía ensayar en quienes estuvieran equipados con un casquete cerebral pero, para fines del tercer milenio, eso era tan esencial para la vida cotidiana como el teléfono personal lo había sido en los comienzos. De hecho, quienquiera que no se uniera a la amplia mayoría era sospechoso de manera automática, y se lo examinaba como si fuera un degenerado en potencia.
No es preciso decir que cuando el «sondeo mental», como lo denominaban sus críticos, empezó a ser de uso general, furibundas protestas de ultraje se hicieron oír desde las organizaciones de derechos humanos. Uno de los lemas más efectivos era «¿Casquete cerebral o calabozo cerebral?». Lentamente, hasta con renuencia, se aceptó que esa forma de vigilancia era una precaución necesaria contra males mucho peores: y no fue coincidencia que, con el mejoramiento general de la salud mental, el fanatismo religioso también iniciara su rápida declinación.
Cuando la largamente sostenida guerra contra los delincuentes de la cibernética hubo concluido, los vencedores se encontraron en posesión de una vergonzosa colección de productos defectuosos, todos ellos por completo incomprensibles para cualquier conquistador de tiempos pasados. Había, claro está, centenares de virus de computadora, la mayor parte de ellos muy difíciles de descubrir y matar. Y también algunas entidades —de alguna manera había que llamarlas— mucho más aterradoras: eran enfermedades brillantemente inventadas para las que no había curación… y, en algunos casos, ni siquiera la posibilidad de una curación.
Muchas de ellas se relacionaban con grandes matemáticos que habrían quedado horrorizados por esa corrupción de su descubrimiento. Como es una característica humana la de empequeñecer un peligro real dándole un nombre absurdo, las denominaciones a menudo eran humorísticas: el Duende de Grodel, el Dédalo de Mandelbrot, la Catástrofe Combinatoria, la Trampa Transfinita, el Acertijo de Conway, el Torpedo de Turing, el Laberinto de Lorenz, la Bomba Booleana, la Celada de Shannon, el Cataclismo de Cantor…
Si alguna generalización era posible, es que todos esos horrores matemáticos operaban según el mismo principio: para ser efectivos no dependían de algo tan ingenuo como el borrado de la memoria o la corrupción de los códigos… todo lo contrario; su enfoque era más sutil: persuadían a la máquina hospedante de que iniciara un programa que no se podía completar antes del fin del universo, o que, y el Dédalo de Mandelbrot era el ejemplo más mortífero, entrañase una serie literalmente infinita de pasos.
Un ejemplo trivial sería el cálculo de Pi, o de cualquier otro número irracional. Sin embargo, aun la computadora electroóptica más estúpida no caería en una trampa tan simple: hacía mucho que había pasado el día en que los idiotas mecánicos desgastaban sus engranajes, girándolos hasta convertirlos en polvo mientras trataban de dividir por cero…
El desafío para los programadores de demonios era convencer a sus blancos de que la tarea que se les había asignado tenía una conclusión definida que se podía alcanzar en un lapso finito. En la batalla de ingenio entre el hombre (raramente la mujer, a pesar de tales modelos ejemplares como lady Ada Lovelace, la almirante Grace Hopper y la doctora Susan Calvin) y la máquina, la máquina perdía de manera casi invariable.
Habría sido posible, aunque en algunos casos difícil y hasta riesgoso, destruir las obscenidades captadas mediante órdenes BORRAR / SOBREESCRIBIR, pero representaban una enorme inversión de tiempo e ingenio que, no importaba cuán descarriado, parecía una lástima desperdiciar. Y, lo que era más importante, quizá se las debía conservar para estudio en algún sitio seguro, como salvaguardia contra el momento en que algún genio malvado pudiera volver a inventarlas y desplegarlas.
La solución era obvia: a los demonios digitales se los debía encerrar hermética, y, con suerte, permanentemente, junto con sus contrafiguras químicas y biológicas, en la bóveda de Pico.