En total, habían sido tres décadas interesantes, pero sin rasgos destacados, señalados por las alegrías y las tristezas que el tiempo y el destino le traen a toda la humanidad. La más grande de esas alegrías fue del todo inesperada; de hecho, antes de abandonar la Tierra en pos de Ganimedes, Poole habría desechado la idea, al considerarla lisa y llanamente descabellada.
Hay mucho de cierto en el refrán que dice que la ausencia ablanda el corazón: cuando Poole e Indra Wallace volvieron a encontrarse descubrieron que, a pesar de las bromas y de los ocasionales desacuerdos entre ellos, estaban mucho más cerca el uno del otro de lo que habían imaginado. Una cosa condujo a la otra… entre ellas, para su mutua alegría, a Dawn Wallace y a Martin Poole.
Era bastante tarde en la vida para comenzar una familia, y eso sin considerar en absoluto el pequeño detalle de los mil años, y el profesor Anderson les había advertido que podría ser imposible. O, aun peor…
—Tuviste suerte en muchos más aspectos de los que puedas darte cuenta —le dijo a Poole— los daños producidos por la radiación fueron sorprendentemente escasos y pudimos hacer todas las reparaciones necesarias a partir del ADN que te quedó intacto. Pero hasta que te hagamos más pruebas, no puedo prometerte la integridad genética. Así que diviértanse… pero no inicien una familia hasta que les dé el visto bueno.
Los exámenes tomaron mucho tiempo y, tal como Anderson había temido, era preciso hacer más reparaciones. Hubo un revés grave, algo que nunca pudo haber vivido, aun si se le hubiera permitido ir más allá de las primeras semanas después de la concepción, pero Martin y Dawn eran perfectos, con la cantidad exacta de cabezas, brazos y piernas. También eran hermosos e inteligentes, y a duras penas escaparon de ser malcriados por sus excesivamente afectuosos padres, que siguieron siendo amigos de lo mejor cuando, después de quince años, cada uno optó por volver a ser independiente. Debido a su Calificación de Logros Sociales, se les habría permitido —más aún, alentado— a tener otro hijo, pero decidieron no sobrecargar su ya asombrosa buena suerte.
Una tragedia había ensombrecido la vida personal de Poole durante ese período y, por cierto, había producido conmoción en toda la comunidad del Sistema Solar: el capitán Chandler y toda su tripulación se perdieron cuando el núcleo de un cometa en el que estaban practicando un reconocimiento estalló de repente, destruyendo la Goliath de un modo tan completo, que solamente se pudo localizar unos pocos fragmentos. Tales explosiones, causadas por reacciones entre moléculas inestables que existían a temperaturas muy bajas, eran un peligro bien conocido para los recolectores de cometas, y Chandler se había topado con varias durante su carrera. Nadie conocería jamás las circunstancias exactas que hicieron que un viajero espacial tan experimentado fuese tomado por sorpresa.
Poole extrañaba muchísimo a Chandler: había desempeñado un papel único en su vida, y no existía alguien que lo reemplazara… nadie salvo Dave Bowman, con el que había compartido una aventura de tanta importancia. A menudo habían planeado volver al espacio juntos otra vez, quizás hasta llegar a la Nube Oort, con sus misterios y su riqueza de hielo remota pero inagotable. No obstante, algún conflicto de horarios siempre había interferido en esos planes, así que ése era un futuro deseado que nunca habría de existir.
Otra meta anhelada desde hacía mucho, que Poole se las había ingeniado para alcanzar… a pesar de las recomendaciones del médico: había descendido a la Tierra… y una vez fue más que suficiente.
El vehículo utilizado tenía aspecto casi idéntico al de las sillas de ruedas que usaban los parapléjicos con más suerte de su propia época: estaba motorizado y tenía neumáticos de baja presión que le permitían rodar sobre superficies razonablemente lisas. Sin embargo, también podía volar, a una altura de unos veinte centímetros, sobre un colchón de aire generado por un conjunto de ventiladores pequeños, pero poderosos. Poole estaba sorprendido de que una tecnología tan primitiva se siguiera empleando todavía, pero los dispositivos para control de la inercia eran demasiado voluminosos para aplicaciones en escalas tan pequeñas.
Sentado cómodamente en su silla voladora, apenas si era consciente de que su peso iba aumentando a medida que descendía hacia el corazón de África. Aunque advertía algunas dificultades para respirar, las había experimentado mucho peores durante su preparación de astronauta. Para lo que no estaba preparado fue para el soplo de calor de horno que lo acometió en el momento de salir del gigantesco cilindro perforador del cielo que constituía la base de la Torre. Sin embargo, todavía era de mañana: ¿cómo sería al mediodía?
Apenas si se había habituado al calor, cuando el agredido fue su sentido del olfato: una cantidad enorme de olores, ninguno desagradable pero todos desconocidos, reclamaron con insistencia su atención. Cerró los ojos unos minutos, en un intento por evitar la sobrecarga de sus circuitos de entrada de información.
Antes de que hubiera decidido abrirlos otra vez, sintió un objeto grande y húmedo que palpitaba en su nuca:
—Dígale hola a Elizabeth —indicó su guía, un joven fornido vestido con el atuendo tradicional de Gran Cazador Blanco, que estaba demasiado bien cuidado como para haber visto un uso real—. Es nuestra saludadora oficial.
Poole se volvió en la silla y se encontró mirando los ojos sentimentales de un bebé de elefante.
—Hola, Elizabeth —respondió, en tono bastante bajo. Elizabeth alzó la trompa como saludo, y emitió un sonido no habitual entre gente bien educada, aunque Poole estaba seguro de que era bien intencionado.
En total pasó menos de una hora en el planeta Tierra, dando un rodeo en torno del borde de una selva cuyos árboles achaparrados salían perdiendo en la comparación con la Tierra del Cielo, y encontrándose con mucho de la fauna local. Su guía se disculpó por lo amistoso de los leones, malcriados por los turistas… pero la expresión malévola de los cocodrilos lo compensaba con creces: aquí estaba la Naturaleza, en bruto e inalterada.
Antes de regresar a la Torre, Poole se arriesgó a dar algunos pasos alejándose de la silla aérea: Comprendía que eso era equivalente a transportar su propio peso sobre la espalda, pero eso no parecía ser una hazaña imposible, y nunca se perdonaría el no haberlo intentado.
No fue una buena idea; quizá debió haberlo intentado en un clima más frío. Después de no más de una docena de pasos, se alegró al hundirse de vuelta en las voluptuosas garras de la silla.
—Es suficiente —declaró con fatiga—. Regresemos a la Torre.
Mientras rodaba hacia el vestíbulo del ascensor, advirtió un cartel que, de algún modo, había pasado por alto durante la emoción de su arribo, y que decía:
Al notar el interés de Poole, el guía preguntó:
—¿Lo conoció usted?
—Era la clase de pregunta que Poole oía con harta frecuencia, y en ese momento no se sentía capaz de lidiar con ella:
—No me parece —repuso, fatigado, mientras las grandes puertas se cerraban detrás de él, cercenando imágenes, aromas y sonidos del primer hogar de la humanidad.
El safari vertical le había satisfecho la necesidad de visitar la Tierra, y Poole puso lo mejor de sí para no prestar atención a los diversos dolores y punzadas obtenidos durante su visita allá abajo, cuando regresó a su departamento del nivel diez mil, una ubicación de prestigio, incluso para esa democrática sociedad, Indra, empero, experimentó una leve conmoción por aspecto de Poole y ordenó que se lo llevara directamente a la cama.
—Exactamente igual que Anteo… pero al revés —refunfuñó sombríamente.
—¿Cómo quién? —preguntó Poole: había ocasiones en las que la erudición de su esposa era un tanto abrumadora, pero él ya había decidido que eso nunca le crearía un complejo de inferioridad.
—El hijo de la diosa Tierra, Gea; Hércules luchó con él, pero cada vez que lo lanzaba al suelo, Anteo renovaba sus fuerzas.
—¿Quién ganó?
—Hércules, por supuesto, al sostener a Anteo en el aire para que no pudiera recargar las baterías.
—Bueno, estoy seguro de que no tardaré mucho en recargar las mías. Y aprendí una lección: si no hago más ejercicio, puedo verme obligado a mudarme al nivel de gravedad lunar.
La buena resolución de Poole duró todo un mes: todas las mañanas salía a dar una caminata de cinco kilómetros a paso vivo, optando cada día por un nivel diferente de la Torre África. Algunos pisos todavía eran vastos desiertos retumbantes de metal, que probablemente nunca se habrían de ocupar, pero a otros les habían puesto paisajes y, en el curso de los siglos, se los había desarrollado en una desconcertante variedad de estilos arquitectónicos, muchos de los cuales fueron tomados de edades y culturas pasadas, mientras otros daban una pauta del futuro que a Poole no le interesaba visitar. Por lo menos, no existía el peligro del aburrimiento, y en muchas de sus visitas lo acompañaban, a respetuosa distancia, grupos pequeños de niños amistosos; raramente podían seguirle el paso durante mucho tiempo.
Un día, mientras daba sus zancadas por una convincente, aunque escasamente poblada, imitación de los Champs Élysées, de pronto divisó una cara familiar:
—¡Danil! —exclamó.
El otro hombre no se dio por aludido en absoluto, aun cuando Poole volvió a llamarlo, más fuerte esta vez:
—¿No te acuerdas de mí?
Danil —y ahora que lo había alcanzado, Poole no tenía la más mínima duda de su identidad—, daba la impresión de estar sinceramente perplejo:
—Lo siento —dijo—. Usted es el comandante Poole, claro, pero estoy seguro de que nunca nos vimos antes.
Ahora era el turno de Poole para sentirse avergonzado.
—Qué estupidez la mía —se disculpó—. Debo de haberlo confundido con otra persona. Que tenga un buen día.
Estaba contento por el encuentro, y le agradaba saber que Danil estaba de vuelta en la sociedad normal. Ya fuera que su delito originario hubiera sido asesinar con un hacha o devolver tarde libros a la biblioteca, eso no era cuestión que le incumbiera a su ocasional empleador: las cuentas se habían saldado los libros, cerrado. Aunque Poole a veces extrañaba los dramas de policías y ladrones que a menudo disfrutaba durante su juventud, había llegado a aceptar la sabiduría actual: el excesivo interés en la conducta patológica era patológico en sí mismo.
Con la ayuda de la señorita Pringle Modelo III, Poole había podido organizar su vida de modo que incluso hubiera ocasionales momentos en blanco en los que se podía relajar y poner el casquete cerebral en búsqueda aleatoria, para recorrer sus zonas de interés. Fuera de su familia inmediata, su principal preocupación todavía estaba entre las lunas de Júpiter / Lucifer, no siendo la menor de las causas el que se lo reconociera como al principal experto en el tema, y miembro permanente de la Comisión Europa.
Esa comisión se había creado casi mil años atrás, para examinar qué se podía hacer, si es que había algo que se pudiera y debiera hacer, respecto del misterioso satélite. En el transcurso de los siglos se había acumulado una vasta cantidad de información proveniente de los vuelos de circunvalación de las Voyager de 1979 y de las primeras exploraciones detalladas de las espacionaves Galileo colocadas en órbita en 1996, el mismo año del nacimiento de Poole.
Al igual que la mayoría de las organizaciones de larga duración, la Comisión Europa lentamente se había ido fosilizando y ahora solamente se reunía cuando se producían nuevos acontecimientos. Se había despertado sobresaltada después de la reaparición de Halman y nombró un enérgico presidente nuevo de la Comisión, cuyo primer acto fue el de codesignar a Poole.
Aunque había poco en lo que podía colaborar que ya no figurara en los registros, Poole se sintió muy feliz de estar en la Comisión. Evidentemente, su deber era hacerse asequible, y también le brindaba una posición oficial de la que, de otro modo, habría carecido. Con anterioridad, su condición social era lo que otrora se denominaba «tesoro nacional», lo que le resultaba ligeramente vergonzoso. Si bien lo alegraba que lo mantuviera viviendo en el lujo un mundo más rico que lo que jamás pudieron haber imaginado todos los sueños de las anteriores épocas devastadas por las guerras, sentía la necesidad de justificar su existencia.
También experimentaba otra necesidad, que raramente expresaba, ni siquiera a sí mismo. Halman le había hablado, aunque con brevedad, durante el extraño encuentro de dos décadas atrás. Poole estaba seguro de que le resultaría fácil hacerlo otra vez, si así lo deseara. ¿Acaso los contactos con seres humanos ya no le interesaban? Poole albergaba la esperanza de que no fuera el caso; sin embargo, podría ser la única explicación de su silencio.
Con frecuencia se ponía en contacto con Theodore Khan, tan activo y áspero como siempre y, ahora, representante de la Comisión Europa en Ganimedes. Ya desde el momento mismo en que Poole retornó a la Tierra, Khan trataba, en vano, de abrir un canal de comunicación con Bowman. No podía entender por qué largas listas de preguntas importantes sobre temas de interés vital para la filosofía y la historia ni siquiera recibían el más mínimo reconocimiento de haber sido recibidas.
—¿El monolito mantiene a su amigo Halman tan ocupado que no puede hablar conmigo? —se quejaba a Poole—. ¿Qué hace con su tiempo, en todo caso?
Era una pregunta muy razonable y la respuesta llegó, del mismo Bowman, como un relámpago en un cielo sin nubes… en forma de llamada videofónica perfectamente común y corriente.