26. Tsienville

En los instantes finales, mientras iba por sobre la costa a tranquilos cien kilómetros por hora, Poole se preguntaba si podría haber alguna intervención de último momento. Pero nada desagradable ocurrió, aun cuando la nave se desplazaba con lentitud a lo largo de la fachada negra, amenazante, de la Gran Muralla.

Era el nombre inevitable para el monolito europano pues, a diferencia de sus hermanitos de la Tierra y la Luna, estaba colocado en posición horizontal y tenía más de veinte kilómetros de largo. Aunque literalmente tenía un volumen miles de millones de veces mayor que el de AMT-0 y AMT-1, sus proporciones eran las mismas con toda exactitud: esa intrigante relación de 1:4:9, inspiradora de tantas tonterías numerológicas en el curso de los siglos.

Como la cara vertical tenía casi diez kilómetros de alto, una teoría verosímil afirmaba que, entre sus funciones, la Gran Muralla actuaba como rompevientos, protegiendo a Tsienville contra los feroces ventarrones que ocasionalmente venían rugiendo desde el Mar de Galilea. Eran mucho menos frecuentes, ahora que el clima se había estabilizado, pero mil años antes habrían constituido un grave disuasivo para cualesquiera formas de vida que surgieran del océano.

Aunque se había esforzado seriamente por hacerlo, Poole nunca pudo encontrar tiempo para visitar el monolito de Tycho, que seguía siendo un secreto de máxima prioridad cuando se hizo la expedición a Júpiter, y la gravedad de la Tierra hacía que el mellizo de Olduvai le fuera inaccesible. Pero había visto las imágenes tan a menudo, que le eran mucho más familiares que la proverbial palma de la mano (¿y cuánta gente, se había preguntado con frecuencia, se reconocería la palma de la mano?). Aparte de la enorme diferencia de escala, no existía el menor modo de distinguir la Gran Muralla de las AMT-1 y AMT-0 o, si era por eso, del «Hermano Mayor» con el que la Leonov se había topado en órbita de Júpiter.

Según algunas teorías, quizá tan alocadas como para ser ciertas, sólo existía un monolito arquetípico y todos los demás, cualquiera que fuese su tamaño, no eran más que proyecciones o imágenes de aquél. Poole recordó esas ideas cuando advirtió la suavidad inmaculada, impoluta de la fachada de ébano de la Gran Muralla, que se alzaba amenazadora ante él. Indudablemente, después de tantos siglos de haber estado en un ambiente tan hostil, ¡debieron de habérsele formado algunas zonas de suciedad! Y, sin embargo, se la veía tan impecable como si un ejército de limpiadores de ventanas acabara de pulirle cada centímetro cuadrado.

En ese momento recordó que, aunque todos los que habían llegado a ver las AMT-1 y AMT-0 sintieron un impulso irresistible de tocar esas superficies aparentemente prístinas, nadie había tenido éxito jamás. Dedos, taladros con punta de diamante, cizallas laséricas… todo resbalaba sobre los monolitos, como si hubieran estado recubiertos con una película impermeable… o como si, y esa era otra popular teoría, no hubieran estado por completo en ese universo, sino separados de él por una fracción de milímetro por completo infranqueable.

Poole describió de manera pausada el circuito completo de la Gran Muralla, que permanecía totalmente indiferente al avance del trasbordador. Después llevó la nave —todavía en control manual, en el caso de que Control Ganimedes hiciera ulteriores esfuerzos por «rescatarlo»— hasta los límites interiores de Tsienville y quedó flotando ahí, en busca del mejor sitio para descender.

La escena que veía a través de la pequeña ventanilla panorámica del Falcon le era del todo familiar; la había examinado tan a menudo en las grabaciones de Ganimedes, sin imaginar jamás que, un día, estaría observándola en la realidad. Los europanos, según parecía, no tenían la menor idea sobre planeamiento urbano: centenares de estructuras hemisféricas estaban esparcidas, aparentemente al azar, por sobre una superficie de alrededor de un kilómetro de ancho. Algunas eran tan pequeñas que hasta niños humanos se habrían sentido apretados en ellas. Aunque otras eran lo suficientemente grandes como para contener una familia numerosa, ninguna tenía más que cinco metros de altura.

Y todas estaban hechas con el mismo material, que refulgía con un color espectralmente blanco bajo la doble luz del día. En la Tierra, los esquimales habían encontrado una respuesta idéntica para el desafío que planteaba su propio ambiente, frígido y carente de materiales: los iglúes de Tsienville también estaban hechos con hielo.

En lugar de calles, había canales, lo que convenía más a seres que todavía eran parcialmente anfibios y que, al parecer, regresaban al agua para dormir. Asimismo se creía que lo hacían para alimentarse y reproducirse, aunque ninguna de esas hipótesis se había demostrado.

A Tsienville la habían llamado la «Venecia hecha de hielo», y Poole tuvo que estar de acuerdo en que era una descripción apropiada. Sin embargo, no había venecianos a la vista, y el lugar tenía el aspecto de estar abandonado desde hacía años.

Y aquí se planteaba otro misterio: a pesar de que Lucifer era cincuenta veces más brillante que el distante Sol, y que era un elemento permanente en el cielo, los europanos todavía parecían estar sujetos a un antiguo ritmo de noche y día: regresaban al océano con el ocaso, y salían a la superficie cuando salía el Sol… no obstante que el nivel de iluminación había cambiado nada más que un porcentaje pequeño. Quizás existía un paralelo en la Tierra, donde el ciclo de vida de muchos seres estaba controlado tanto por la tenue Luna como por el Sol, más brillante.

El Sol saldría dentro de otra hora y, entonces, los habitantes de Tsienville volverían a tierra firme y se dedicarían a sus pausados asuntos, ya que, según los parámetros humanos, por cierto que eran pausados. La bioquímica basada sobre el azufre, que daba energía a los europanos, no era tan eficiente como la basada sobre el oxígeno, que permitía la actividad de la inmensa mayoría de los animales terrícolas. Hasta un perezoso podía ir más rápido que un europano, así que resultaba difícil considerarlos como potencialmente peligrosos. Ésa era la parte positiva. La negativa era que aun con las mejores intenciones en ambas partes, los intentos por establecer comunicación serían extremadamente lentos, quizás hasta intolerablemente tediosos.

Poole decidió que ya era hora de que volviera a comunicarse con el Control de Ganimedes: debían de estar muy angustiados, y Poole se preguntaba cómo su cómplice de conspiración, el capitán Chandler, estaría lidiando con la situación.

Falcon llamando a Ganimedes. Como indudablemente podrán ver, se me hizo …eh… permanecer justo por encima de Tsienville. No hay señales de hostilidad y como acá todavía es la noche solar, todos los europanos están debajo del agua. Llamaré de nuevo tan pronto como esté en el suelo.

Dim habría estado orgulloso de él, pensó Poole, mientras llevaba al Falcon a descender, con la suavidad de un copo de nieve, sobre un pequeño parche de hielo. No quería correr riesgos con la estabilidad y dispuso el impulso inercial de manera que cancelara todo menos una fracción del peso del transbordador: lo suficiente, esperaba, como para evitar que el aparato fuera arrastrado por el viento.

Estaba en Europa: el primer ser humano después de mil años. ¿Armstrong y Aldrin habrían experimentado esa sensación de júbilo cuando el Águila descendió en la Luna? Es probable que hayan estado demasiado ocupados comprobando los primitivos sistemas, carentes por completo de inteligencia, de su módulo lunar.

El Falcon, claro está, realizaba todo eso en forma automática. La pequeña cabina ahora estaba muy silenciosa, aparte del inevitable, y tranquilizador, murmullo de los equipos electrónicos bien templados. A Poole le produjo una conmoción considerable cuando la voz de Chandler, evidentemente pregrabada, le interrumpió los pensamientos:

—¡Así que lo hiciste! ¡Felicitaciones! Como sabes, está programado que regresemos al Cinturón la semana después de la que viene, pero eso debe de darte mucho tiempo.

»Después de cinco días, Falcon sabe qué hacer. Encontrará el camino de vuelta a casa, contigo o sin ti, de modo que, ¡buena suerte!

SEÑORITA PRINGLE

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—Hola, Dim, ¡gracias por ese jovial mensaje! Me siento bastante tonto usando este programa, como si fuera un agente secreto en uno de los melodramas de espionaje tan populares antes que yo naciera. Así y todo, nos brinda algo de privacidad, lo que puede ser útil. Espero que la señorita Pringle haya descargado esto en forma adecuada… ¡pero claro, señorita P, sólo estoy bromeando!

»A propósito, estoy recibiendo una andanada de solicitudes de todos los medios de prensa del Sistema Solar. Por favor, trata de alejarlos de mí o de desviarlos hacia el doctor Ted: le va a encantar hacerse cargo de ellos…

»Puesto que Ganimedes me tiene en cámara todo el tiempo, no voy a gastar saliva diciéndote lo que estoy viendo. Si todo va bien, deberemos tener algo de acción dentro de algunos minutos… y todos sabremos si fue una buena idea, en realidad, permitir que los europanos me encuentren sentado aquí pacíficamente, esperando saludarlos cuando salgan a la superficie…

»Ocurra lo que ocurra, no será una sorpresa tan grande para mí como lo fue para el doctor Chang y sus colegas, cuando descendieron aquí hace mil años. Volví a reproducir su último mensaje, poco antes de salir de Ganimedes: debo confesar que me produjo una sensación de pavor. No pude dejar de preguntarme si era posible que algo así pudiera ocurrir de vuelta… no me gustaría inmortalizarme del modo en que lo hizo el pobre Chang…

»Por supuesto, siempre puedo despegar si algo empezara a salir mal… y he aquí un interesante pensamiento que se me acaba de ocurrir: me pregunto si los europanos tienen historia, alguna clase de registros, algún recuerdo, de lo que sucedió a nada más que a unos kilómetros de aquí, hace mil años.