El Gran Hotel Ganimedes, inevitablemente conocido en todo el Sistema Solar como «Hotel Granomedes», por cierto que no era gran, y tendría suerte si consiguiera la clasificación de una estrella y media en la Tierra. Como el competidor más cercano estaba a varios centenares de millones de kilómetros de distancia, la gerencia sentía poca necesidad de agotarse innecesariamente.
Así y todo, Poole no tenía quejas, aunque a menudo deseaba que Danil todavía anduviera cerca, para ayudarlo con la mecánica de la vida y para comunicarse de manera más eficiente con los dispositivos semiinteligentes por los que estaba rodeado. Había tenido un breve momento de pánico cuando la puerta se cerró detrás del botones (humano) que, aparentemente, había estado demasiado impresionado por su famoso huésped como para explicarle de qué modo funcionaban los servicios de la habitación. Después de cinco minutos de infructuosa conversación con las paredes, que no reaccionaban en absoluto, Poole por fin hizo contacto con un sistema que entendía su acento y sus órdenes. ¡Qué noticia para «Todos los Mundos» habría sido esa: ASTRONAUTA HISTÓRICO MUERE DE INANICIÓN, ATRAPADO EN CUARTO DE HOTEL DE GANIMEDES!
Y ahí habría existido una doble ironía: quizás el nombre de la única habitación de lujo del Granomedes era inevitable, pero Poole había tenido una verdadera conmoción, al toparse con una holografía antigua, tamaño natural, de su antiguo compañero de viaje en uniforme completo de gala, cuando lo condujeron a la… Suite Bowman. Poole hasta reconoció la imagen: su propio retrato oficial se había hecho al mismo tiempo, pocos días antes de que comenzara la misión.
Pronto descubrió que la mayoría de sus compañeros de tripulación de la Goliath habían hecho arreglos domésticos en Anubis, y estaban ansiosos de que conociera a los Otros Seres Importantes de ellos durante los veinte días de tiempo previsto de estadía de la nave. Casi de inmediato, quedó atrapado en la vida social y profesional de ese asentamiento de frontera, y entonces fue la torre de África la que parecía un sueño lejano.
Como muchos norteamericanos, en lo profundo de su corazón Poole sentía un afecto nostálgico por las comunidades pequeñas en las que todos conocían a todos… en el mundo real, y no en el virtual del ciberespacio: Anubis, con una población estable menor que la de su añorada Flagstaff, no era una mala aproximación de ese ideal.
Las tres cúpulas principales de presión, cada una de dos kilómetros de diámetro, se levantaban sobre una meseta que daba a un campo de hielo extendido, sin interrupciones, hasta el horizonte. El segundo sol de Ganimedes —alguna vez conocido como Júpiter— nunca daría suficiente calor como para fundir los casquetes polares. Ésa fue la principal razón para fundar Anubis en un sitio tan inhospitalario: no era probable que los cimientos de la ciudad se derrumbaran sino hasta después de, cuando menos, varios siglos.
Y en el interior de las cúpulas resultaba fácil sentirse por completo indiferente al mundo exterior. Una vez que Poole se volvió experto en los mecanismos de la Suite Bowman, descubrió que tenía una cantidad limitada, pero impresionante, de ambientes: podía sentarse debajo de palmeras en una playa del Pacífico, escuchar el suave murmullo de las olas o, si lo prefería, el rugido de un huracán tropical. Podía volar lentamente a lo largo de las cumbres del Himalaya o descender por los cañones del Valle Mariner. Podía caminar por los jardines de Versalles o recorrer las calles de media docena de grandes ciudades, en varios momentos ampliamente separados de su historia. Aun cuando el Hotel Granomedes no era uno de los lugares de reunión más celebrados del Sistema Solar, se ufanaba de contar con comodidades que habrían asombrado a todos sus más famosos predecesores de la Tierra.
Pero resultaba ridículo permitirse caer en la nostalgia por la Tierra cuando había recorrido la mitad de camino por el Sistema Solar para visitar un extraño mundo nuevo. Después de un poco de experimentación, Poole dispuso un compromiso, para goce e inspiración, durante sus regularmente escasos momentos de ocio.
Muy a su pesar, nunca había estado en Egipto, así que quedó encantado al poder descansar debajo de la mirada penetrante de la Esfinge, tal como era antes de la controvertida «restauración», y mirar turistas trepando por los inmensos bloques de la Gran Pirámide. La ilusión era perfecta, aparte de la tierra de nadie en la que el desierto chocaba con la (levemente gastada) alfombra de la Suite Bowman.
Sin embargo, el cielo era el que ningún ojo humano había visto hasta cinco mil años después que se colocó la última piedra en Giza. Pero no era una ilusión: era la realidad compleja y siempre cambiante de Ganimedes.
Debido a que a ese mundo, al igual que a sus compañeros, hacía ya eones el arrastre de flujo de Júpiter les había arrebatado su movimiento de rotación, el nuevo sol nacido del gigantesco planeta colgaba inmóvil en su cielo. Un lado de Ganimedes estaba perpetuamente expuesto a la luz de Lucifer y, aunque al otro hemisferio frecuentemente se lo denominaba «Tierra de la Noche», esa designación era engañosa como la frase, muy anterior, de «lado oscuro de la Luna». Al igual que el Lado Lejano lunar, la «Tierra de la Noche» ganimedeana tenía la brillante luz del antiguo Sol durante la mitad de su largo día.
Por una coincidencia más confusa que útil, Ganimedes empleaba casi una semana exacta —siete días, tres horas— para describir una órbita en torno de su primario. Los intentos por crear un almanaque basado sobre «Un día de Ganimedes = una semana de la Tierra» generaron tanto caos que se lo había abandonado hacía siglos. Al igual que todos los demás residentes del Sistema Solar, los nativos utilizaban la Hora Universal, identificando sus días normales de veinticuatro horas con números, en vez de nombres.
Puesto que la recién nacida atmósfera de Ganimedes seguía siendo extremadamente tenue y casi carecía de nubes, el desfile de cuerpos celestes brindaba un espectáculo que nunca terminaba. Cuando estaban más próximas, tanto Ío como Calisto aparecían con un tamaño cercano al de la mitad de la Luna, vista desde la Tierra… pero eso era lo único que tenían en común. Ío estaba tan cerca de Lucifer que tardaba menos de dos días en pasar a la carrera por su órbita, y exhibía un desplazamiento visible, aun en cuestión de minutos. Calisto, a una distancia que era el cuádruplo de la de Ío, necesitaba dos días ganimedeanos, o dieciséis de la Tierra, para completar su pausado circuito.
El contraste físico entre los dos mundos era todavía más notable. Calisto, congelado por completo, casi no había sido modificado por la transformación de Júpiter en un minisol: seguía siendo un páramo de cráteres de hielo poco profundos, tan apiñados que en todo el satélite no quedaba un solo sitio que hubiera escapado a los múltiples impactos, en los días en que el enorme campo gravitatorio de Júpiter competía con el de Saturno para reunir los escombros del Sistema Solar exterior. Desde ese entonces, aparte de algunos disparos perdidos, nada había ocurrido durante varios miles de millones de años.
En Ío, algo ocurría todas las semanas. Tal como había señalado un gracioso local, antes de la creación de Lucifer, Ío era el infierno… ahora era el infierno entibiado.
A menudo, Poole hacía un acercamiento de imagen del interior de ese paisaje quemante, y observaba las sulfurosas gargantas de volcanes que continuamente estaban dándole nuevas formas a una zona más grande que África. En ocasiones, fuentes incandescentes se elevaban cientos de kilómetros en el espacio durante poco tiempo, como si fueran gigantescos árboles de fuego que crecían en un mundo sin vida.
Cuando las inundaciones de azufre fundido se diseminaban desde los volcanes y respiraderos, el versátil elemento cambiaba pasando por un estrecho espectro de rojos, anaranjados y amarillos y, como si fuera un camaleón, se convertía en sus alótropos multicolores. Antes del amanecer de la Era Espacial, nadie imaginaba siquiera que un mundo así existiera. Fascinante como era observarlo desde su confortable posición ideal, Poole encontraba difícil creer que los hombres se hubieran arriesgado a descender ahí, donde incluso los robots temían posar su planta…
No obstante, su interés principal era Europa que, cuando estaba más próxima, parecía tener exactamente el mismo tamaño, casi, que la solitaria Luna de la Tierra, pero que pasaba velozmente por sus fases en sólo cuatro días. Aunque Poole había estado por completo inconsciente del simbolismo cuando eligió su paisaje privado, ahora parecía completamente adecuado que Europa pendiera en el cielo por encima de otro gran enigma, la Esfinge.
Incluso sin aumento, cuando solicitaba mirar a simple vista, Poole podía ver cuánto había cambiado Europa en los mil años transcurridos desde que la Discovery partió hacia Júpiter: la telaraña de bandas y líneas estrechas que otrora envolvían por completo al más pequeño de los satélites galileanos había desaparecido, salvo alrededor de los polos. Allí, la corteza global, con un espesor de kilómetros, había permanecido sin fundirse por el calor del nuevo sol de Europa. En todos los demás sitios, océanos vírgenes bullían y hervían en la tenue atmósfera, en lo que habría sido una agradable temperatura ambiente en la Tierra.
También era una temperatura agradable para los seres que habían salido a la superficie después de la fusión del escudo de hielo no fundido que, al mismo tiempo, los había atrapado y protegido. Satélites espía en órbita, que mostraban detalles de un tamaño de centímetros, habían observado una de las especies europanas que empezaba a evolucionar hacia la etapa anfibia y, aunque todavía pasaban mucho de su tiempo debajo del agua, los «europos» hasta habían empezado la construcción de edificios simples.
Que eso pudiera ocurrir en nada más que mil años ya era sorprendente, pero nadie dudaba de que la explicación se encontraba en el último, y más grandioso, de los Monolitos: el «Gran Muralla», de muchos kilómetros de largo, que se erguía en la costa del mar de Galilea.
Y nadie dudó de que, en su propia manera misteriosa, estaba observando el experimento que había empezado en este mundo… y que había llevado a cabo en la Tierra cuatro millones de años antes.