14. Adiós a la Tierra

«Cualquier cosa que desee… dentro de lo razonable», le habían dicho. Frank Poole no estaba seguro de que sus anfitriones consideraran ese regreso a Júpiter como una solicitud razonable; en verdad, él mismo no se sentía del todo seguro, y estaba empezando a pensarlo mejor.

Ya había dado su palabra a enormes cantidades de compromisos, con semanas de antelación. De la mayoría le habría encantado estar ausente, pero había algunos que lamentaría perder; en especial, odiaba decepcionar a la clase de los ancianos de su antiguo colegio secundario —¡qué notable que todavía existiera!—, cuando planeó visitarlo el mes próximo.

Sin embargo, se sintió aliviado, y un poco sorprendido, cuando tanto Indra como el profesor Anderson estuvieron de acuerdo en que era una excelente idea. Por primera vez se dio cuenta de que habían estado preocupados por su salud mental. Quizá tomarse unas vacaciones de la Tierra fuese la mejor cura posible.

Y, lo más importante de todo, el capitán Chandler estaba encantado:

—Puede ocupar mi cabina —le ofreció—. Echaré a la contramaestre de la suya.

Había ocasiones en las que Poole se preguntaba si Chandler, con su barba y su fanfarronería, no era otro anacronismo. Fácilmente lo podía representar en el puente de una estropeada fragata, con calavera y tibias cruzadas flameando en lo alto.

Una vez que Poole hubo tomado su decisión, los acontecimientos se sucedieron con sorprendente velocidad. Había acumulado muy pocas posesiones, y aún menos eran las que necesitaba llevar consigo. La más importante era Señorita Pringle, su otro yo y secretaria electrónica, ahora el depósito de sus dos vidas; y la pequeña pila de memorias en teraoctetos que iban con ella.

Señorita Pringle no era mucho más grande que las libretas personales de mano de la propia época de Poole, y de ordinario vivía, al igual que los Colt 45 del Viejo Oeste, en una funda de extracción rápida que se llevaba en la cintura. La máquina podía comunicarse con él por medio de sonido o del casquete cerebral, y su obligación primordial era actuar como filtro de la información y como memoria intermedia para el mundo exterior. Al igual que cualquier buena secretaria, sabía cuándo contestar en el formato adecuado: «Ya lo comunico» o, con mucha mayor frecuencia, «Lo siento: el señor Poole está ocupado. Por favor, grabe su mensaje y él le responderá no bien le sea posible». Por lo común, eso era nunca.

Había pocas despedidas para hacer: aunque las conversaciones en tiempo real serían imposibles, debido a la tremenda lentitud de las ondas de radio, permanecería en constante contacto con Indra y Joe, los únicos amigos verdaderos que había hecho.

Un poco para sorpresa suya, Poole se dio cuenta de que echaría de menos a su enigmático pero útil «valet», porque ahora tendría que lidiar él mismo con todas las tareas triviales de la vida cotidiana. Danil hizo una leve reverencia cuando se despidieron pero, además de eso, no exhibió señal alguna de emoción cuando emprendieron el largo ascenso hacia la curva exterior de la rueda que giraba alrededor del mundo, a treinta y seis mil kilómetros por encima de África central.

—No estoy seguro, Dim, de que entiendas la comparación, ¿pero sabes qué me recuerda la Goliath?

Para estos momentos eran tan buenos amigos, que Poole podía usar el apodo del capitán… pero únicamente cuando no había alguien más a la vista.

—Algo poco halagador, imagino.

—En realidad, no. Pero cuando era niño me encontré con todo un montón de antiguas revistas de ciencia ficción que mi tío George había abandonado. Las llamaban «pulpas», por el papel barato en el que estaban impresas; la mayoría ya se estaba haciendo pedazos. Tenían magníficas tapas extravagantes, que mostraban extraños planetas y monstruos… y, por supuesto, ¡naves espaciales!

»Cuando crecí, me di cuenta de lo ridículas que eran esas naves: por lo común las impulsaban cohetes, ¡pero jamás se veía la menor señal de tanques de propulsante! Algunas tenían hileras de ventanillas de proa a popa, exactamente igual que los paquebotes oceánicos. Había una, que era mi favorita, con una enorme cúpula de vidrio: un invernadero espacial…

»Pues bien, los que rieron último fueron esos antiguos artistas… lástima que nunca lo pudieran llegar a saber. La Goliath se parece más a los sueños de ellos que a los tanques voladores de combustible que solíamos lanzar desde el Cabo. El impulso inercial de ustedes sigue pareciendo demasiado bueno para ser cierto: no hay medios visibles de apoyo, alcance y velocidad ilimitados… A veces pienso que yo soy el que está soñando.

Chandler rió y señaló hacia la vista exterior:

—¿Esto parece un sueño?

Era la primera vez que Poole veía un horizonte auténtico desde su llegada a Ciudad de las Estrellas, y no estaba tan lejano como había supuesto. Después de todo, él estaba en el borde exterior de una rueda que tenía siete veces el diámetro de la Tierra, por lo que, sin lugar a dudas, la vista desde el techo de este mundo artificial debía de extenderse varios centenares de kilómetros…

Había sido bueno en aritmética mental, un raro logro aun en su época, y probablemente mucho más raro ahora. La fórmula para obtener la distancia al horizonte era sencilla: la raíz cuadrada del doble de la propia altura, multiplicada por el radio. La clase de conocimiento que nunca se olvida, aun si se quisiera…

Veamos: estamos a unos ocho metros de altura, así que es la raíz cuadrada de dieciséis (¡eso es fácil!). Digamos que R es cuarenta mil… eliminamos esos tres ceros para hacer que todos sean klicks… Cuatro veces la raíz de cuarenta… mmm… apenas un poco más que veinticinco…

Bueno, veinticinco kilómetros era una buena distancia y, por cierto, jamás espaciopuerto alguno de la Tierra había parecido tan enorme. Incluso sabiendo perfectamente bien qué esperar, resultaba sobrenatural mirar naves, muchísimo más grandes que su hace mucho perdida Discovery, despegando, no sólo en absoluto silencio, sino con ausencia de medios evidentes de propulsión. Aunque Poole extrañaba las llamaradas y la furia de las cuentas regresivas de antaño, tenía que admitir que eso era más limpio, más eficiente… y mucho más seguro.

Lo más extraño de todo, empero, era estar sentado ahí arriba, en el Borde, en la órbita geoestacionaria en sí… ¡y sentir peso! A nada más que metros de distancia, por afuera de la ventanilla de la diminuta sala de observación, robots de servicio y unos pocos seres humanos en traje espacial hacían sus tareas flotando con suavidad; pero, en el interior de la Goliath, el campo de inercia seguía manteniendo la gravedad marciana normal.

—¿Estás seguro de que no quieres cambiar de opinión, Frank? —había preguntado en broma, mientras iba hacia el puente—. Todavía quedan diez minutos antes del despegue.

—No sería muy popular si lo hiciera, ¿no? No, tal como solían decir antaño, tenemos un compromiso. Preparado o no preparado, allá voy.

Poole sintió la necesidad de estar a solas cuando comenzó el impulso, y la reducida tripulación (nada más que cuatro hombres y tres mujeres) respetó su deseo. Quizás adivinaban cómo debía de estar sintiéndose: abandonar la Tierra por segunda vez en mil años… y, una vez más, para enfrentar un destino desconocido.

Júpiter-Lucifer estaba del otro lado del Sol, y la órbita casi rectilínea de la Goliath iba a llevarlos cerca de Venus. Poole esperaba ansiosamente el momento de ver, a simple vista, si el planeta gemelo de la Tierra estaba empezando a justificar esa descripción, después de siglos de terraformación.

Desde una altura de mil kilómetros, la Ciudad de las Estrellas parecía una gigantesca banda de metal que ceñía el ecuador de la Tierra, salpicada con torres de lanzamiento, cúpulas herméticas llenas de aire, andamiajes que sostenían naves semicompletadas, antenas, y otras estructuras más enigmáticas. Disminuía con rapidez a medida que la Goliath enfilaba hacia el Sol y, en seguida, Poole pudo ver lo incompleta que estaba: había enormes brechas sólo unidas por una telaraña de andamiajes, a las que probablemente nunca se habría de circundar del todo.

Y ahora estaban cayendo por debajo del plano del anillo. Era mediados de invierno en el hemisferio norte, así que el tenue resplandor de Ciudad de las Estrellas estaba inclinado más de veinte grados hacia el Sol. Poole ya podía ver las torres norteamericana y asiática, como filamentos refulgentes que se extendían hacia afuera del planeta, más allá de la neblina azul de la atmósfera.

Estaba apenas consciente del tiempo, cuando la Goliath ganó velocidad, desplazándose con más celeridad que cualquier cometa que hubiera caído jamás hacia el Sol, viniendo desde el espacio interestelar. La Tierra, en plenitierra, seguía ocupándole todo el campo visual, y entonces pudo ver la longitud completa de la torre de África, que había sido su hogar en la vida que ahora estaba abandonando —y no pudo evitar la idea— quizá para siempre.

Cuando estaban a cincuenta mil kilómetros de distancia, estuvo a punto de ver la totalidad de la Ciudad de las Estrellas, en forma de una estrecha elipse que encerraba la Tierra. Aunque el lado lejano era apenas visible como una delgadísima línea de luz contra el fondo de las estrellas, producía temor reverencial pensar que la especie humana había colocado esta señal sobre los cielos.

Después, recordó los anillos de Saturno, infinitamente más espléndidos. Los ingenieros en astronáutica todavía tenían un largo camino por recorrer antes de que pudieran igualar las maravillas de la Naturaleza.

O, si ésa era la palabra adecuada, de Deus.