Indra no estaba tan comprensiva como él había esperado. Quizá, después de todo había algo de celos sexuales en la relación de ellos. Y, lo que era mucho más grave, lo que burlonamente denominaban Fiasco del Dragón, los llevó a tener su primer altercado de verdad.
Comenzó de modo bastante inocente, cuando Indra se quejó:
—La gente siempre me pregunta por qué dediqué mi vida a un período tan horrible de la Historia, y no es una gran respuesta decir que los hubo peores.
—Entonces, ¿por qué te interesas en mi siglo?
—Porque señala la transición entre la barbarie y la civilización.
—Gracias. Puedes llamarme Conan.
—¡Conan! El único que conozco es el hombre que creó a Sherlock Holmes.
—Déjalo así… lamento haber interrumpido. Claro que nosotros, en los así llamados países desarrollados, nos creíamos civilizados. Cuando menos, la guerra ya no era algo respetable, y Naciones Unidas siempre estaba haciendo lo mejor que podía para poner fin a las guerras que se desencadenaban.
—No con mucho éxito: yo le daría un tres sobre diez. Pero lo que encuentro increíble es el modo en que la gente, ¡incluso hasta comienzos del 2000!, aceptaba con calma un comportamiento que habríamos considerado atroz. Y creía, de la manera más disparada…
—Disparatada.
—… tonterías que, con seguridad, cualquier persona racional rechazaría sin el menor miramiento.
—Ejemplos, por favor.
—Pues, tu pérdida, realmente trivial, me impulsó a efectuar algunas investigaciones, y quedé consternada por lo que hallé: ¿sabías que, en algunos países, todos los años se mutilaba horriblemente a miles de niñitas, para hacer que conservaran la virginidad? Muchas de ellas morían, pero las autoridades hacían la vista gorda.
—Estoy de acuerdo en que era terrible… pero, ¿qué podía hacer mi gobierno al respecto?
—Muchísimo… si lo hubiese querido. Pero eso habría ofendido a la gente que le suministraba petróleo… y que le compraba las armas, como las minas terrestres que mataban y mutilaban civiles por millares.
—No entiendes, Indra. A menudo no teníamos alternativa: no podíamos reformar el mundo entero. ¿Y no hubo alguien que dijo que «la política es el arte de lo posible»?
—Completamente cierto. Y es lo que explica por qué las mentes inferiores se aferran a eso. El genio gusta de desafiar lo imposible.
—Pues me complace que tengas una buena provisión de genialidad, así puedes poner las cosas en su justo lugar.
—Creo percibir un dejo de sarcasmo… Gracias a nuestras computadoras podemos ejecutar experimentos políticos en el ciberespacio antes de tratar de utilizarlos en la práctica. Lenin no tuvo suerte: nació cien años antes de tiempo. El comunismo ruso pudo haber funcionado, durante un tiempo, por lo menos, de haber tenido microprocesadores. Y se las habría ingeniado para evitar a Stalin.
A Poole lo asombraba constantemente el conocimiento que tenía Indra de su época… así como su ignorancia sobre tantas cosas a las que él consideraba obvias. En un sentido, él tenía el problema inverso: aun si viviera los cien años que con tanta seguridad se le habían prometido, nunca podría aprender lo suficiente como para sentirse en casa. En cualquier conversación siempre habría referencias que no entendería, y chistes que le pasarían inadvertidos. Y lo que era aun peor, siempre sentiría que estaba a punto de meter la pata, a punto de producir un desastre social que avergonzaría incluso a los mejores de sus nuevos amigos…
… Como la ocasión en la que estaba almorzando, en su propia vivienda, por suerte, con Indra y el profesor Anderson. Las comidas que surgían de la cocina automática siempre eran perfectamente admisibles al haber sido diseñadas para satisfacer las necesidades fisiológicas de Poole. Pero, por cierto, no eran algo que hiciera agua la boca, y habrían sido la desesperación de un gourmet del siglo XXI.
Entonces, un día, apareció un plato desusadamente sabroso, que despertó en Poole intensos recuerdos de las cacerías de ciervos y de los asados de su juventud. Sin embargo, había algo que no le era familiar, no en el sabor ni en la textura, así que hizo la pregunta obvia.
Anderson se limitó a sonreír pero, durante unos segundos, Indra dio la impresión de que estaba a punto de descomponerse. Después se recobró y dijo:
—Contéstale tú… después que terminemos de comer.
«¿Y ahora qué hice mal?», se preguntó Poole. Media hora más tarde, con Indra manifiestamente absorbida por la exhibición de una videopelícula en el otro extremo de la habitación, los conocimientos que Poole tenía sobre el tercer milenio avanzaron otro paso de importancia.
—Ya en sus tiempos, la alimentación con cadáveres estaba llegando a su punto final —explicó Anderson—. Criar animales para… ajjj… comerlos se volvió imposible desde el punto de vista económico. No sé cuántas hectáreas se necesitaba para alimentar una sola vaca, pero sí sé que diez seres humanos, como mínimo, podían vivir con las plantas que esa superficie producía; y es probable que cien, con técnicas hidropónicas.
»Pero lo que remató todo este horrible asunto no fue la economía, sino las enfermedades. Primero empezó con el ganado; después se extendió a otros animales para alimentación. Fue una clase de virus, creo, que afectaba el cerebro y producía una muerte particularmente horrible. Si bien con el tiempo se halló la cura, fue demasiado tarde para volver atrás el reloj y, de todos modos, ya los alimentos sintéticos eran mucho más baratos y se los podía obtener con el sabor que se quisiera.
Al recordar semanas de comidas que satisfacían su hambre pero pecaban de sosas, Poole tuvo grandes reservas respecto del sabor. Y si no, ¿por qué, se preguntaba, seguía teniendo sueños añorantes de costillitas de cerdo y bistecs á la cordon bleu?
Otros sueños eran mucho más perturbadores, y tenía miedo de que, dentro de muy poco tiempo, tendría que solicitarle ayuda médica a Anderson. A pesar de todo lo que se estaba haciendo para hacerlo sentir como en su casa, las peculiaridades y la absoluta complejidad de ese nuevo mundo estaban empezando a abrumarlo. Durante el sueño, y como si fuera un esfuerzo inconsciente por escapar, a menudo regresaba a su vida anterior pero, cuando despertaba, eso sólo empeoraba las cosas.
No había sido buena idea viajar a la Torre Norteamérica y mirar, en la realidad y no en una simulación, el paisaje de su juventud: Con ayuda de equipo óptico, cuando la atmósfera estuvo despejada pudo ver tan de cerca, que logró discernir seres humanos individuales mientras atendían sus propios asuntos, a veces en calles que Poole recordaba…
Y siempre, en lo profundo de la mente, estaba el saber que ahí abajo otrora había vivido gente a la que había amado: mamá, papá (antes que se hubiera ido con esa Otra Mujer), los queridos tío George y tía Lil, el hermano Martin y, por último, pero no por ello de menor importancia, una sucesión de perros, empezando por los tibios cachorros de su niñez y culminando con Rikki.
Por sobre todo, estaba el recuerdo, y el misterio, de Helena…
Había empezado como un amorío ocasional, en los primeros tiempos de la preparación para astronauta, pero cada vez se volvía más serio a medida que pasaron los años. Justo antes que Poole partiera hacia Júpiter, habían planeado hacer que su relación se volviera permanente… cuando él regresara.
Y si no lo hacía, Helena deseaba tener su hijo. Poole todavía recordaba la combinación de solemnidad e hilaridad con la que habían hecho los arreglos necesarios…
Ahora, mil años después, y a pesar de todos sus esfuerzos, no conseguía averiguar si Helena había mantenido su promesa. Así como ahora había lagunas en su propia memoria, así también las había en los registros colectivos de la humanidad. La peor era la producida por el devastador impulso electromagnético proveniente del impacto de un asteroide en 2304, que había borrado varios porcentajes de los Bancos mundiales de información, a pesar de todas las copias de respaldo y los sistemas de seguridad. Poole no podía dejar de preguntarse si los registros de sus propios hijos no estarían entre los exaoctetos perdidos irremediablemente. Aun ahora, sus descendientes de la trigésima generación podrían estar caminando en la Tierra, pero él nunca lo sabría.
Escaso consuelo era haber descubierto que, a diferencia de Aurora, algunas damas de la era actual no consideraban que él era una mercadería dañada. Al contrario, a menudo encontraban que su alteración era bastante excitante, pero esa reacción un tanto incongruente le imposibilitaba establecer una relación íntima. Y tampoco estaba ansioso por hacerlo: todo lo que realmente necesitaba era el ejercicio ocasional, saludable, con la mente en blanco.
La mente en blanco: ése era el problema. Poole ya no tenía motivos para vivir, y lo aplastaba el peso de demasiados recuerdos. Parafraseando el título de un famoso libro que había leído en su juventud, a menudo decía de sí mismo «Soy un extraño en una época extraña».
Hasta había ocasiones en las que contemplaba el hermoso planeta sobre el cual, de obedecer las órdenes del médico, jamás podría volver a caminar, y se preguntaba qué tal sería tener un segundo encuentro con el vacío del espacio. Aunque no era fácil pasar por las esclusas de aire sin encender alguna alarma, cada tantos años se había hecho, y algún suicida decidido presentaba una meteórica exhibición en la atmósfera de la Tierra.
Quizá daba lo mismo, puesto que la liberación estaba en camino, proveniente de una dirección por completo inesperada.
—Gusto en conocerlo, comandante Poole… por segunda vez.
—Lo siento… no recuerdo…, pero claro, veo tanta gente.
—No necesita disculparse. La primera vez fue alrededor de Neptuno.
—¡Capitán Chandler… qué gusto verlo! ¿Puedo ofrecerle algo de la cocina automática?
—Cualquier cosa que tenga más de veinte por ciento de alcohol estará bien.
—¿Y qué está haciendo de vuelta en la Tierra? Me dijeron que usted nunca va al interior de la órbita de Marte.
—Es casi cierto… aunque nací aquí, creo que es un sitio sucio y hediondo… demasiada gente… ¡y lentamente la cantidad se está acercando a los mil millones otra vez!
—Más de diez mil millones en mi tiempo. A propósito, ¿recibió mi mensaje de agradecimiento?
—Sí, y sé que debí haberme puesto en contacto con usted, pero esperé hasta volver a enfilar hacia el Sol. Así que acá estoy. ¡A su buena salud!
Una vez que el capitán se hubo encargado de la bebida con impresionante velocidad, Poole trató de analizar a su visitante. Las barbas, aun las pequeñas perillas como la de Chandler, eran muy raras en la sociedad actual, y Poole nunca había sabido que un astronauta la llevara: no coexistían confortablemente con los cascos espaciales. Pero claro, un capitán podría pasar años antes de tener una AEV y, de todos modos, la mayoría de los trabajos exteriores los hacían robots. Pero siempre existía el riesgo de lo inesperado, cuando a la persona había que vestirla de apuro. Era evidente que Chandler era un tanto excéntrico, y Poole se alegró de corazón por conocerlo.
—No contestó a mi pregunta: si no le gusta la Tierra, ¿qué está haciendo acá?
—Oh, pues principalmente poniéndome en contacto con antiguos amigos: ¡es maravilloso olvidarse de las demoras de horas y tener conversaciones en tiempo real! Pero, claro está, ése no es el motivo: en el astillero del Borde están reparando mi viejo balde oxidado. Y al blindaje hay que cambiarlo: cuando se reduce a nada más que unos centímetros de espesor, no duermo muy bien.
—¿Blindaje?
—Escudo contra polvo. No había tal problema en su época, ¿no? Pero alrededor de Júpiter hay un ambiente sucio, y nuestra velocidad normal de crucero es de varios miles de klicks… ¡por segundo! Así que se produce un continuo tamborileo suave, como gotas de lluvia en el techo.
—¡Está bromeando!
—Claro que sí. Si en verdad pudiéramos oír algo, ya estaríamos muertos. Por suerte, esta clase de situación desagradable es muy rara… El último accidente grave tuvo lugar hace veinte años. Conocemos todos los cursos de los cometas, dónde está la mayor parte de la basura, y tenemos mucho cuidado en evitarla, salvo cuando nos desplazamos a velocidad de apareamiento, para hacer la redada de hielo.
»Pero, ¿por qué no viene a bordo y echa un vistazo alrededor, antes que partamos hacia Júpiter?
—Me gustaría mucho… ¿Dijo Júpiter?
—Bueno, Ganimedes, claro. Ciudad Anubis. Tenemos mucho que hacer ahí, y varios de nosotros tienen familia a la que no han visto desde hace meses.
Poole apenas si lo oía.
De pronto, en forma inesperada, y quizás en el momento exacto, había encontrado un motivo para vivir.
El comandante Frank Poole era la clase de hombre que odiaba dejar un trabajo a medias, y unas pocas motas de polvo cósmico, aun desplazándose a mil kilómetros por segundo, no eran algo que lo desalentara.
Tenía un asunto sin terminar en el mundo otrora conocido como Júpiter.